domingo, 25 de junio de 2017

jerónimo mihura (8)

El germen de Vidas confusas (Jerónimo Mihura, 1947) es una novela de Rosa María Aranda —la misma autora de Boda en el infierno— de la que Mihura ha escrito una adaptación para Antonio Román. Pero descartado el guión, acaso por la polémica generada por Intriga, ambos hermanos lo recuperan cuando un inesperado productor —un industrial del esparto proveniente de Murcia interesado, suponemos que artísticamente, por la carrera de la actriz Guillermina Grin— propone a Miguel y Jerónimo un proyecto. Éstos se acuerdan del guión olvidado y lo rescatan para la recién fundada Sirena Films, marca que, como es fácil suponer, producirá este único título.

Después de trabajar en la adaptación Miguel se excusa por carta: toda la situación de partida, aduce, es falsa. De la historia, que lleva por título Cabotaje, sólo conserva la primera escena y comienza con un nuevo desarrollo. La novela narra el descarrilamiento del tren en el que viaja una pareja de recién casados. Él muere y ella queda sumida en una profunda depresión a la que intenta escapar haciendo un crucero en un barco de cabotaje que recorre el perfil de la península ibérica, desde Santander a Barcelona. Pero apenas embarcada, la mujer descubre a un hombre que es el vivo retrato de su marido y se afana en reencontrar en él el amor perdido. Pero aunque el doble sea físicamente tan atractivo como el fallecido, moralmente es su contratipo: un canalla que aprovecha las escalas del viaje para oscuros tráficos y que utiliza a la mujer para pasar las sustancias de matute por la aduana lisboeta.

La acción de la película se sitúa en una modesta pensión de la madrileña calle Clavel y arranca con unos novios totalmente desinteresados por su enlace, en una iglesia vacía y con unos padrinos que cobran diez duros por cabeza, lo que remite al arranque de Maribel y la extraña familia. Miguel enriquece además la acción con un nuevo papel creado a la medida de Sara Montiel, de común acuerdo con su hermano Jerónimo.

El argumento, según una gacetilla de la época de su tardío estreno, se desarrolla en el ambiente de los conflictos sociales de principios de siglo:

El 1900 fue una de las épocas más agitadas de la vida española. Con el desdoblamiento industrial del país llegaron parejas las inquietudes sociales, y lo que hasta entonces había sido considerado como base inconmovible y principio indiscutible en que se asentaba la buena marcha de la sociedad, comenzó a ser puesto en tela de juicio por mesiánicos de toda índole, que arrastraban a muchos en una ola de demagogia. […] En Vidas confusas se recoge con indudable acierto este clima de subversión, que entra solapadamente, pero huracanado y asolador, en el quieto hogar provinciano de un hombre, transformando su vida apacible por un fatalismo de circunstancias, en un desorden catastrófico. [“Vidas confusas, certera estampa de una época”, en Guadalajara, 24 de junio de 1949, pág. 1.]
Pero para la crítica no resulta la mejor cinta de los hermanos. “Tiene buen arranque esta película […], una buena narración a la vez psicológica y policíaca […], aunque quizá hubiera convenido una explicación más pensada del desenlace” [Primer Plano, núm. 455, 3 de julio de 1949.] El mayor garante crítico de los Mihura termina siendo su amigo Alfonso Sánchez, que señala Vidas confusas como ejemplo de aquello a lo que debe aspirar el cine español, una producción media de calidad, en la que inscribe todo el cine realizado hasta entonces por los hermanos Mihura [Primer Plano, núm. 380, 25 de enero de 1948]. Mismo argumento en el que abunda Antonio Barbero, viejo amigo de Jerónimo de los tiempos de la tertulia en El Europeo y director de la publicación La Pantalla en la que colaboró el mayor de los Mihura: lo que la cinematografía española necesita es este tipo de producción media, sólida, convincente y creadora, si no de industria sí, al menos, de espectadores.

El rodaje de estas películas más bien modestas tiene también una doble función: servir a Miguel para consolidarse como guionista. Con el transcurrir de la década de los cuarenta se siente lo suficientemente seguro como para desarrollar textos compactos que dan lugar a películas de éxito. Es el caso de un nuevo policiaco, La calle sin sol (Rafael Gil, 1948), pero sobre todo de Siempre vuelven de madrugada (Jerónimo Mihura, 1948), que hace otra vez en colaboración con Jerónimo y que resulta, en su imperfección, una de las cintas más interesantes de todo este ciclo. Es la segunda producción de los hermanos Peña, que encargan a Miguel la formulación literaria y a Jerónimo la resolución técnica.

Siempre vuelven de madrugada es una película dual en la que todo tiene su doble: Julio Peña y Conrado San Martín, Mery Martin y Margarita Andrey, Rafael Bardem y Julio Peña... Hasta la realización conjunta de Miguel y Jerónimo en uno de sus más sugerentes trabajos, con una sorprendente ubicación del flashback que levantó polémica en su día.

Todo el primer tramo de la película está realizado con una fluidez digna del mejor cine más europeo que norteamericano. El ambiente de la verbena es mostrado mediante un movimiento descriptivo de la grúa que recorre los balcones de una casa, sobrevuela tenderetes, atraviesa guirnaldas y descubre al fondo la noria y el tiovivo. Entre el público bullicioso, el ojo de la cámara se posa sobre un individuo con sombrero y bigote, Andrés (Conrado San Martín). Su llamada telefónica nos introduce en un nuevo decorado: la casa de don Ramón (Arturo Marín), al que Andrés pide un préstamo urgente diciéndole que su madre necesita “unas inyecciones muy caras de esas que hay que comprar de estraperlo”. Cuando sale de la cabina el reloj indica claramente las ocho. A las doce sube a casa de don Ramón y, aprovechando el estruendo de los fuegos artificiales, le pega dos tiros y vacía la caja de caudales. Antes de salir llama a Mary (Mery Martin) en cuya casa hay una timba en la que participa Luis (Julio Peña).

De este modo, con una absoluta economía de diálogo, una gran limpieza en las elipsis y una dirección cercana a la maestría se desarrollan los diecisiete minutos que conforman el primer acto de la película. Luis, el protagonista, apenas ha hecho su aparición. La relación de éste con sus padres y con Andrés centra el segundo acto en el que se desarrolla un nuevo misterio de índole criminal: la desaparición de una vecina que trabaja como costurera para la familia y que funciona como quid del desarrollo narrativo de la película. Una oportuna elipsis deja al espectador en la ignorancia de lo ocurrido: la chica ha muerto accidentalmente mientras se baña en un río con Andrés y Luis, y éstos deciden huir y abandonar el cadáver.

Todo parece resuelto con la huida al campo, donde la vida debería ser más pura. No es el campo de Miguel, el de las vacas y las nubes, sino el de Jerónimo, construido a partir de su experiencia cineclubística con planos de siega y paisajes monumentales. En esta vida campestre, que vistas las referencias más parece de un plan quinquenal, aparece Andrés. Ha matado a un testigo de su crimen que amenazaba con chantajearles (José Franco) y quiere que Luis huya con él. Cuando éste se niega le pega un tiro. La reconstrucción del crimen se muestra como un flashback altamente estilizado, al estilo de La corona negra (Luis Saslavsky, 1951), otro guión de Miguel. Aquí se justifica por el delirio de Luis herido y permite de nuevo a Jerónimo lucirse en una secuencia de montaje resuelta a base de encadenados y sobreimpresiones. Esta escena de raigambre expresionista y fuerte contenido metafórico recurre de nuevo a la dualidad. Encontrará su equivalente en la explicación de Luis de la muerte de Ceclia, un flashback en toda regla —retransmisión en off de Luis incluida— cuya extrañeza radica en su situación como clímax de la película.

No resulta una cinta cómoda: Jerónimo se queja repetidamente de la tardanza de su estreno, y cuando éste llega finalmente, el 19 de septiembre de 1949 los críticos hablarán de “embarullamiento” en la resolución y de una cierta “frialdad” achacable, en parte, al reparto.

domingo, 18 de junio de 2017

jerónimo mihura (7)


Confidencia (1947) es la primera cinta en la que Miguel Mihura ejerce de guionista completo. La redacción de los diálogos recae en su hermano Jerónimo, en una curiosa inversión de sus roles habituales. Cumplirá con ella, por cierto, de manera ágil, aunque exenta de todo codornicismo, quizás porque esto es lo que busca Miguel.

La confidencia del título es la que le hace el doctor Barde (Guillermo Marín) a su amigo el periodista Carlos Selgas (Julio Peña) después de recibir un homenaje en el que se le agasaja como el mejor cirujano de Europa. La confidencia hace referencia a un crimen cometido por Barde en su juventud, embrutecido por la sangre que veía a diario en el hospital “y que terminaba por embriagarme”. Su descripción del asesinato sorprende por su crudeza: “una noche conocí a una mujer y la asesiné villanamente; hundiendo un cuchillo en su cuerpo desnudo. Y vi la sangre que no había visto nunca. Toda la sangre que necesitaba para saciarme”. Ni tan siquiera sabe Barde quién fue su víctima; a la curiosidad de su amigo, replica: “una mujer cualquiera, alguien que llevé a la habitación de un hotel sin que ninguno de los dos supiéramos ni siquiera nuestros nombres”. Un hecho que, decían las malas lenguas, se basaba en un caso real bien conocido por la alta sociedad madrileña.

Ésta es la escena de la que Jerónimo Mihura reconoce estar más satisfecho. Asegura que es la clave, una de las más difíciles y también la más lograda. Cuenta para ello con la asistencia en los decorados de Sigfrido Burmann y en la fotografía de Michel Kelber —por cierto, gran amigo de Jerónimo y su pareja habitual de mus—. La luz de la chimenea, la lluvia tras la ventana y la cuidada fotografía en contraluz del perfil de Guillermo Marín coadyuvan al efecto; y es que Jerónimo, parece, confía más en el ambiente y la planificación que en los actores.

La turbia historia apuntada en estos compases planos se comprende mejor con un detalle del guión: la amistad entre los protagonistas data de su encuentro “durante nuestra guerra”, cuando Barde ejerce de médico militar. El resto de la historia transita por caminos a veces previsibles, a veces desbocados. Y bifurcados, porque en una de estas muestras de habilidad de Mihura las escenas con Barde van escorándose hacia la tragedia, mientras que las centradas en Elena derivan hacia la comedia ligera. Elena es Sara Montiel, que se esfuerza en mantener el ritmo que se supone que exige su personaje de muchacha independiente, fantasiosa y pizpireta. Eso sí, está doblada. Mientras tanto, el metraje ocupado por Carlos ejerce de pivote entre ambos registros. Éste encuentra, pese a las recomendaciones de Barde, la explicación a los delitos. Mihura recurre a transiciones limpias. Al anuncio del viaje de Carlos a Lisboa para cubrir una información política sigue la estación de Salamanca, la ciudad en que Barde cometió sus crímenes. Y una callejuela con su farol estratégicamente colocado por el decorador nos conduce al “café de camareras” regentado por La Quinqué (Julia Lajos), donde el estudiante de medicina conoció a su víctima. La Quinqué atribuye el crimen al calor de aquella noche, en un motivo que se repetirá más adelante como detonante del comportamiento sicópata de Barde. De hecho, más adelante se produce una extraña asociación entre arte contemporáneo y enfermedad mental, no sabemos si buscado. Los cuadros del cuñado de Elena —obra en realidad de José Caballero— que representan la sensación de calor desde presupuestos expresionistas son sólo la sublimación a través del arte de los impulsos criminales de Barde.

Como en otras películas de género más o menos policial debidas a la pluma de Miguel Mihura la casualidad juega un papel principal en la trama. Es un vicio que los críticos no dejan de reprocharle. En esta ocasión se trata de la coincidencia improbabilísima de que, a su regreso de Salamanca, el doctor debe asistir a una parturienta en peligro de muerte, que Carlos le lleve en su coche y que la hermana de la moribunda sea Elena. La parturienta, en un breve papel, está interpretada por Marian Day, hermana de Clara Petacci, la amante de Mussolini.

La segunda coincidencia tiene lugar cuando las dos hermanas marchan a descansar a Torremolinos y el vecino resulta ser el comisario jubilado (José Isbert) que dejó sin resolver el crimen de Barde años atrás. Cuando Elena, apasionado de las novelas policiacas, le pregunta a don Mauricio por qué abandonó su profesión, este replica que el oficio tiene poco que ver con las novelas, “donde el sospechoso está siempre junto al policía tomando café o bebiendo güisqui y diciéndose sutilezas. La realidad es que el que comete un crímenes suele escapar enseguida y el policía no le vuelve a ver el pelo”.

Confidencia supone una nueva demostración de la habilidad en la dirección de Jerónimo Mihura, al que Alfonso Sánchez acredita como “director que a su dominio del oficio junta palpables dosis de sensibilidad, de intuición artística, de categoría humana, de buen gusto educado en esa escuela del cine europeo, de clima denso y entrañable humanidad” [Primer Plano, núm. 380, 25 de enero de 1948.]

domingo, 11 de junio de 2017

jerónimo mihura (6)

Cuando llegue la noche (1946) está basada en la obra teatral homónima que Joaquín Calvo Sotelo ha estrenado, con buena acogida crítica, en enero de 1943. Su adaptación a la pantalla lleva rumiándose ya desde finales de ese mismo año: se habla de Juan de Orduña como posible director, pero parece que no es más que un rumor lanzado por los estudios Roptence para crear expectación dado el éxito que está alcanzando el realizador con sus cintas para Cifesa. Al no llegar la idea a buen puerto, Joaquín Calvo Sotelo, que ya ha colaborado con Miguel Mihura en ¡Viva lo imposible! o el contable de estrellas, decide ofrecérselo a Jerónimo, que no puede acometer el rodaje hasta salir del purgatorio de sus cortometrajes de tema religioso. En esta ocasión Carlos Blanco firma el guión definitivo en solitario, en tanto que Jerónimo se hace cargo del guión técnico, función encomendada al director en estos años y que tiene bien aprendida por sus años como ayudante. De la producción se hace cargo Marta Films, la productora de Norberto Soliño, exresponsable de Cifesa en La Habana y artífice de la Hispano Film Produktion en Berlín.

El melodramático argumento sigue a Magda (Irasema Dilian) mientras huye de su padrastro, que alberga contra ella las peores —o las mejores, según él— intenciones. Magda parte en tren con la intención de llegar a un puerto de mar y embarcarse hacia algún lugar remoto, pero el ferrocarril queda bloqueado por el mal tiempo, así que, ni corta ni perezosa, contrata a Guillermo (Julio Peña), un piloto que debe sacarla del refugio en el que ha quedado bloqueada. Por supuesto, Guillermo se ve también obligado a pernoctar allí. Y descubrimos el intríngulis: Magda era ciega hasta hace poco y si ha recuperado la vista ha sido gracias a una operación realizada por su padrastro. A pesar de las amenazas de éste de que la ceguera —“la noche” del título— puede volver en cualquier momento, Magda renuncia a regresar con él y se casa con Guillermo. Pero estalla la Guerra Civil y a Guillermo le requiere el servicio. Ella se despide aparentando entereza pero intuye que aquello es una adiós definitivo. La película finaliza “implorando Magda a Dios que a su hijo que ha de nacer, le dé un corazón más fuerte que el de su padre y la luz en los ojos que ella está perdiendo” (Sinopsis AGA). Todo un derroche de excesos al que el programa de mano intenta quitar hierro, mostrando una simpática imagen de Irasema Dilian y Julio Peña comiendo y bromeando y una frase publicitaria que reza: “ellos sabían su tragedia, pero supieron caminar con humor hacia su destino”. Y, precisamente, en este aspecto incidía Jerónimo Mihura durante el rodaje:

Se pueden hacer comedias, biografías, drama, historia, etc., siempre que respondan a una manera de ser de los españoles. Y Cuando llegue la noche tiene esa virtud. A mí no me parece bien para nuestras películas la frivolidad que no sentimos, las costumbres que no aceptamos, pero de esto a que no se hagan comedias alegres y divertidas hay mucha diferencia. La vida española no es sólo drama ni historia; también tiene humor -un humor exquisito- y frivolidad bien entendida, es decir, desenvoltura y alegría. Y esto lo podemos hacer perfectamente los españoles sin alterar nuestra manera de ser. [Pío García: “En el rodaje de Cuando llegue la noche”, en Primer Plano, núm, 296, 16 de junio de 1946.] 

El reportaje también dedica espacio al trabajo con maquetas desarrollados en los estudios de la CEA y al posible romance entre los protagonistas. Con todo, no parece una película destinada a perdurar en la memoria del espectador. Ni tan siquiera en la de su director, que al cabo de los años sólo recordaba la belleza de las dos protagonistas femeninas, Irasema Dilian y Guillermina Grin, y que el rodaje tuvo lugar en la sierra, “en medio de la nieve, y con mucho frío. Los decorados eran muy grandotes, muy destartalados, muy malos para mi gusto”.

Entrevistado en Chicote en julio de 1946, Jerónimo asegura que su propósito es descansar durante el verano y ponerse luego con dos adaptaciones. La primera sería Time and the Conways, del dramaturgo británico J. B. Priestley, adaptada por Luis Escobar como La herida del tiempo y estrenada con éxito resonante en 1942 en el teatro María Guerrero, que él mismo dirigía. La otra, “una película cómica, basada en una conocida obra teatral... No puedo decirte el título porque están en el aire las negociaciones. Tan sólo te diré que si cuaja se rodará en Barcelona”. [Francisco Narbona: “Jerónimo Mihura proyecta llevar a la pantalla una novela inglesa”, en Cinema, núm. 7, julio de 1946.]

domingo, 4 de junio de 2017

jerónimo mihura (5)

Actualizado el 20/06/2020


Después de la realización de El camino de Babel el cine español entra en un periodo de crisis -¿ha habido alguno que no lo sea?- y Jerónimo se ve obligado a replantear su carrera. En este momento, la productora Magíster - Ediciones Cinematográficas Educativas le ofrece la ejecución de unos documentales de temática histórico-religiosa.

No es un cometido tan estrafalario como pueda parecerle al espectador actual: en los años del inicio de la Guerra Fría la Iglesia se plantea la producción de películas que luego encuentran un canal de distribución muy rentable en infinidad de salas parroquiales. En la encíclica Vigilanti cura, Pío XI ha exhortado a los prelados y a los empresarios católicos a no limitar su acción a la actividad de tutela y presión sobre los organismos censores que se lleva a cabo a través de la Oficina Católica Internacional del Cine (OCIC), fundada en 1928, y de las organizaciones nacionales de Acción Católica, sino a intervenir directamente en la producción:
Procuren, además, los obispos de todo el mundo hacer ver a los industriales del cinematógrafo que una fuerza tan potente y universal puede ser útilmente dirigida a un fin altísimo de mejora individual y social. ¿Por qué nos hemos de ocupar tan sólo de evitar el mal? Las películas no deben ser una simple diversión, ni ocupar tan solamente las horas frívolas y ociosas, sino que pueden y deben, con su magnífica fuerza, iluminar y encaminar a los espectadores al bien. [Pío XI: Vigilanti cura (Encíclica de S.S. Pío XI sobre el Cine. 29 de Junio de 1936). Santiago de Compostela, Ediciones Splendor, 1943, pág. 22.]
En Italia se han dado dos pasos importantes en este sentido: el estreno de Pastor Angelicus (Romolo Marcellini, 1942), largometraje documental sobre el papa Pío XII, y el rodaje de la película La porta del Cielo (La puerta del cielo, Vittorio De Sica, 1945), encargo de circunstancias que Zavattini y De Sica aprovechan para emplear a numerosos judíos hasta la retirada de los nazis de Roma, que se prevé cercana ya que la cinta se rueda bajo los bombardeos aliados.

Jerónimo emprende con ánimo la tarea: “Estoy aprovechando estas vacaciones forzosas, que se nos han concedido a algunos directores, para aprobar una asignatura que me había saltado a la torera cuando empecé a cursar mi carrera cinematográfica”, declara a Cámara. Andando los años, sería más explícito en cuanto al tipo de aprendizaje que supusieron esta docena de trabajos alimenticios:
Era la época del gasógeno y nos recorrimos toda España en un Hispano-Suiza que había sido de Alcalá Zamora, el presidente de la República recorrimos en ese automóvil de gasógeno todas las iglesias, ermitas y los conventos. Un trabajo terrible. Luego rodábamos láminas de libros con ayuda de una máquina de escribir grande. Fijábamos la cámara al carro, lo movíamos y de esta manera hacíamos los travellings. En fin, un trabajo de chinos, pero con el cual nos divertíamos muchísimo. [en declaraciones a Augusto Martínez Torres: Cineastas insólitos. Madrid, Nuer Ediciones, 2000, págs. 77-78.]
Cuando le entrevistan en Cámara lleva rodados tres: La Santa Misa (Jerónimo Mihura, 1945) ha obtenido el primer premio de documentales del SNE, y El Emperador del Mundo (Jerónimo Mihura, 1945), el quinto. Ambos han sido declarados de Interés Nacional, a pesar de que la realización de este último sea una mera sucesión de estampas encadenadas con alguna sobreimpresión del mar en el capítulo dedicado a la conquista de América y unos planos de la plaza de la Villa en Madrid, con la estatua de don Álvaro de Bazán. La omnipresencia de la locución, que no deja el mínimo resquicio a la interpretación de las imágenes por parte del espectador, insiste además en la "figura altanera" de los conquistadores extremeños y en la "extrema crueldad de los indios".

Lo mismo ocurre con La Virgen, capitana de nuestra historia (Jerónimo Mihura, 1945). En esta ocasión se trata de soldar indisolublemente vocación mariana, espíritu imperial y gestas bélicas en un relato atemporal que obvia los tiempos muertos de la Historia. De nuevo el encadenado y las sobreimpresiones se convierten en la figura retórica esencial en la plasmación de este ideario y ello sucede desde el inicio, cuando la virgen aparece sobreimpresionada en las aguas plácidas de un río, que suponemos el Ebro, a tenor de la precisión inmediata de la locución que nos acompaña en un nuevo encadenado y mediante una panorámica, del agua que corre al santuario del Pilar, "primer templo mariano de la cristiandad". De tanto en tanto, la realización abandona la rutina de los fundidos encadenados entre estampas históricas -el Desembarco de Colón, de Diósocro Puebla, por ejemplo, que Orduña convertirá en tableau vivant en Alba de América (Juan de Orduña, 1951)- y templos para intentar un travelling en torno a La Rábida o una maqueta animada con la circunnavegación de la Tierra por la expedición de Magallanes y Elcano. Lo primero que habrían hecho los dieciocho supervivientes fue ir a postrarse ante la Virgen trianera de la Victoria, la patrona de su nave. "Por el favor de esta señora, España demostró que el mundo era redondo para la gloria de Dios". A partir de aquí, la narración apresura su paso. La inspiración de Bartolomé Murillo o Lope de Vega, son una sucesión de estampas enlazadas mediante cortinillas para terminar yuxtaponiendo la capitanía de la Pilarica contra el "odiado invasor" francés y, sin solución de continuidad las muy recientes imágenes rodadas in situ del alcázar de Toledo y el santuario de Santa María de la Cabeza.
Y sobre todo, ella iluminó el genio de nuestro Caudillo en la mañana difícil del 5 de agosto de 1936 [amanecer en el mar]. Sobre el estrecho intransitable por el acecho del enemigo [encadenado a una Virgen coronada], proyectó su sombra bienhechora la Virgen de África y con este amparo [arranca la Marcha Real], el Caudillo hizo pasar el convoy salvador [aviones en formación cruzan el cielo] en una hazaña sin precedentes [fragatas o cruceros en el mar], que fue la clave de nuestra victoria [encadenado de un retrato de Franco, continúa el himno]. Entonces [Franco sobre un mapa de España], como ayer, como mañana, [la Virgen sustituye a Franco sobre el mismo mapa], siempre estará con España para seguir cumpliendo su alto destino la más excelsa de las capitanas, porque además de su poder y fortaleza ante Dios, nos mira con ojos tiernos de madre [fundido en negro con las últimas notas del himno nacional].
Como queríamos demostrar, que decían los matemáticos clásicos.

El asunto se prolonga hasta dar lugar a una docena de documentales “de carácter pedagógico” que pretenden conformar una suerte de “catecismo audiovisual”. El ideólogo de la operación, Francisco Ortiz Muñoz, deja clara la posición de Magíster, que cuenta con todos los apoyos oficiales habidos y por haber:
Ya se ha reconocido el interés nacional de estas películas. Ahora debe concedérseles el apoyo oficial para que sean proyectadas en todos los centros de enseñanza; más aun, en las naves de trabajo de nuestras fábricas. La aplicación a la cinematografía de los principios pedagógicos modernos está aún por realizar en España, en la que salvo meritorios esfuerzos aislados, no ha penetrado todavía el cine en la escuela como elemento docente, ni, en general, se ha aplicado a la formación del pueblo más que desde un punto de vista recreativo y de esparcimiento cuando no devorador y corruptor. [Primer Plano, núm. 248, 15 de julio de 1945.]
Estos primeros títulos se sumaron las series dedicadas a “Los sacramentos”, “Las oraciones” y “Los mandamientos”, que Jerónimo Mihura rodó a lo largo de un año entre la primavera de 1945 y la de 1946. Todos cuentan con la fotografía del alemán afincado en España Hans Scheib y algunos van firmados por Sáenz de Heredia, pero él mismo se encarga de echarle toda la culpa a Jerónimo, que dice aprovechar el encargo para “trabajar todo lo que sea posible y entrenarme, o mejor, no perder el entrenamiento. Estar en forma. Nada de esperar a la película de los cuatro millones. El momento actual del cine español es una lección que tenemos que aprender todos”. [Cámara, núm. 69, 15 de noviembre de 1945.]