Alfonso Paso ha sido uno de los comediógrafos más adaptados por el cine español. O, al menos, lo fue en su momento de mayor popularidad, durante la década de los sesenta, cuando dos o tres comedias suyas competían en los escenarios de Madrid a lo largo de toda la temporada. Tampoco es extraño, dado que escribió más de ciento cincuenta y casi todas contaron con la aquiescencia del público. Sin embargo, el andamiaje se viene abajo con el inicio de la nueva década. Eso sí, sigue facturando cientos de artículos, protagoniza y dirige películas, graba un disco, escribe entremeses para café-teatro... pero los coliseos de la capital le dan la espalda. Entre 1973 y 1977 no se estrena ninguna comedia suya. Su creciente mal humor y el cambio de los tiempos casan mal con una obra tan apegada a lo efímero y tan circunscrita a la conexión con el público. Sus comedias más recordadas seguirán formando parte del repertorio dramático televisivo, pero de las treinta y pico adaptaciones cinematográficas que se han realizado de sus comedias, la mayoría encontraron su ocasión a pie de éxito teatral, o sea, en los sesenta.
Algunas de ellas han comparecido por aquí: desde sus primeros pasos como guionista de Pedro Lazaga o José María Forqué, cuando aún era un autor con pujos sociales y artísticos, hasta las versiones cinematográficas en las que el mismo Forqué volvió a recurrir a él. Hemos visto cómo Marquina adaptó Adiós, Mimí Pompón, Salvia, Una tal Dulcinea, Torrado, Educando a una idiota, Buchs hijo, Un roto para un descosido en El pecador y la bruja y el tándem Lazaga / Martínez Soria algunos de los títulos que prolongaron el éxito de Paso en la década de los setenta.
El propio comediógrafo dirigió guiones propios y algunas de sus obras, como Celos, amor y Mercado Común. Realizadores tan dispares como Mariano Ozores, Tulio Demicheli —hasta en tres ocasiones—, Antonio Isasi, José Luis Sáenz de Heredia o Fernando Fernán-Gómez recurrieron a sus comedias. En los setenta encontramos, sobre todo, originales para cine o televisión. Pero hoy quería dedicar unas líneas a su postrera comedia, que, hasta donde sé, es la última adaptación que llega a la pantalla grande.
Paso había presentado La zorra y el escorpión a censura teatral en 1973. Su lenguaje voluntariamente soez y algunas situaciones que escandalizaron a los lectores del libreto propiciaron tal cantidad de propuestas de cortes que el autor decidió guardar la obra en un cajón hasta que soplaran vientos más propicios. El momento llegó el Sábado de Gloria de 1977 cuando Elisa Ramírez y Armando Calvo decidieron estrenarla en el Infanta Isabel. Sólo ellos dos en el escenario en un juego entre una “dama de alta cuna y baja cama” y el mayordomo. La acción, en Londres, seguramente por aquello de suavizar el paso por censura unos años antes. A decir de la crítica, “el interés se mantiene gracias a la viveza de los diálogos y los sucesivos contrates de las situaciones. La tensión no se quiebra ni se debilita”. [Eduardo G. Rico: “La zorra y el escorpión, de Paso (la ideología de la derecha)”, en Pueblo, 22 de abril de 1977, pág. 20.] En cualquier caso, más allá de esta loa al artesanado, a lo que se suele denominar “carpintería teatral”, el intento del autor de poner en pie un drama sobre la lucha de clases resultó bastante desnortado, según todos los reseñistas. El resentimiento de un criado abocado desde su nacimiento a una condición subalterna y la frigidez de la dama que pretende encontrar en él consuelo para una noche de soledad carecían de representatividad para colmar las pretensiones del autor. Sin embargo, el público sostuvo la propuesta, la obra alcanzó las ciento cincuenta representaciones y la compañía de Mary Paz Pondal la repuso el año siguiente en el Benavente.
Andrés Moncayo le entrevista con motivo del reestreno y le llama “clásico en vida”. Paso responde rápidamente: “Prefiero estar vivo y no ser un clásico. Pero las dos cosas juntas tampoco me disgustan”. [Andrés Moncayo: “Del café-teatro a Cosas de papá y mamá”, en Hoja del Lunes (Madrid), 1 de mayo de 1978, pág. 40.] El destino, siempre burlón, le va a llevar la contraria: fallece tres meses más tarde, con apenas cincuenta y un años.
De la adaptación cinematográfica empieza a hablar Mary Paz Pondal a principios de 1981. Ella repetiría en el papel femenino y el galán Máximo Valverde sustituiría a Armando Calvo en el masculino. Sin embargo, cuando la producción se ponga en marcha, a finales de 1982, la protagonista es Esperanza Roy. Dirige Manuel Iglesias, autor de una filmografía que sólo se entiende a la luz de los filones surgidos durante la Transición —Jóvenes viciosas (1980), Terror en el tren de medianoche (1980)...—, y la distribuidora no se decidirá a lanzarla hasta 1984. La acción se ha traslado a España y la aristócrata es ahora, en lugar de una sofisticada lady británica, la muy hispana baronesa de Siete Picos. No es el único cambio que propone la adaptación. Los prolegómenos del primer acto se “airean” a base de que la protagonista vaya de acá para allá en busca de un amante o, al menos, de alguien dispuesto a escucharla. Lo que la cinta gana en variedad de escenarios y personajes, lo pierde en unidad dramática. Esa suerte de monólogo telefónico —al estilo de La voz humana, de Cocteau—, que se trasluce como artificio para la presentación del personaje, pierde todo su sentido al multiplicarse las localizaciones, y alternarse los encuentros personales con las llamadas desde la casa y desde una cabina telefónica. Lo mismo ocurre con un tardío excurso ambientado en el hipódromo. Luego, queda el tuétano: el juego sadomasoquista entre el proletario resentido y la dama frígida, con toda su componente “teatral”, sus disfraces, sus permanentes giros argumentales, al modo de Sleuth (La huella, Joseph L. Mankiewicz, 1972). Es posible que en el escenario funcionaran mejor; en la película, se producen por mera acumulación. Vistos los dos primeros, uno ve venir ya los siguientes. Lo malo es que todos estos vaivenes tienen un reflejo inmediato en la irregular interpretación de Esperanza Roy, que parece saltar de un registro a otro —farsa, melodrama— sin aparente transición.
Más allá de su endeblez ideológica y de lo trasnochado de su moraleja, el último paso de Paso en la pantalla resulta un ejercicio de adanismo cinematográfico sustentado en una adaptación equivocada.
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