La primera película en que Pedro Lazaga dirige al popularísimo cómico Paco Martínez Soria y la que sirve para establecer el molde que irán repitiendo a lo largo de los años es La ciudad no es para mí (1965). Según la costumbre de tantas cintas de la época, arranca con un prólogo en el que se dan mitad en guasa, mitad en broma, una serie de datos estadísticos sobre la automoción en una gran ciudad, para el caso, Madrid: tantos millones de habitantes, tantos vehículos, tantos baches... El bullir ciudadano tiene su correlato en la puesta en escena con esta locución ametrallada y la utilización de la cámara rápida. En este vértigo, José Sazatornil “Saza” es un anónimo ciudadano medio que vive el acelerado ritmo de la ciudad. Cuando va a coger el coche, el locutor le interpela:
—Espere, hombre. ¿Adónde va?Saza monta en su 600 D y se pierde entre el fragor del tráfico madrileño.
—A la otra oficina —contesta Saza, con la llave en la mano.
—¿Tiene dos empleos?
—No, señor. Cinco. Si no, ¿de dónde iba a sacar para el televisor, la nevera, el colegio de los niños y el Seat?
—Pero así no va a llegar a viejo.
—Y a usted, ¿qué le importa? —le espeta Saza.
—Tiene usted razón, perdone.
—Perdonado.
El turismo es un gran invento (1967) recupera el frenético montaje inicial, ahora por cuenta de las vacaciones en la playa. En esta ocasión no es Saza, sino Jesús Guzmán, el requetepluriempleadísimo quien mete a la familia en el 600 para viajar hasta la costa donde embucha las raciones de paella a pares, pues tampoco allí tiene tiempo para nada. Después de este prólogo, el afán de Benito (Paco Martínez Soria), alcalde de Valdemorillo del Moncayo, de convertir el pueblo en un polo de atracción turística, resulta, como poco, delirante. No obstante, emprenderá en compañía del secretario del ayuntamiento (José Luis López Vázquez) y gracias a la financiación del terrateniente local (Rafael López Somoza) un viaje de prospección a Marbella. Allí ambos caen bajo el hechizo de Helga (Ingrid Spaey) y sus Buby Girls, lo que ocasiona importantes contratiempos al secretario con su señora (Margot Cottens) cuando regresa al pueblo. Tras meses de espera para que les reciba el ministro de Información y Turismo, el pueblo acabará recibiendo la visita de las Buby Girls y anunciando la construcción de un Parador Nacional de Turismo con la bendición del cura (Valentín Tornos). Se concilian de este modo modernidad y tradición en un cóctel que mantiene intactas las esencias patrias. Gracias a esta fórmula milagrosa la sangría de la emigración queda cauterizada como prueba el regreso de uno de los que había marchado a la ciudad (Erasmo Pascual jr.) para casarse con Piluca (Margarita Navas), que había planeado irse a servir a Barcelona y ahora formará una familia en Valdemorillo del Moncayo.
De la generación del primer tercio de siglo, La educación de los padres (1929), de José Fernández del Villar, llega a la pantalla como Hay que educar a papá (1970), y Anacleto se divorcia (1932), comedia antirrepublicana de Muñoz Seca y Pérez Fernández, como El alegre divorciado (1975). Por último, ¡Guárdame el secreto, Lucas! (1977), en la que Dionisio Ramos reprisa un argumento de Abati y Reparaz, como base argumental para ¡Vaya par de gemelos! (1977). Este mismo año se ha estrenado en el Eslava y Dionisio Ramos, gerente de la compañía de Martínez Soria, aprovecha para remachar un clavo que, a tenor del cambio político, considera necesario afianzar:
Creo que debe existir un teatro de divos, como debe existir un teatro experimental, político o social. El fenómeno de Martínez Soria es sencillo: es un actor dotado de unas condiciones fabulosas para este tipo de género teatral, popular y directo. Tiene una afición desmedida y no ha engañado nunca al público. Si algún espectáculo se ve con seguridad es el de Martínez Soria, que imprime a cada personaje una gran personalidad. [“La clásica temporada de Paco Martínez Soria”, en El País, 18 de febrero de 1977.]Y es que, desde su regreso a la pantalla tras concluir su relación con Iquino a finales de los cincuenta, Martínez Soria no hará otra cosa que trasladar a la pantalla el tipo que ha fijado en el escenario: un hombre maduro, sabio a base de cazurrería, que las caza al vuelo y que debe utilizar métodos expeditivos —incluido el jarabe de palo— para inculcar un poco de sentido común a las nuevas generaciones —habitualmente sus descendientes directos— cegados por el brillo del desarrollismo. Lazaga busca el correlato de estos argumentos con una realización abundante en zooms y montajes sincopados, orquestada alrededor de repartos corales que, precisamente por su propia naturaleza, remiten al primer actor que ocupa el centro del encuadre y que representa invariablemente las virtudes tradicionales frente a los vicios de la modernidad. Si en el otro filón coetáneo que representa paradigmáticamente esta dualidad -el protagonizado por Conchita Velasco y Manolo Escobar- cabe un margen de negociación sobre los valores en juego y un cierto gatopardismo -"cambiar todo para que nada cambie"-, el ciclo Martínez Soria se constituye en emblema del patriarcado. Así lo confirma Ernesto Pérez Morán en su análisis temático del cine tardofranquista:
Y si hay un actor que ejemplifica el poder patriarcal, ése es Paco Martínez Soria. [...] En ¿Qué hacemos con los hijos? la jerarquía del padre es indudable, estando legitimado para maltratar a su descendencia (cuando su hija es víctima de abusos le espeta que "debería partirte la cabeza, pero me iba a doler más a mí que a ti"), algo que se repite en El calzonazos, en el momento en que se lamenta de no haber arreado a tiempo un buen guantazo a su hija. Y es impagable el instante en que el Marcelino de Abuelo made in Spain llama a una de sus hijas "coneja" en alusión a su capacidad procreadora y a otra la acusa de "zorrear", en una prolongación de los símiles animales ya vistos al tratar otros personajes femeninos y que también en este filme encuentran una síntesis familiar cuando el protagonista interpretado por Martínez Soria se refiere a su familia como "un rebaño". [Ernesto Pérez Morán: "La familia, núcleo del Cine de barrio", en El cine de barrio tardofranquista: Reflejo de una sociedad. Madrid, Biblioteca Nueva, 2012, pág. 387.]
Como bien han señalado cuantos se han acercado con un mínimo afán crítico a este tramo de la filmografía de Martínez Soria, lo relevante no es tanto que esto sucediera en el último decenio del franquismo, sino la popularidad de estas mismas fábulas en las postrimerías de la segunda década del siglo XXI. Sólo en parte tiene ésta que ver con la realización de Lazaga. Hay una secuencia en ¿Qué hacemos con los hijos? en la que Alfredo Landa está llamando por teléfono desde una cabina y Paco Martínez Soria se acerca a ella. Va dando vueltas alrededor de la misma al tiempo que Landa va girando para evitar que le vea la cara. Los giros propician que el cable del teléfono se le enrolle en el cuello hasta que la cosa termine casi en estrangulación. Es un gag perfectamente resuelto "en tiempo y forma", como manda el lenguaje jurídico, y en el que el realizador se apoya en el juego de los actores, sí, pero también en su propia habilidad para sacar el máximo partido de una situación cómica.
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