Ver a Victoria Vera, acercarse a su filmografía, es asomarse al insondable pozo del cine Z hispano. Y lo paradójico es que “la musa de la Transición” va descendiendo en su carrera cinematográfica peldaño a peldaño por toda la escala de la exploitation más inmisericorde.
Tras estudiar danza con Karen Taft, aún de niña, VV se incorpora al Teatro Estudio de Madrid (TEM), un mixto de escuela teatral y compañía de teatro independiente fundada por Miguel Narros y William Layton. Cuando algunos de los miembros del TEM se desvinculan de las labores docentes y fundan la compañía el Teatro Experimental Independiente (TEI), dirigida por José Carlos Plaza, VV les sigue. En 1969 ingresa en la rama de Interpretación de la Escuela Oficial de Cinematografía; tiene entonces dieciséis años. En el único año que debió cursar aparece acreditada en varias prácticas del centro, como La delación y Paula, ambas dirigidas por José Luis Rodríguez Puértolas, o La huida, de Gonzalo García-Pelayo. Pero su participación a principios de la década de los setenta en la intensa actividad de los grupos TEI —Terror y miseria del Tercer Reich, de Brecht— y Tábano —El juego de los dominantes— la deciden a no continuar en la Escuela de Cine. Aceptará, eso sí, sus primeros papeles cinematográficos.
Su debut en el cine profesional tiene lugar en El diablo cojuelo (Ramón Fernández, 1971). Se trata de una adaptación libre del clásico de la picaresca española de Luis Vélez de Guevara firmada por Alfredo Mañas. El protagonista absoluto es Alfredo Landa en el papel del estudiante Cleofás Leandro Pérez y Zambullo. Huyendo de la justicia, tras haberse encamado con la ahijada de un astrólogo (Francisco Piquer), Cleofás decide liberar al diablo cojuelo (Rafael Alonso) que aquél tenía encerrado en una redoma a cambio de que el diablejo le ayude a escapar. A partir de ahí, el diablo le llevará por los cielos de la Corte, levantando tejados y mostrándole la miseria moral e hipocresía de sus habitantes. Pero como la sátira acaso fuera demasiado espinosa en 1970, Tito Fernández se entrega a un ejercicio boccaccesco un tanto coartado también por la Censura. En su adaptación, además de cuidar el lenguaje, Alfredo Mañana aprovecha para hacer comparecer a la plana mayor de la literatura española, del Arcipreste de Hita a Tirso de Molina pasando por Fernando de Rojas.
A lo largo del metraje, el diablo cojuelo y el estudiante asistirán a tres episodios amorosos en los que Cleofás tiene arte y parte. El primero es el del propio astrólogo empeñado en casar a su ahijada, doña Tomasa (Tere Velázquez), con el estudiante para que así pueda ejercer el meretricio en su casa con el consentimiento del pobre marido. El segundo, el de doña Flor (Emma Cohen), dispuesta a recibir en sus brazos a Cleofás, aunque al final lo haga con don Juan (Máximo Valverde); el afán de venganza lleva al estudiante a acordar con la Celestina (Ana María Noé) una añagaza para que doña Inés (Clementina Alarcón) los sorprenda en pleno lance amoroso. La última es la historia de doña Desconsuelo (Diana Lorys) malcasada con el presumido don Lindo (Carlos Vasallo). Victoria Vera —doblada y aún con su nariz original— hace el papel de una de las doncellas de doña Desconsuelo, junto a otra actriz con frase: Betsabé Ruiz.
Dos años después, rueda el cortometraje El mundo dentro de tres días, con dirección de Diego Galán y producción de José Luis Borau, donde aparece acreditada como Vicky Vera.
Celos, amor y Mercado Común (Alfonso Paso, 1973) es un grito de alarma frente al europeísmo. España ha solicitado su ingreso en el Mercado Común Europeo en 1962 a través del entonces ministro de Asuntos Exteriores, el aperturista Fernando María de Castiella, pero la anomalía de su régimen político demora hasta 1970 la firma de un acuerdo preferente que tampoco significa su adhesión. El ingreso en la Unión Europea no se producirá hasta 1986. Se trata de una vejación al franquismo que Alfonso Paso retrata en clave patriótica. Lo que se pone en escena son los celos sin distinción de clases a través de distintas parejas. Además, como no cabe hablar del amor libre reclamado por la revolución sesentayochista, entre los más pudientes se satiriza el adulterio generalizado y consentido, que se identifica con la modernidad asociada a Europa en tanto que España debería seguir siendo la “reserva espiritual de Occidente”. La diatriba final queda por cuenta de Irene (Elisa Ramírez), que lanza una filípica carpetovetónica en una fiesta del gran mundo en la que adúlteros y homosexuales con pluma campan por sus respetos:
—¡Mentira! ¡Esas risas son mentira! Todos ustedes han llegado aun punto tal de asco y hastío que tratan de justificarse riendo, poniendo musiquitas suaves, organizando estas fiestas nocturnas. ¡Pero es mentira! Yo tengo celos. ¡Los tengo! Y ustedes me envidian. ¡Envidian mis celos!
Aunque Irene asuma el papel de portavoz del autor, Paso adopta una estructura de episodios entrelazados que le permita diversificar situaciones y lenguaje. Una de las pareja es la formada por Luis y Juana (Saza y María Luisa Ponte), un empresario y su celosísima esposa. Tienen una hija llamada Marcela (VV) que asiste aburrida a las continuas trifulcas de sus progenitores. Cuando pide permiso para irse de excursión con sus compañeras de colegio a Atenas, se lo niegan. Y hasta ahí... Sale en un par de escenas más, pero es un papel meramente instrumental que parece ideado para enlazar distintas localizaciones y desaparece sin dejar rastro.
Los nuevos españoles (Roberto Bodegas, 1974) completa la trilogía en la que Bodegas como director y José Luis Dibildos como productor se dedicaron a poner en solfa el cambio social en la España tardofranquista con la etiqueta de “Tercera Vía”. Denostada en su momento por tirios y troyanos como inoperante desde el punto de vista ideológico y estético, demuestra hoy su validez como documento sociológico, amén de mantener intacta su fuerza satírica.
La tradicional correduría de seguros La Confianza ha sido adquirida por la multinacional estadounidense Bruster & Bruster. Al departamento de estadística llega un cerebro electrónico y los cinco trabajadores que desempeñan allí su labor ven peligrar su puesto de trabajo. Quien más y quien menos tira adelante a base de pluriempleo y chapuzas. Pepe (José Sacristán) vende lencería y está a punto de tener un hijo con Ana (María Luisa San José). El ordenanza (Rafael Hernández) trabaja como portero en un estadio de fútbol los fines de semana. Sinesio (Manuel Alexandre) es un cenizo y Teodoro (Manolo Zarzo), un vivalavirgen. Y también está el jefe, don Luis (Antonio Ferrandis), que vive amancebado con la criada (Amparo Soler Leal). La instalación de un circuito de cerrado de televisión y la implantación de modernas técnicas de formación suponen un cambio definitivo no sólo en el trabajo, sino también en las vidas privadas de los cinco compañeros. Amanda (Claudia Gravy) es la encargada de realizar los análisis que convertirá a los carpetovetónicos oficinistas en “hombres Bruster” y a sus mujeres en auténtico “reposo del guerrero”. Precisamente es Ana la que le consigue a Pepe el contacto con un tal Mengíbar (Julián Navarro), dueño de una perfumerías, dispuesto a suscribir un seguro millonario a cambio de que Pepe haga con él unas acrobacias en un planeador. Pepe llega borracho a la cita: se ha pasado la noche en un tablao de juerga y lo único que le sale es El Piyayo. Ante a la perplejidad de su marido, Lolita Mengíbar (VV) continuará con el recitado y romperá el hielo para la buena marcha de la negociación. Es una escena breve que no le exige más que mantener la sonrisa.
Como ya hablamos de El colegio de la muerte (Pedro L. Ramírez, 1975) cuando repasamos la filmografía de Dean Selmier no nos detendremos en ella más que para decir que cuenta con el papel más extenso de VV hasta el momento, aunque el protagonismo femenino recae en Sandra Mozarowsky.
Lo mismo ocurre con Las adolescentes (Pedro Masó, 1975) por cuenta de la revisión de la labor de Masó como director. Se quejaba VV de la actitud de Masó. Pensaba ella que sería la más favorecida de las tres protagonistas por ser la única española del reparto. Lo cierto es que al compartir habitación Ana y Carla, las escenas entre ellas también se llevan la parte del león. Además, son las que se prestan al desnudo para la versión internacional: hasta en la salida de la ducha, VV aparece pudorosamente envuelta en la toalla. De este modo, los únicos momentos en que su personaje adquiere cierto protagonismo son la clase de esgrima en la que ataca con furia a Ana y la escena final, cuando una vez expulsadas las tres del colegio, toma la iniciativa al despedirse de sus compañeras.
El último estreno de VV en 1975 es De profesión, polígamo (Angelino Fons, 1975). En un mundo hipercontaminado, en el que todo está prostituido por el consumo, David (Manuel Summers), un publicista rodeado todo el día de mujeres espléndidas, está obsesionado con la pureza. Su mujer (Carmen de la Maza) sospecha que mantiene relaciones extramatrimoniales porque a ella no la toca desde hace tres años. Poco se imagina cuál es el auténtico problema de su marido. Su obsesión le lleva a casarse con doncellas virginales, apenas salidas de la adolescencia, a las que abandona después de la noche de bodas. Un viejo falsificador (Emilio Fornet) le proporciona la documentación para sus fechorías y la nieta de éste (Maribel Martín), que intuye que es el hombre del que hablan los periódicos siente una extraña atracción por él. Las cosas se tuercen cuando María (Beatriz Galbó), una muchacha de condición humildísima, le confiesa durante el viaje de novios que perdió la virginidad a los quince años. David escapa y María se suicida. La hermana de ésta (África Pratt), una prostituta encallecida, colabora con un inspector de policía (Daniel Martín) para descubrir al culpable.
En los títulos de crédito de la copia internacional VV figura precedida de un “and introducing”, presentación un poco tardía a tenor de su ya consistente filmografía. Su papel es episódico. David la recoge en la carretera cuando hace autoestop. Ella se presenta como estudiante y le insinúa, sugerente, que paren a dormir por el camino. Por supuesto, David la deja tirada en una gasolinera.
Con cuatro títulos en cartelera en el transcendental año de 1975, VV parece dispuesta a comerse el mundo. Además, en su paso de la escena independiente al teatro “comercial” ha ocurrido un hecho no menos trascendente. El 18 de octubre de 1975 se ha estrenado en el teatro Reina Victoria la comedia de Antonio Gala ¿Por qué corres, Ulises?, una relectura contemporánea del regreso de Ulises a Ítaca. Los protagonistas son Alberto Closas, Mary Carrillo y VV. Ésta, que hace el papel de Nausicaa, hija del rey Alcínoo, y en la versión de Gala, amante del héroe. Si ya había un sector bunkeriano del público predispuesto contra Antonio Gala, el escándalo se desborda cuando la joven actriz decide arrojar al aire el imperdible que el censor les ha obligado a poner en la escotada túnica y mostrar sus pechos desnudos. Es, oficialmente, el primer desnudo en la escena española después de casi cuarenta años y VV se convierte de la noche a la mañana en “la República guiando al pueblo”.
Sin embargo, su siguiente incursión cinematográfica —Fulanita y sus menganos (Pedro Lazaga, 1976)— es una sustitución. Concha Velasco, que había protagonizado la primera entrega, ha denunciado siempre que ha tenido ocasión de hacerlo [Andrés Arconada: Concha Velasco: diario de una actriz. Madrid: T&B, 2001, pág. 187.] la mano negra de un exhibidor que habría vetado sus películas a causa de su participación en la huelga de actores de febrero de 1975 por el día de descanso semanal y el pago de los ensayos, aunque esta suerte de relevo generacional dice más de la voracidad de la pantalla española que de la habilidad de VV para orientar su carrera cinematográfica. Cito lo que ya dije al hablar de Lazaga:
Pero si en la primera entrega el papel se encomendó a la consagrada Concha Velasco, en esta ocasión la convocada es la emergente VV. Si allí Mapi se sinceraba con los espectadores mientras un oficial americano de la base de Torrejón dormía la borrachera, aquí la evocación de los diversos episodios de su vida profesional tiene lugar durante la celebración del Congreso Europeo de Prostitutas celebrado en París. [...] Toda su originalidad se reduce a esto. Las viñetas de la vida de Mapi se yuxtaponen sin orden ni concierto dramático y resultan rutinarias y tediosas —el primer pecado, tratándose de Lazaga—, cuando no chabacanas. Como la esforzada interpretación de Victoria Vera no da para tanto, en sus primeras aventuras hace que la acompañe la veterana Elisa Montés y, luego, todo se confía al protagonista de cada episodio en cuestión.
El final de la década de los setenta y el principio de la de los ochenta es un etapa de máxima promoción personal y de los grandes papeles televisivos: la Crista de La saga de los Rius (Pedro Amalio López, 1976), la Neleta de Cañas y barro (Rafael Romero Marchent, 1978), un buen número de Estudios 1 o el personaje titular de Ninette y un señor de Murcia (Gustavo Pérez Puig, 1984). En lo cinematográfico, protagoniza dos películas dirigidas por el productor Andrés Velasco: Rebeldía (1978) y Mamá, levántate y anda (1980). Velasco quería que protagonizara la primera el Fernando Rey de Tristana (Luis Buñuel, 1970), al que representaba Damián Rabal, el hermano de Paco, que también era el representante de VV. Así que aunque la actriz elegida inicialmente para el papel femenino era Ana Belén, VV terminó imponiéndose:
Cuando fuimos a hacer las pruebas, Victoria me dijo que quería hablar conmigo para saber qué método iba a emplear para interpretar su personaje. Yo, que siempre he dejado una gran libertad a los actores, que soy intuitivo, le dije que tenía absoluta libertad para interpretar su personaje como ella entendiera, pero que lo hiciera de tal forma que el espectador, hiciera lo que hiciese Victoria, se lo creyera, y creo que esto no le debió gustar. Pero es curioso porque repetí con ella en mi siguiente película, Mamá, levántate y anda. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 747.]
Sin embargo, las carencias de la cinta —de ritmo e intensidad, sobre todo— hay que achacárselas al realizador. Valores de producción aparte, Rebeldía cuenta con un guión razonablemente construido en el que las pinceladas de ambiente sobre la Restauración alfonsina contrapesan el drama íntimo del cacique todopoderoso (Rey), que termina renunciando a su libertad sin tasa al caer rendido por los encantos de una de las doncellas de su casa (VV). Don Luis ha sido categórico —y tristanesco— cuando le ha explicado a la ingenua muchacha los principios que rigen el mundo:
—Eres tu propia esclava. Nunca has sido libre. La libertad es un don muy escaso que muy pocos saben disfrutar. ¿Sabes tú cómo se consigue? Robándosela al prójimo.
Por primera vez VV asume el protagonismo pleno. Y lo hace consciente de que su arma principal, más allá de sus dotes de actriz, es el deseo que suscita... en don Luis y en los espectadores. De ahí que la escena clave de la película —y el motivo central de su cartel— sea el de la mujer subiendo desnuda la escalera que conduce a la habitación del terrateniente (vestido).
No he podido ver Mamá, levántate y anda. Las gacetillas la promocionan como una sátira “sado-política de una inválida cuidada amorosamente por su hijo ultra”. [La Vanguardia, 24 de agosto de 1979, pág. 26.] Andrés Velasco minimiza el papel que pudiera tener VV y achaca todos los problemas de la película al divismo de Javier Escrivá que, siendo mayor que Amparo Soler Leal, interpretaba el papel de su hijo. La cinta estaba concebida inicialmente para Lola Gaos, José Luis López Vázquez y “una chica joven, la que fuera”. [Antonio Gregori: Op. cit., pág. 747.]
Fabricantes de pánico / Traficantes de pánico / I guerrieri del terrore (René Cardona Jr., 1980), la siguiente película de VV que llega a las pantallas españolas, constituye el contrapunto de Rebeldía y una de las constantes de su carrera a partir de este momento: la basculación del protagonismo a las colaboraciones estelares. En esta coproducción hispano-ítalo-mexicana figura en tercer lugar en los títulos de crédito, sólo por detrás de Stuart Whitman y Paco Rabal, y sólo tendrá unos cinco o seis minutos de presencia efectiva en pantalla. Eso sí, en tan escaso lapso tiene tiempo para disfrazarse con una peluca platino, con una boina de guerrillera, liarse a tiros en un cine, secuestrar un autobús escolar a punta de metralleta... Pero ni siquiera hay un plano suyo cuando el teniente se acerca a comprobar que ha fallecido al estamparse contra un camión mientras disparaba desde la puerta del autobús en marcha.
El guión firmado por Santiago Moncada, René Cardona Jr. y Carlos Valdemar, tiene dos partes bien diferenciadas. Durante la primera asistimos al asalto a un casino por parte de un comando terrorista y a la persecución a la que los somete la policía, con el teniente Silvestre (Hugo Stiglitz) a cargo de la operación sobre el terreno. Es aquí donde René Cardona Jr. hace gala de su proverbial eficacia a la hora orquestar escenas de acción: persecuciones de coches, de lanchas, tiroteos y explosiones. Poco importan los personajes. A partir de la media hora de metraje la acción se va centrando en el secuestro por parte de tres miembros del comando del acaudalado matrimonio Lombard (Paco Rabal y Marisa Mell) y su familia. En el clímax, ella se verá obligada a tomar los mandos para hacer aterrizar la avioneta en la que el cabecilla de los terroristas los llevaba como rehenes.
Nuevo golpe de timón... Armando Novaes (Héctor Alterio) le pide al detective Jorge Sueiro (Hugo Stiglitz) que siga a su mujer (VV) mientras él se marcha de viaje. Teme que ella se suicide. Jorge se va obsesionando por esta mujer, que le recuerda a su hija, muerta cuando él se empeñaba en detener solo a Da Costa (Andrés Resino), un delincuente al que lleva persiguiendo desde hace años. Pero la obsesión por la mujer le lleva a olvidar a su némesis. Y así, En mil pedazos (Carlos Puerto, 1980) va acumulando tópico tras tópico sin que ninguno ofrezca el más mínimo atisbo de originalidad. Tres cosas la convierten en insufrible. La primera es el calco descarado de Vertigo (De entre los muertos, Alfred Hitchcock, 1958) en lo que concierne a la trama del detective que sigue a la mujer misteriosa: el coche, el cementerio, la escollera frente al mar, la villa abandonada, la tentativa de suicidio... La segunda, una voz en off grandilocuente, redundante y estúpida mediante la que el detective explica los motivos de su obsesión. La tercera, la presencia al frente del reparto del actor mexicano y de una absolutamente inexpresiva VV, que confunde la gelidez de rubia hitchcockiana con el hieratismo.
Cierra este fértil año de trabajos para la productora Lotus Films El niño de su mamá (Luis María Delgado, 1980), que tampoco he podido ver. Es una adaptación de Juanjo Alonso Millán de una vieja comedia de Alfonso Paso, que Juanjo Menéndez estrenó en Barcelona en 1960. Reincidamos pues en el recurso a la crítica:
El aburrimiento —y también la vergüenza ajena— es la única resultante válida de la hora y media de proyección. Ni la belleza de Victoria Vera, ni el desgarro de Silvia Pinal, que también baila, pueden con la acumulación de frases manidas, los equívocos y la torpe intriga del asunto. [Pedro Crespo, en ABC, 19 de febrero de 1981, pág.39.]
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