domingo, 13 de mayo de 2018

ramón torrado (6)


La omnipresencia de la radio en los hogares españoles de la posguerra hizo que los humoristas más populares pasaran de este medio al cine. Así lo hicieron Eduardo Ruiz de Velasco "Pototo" y Manuel Bermúdez "Boliche" en Pototo, Boliche y compañía (Ramón Barreiro, 1948) o Luis Sánchez Polack "Tip" y Manuel Portillo "Top" en Amor sobre ruedas (1953), del mismo Torrado.

Pepe Iglesias "El Zorro" ya había protagonizado varias películas en su Argentina natal cuando desembarca en España y se hace popularísimo en el dial de Radio Madrid. Benito Perojo, siempre atento a los negocios cinematográficos entre ambos países puesto que ha pasado en Buenos Aires buena parte de la década de los cuarenta, pone en marcha esta producción en asociación con Cesáreo González, lo que aboca a Torrado a la dirección de ¡Che, qué loco! (1953). Hasta entonces nunca ha realizado una comedia al servicio de un caricato como lo es Pepe Iglesias. Lo más próximo ha sido El rey de las finanzas (1944), con Miguel Ligero. El género tiene sus propias reglas y, aunque Torrado reincidirá en él, ésta es la única ocasión en que lo hará con este condicionante. Pero el comediante no sólo es una estrella, sino que tiene una serie de muletillas que el público está deseando ver cómo resultan en la pantalla.

La cosa arranca prometedoramente en el departamento de Reclamaciones de la Asamblea Intersideral de Conciencias, donde la de Pepe Valdés (Iglesias) realiza su defensa ante el tribunal que le acusa de no preocuparse de su concienciado. Así se nos pone en antecedentes de la vida de orgía que lleva Pepe (de nuevo Iglesias) en Buenos Aires, a pesar de que no podrá entrar en posesión de la herencia de su tío hasta que no se haya casado con una prima suya, Esperancita (Emma Penella), residente en Galicia, con don Ramiro (Pepe Isbert), arqueólogo aficionado.

Don Ramiro excava en el jardín en busca de una necrópolis celta. Las deudas llevan a su hermana (Julia Lajos) a querer vender el pazo. Don Rosendo (Fernando Fernández de Córdoba) se ofrece a comprarlo a cambio de la mano de Esperancita. Ella se ríe más con Pepe y jamás se enamorará de un hombre que no la quiera por sí misma. Pepe finge que su prestamista (Carlos Fioriti) es un millonario que se ofrece a comprar el pazo. La novia argentina de Pepe (Silvia Morgan) se cuela allí como camarera a fin de desenmascarar al impostor. Y el enredo sigue y sigue y sigue…

Los recursos humorísticos se multiplican, producto de la hibridación de distintos medios. Pepe Iglesias tan pronto canta una canción paródica en el escenario del club en el que se emborracha, como se dirige al objetivo –o sea, directamente a los espectadores, como en sus espectáculos teatrales- para contarnos un chiste o hacernos partícipes de sus cuitas.

En esta ocasión, la hibridación no resultó del todo feliz. Al argumento del propio Torrado y el ayudante de dirección Víctor López Iglesias en el que se reciclan algunos elementos argumentales de Sabela de Cambados (1949), se suman los diálogos de especialistas en astracanes teatrales, como son Francisco Ramos de Castro y los hermanos Mariano y Antonio Ozores. Los retruécanos ideados por estos, incluyen la mención de un apócrifo arqueólogo parisino, el Arqueólogo del Triunfo, y la declaración del protagonista de que es “totalmente apaleolítico” porque no le interesa lo más mínimo la Era Cuaternaria. Viene esto a cuenta porque el personaje de Isbert también es un recosido del historiador que interpretaba en Ella, él y sus millones (Juan de Orduña, 1944). De remate, el giro final está tomado de La vuelta al mundo en ochenta días, según Verne. En fin, que hay demasiados ingredientes y cocineros para este potaje hispano-argentino.

La otra incursión en el género de Torrado en esta etapa es Nadie lo sabrá (1953), una comedia "carabelista" a propósito de un hombre cualquiera que un día puede hacerse con una importante cantidad de dinero. Lo más curioso es que el guión que el productor Cesáreo González puso en manos de Ramón Torrado era obra de Jacques Companéez, guionista ruso errante, afincado en Francia desde los primeros años treinta y que había escrito, por ejemplo, Les bas-fonds (Jean Renoir, 1936) o L'alibi (Pierre Chenal, 1937), un policiaco más que apreciable protagonizado por Eric von Stroheim.

La parte policiaco-humorística que cubre todo el último tramo es lo más débil, probablemente porque Torrado no se toma demasiado en serio a estos gángsteres un tanto torpes y la ausencia de peligro va en detrimento de la comedia. A pesar de ello, entronca perfectamente con aquella máscara "cualunquista" y amable de Fernando Fernán-Gómez, no exenta de apuntes críticos con la realidad. Acaso porque la voz en off de José María Oviés nos presenta a un tipo de clase media cuando la clase media española viajaba en tercera clase, que, para colmo, le incita al robo, en lugar de disuadirle del mismo.

Pasarán tres lustros antes de que Torrado se embaque de nuevo en el género como Educando a una idiota (1967), una adaptación de una comedia de éxito de Alfonso Paso. El prolífico comediógrafo satirizaba en ella el cine español y la figura de la folklórica tan espabilada como analfabeta. Menos, la del productor pagado de sí mismo, caprichoso y machista al que se le ha ocurrido que la estrella de la canción debe protagonizar una película de corte histórico. Se ve que Fernando Trueba no inventaba nada cuando armó La reina de España (2016). Todo parodiable de puro rancio, porque la producción histórica a agotado su recorrido a principios de la década de los cincuenta y las folklóricas llevan enredadas con charros y guerrilleros antinapoleónicos desde que los niños cantantes les quitaron el primer puesto en el podio del favor del público.

El modelo es doble. Por un lado, el Pigmalión de George Bernard Shaw, actualizado gracias al éxito reciente de My Fair Lady (George Cukor, 1964). Por otro, el del profesor botarate que debe proporcionar un barniz de cultura a la inculta recalcitrante, pero con corazoncito, que habían interpretado Tom Ewell y Jayne Mansfield en The Girl Can't Help It (Una rubia en la cumbre, Frank Tashlin, 1956). Con estos mimbres, teje Alfonso Paso y reteje Ramón Torrado, la historia de la folklórica Lola Vargas (Conchita Núñez), su torpe educador (José Campos) y el prepotente productor Eurico Sánchez (José Bódalo).

En la cantaora metida a actriz Dolores Vargas cabe ver el trasunto de Lola Flores, Lolita Sevilla y, cómo no, Paquita Rico. Sin embargo, la relación de maltrato físico y psicológico sobre el que se construye la caricatura de los personajes resulta difícilmente soportable. Para colmo, la novia del profesor es una chica con gafas, con ínfulas intelectuales y, por tanto, incapaz para el amor. El machismo rampante del conjunto habla tanto del género que cultivaba Alfonso Paso como de lo que su público consideraba gracioso. Torrado asume la dirección consciente de que el tarugo y rijoso productor Eurico Sánchez está modelado a imagen y semejanza del padrino de su hijo y el empresario que ha sido el soporte más firme de su carrera: Cesáreo González.

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