La década de los sesenta arranca con la vinculación de Luis Marquina a Tarfe Films, la productora de Marciano de la Fuente. En ella ejerce como jefe de producción José María Ramos, que ha sido alumno de Marquina en esa especialidad en la primera promoción del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas.
¡Adiós, Mimí Pompón! (1960) está basada en una pieza teatral que Alfonso Paso escribe en 1958 para la compañía de Ismael Merlo y Diana Maggi, que habían obtenido un éxito rotundo la temporada anterior con Usted puede ser un asesino. Según el propio autor, esta comedia habría sido pionera en llevar a la escena española el humor negro, por lo que decide seguir explotando el filón gracias a la saturación de situaciones macabras cuya posible acidez se diluye en la misma progresión exponencial del horror. En esta ocasión sitúa la acción en una ciudad de provincias francesa durante la Gran Guerra. Mimí Pompón, una especie de Madelón adorada por los soldados que luchan en el frente, se despide de la vida mundana parisina para casarse con Heriberto, un Landrú que ya ha pasaportado a sus seis mujeres anteriores a causa de unos celos prospectivos. O sea, que Heriberto no está dispuesto a que se la peguen y, para defender su honor antes de que esté quede manchado, se carga a sus esposas durante la misma noche de bodas. Luego, hace desaparecer los cuerpos en el horno. Pero en esta ocasión todo le sale mal: la futura asesinada consigue eludir siempre el atentado definitivo y Heriberto resulta cada vez más perjudicado por sus propias trampas. Como el Coyote y el Correcaminos de Chuck Jones, vamos. Las cosas se complican aún más en el último acto, cuando un inspector de policía y un psiquiatra le explican que Mimí es una lunática y que, en noches de luna llena, ha enviudado ya cinco veces.
La adaptación de Marquina se demora durante los primeros veinte minutos en la recreación ambiental de la época: la canción titular en el Moulin, la despedida de Mimí (Silvia Pinal) de sus admiradores, los celos de Heriberto (Fernán-Gómez), el inevitable cancán —pobremente puesto en escena y más si tenemos en cuenta que Marquina había dirigido El bailarín y el trabajador— e, incluso, una bien compuesta escena bélica en la que, bajo el influjo de la luna llena, la cancionista empuña una ametralladora y fulmina a todo un batallón enemigo. Luego, ya en la casa familiar, multiplica las acciones paralelas. La madre de Heriberto —la “reaparición cinematográfica de Catalina Bárcena” reviste carácter de acontecimiento en los títulos de crédito y las gacetillas— colecciona las calaveras de las mujeres asesinadas por su hijo, la hermana (Carmen Bernardos) está empeñada en que la oca que pulula por la casa es su marido y la sobrinita (Amparo Baró) no deja de proclamar que lleva en sus entrañas un hijo del pecado. Salvo en el caso de la madre, los otros dos personajes apenas tienen peso en la trama principal y aparecen a conveniencia del guionista. Más utilitaria resulta la figura del boticario (José Luis López Vázquez), que se presenta como admirador rendido de Mimí y podría estar proporcionándole un tóxico con el que envenenar el borgoña que bebe Heriberto. Hay también un asesino múltiple (Santiago Ontañón), que entiende, al modo de De Quincey, el crimen como una de las bellas artes; pero su presencia es puramente circunstancial. Y por último están el policía y el psiquiatra (Manuel Collado y Antonio Ferrandis) cuya presencia a lo largo del metraje no se concreta hasta el último acto. En resumen, que la trama avanza un poco a trompicones, con situación un tanto repetitivas y escaso interés más allá de unas situaciones puntuales y unos diálogos netamente codornicescos. No en vano, la crítica ha reprochado a la comedia de Paso su filiación jardieliana —Enrique Jardiel Poncela era su suegro y en efecto, hay ecos patentes de Eloísa está debajo de un almendro y Los habitantes de la casa deshabitada— y la película, sin resolver estos problemas, se crea algunos otros al añadir episodios. Nada de esto tiene que ver con la solvente factura técnica: los decorados de Enrique Alarcón, los figurines de Ontañón, el vestuario femenino de Pedro Rodríguez y la fotografía de José F. Aguayo proporcionan un envoltorio lujoso para una obra de bisutería.
Estrenaron en el escenario del teatro Reina Victoria la “farsa gaditana con comentarios chirigoteros” de José María Pemán, La viudita naviera, Analia Gadé y el que había sido su marido hasta un par de años antes, Juan Carlos Thorry. Se trataba de una comedia de picardías ambientada en el Cádiz finisecular con la guerra de independencia de Cuba como fondo, por cuenta de una viudita que nunca consigue llegar a catar el matrimonio. Luis Marquina la adaptó de inmediato al cine, en 1961, aprovechando las dotes de cantante de Paquita Rico, la donosura para el musical de Lina Canalejas, la comicidad de Mary Santpere y la apostura de Arturo Fernández.
La excusa argumental son los amores nunca consumados de Candelaria (Rico), casada en primera instancia con el capitán Carmelo Pimentel (José Franco) que debe partir hacia Cuba inmediatamente y jamás regresa de allí. Fidelidad (Santpere), la hermana del fallecido, y Candelaria se visten de negro, rebautizan el barco con el nombre de “Difunto Carmelo” y le entregan el mando al apuesto Igartúa (Fernández). Aunque éste es un mujeriego empedernido, deja incluso de frecuentar el bochinche cubano de la Niña García (Canalejas). Está tan enamorado de la viuda que, para evitar maledicencias, le propone que se casen por poderes. Ella se casará en Cádiz con el indiano Filgueras (Ismael Merlo) y él, al otro lado del océano, con un señor inglés, pero “tan católico como la reina Isabel”. Pero, ya, cuando el “Difunto Carmelo” regresaba a España, naufraga. Filgueras ve expedito el camino al tálamo de la bella Candelaria y paga a las chirigotas para que canten que a Igartúa se lo comió una ballena. Pero éste, cual nuevo Jonás, reaparece en Cádiz para asegurarle a Candelaria que esta vez no ha enviudado y que no se puede casar con Filgueras. Fidelidad y ella urden entonces una estratagema que dará por resultado la formación de dos parejas.
La viudita naviera (1961) resulta interesante en la ambición de lograr un musical de raíz española que escape del imperio de la copla. Habaneras y fandangos hacen avanzar la acción y sirven a la vez de comentario a la misma, en tanto que la chirigota de Paco de Alba —que ya había intervenido en las representaciones teatrales de la comedia— actúa a modo de coro, ofreciendo una versión burlesca de la tragedia grotesca de la viuda que no consigue consumar nunca sus matrimonios.
Ventolera (1962) fue una obra póstuma de los hermanos Álvarez Quintero que la actriz Lola Membrives estrenó en Madrid en diciembre de 1944. Tórtola Cisneros es una viuda joven que llora la usencia su marido hasta que se entera por un señorito calavera que la pretende de que su príncipe azul era un golfo y con la misma vehemencia con la que se entregó a él busca ahora vengarse. La presencia en la casa de un hombre bueno, amigo de su marido hasta el extremo de prohijar a la niña que aquél tuvo fuera del matrimonio, terminará conduciendo a un final feliz a esta comedia sentimental, sazonada con diálogos intencionados y adobada en espíritu sevillanísimo, según la norma de la casa.
La adaptación de Luis Marquina en 1962 airea la comedia con el socorrido recurso a la Feria de Abril que, además, propicia la introducción de un par de números musicales, aunque la cinta se atiene a la falsilla genérica de la comedia dramática. El otro artificio para engrosar la trama y modernizarla un poco es la multiplicación del número de candidatos al corazón y la fortuna de la protagonista, rebautizada como Cristina (Paquita Rico). Están el señorito calavera (Ismael Merlo) y el amigo fiel (Francisco Muñoz), pero también el torero en la cumbre de su fama (Jorge Mistral), el hombre de negocios casado (Gabriel Llopart), el playboy italiano (Hugo Pimentel) y hasta un actor estadounidense (Jaime Avellán).
Fotografiada en brillante Eastmancolor por Antonio L. Ballesteros, acaso lo más llamativo desde el punto de vista técnico sea el uso del registro directo de sonido, algo totalmente infrecuente en el cine español de estos años. También sorprende ese ir a contracorriente de los tiempos que supone el seguir atado al formato académico cuando la pantalla ancha y los formatos panorámicos han invadido Europa.
A principios de 1962 algunas gacetillas anuncian que Marquina se dispone a dirigir un guión original de Álvaro de Laiglesia titulado El vino de San Serenín, pero ni hay ninguna noticia ulterior de este proyecto ni el guión fue siquiera sometido al procedimiento de censura previa que hubiera sido indicio de que Marquina pretendía llevarlo adelante.
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