domingo, 27 de julio de 2025

wff, según neville

El primer trabajo español de Edgar Neville en formato largo lo realiza para Saturnino Ulargui, el arquitecto, distribuidor y productor riojano tan activo en el cine republicano como durante la posguerra. En el equipo de El malvado Carabel (1935), parte de los profesionales de Ibérica Films: el productor Geza P. Pollatschik, la montadora Johanna Rosisnski y el guionista W. de Francisco, esto es, Franz Winterstein.

Se trata de una adaptación de la novela más popular de Wenceslao Fernández Flórez. El argumento lo doy por conocido: un pobre hombre, a fuer de bueno próximo a la estulticia, intenta una vida de delincuencia para la que tampoco está dotado. El final constata el fracaso de la carrera criminal de Amaro Carabel. La última vuelta de tuerca es una poesía escrita por el huérfano reclutado para asistirle en sus actividades delictivas cuyo primer verso reza: “Las estrellas encienden sus cigarrillos”. Amaro se lleva las manos a la cabeza: han acogido a un poeta surrealista, tendrán que alimentarlo durante toda la vida.

A falta de copias de la película, durante muchos años hubimos de conformarnos con aquella sentencia lapidaria de Neville en la que aseguraba que Ulargui le había obligado a meter en el último rollo una fiesta de alta sociedad que le sentaba a la película “como a un Cristo una pistola”.

 

Por suerte, en una de esas vueltas que se le dan a las películas en soporte inflamable en el voltio de Filmoteca Española, aparecieron siete minutos que comprenden cuatro escenas más o menos completas y de las cuales sólo dos proceden parcialmente de la novela. Además del magisterio reconocido de Fernández Flórez y Julio Camba como humoristas sobre todo el grupo generacional de Neville, aparece aquí claro uno de los puntos que, sin duda, le sedujeron a realizar esta adaptación. La relación entre Carabel (Antonio Vico) y el niño (Pepito Ripoll) nos remite, incluso visualmente, a la de Charlot con Jackie Coogan en The Kid (El chico, Charles Chaplin, 1921). De esta subtrama sólo se conserva el encuentro con el arrapiezo ante la churrería, pero la filiación es indudable.

En el atraco a mano armada a un vecino de Cuatro Caminos, “el amigo de Rebollo”, se dan la mano la adaptación directa y la querencia de Neville por el gag visual. El jocundo atracado (Juan de Landa) no puede contener la risa ante la inoperancia de Carabel, sobre todo cuando éste cae en una zanja y prosigue con sus amenazas como si tal cosa. La secuencia se cierra con un cameo del propio realizador.

Sin embargo, donde echa el resto es en la escena que tiene lugar en la tienda de cajas registradoras “Automátic, a prueba de ladrones”. El propietario le deja al cuidado del comercio para acudir a la maternidad donde su señora está dando a luz. Ocasión de oro para Carabel, que tiene que encontrar entre aquella exposición de registradoras cuál es la caja buena, la que guarda la recaudación. La cámara sale al exterior desde donde escuchamos las campanillas de las cajas que el aprendiz de ladrón abre una tras otra con creciente desespero. Elemento de suspense: el propietario regresa. Desde el interior contemplamos cómo Amaro lo ha escuchado desde la puerta y tiene que cerrar todas las registradoras antes de que lo descubra. Lo logra in extremis. El comerciante se congratula por la buena nueva –acaba de ser padre de unos gemelos- y le ofrece un purito para celebrarlo. Ahí, en la tabaquera, está la recaudación. Perplejidad de Carabel, pero es que el vendedor no se fía nada del producto que comercializa.

Volvoreta, Revista de Literatura, Xornalismo e Historia do Cinema dedicó su segundo número [diciembre de 2018] a las adaptaciones de El malvado Carabel. Se incluía allí un análisis comparativo, firmado por José Luis Castro de Paz, de la versión de Neville y la de Fernando Fernán-Gómez en 1955 y el guión de rodaje de ambas películas. El fragmento conservado de la de Neville corresponde a las secuencias 30, 32-35 y 37. En montaje paralelo deberíamos ver las escenas en el Casino de Madrid, donde Bofarull intenta seducir infructuosamente a Germana (Antoñita Colomé), pero, por lo que sea, no aparecen en su lugar.

domingo, 20 de julio de 2025

el desaparecido cuento de hadas nevilliano

Christian Franco ha desmenuzado el proceso creativo de Cuento de hadas (Edgar Neville, 1951), que conduce de una prevista doble versión en español e inglés con un presupuesto de tres millones y medio de pesetas a una producción resuelta con cierta premura y con un coste final que rebaja dicha cantidad en un millón. [Christian Franco: Edgar Neville, duende y misterio de un cineasta español. Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015, págs. 254-257.]

Esta cinta desaparecida de Neville parte de un guión propio. Probablemente de uno que anunciaba desde tiempo atrás como “en la línea de” La vida en un hilo, con la que comparte su universo fantástico. Dos hadas entrometidas median en el romance de una pareja de novios y la injerencia de un tercero. Los galanes son Ismael Merlo y Manolo Gómez Bur y la tornadiza enamorada una, para mí desconocida, Nina Polán. Cuando ella está a punto de cometer adulterio, el hada Cristal toma forma humana y, como el candidato a amante cae rendido ante su encarnadura mortal, la cosa se resuelve, no sin guasa, a gusto de los guardianes de la moral. Tenemos pruebas fehacientes de la química existente entre Conchita Montes y Julia Lajos –La vida en un hilo y Domingo de carnaval bastan- que encarnan –es un decir- a las hadas Cristal y Oberón. Sin embargo, Gómez Tello, a pesar de que reconoce en Primer Plano que en Neville hay siempre una idea “que encierra la sorpresa de la originalidad y la paradoja”, cree que no ha acertado en el desarrollo y ha alumbrado una “obra de tono menor y que mejor podría ser un sainete en un barrio de nubes”. El aserto no habría desagradado a Neville como eslogan publicitario aunque venga envuelto en una crítica negativa.

En el diario falangista de Zamora Imperio José Gómez Figueroa se hace eco de la polémica crítica suscitada en Madrid a propósito de la película y escribe unos párrafos clarificadores tanto sobre la idea de las hadas que ha plasmado Neville como de la endeblez técnica que le achacan algunos recensionistas:

Son hadas perfectas y llenas de ternura. Cuidan al hombre y se hacen trampas cuando el hombre las necesita. [...] Sienten nuestras penas y alborozos. Y porque son mujeres son coquetas. Por eso, cuando la señora de las pieles se detiene a contemplar los sombreros de un escaparate, el hada se olvida de seguirla y se queda arrobada, deseando un hermoso sombrero mientras que la señora de las pieles resbala en la cáscara de un plátano que su hada, distraída, no pudo eliminar de su camino.
Los críticos que no estuvieron de acuerdo dijeron también que la película adolecía de una gran pobreza de recursos técnicos. Es verdad. Pero eso no tiene que ver con la película. Eso tiene que ver con la economía nacional. Lo mismo que la Renfe, lo mismo que los servicios telefónicos, que los servicios eléctricos y que la red de alcantarillados. ¡Lo mismo!
Hay dos cosas en la realización de una película. Algunos se quejan de la técnica, otros se quedan con el Arte. La diferencia está en el modo de enjuiciar las hadas. Los artistas de Cuento de hadas han saltado, de pronto, del teatro a la pantalla. Como si jugaran a las cuatro esquinas. Han cambiado de esquina, únicamente. La interpretación, por eso, necesariamente debe recordar en algún momento el proscenio. Sin embargo, hay otra cosa que se diferencia de las películas de vaqueros: la comedia llevada al cine. En las películas de vaqueros cualquier ademán teatral puede estropear al protagonista. En Cuento de hadas, al contrario, están muy bien algunos momentos teatrales. En fin, los críticos dieron su opinión. Una opinión dispar. Lo cierto es que Conchita Montes es un hada genial y que Merlo, Gómez Bur, José Luis Ozores y Nina Polan están magníficamente bien. Lo demás no tiene importancia.

La cita por extenso sirve para proporcionarnos una visión de conjunto sobre una película que, mientras no se produzca uno de esos hallazgos prodigiosos que a veces ocurren, hoy por hoy sigue desaparecida.

domingo, 13 de julio de 2025

los cracks

La escena inicial de El crack (José Luis Garci, 1981) logra que asumamos al personaje de Germán Areta (Alfredo Landa) como una suerte de Harry el Sucio castizo: ex-policía metido a detective privado, obsesivo, aficionado al boxeo, conductor de un Simca 1000. En lugar de San Francisco y Los Ángeles, la M-30 y la Gran Vía. Las vistas —casi al modo de los Lumière— de la arteria madrileña nos permiten echar un vistazo a la cartelera en las Navidades de 1980, que es cuando se rodó la película. La cartelera de El divorcio que viene (Pedro Masó, 1980) que muestra a José Sacristán haciendo un corte de mangas a los leones del Congreso tiene peso capital en la trama.

Con la ayuda del Moro (Miguel Rellán), Areta deberá localizar a la hija de un ferretero ponferradino (Raúl Fraire), desaparecida de su domicilio tiempo atrás. Pero el asunto no va a resultar tan sencillo, sobre todo a raíz de la muerte de una niña que convertirá a Areta en un vengador implacable. En la desaparición de la chica estuvo mezclado otro policía corrupto (Manuel Tejada) y hay implicada gente dedicada al tráfico de divisas y al blanqueo de capitales, lo que sirve de excusa al mitómano Garci para alimentar sus sueños cinéfilos y rodar el último acto en Nueva York, al pie del puente de Brooklyn y a la vera del Madison Square Garden.


El razonable resultado de esta cinta —medio millón de espectadores y premios del Círculo de Escritores Cinematográficos para la interpretación de Landa y para Garci por el guión—, el director acomete la realización de una segunda parte, El crack dos (1983), en la que él y su coguionista Horacio Valcárcel profundizan en la personalidad del detective castizo Germán Areta. Y va y se la dedica nada menos que a Raymond Chandler, ya que en la anterior el agraciado había sido Dashiell Hammet. Y luego ambienta una escena en un cine donde se proyecta The Asphalt Jungle (La jungla de asfalto, John Huston, 1950)... Para que no haya dudas sobre cuáles son las referencias, por mucho que nosotros advirtamos en las tramas la actualización y urbanización de los métodos de Plinio (TVE, Antonio Giménez Rico, 1971-1972), de cuya adaptación televisiva fue libretista Garci.

Un maduro homosexual (Rafael de Penagos) encarga a Germán Areta (Landa) que localice a su antiguo amante. Areta le pide al Moro (Rellán) que lo siga y descubre que el amante tiene una caja de seguridad con cien millones de pesetas en sellos antiguos y joyas. Cuando uno aparece asesinado y el otro aparentemente víctima de un suicidio, las cosas se complican. Areta está a punto de descubrir los secretos de la corrupción de la industria farmacéutica.

La devoción de Garci por el doblaje se hace patente en la utilización de Rafael de Penagos en un papel principal. También ironiza sobre la técnica cuando Areta y el Moro siguen a su objetivo hasta el templo de Debod. El Moro argumenta que si tuvieran un micro sabrían lo que están diciendo porque “el futuro de esta profesión está en la electrónica”. Y, sin embargo, Areta hace una “retransmisión” de la conversación punto por punto.

El público que asiste a las salas cinematográficas empieza a menguar y la oralidad garciana, en detrimento de la acción, impacienta a algunos críticos. [Diego Galán, en El País, 3 de agosto de 1983.] Además, tiene la mala suerte de que ese mismo año se estrene El arreglo (José Antonio Zorrilla, 1983). Algunos encuentran que, entre el modelo mimético y nostálgico de Garci y la propuesta incisiva y crítica con la pervivencia de las fuerzas represivas franquistas de Zorrilla, no hay color. Si ha de haber una vía para un neo-noir a la española, mejor ir al tuétano del asunto que quedarse en el caligrafismo.


En la penúltima escena de El crack cero (2019), Garci se disocia en el personaje del detective Germán Areta (Carlos Santos) y el neoyorkófilo Rocky (Luis Varela). Franco acaba de morir, para el país se abre un tiempo nuevo que el Garci de Asignatura pendiente (1977) dice, por boca de Areta, que no puede ser sino mejor, en tanto el Garci contemporáneo asegura por medio de Rocky que nunca quiso pertenecer “a esta época de mierda” y que siempre le ha gustado el pasado, “que es un país distinto, pero tranquilo, donde no te dan la lata”. Para volver a él, el realizador resucita su creación más perdurable y la sitúa en un tiempo de crisis, anterior en el tiempo a los dos primeros títulos de la serie, aunque para ello tenga que buscar rostros nuevos que sustituyan al fallecido Landa y al ya talludito Rellán. También el coguionista cambia: fallecido el fiel Horacio Valcárcel, asume este papel Javier Muñoz. Garci recurre al blanco y negro —fotografía de Luis Ángel Pérez—, pero la música de Jesús Gluck, la estructura dramática e incluso el móvil personal, son idénticos a las de aquéllos. También de allí proceden las vistas de la Gran Vía que sirven de cortinillas —los “planos almohadilla” de Yasuhiro Ozu son la referencia ineludible— entre secuencias. El resto de la acción se desarrolla en interiores y, por mucho que la Historia se cuele a través de la radio, los diarios o las alusiones al “caso Almería” como motivo de la separación del cuerpo policial de Areta, lo cierto es que todo tiene lugar en un limbo aislado del exterior por unas persianas venecianas que, desde los mismos títulos de crédito, se convierten en emblema visual de la cinta.

Por lo demás, la investigación sobre el suicidio de un sastre aficionado al juego, que ha dejado varios seguros de vida a nombre de sus amantes y de otros jugadores que le prestaron dinero, se resuelve siempre mediante remansadas conversaciones a dos o a tres, sin apenas acción, con una confianza un tanto suicida en los resortes de la propia intriga. Ahí, Garci puede regodearse en las citas literarias, los homenajes cinéfilos, las batallitas futboleras, las lecciones magistrales sobre coctelería y en unos diálogos consecuentemente artificiosos que ha registrado, probablemente por primera vez en su filmografía, con sonido directo. Y es que, quiéralo o no el director, los tiempos han cambiado.

domingo, 6 de julio de 2025

ozores censurado (por la iglesia)

El Independiente de Granada

Recordaba Mariano Ozores en sus memorias que A mí, las mujeres, ni fu ni fa (1971) fue una propuesta de Benito Perojo y José Antonio Cascales al servicio de Peret:

Tenía entonces —y aún conserva después de treinta años— una sonrisa contagiosa que le daba un aspecto de golfo que pensé que debería aprovechar. Con la idea como base de un tipo que, para conquistar a una mujer, finge sentirse indiferente ante el sexo, escribí A mí, las mujeres, ni fu ni fa. [Mariano Ozores: Respetable público. Barcelona: Planeta, 2002, pág. 168.]

O sea, una idea que ha servido de base a cien vodeviles y que Billy Wilder e I.A.L. Diamond habían explotado con inteligencia e ironía en Some Like It Hot (Con faldas y a lo loco, 1959).

Compliqué la historia —continúa Ozores— con un psiquiatra (López Vázquez) que se impone como reto profesional curar a un paciente (Peret), que es un cantante que dice haber perdido el interés por el sexo contrario cuando, en realidad, lo que pretende es conquistar a la mujer del psiquiatra (Patty Shepard) a la que ha conocido circunstancialmente y de la que se ha enamorado. La secretaria del médico (Conchita Bautista), que está loca por su jefe, le inculca la idea de que una mujer como su esposa podría despertar en el paciente los deseos perdidos. El psiquiatra, que tiene la idea de que se han dado muchos casos de heterosexuales que se han transformado en homosexuales, pero no es conocido el caso contrario, piensa que si cura a su paciente volviéndolo a su heterosexualidad puede llegar a ser premio Nobel, y accede a pedir a su esposa que, con mesura, ceda a las peticiones del cantante. Estábamos en 1970 y la censura no puso reparos al guión. [Ibidem.]

Como se puede comprobar en el certificado de censura religiosa de la provincia de Granada que encabeza estas líneas, el organismo administrativo central la dejó pasar pero los curas granadinos, no. Pusieron hasta cinco objeciones a la copia a proyectar. Alguna de ellas tan grave como eliminar el verso de la canción titular donde Peret dice que si su mal "no tiene cura, / la vida me he de quitar / o debo ordenarme cura". No digamos ya el aligeramiento severo de la escena con "La Chanel" (Gracita Morales), la prostituta contratada para desvirgarlo, que en "el momento culminante grita y suelta tacos", o la supresión total de la escena en que el cantante se mete en la cama del dueño de la sala de fiestas y se pone a hacerle carantoñas pensando que por fin ha conseguido encamarse con la novia del psiquiatra.

 
 
Como la copia que podemos ver hoy en día conserva todos estos fragmentos, no es difícil ver los puntos de convergencia y divergencia con la contemporánea No desearás al vecino del quinto / Due ragazzi da marciapiede (Ramón Fernández, 1971). En el mundo del teatro popular en el que se ha formado Mariano Ozores hijo, la asexualidad de Pedro es sinónimo de homosexualidad y, por tanto, es posible su reversión o "curación" a la "normalidad". La focalización del relato en los personajes masculinos —el interpretado por Antonio Ozores, saturado de sexo, o el pacato psiquiatra, insensible a las insinuaciones de su prometida—, otorga a las dos mujeres que se muestran como seres deseantes un papel perversamente cómico, pues sólo podrán acceder a su objeto de deseo tras el matrimonio, en una inesperada inversión de los roles tradicionales.
 
La reconfiguración de las parejas que encuentran su verdadera media naranja en el chalé de la sierra del propietario de la sala de fiestas, sólo queda levemente violentada por el gag final que supone la reaparición de "La Chanel" falsamente embarazadísima, algo a lo que al parecer la censura eclesiástica no puso objeción alguna.
 
Del último acto en el chalé nos interesa además su condición de avance del futuro pajerestesismo. Una década más tarde, las chicas de la gran escena de enredo en la que se reúnen todos los personajes de las farsas ozorianas se despelotarán sin pudor, en lugar de llevar los discretos bikinis y picardías que constituyen el vestuario de A mí, las mujeres, ni fu ni fa.