Esta reseña de la edición en DVD de la serie apareció
por primera vez en el blog 221B en enero de 2013
por primera vez en el blog 221B en enero de 2013
Durante la Transición la novela negra a la española conoció
un auge inusitado, debido probablemente a su capacidad de formular en clave de
intriga y entretenimiento las convulsiones de la época. Fue un género basado en
el modelo hard boiled surgido en Estados Unidos durante la Depresión
económica. De él tomaba la ambientación urbana y la figura central del
investigador escéptico que no se casa con nadie porque ya sabe que a ambos
lados de la línea que separa el crimen de la ley se cuecen las mismas habas.
Anduvieron entonces teóricos y narradores empeñados en la
búsqueda de una tradición propia, que nutriera de elementos autóctonos el
patrón foráneo. Uno de los nombres que siempre figuraba en estas genealogías
era el del manchego Francisco García Pavón. Se había empeñado éste, a
principios de los años sesenta, en una serie de narraciones cortas
protagonizadas por un modesto policía municipal de Tomelloso, apodado Plinio, y
su sanchopancesco adlátere, don Lotario.
Las referencias de García Pavón no eran Dashiell Hammet ni
Raymond Chandler, sino la tradición cervantina y la crónica de crímenes
horrendos que había alimentado la literatura de cordel en España durante un
siglo largo. No hay aquí grandes equipos especializados ni sofisticadas técnicas
forenses. Plinio y don Lotario resuelven sus casos a base de conversación
sosegada mientras lían un pito o juegan la partida en el Casino de la plaza.
El éxito editorial de las novelas que siguieron a aquellos
primeros cuentos llevaron a un joven guionista que redactaba solapas de las
novelas de otro, a proponer a algunos amigos una serie que adaptase los relatos
cortos al formato televisivo. El libretista imberbe era José Luis Garci. TVE
aceptó la propuesta y se comprometió a rodarla en cine y en color, algo
bastante inusitado en 1971. Antonio Giménez Rico, en funciones de director,
y Garci en las de coguionistas armaron los libretos a lo largo de un
verano y compusieron tres historias más por su cuenta y riesgo para alcanzar el
número estándar de episodios. La producción corrió a cargo de X Films,
paraguas, por entonces, de arriesgadas aventuras cinematográficas como Ere
Erera Baleibu Icik Subua Aruaren… (1971), el largometraje pintado
directamente sobre celuloide por José Antonio Sistiaga.
El pase por televisión fue bastante exitoso por la novedad
de la propuesta, aunque no estuvo exento de polémica. Sin embargo, la
repercusión de las grandes series que TVE produjo en los años ochenta había
relegado esta de Plinio al olvido. Los buenos oficios de Carlos Díaz
Maroto ante la editora 39 Escalones nos permiten ahora valorar en su justa
medida los aciertos y tropiezos de la aventura. La sensación es agridulce, como
siempre ocurre al traer al presente un recuerdo lejano. Se trata de un total de
trece episodios de media hora que constituyen ocho historias completas e
independientes. De ellas, tres son originales de Garci y Giménez Rico: Fusiles
en Tampico, El hombre lobo y Tras la huella de un desconocido.
Las dos primeras bajan muchísimo el nivel global. Son morosas y carecen de
intriga. Si la primera destaca por las típicas citas cinéfilas de Garci -el
personaje de José Vivó vive instalado en un romanticismo trasnochado que cifra
en películas como Casablanca (Casablanca, Michael Curtiz, 1942) y
El puente de Waterloo (Waterloo Bridge, Mervyn LeRoy, 1940)- la
segunda quiere ser un guiño a Paul Naschy y al fantaterror, tan de moda
en el momento de la producción de la serie. La última mantiene mejor el tipo,
al desarrollar una situación algo previsible con una puesta en escena bastante
acorde con el marco genérico.
Los carros vacíos, El carnaval y El charco
de sangre -todas en dos episodios- adaptan relatos que García Pavón había
ambientado en la época de los hechos verídicos en que se basan: la dictadura de
Primo de Rivera. No sufren demasiado con la actualización, porque La Mancha de
1971, en cuyas carreteras don Lotario abandona su 600 sin que aparezca otro
automóvil en el horizonte durante horas, tampoco ha cambiado tanto. Tampoco los
rostros de los tomelloseros, a los que el operador José Luis Alcaine dedica una
atención documental. Choca, eso sí, la ambientación carnavalesca del relato
ambientado en las Carnestolendas, pues la festividad estuvo prohibida durante
el franquismo, y la iconografía -destrozonas y diablos- inspirada en Solana.
El huésped de la habitación nº 5 se resuelve en un
único episodio, protagonizado con la sobriedad que le caracterizaba por don
Tomás Blanco. Como Las hermanas Coloradas -el único capítulo basado en
una novela larga y resuelto en tres episodios- tiene ambientación contemporánea
pero remite a la República y a la Guerra Civil. Los misterios a desvelar
residen en el pasado, cuyas heridas siguen abiertas. Es una pena que Las
hermanas Coloradas no dispusiera de un poco más de presupuesto, porque el flashback
resulta de una pobreza absoluta al ostentar don Manuel Alexandre el mismo
aspecto en 1939 que en 1971. Por lo demás, este episodio está ambientado en
Madrid. Hay un par de escenas rodadas en el clásico Café Comercial de la
glorieta de Bilbao y un paseo nocturno de Plinio por la Gran Vía sin ningún
interés dramático, pero de gran valor documental.
Alfonso del Real está muy bien en su personaje entre Sancho
Panza y doctor Watson, pero lo que queda al final de todo es la mirada triste
de Antonio Casal: planos prolongados sobre su rostro que refleja un cansancio y
un escepticismo absolutos, casi cósmicos.
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