domingo, 3 de julio de 2022

masó se pasa a la dirección (y 2)

A finales de los setenta Rafael Azcona intentó conciliar su oficio de escritor de tragedias grotescas con el cine, siempre al aire del tiempo, de Masó. En La miel (1979) conviven en armonía la cinta de destape que requiere el productor y director para satisfacer al público y la tragedia grotesca de un tipo “atrapado por la vida” de los que borda el guionista. Pero bueno... ¿No se definía Azcona en los años ochenta como una meretriz que trabaja para quien le paga? [Juan Carlos Frugone: Rafael Azcona: Atrapados por la vida. Valladolid, 32 Semana Internacional de Cine de Valladolid, 1987.]

El argumento de La miel no puede ser más sucinto: don Agustín (José Luis López Vázquez) es un ex-seminarista que trabaja como profesor en un colegio religioso. Cuando va a hablar con la madre de Paco Peciña (Jorge Sanz), un alumno indisciplinado, se encuentra con Inés (Jane Birkin), mujer desinhibida y dueña de una boutique, que le propone que dé clases particulares a su hijo. Se inicia así una relación que pronto desemboca en el sexo. Inés practica la prostitución de lujo sin sentir la más mínima culpabilidad y don Agustín se irá colocando en una posición cada vez más ambigua, dado que debe seguir disimulando ante su hermana (Amelia de la Torre), una beata que se pirra por el bingo. Todo parece hallar su equilibrio hasta que Inés conoce a un anciano hombre de negocios (Guillermo Marín) que podría resolverles la vida.

La disciplina del colegio religioso y el autoritarismo se traducen en esa violencia cotidiana contra el niño (Jorge Sanz), hecha de capones y tirones de patillas. Sin embargo, los tiempos ya no son los mismos y el pequeño Paquito —fumador contumaz y autor de pintadas retreteras— se las arreglará para salirse con la suya gracias, primero, al chantaje, y luego a la paulatina obsesión de don Agustín por su madre. El hombre acabará de este modo como en la fábula de las moscas, atrapado en la miel. O sea, en el matrimonio. Según reza la moraleja de Félix María de Samaniego, que Azcona hace propia: “Así, si bien se examina, / los humanos corazones / perecen en las prisiones / del vicio que los domina”.

López Vázquez sigue así completando la galería de tipos azconianos que ha interpretado para Ferreri y Berlanga, para Saura y Forqué. Aunque Masó no parezca capaz de sacarle todo el jugo a la historia, se emplea a fondo en mostrar la belleza esplendorosa de Jane Birkin. Ésta, a decir de Masó, se enamoró del guión. También hubo flechazo entre Masó y Azcona: “Lo pasamos tan bien que reincidimos e hicimos media docena [de guiones] más de una tacada”. [Bernardo Sánchez: Rafael Azcona: Hablar el guión. Madrid: Cátedra, 2006, pág. 405.]

Como planteamiento de producción, La familia, bien, gracias (1981) juega sobre seguro. Por una parte, recupera a prácticamente todo el elenco de las dos primeras entregas de La gran familia dirigidas por Fernando Palacios dos décadas antes, y, por otro, adopta un cierto tono crepuscular que ya se ha probado del gusto del público en Make Way for Tomorrow (Dejad paso al mañana, Leo McCarey, 1937). Pero la intervención de Azcona en el guión busca poner en entredicho todo la anterior.

La gran familia se reúne con motivo de la jubilación del padre (Alberto Closas). La fotografía de grupo, con la incorporación del “padrino búfalo” (López Vázquez) da lugar a una serie de evocaciones de las dos películas anteriores que ya han comparecido como motivo de fondo en los títulos de crédito. Pero ahora, en esta secuencia de apertura, tienen un valor emocional más profundo para el protagonista, mientras deambula solo y achacoso por la casa. La complicidad de Masó con López Vázquez y Closas viene de lejos y en este caso el galán catalán, formado como actor en el exilio y regresado a España para protagonizar Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), se recrea en el contratipo del galán que ha sido para el cine y el teatro españoles durante los últimos veinticinco años. La siguiente secuencia presenta el intento de suicidio del padrino. Adiós a la comedia ternurista y bienvenida a la tragedia grotesca. Desde la azotea de un edificio, el padrino se desnuda antes de arrojarse al vacío porque su mujer (Julia Martínez) le ha puesto los cuernos con el dentista. 

De modo que, tras quedarse solos en el piso familiar, padre y padrino buscan acomodo en casa de alguno de los quince o dieciséis vástagos que tuvo la familia, pero la evolución de la sociedad contemporánea les hace darse cuenta de que no tienen salida: uno es un constructor preocupado sólo por su fortuna, otra está casada con un carca meapilas, un tercero regenta un hotel dedicado a la prostitución, otra más se va a Londres a abortar... ¡A abortar! ¿Puede haber mayor desastre para un hombre que ha criado a dieciséis hijos? Por primera vez, estas ideas moralizantes, tan caras a Masó surgen de la idiosincrasia de los personajes y no por imposición del guionista. Un punto para Azcona.

La única salida para padre y padrino parece el asilo en el que trabaja otra de sus hijas, Carlota (Julieta Serrano), que se metió monja. Pero tampoco allí encontrarán acomodo los dos deshechos de una sociedad que no entienden y en la que sus ideas se han quedado totalmente anticuadas.

El principal problema de la película es una estructura excesivamente pautada. Los traslados de casa en casa siguen el mismo patrón y el número de hijos impide el desarrollo de ninguna de las situaciones más allá del mero esbozo. Es por ello que a veces parece que las secuencias se precipitan.

Cuando Carlos, con la foto familiar en ristre, intentaba convencer al padrino de que no se suicidara porque estaba a punto de aprobarse el divorcio, un fraile (José Ruiz Lifante) proclamaba que eso no sucedería jamás, excitando así las intenciones del suicida. Pues bien, la convicción de que la ley impulsada por el ministro centrista Francisco Fernández Ordóñez será aprobada a mediados de 1981, pero Masó y Azcona entra en el debate con El divorcio que viene (1980), una de las cinco cintas que se producen en estos años con la palabra “divorcio” en el título: la de Masó; ¡¡Qué gozada de divorcio… (Mariano Ozores, 1981); Busco amante para un divorcio / Tutta da scoprire (Giuliano Carnimeo, 1981) 10/81; ¡Caray con el divorcio! (Juan Bosch, 1982) y El primer divorcio (Mariano Ozores, 1982), por estricto orden de estreno. Una vez más, Masó lo vio primero.

Se vale para ello de la peripecia de dos socios Pepe y Luis (José Sacristán y José Luis López Vázquez) que comparten un negocio de subastas y antigüedades. Como nos iremos enterando gracias a la bien dosificada información, Pepe ha dejado embarazada a Mónica (Randall), la mujer de Luis, y no se lo ha dicho a la suya, Amparo (Soler Leal). Luis y Mónica están preocupadísimos porque si no se aprueba la ley de divorcio antes de que ella dé a luz, el fruto del adulterio llevará el apellido de Pepe. Al estallar la situación, Amparo opta por la separación en tanto que Luis pretende anular su matrimonio en el tribunal de la Rota. Alrededor de ellos orbitan otros personajes —abogados, consejeros legales, secretarias, hijas...— que terminarán configurando nuevas parejas a través de una farsa en la que los personajes sacan casi siempre lo peor de sí mismos, para terminar cenando todos juntos alrededor de la misma mesa. El europeísmo ha promovido nuevos modelos de comportamiento ante los que ya no cabe el honor calderoniano. Todo es de color de rosa para la burguesía en la España pregolpista. Nadie se acuerda ya de la secretaria (Amparo Baró), eterna adoradora de Luis, dispuesta a tomar venganza, chipirones en su tinta mediante.

La imagen emblemática sobre la que se sobreimpresionan los créditos finales, muestra a Luis ante el Congreso haciéndole un corte de mangas a Alberto Closas, que hace un cameo como responsable de la aprobación de la siempre postergada ley.

Jesús Fernández Santos ve el vaso medio vacío:

Si hubiera que analizar con cierto rigor este último filme de Pedro Masó y Azcona, habría que empezar aclarando a qué clase de público apunta. Su historia va dirigida, sobre todo, a los desencantados. Pero no a los desencantados de la posible democracia justamente porque creen en ella, sino a aquellos otros, bien distintos por cierto, que más o menos desean su fracaso. Aquellos que por interés, por miedo al porvenir o simplemente por desconocimiento callaron durante largos años, miden ahora cada minuto o año como si el tiempo de su historia particular debiera medir las asambleas de los diputados. [...]
Todo esto debería decirse si la película en cuestión tuviera la intención de tratar el problema del divorcio en España desde cualquier perspectiva medianamente válida, desde el lado humano o con verdadero sentido del humor, pero no es éste el caso, aunque, en honor a la verdad, su público responde.
A medias entre el disparate y la comedia, Masó ha tenido el acierto en esta ocasión de olvidarse de aventuras en países más o menos lejanos y situar su historia por estas latitudes, basándola, sobre todo, en la labor de un puñado de buenos actores. Salvando algunos excesos y reiteraciones, algún toque burdo en el que la música suele ser cómplice, puede decirse que todos están bien, en especial López Vázquez y Sacristán, dúo excelente que hace reír con recursos de buena ley, dando sentido a sus personajes, cuando el guión se lo permite. [Jesús Fernández Santos: “Divorcio a la española”, en El País, 17 de julio de 1980.]

Uno suscribe totalmente, eso sí, la inoportunidad de los pasodobles taurinos —arreglados por Juan Carlos Calderón— que Masó introduce en la mezcla cada vez que de los cuernos de Luis se trata.

En 127 millones libres de impuestos (1981) se nota la bicefalia. Masó aporta la puesta al día del argumento de la primera película que produjo, Atraco a las tres (José María Forqué, 1962), reciclando la idea de los delincuentes aficionados, y trayéndose de aquélla a José Luis López Vázquez y Agustín González para encabezar el reparto. Azcona pone el babelismo y la familia como microcosmos de toda la sociedad, aunque la metáfora no tenga el alcance satírico de sus propuestas junto a Berlanga.

Arturo Valgañón (López Vázquez) está en un aprieto. La crisis da al traste con el negocio inmobiliario y los bancos le exigen que devuelva los créditos. Con la complicidad de su futuro cuñado (González) decide secuestrar a su padre y pedir por el rescate dos millones de dólares: el equivalente a los 127 millones de pesetas cuya devolución le exige el banco. Piensa que en tan difíciles circunstancias los banqueros se apiadarán de la empresa y dicha cantidad, libre de impuestos, les permitirá continuar con el negocio. Pero el padre (Fernán-Gómez) se niega a prestarse al fraude y contrapropone que secuestren a su madre (Amelia de la Torre), la abuela de Arturo. En poco tiempo todos los hermanos están de acuerdo y la abuela acepta la propuesta con tal de que la acompañe su fiel doncella (Mimí Muñoz). Disfrazados de monjas, los futuros cuñados llevan a las dos ancianas al piso piloto de uno de los edificios de la constructora. El día de la boda de Piti (Amparo Baró) se recibe en la constructora el mensaje de que las mujeres han sido secuestradas.

Masó acumula apuntes contemporáneos —la pasión por el bingo, los secuestros por motivos políticos...— y mueve la acción a ritmo de farsa, apoyándose en un reparto que completan Rafael Alonso, Amparo Soler Leal, Carlos Larrañaga y el veterano Guillermo Marín.

Puente aéreo (1981) arranca sin apenas empuje. El argumento se apoya en dos muletas de relativa actualidad: la creación del puente aéreo Madrid-Barcelona a finales de 1974 y la proliferación de bares con camareras en topless a partir de la muerte de Franco. Como quiera este tipo de actividad está tolerada pero no autorizada y que la competencia del fútbol es feroz, doña Sol (Amelia de la Torre), una antigua prostituta enriquecida propone a las camareras hacer lo mismo que ella hacía en los grandes expresos europeos en sus buenos tiempos... pero en el puente aéreo. Se trata de pescar en el avión a los hombres de negocios que van a pasar unos días solos fuera de casa. Rosi (Esperanza Roy) y Miriam (Iliana Ross) aceptan la propuesta. La primera se hace pasar por monja y liga con el violoncelista Salvatierra (José Luis López Vázquez); la segunda, por una estudiante portorriqueña, pero López (Agustín González), su objetivo resulta ser un trapisondista que se ha fundido el dinero que le debía al señor Momplet (José María Caffarel). A partir de ahí, el enredo vodevilesco se va complicando con la presencia de un hombre de negocios japonés, el hijo de doña Sol y un hombre de negocios de Sabadell que viaja a Madrid con su hijo. Mientras doña Sol, visto el éxito de esta primera expedición, organiza otra con todas las camareras, Miriam encontrará inesperadamente el amor y un final feliz.

Más allá de algún chiste de escaso gusto —indigno de Azcona—, el principal problema de Puente aéreo es su arritmia, algo imperdonable en un vodevil. Claro, que esto no es achacable al guión, sino a la dirección. No obstante, el guionista logroñés entonaba un mea culpa: “Ésta no la defiendo y asumo todas las debilidades que pudiera haber en el guión. Es lo malo de las ideas brillantes, al principio deslumbran y luego te dejan ciego”. [Bernardo Sánchez: Op. cit., pág. 408.]

Epigonal en la filmografía de Masó, un paréntesis en la de Azcona mientras escribe la “trilogía nacional” con Berlanga, este bloque de cinco títulos brilla por su ausencia en cuantas aproximaciones se han hecho al universo azconiano. En el mejor de los casos, alguna alusión a La miel. Si acaso, un apunte sobre su carácter coyuntural. Casi siempre, una mera mención del apellido del director empotrado entre ilustres Sauras, Oleas y Forqués, y no menos notorios Truebas y Garciasánchezes. Azcona, por el contrario, nunca dejó de reivindicarla:

Yo creo que la crítica ha sido injusta con Masó. En esta película [La familia, bien, gracias], Pedro le quiso dar el golletazo a una serie más o menos sentimental y lo hizo con un coraje extraordinario. No le sirvió de nada. Yo leí las críticas que me hicieron pensar que los firmantes no la había visto: repetían lo mismo que habían dicho de la anteriores. [Bernardo Sánchez: Op. cit., pág. 406.]

Y de El divorcio que viene: “Otro título que se apartaba del cine que Pedro había hecho en los sesenta y setenta, en el que importaban demasiado los sentimientos más o menos rentables. En esta intervenían también los políticamente incorrectos”. [Ibidem]

Pero, en efecto, la crítica lo veía de muy otro modo. Al hilo del estreno de 127 millones libres de impuestos, el crítico del diario ABC en Sevilla realiza el siguiente esquema de este tramo de la filmografía de Masó:

El prolífico productor-director Pedro Masó nos sorprende no muy gratamente con una o dos películas al año, cortadas todas por una misma tijera. En primer lugar, busca un tema de gran actualidad y del que todo el mundo hable, luego elabora unos buenos diálogos conjuntamente con Rafael Azcona, más o menos divertidos y, finalmente, reúne a un plantel de actores de lo mejorcito del cine español. [...] Y la cosa funciona, puesto que rueda con un presupuesto elevado —más de cuarenta millones [de pesetas] ha costado esta última— una tras otra, gracias a que sus cintas resultan, en la mayoría de los casos, bastante taquilleras. [Javier de Pablo: “Cine: 127 millones libres de impuestos”, en ABC, edición Andalucía, 16 de septiembre de 1981, pág. 16.]

Con Puente aéreo, la fórmula se ha agotado. Las tres primeras del ciclo azconiano han llevado a los cines casi un millón de espectadores cada una. Las dos últimas no alcanzan los trescientos mil. Hay que buscar otros caladeros y Masó encuentra el que mejor se adapta a sus aptitudes en la televisión. Para TVE produce y dirige una serie escrita y protagonizada por Ana Diosdado en la que de nuevo se incide en la reciente realidad del divorcio en España: Anillos de oro (1983). Su enorme popularidad les lleva a repetir en Segunda enseñanza (1986), ambientada en un instituto asturiano. En 1990 pone un estrambote a la saga de los Alonso y realiza para televisión el largometraje La familia... 30 años después, ya sin Closas y con la colaboración en el guión de Santiago Moncada. Le seguirán las dos entregas del policial procedimental Brigada Central (1989 y 1992) para culminar con su desembarco en Antena 3 con un vehículo al servicio de Lina Morgan: Compuesta y sin novio (1994). Su relación televisiva con la actriz propicia el tardío regreso de ambos en 1995 a la pantalla grande con Hermana, ¿pero qué has hecho? (1995), que se estrena sin pena ni gloria. José Luis Salvador Estébenez localiza la filiación en las películas previas de ambos:

Sus dos personajes principales, unas monjitas, son un claro remedo de las eclesiásticas que Gracita Morales y Rafaela Aparicio dieran vida en la exitosa Sor Citröen (1967) de Pedro Lazaga —que no era sino una producción de Masó con guión co-escrito por él mismo junto a Rafael J. Salvia—, guardando la interpretada por Lina Morgan no pocas semejanzas con el de otra religiosa a la que había dado vida con anterioridad en la pantalla grande, la protagonista de Una monja y un Don Juan (1973) de Mariano Ozores. [La Abadía de Berzano, 28 de octubre de 2008: https://cerebrin.wordpress.com/2008/10/28/hermana-pero-que-has-hecho/]

Tampoco resultan especialmente afortunados los otros largometrajes que Masó produce —pero no dirige— en connivencia con Aurum Producciones, la empresa instrumental del Grupo Zeta de Antonio Asensio a través de la que se canalizan las inversiones de éste en Antena 3: El seductor (José Luis García Sánchez, 1995), Gran slalom (Jaime Chávarri, 1996) y Atraco a las 3... y media (Raúl Marchand Sánchez 2003). Este remake de una de sus películas más populares de la década de los sesenta, su edad de oro, supone el punto final a su carrera cinematográfica. En 2006 la Academia de Cine le concede el Goya de Honor por eso mismo. Fallece en septiembre de 2008.

 

Filmografía de Pedro Masó como director:

Las Ibéricas F.C. (Pedro Masó, 1971)
Las colocadas (Pedro Masó, 1972)
Experiencia prematrimonial (Pedro Masó, 1972)
Una chica y un señor (Pedro Masó, 1973)
Un hombre como los demás (Pedro Masó, 1974)
Las adolescentes (Pedro Masó, 1975)
La menor (Pedro Masó, 1976)
La Coquito (Pedro Masó, 1977)
La miel (Pedro Masó, 1979)
La familia, bien, gracias (Pedro Masó, 1979)
El divorcio que viene (Pedro Masó, 1980)
127 millones libres de impuestos (Pedro Masó, 1981)
Puente aéreo (Pedro Masó, 1981)
Hermana, ¿pero qué has hecho? (Pedro Masó, 1995)

No hay comentarios:

Publicar un comentario