domingo, 17 de agosto de 2025

codornicistas, león y quiroga (3)

 

La tercera página del número inaugural de La Codorniz [8 de junio de 1941] está dedicada a promocionar los próximos estrenos de U-Films. Tras el abandono de Benito Perojo, José López Rubio se convierte en el director-estrella de la productora de Ulargui. Su primera película en la compañía será La malquerida (José López Rubio, 1940), la adaptación del drama rural de Jacinto Benavente que había quedado interrumpida por el golpe militar del 18 de julio de 1936 y que López Rubio pretendía que fuera su primera cinta española tras la larga estancia hollywoodense. A pesar de su pluriempleo en la empresa de Ulargui, sacará tiempo para crear un pasatiempo que compita en las páginas de La Codorniz con el Damero maldito de Conchita Montes. ¿Está usted seguro? acude semanalmente a su cita con el lector, aunque para ello Miguel Mihura se vea obligado a encomendárselo al crítico cinematográfico Alfonso Sánchez, lo que no sienta nada bien a López Rubio. Pero éste está ocupado en la preparación de Sucedió en Damasco / Accade a Damasco (José López Rubio / Primo Zeglio, 1942) y, además, debe hacerse cargo de todas las Canciones que no encuentran novio y entre las que se encuentran las más anómalas del ciclo.


Luna de sangre (José López Rubio, 1941) es la primera de las Canciones que rueda Miguel de Molina y realiza López Rubio, tras negarse Neville a dirigirlo.

La canción de Rafael de León, Salvador Valverde y Manuel Quiroga que da título a la película es Salomé, una zambra de 1933:

Luna de sangre que abrió el verano / sobre la noche de los calés. / Pagana fiesta que los gitanos / rinden al culto de Salomé. / Y mientras ella baila sin velos, / Juan el Romero de allí se va. / José lo sigue, loco de celos, / y entre la sombra brilla un puñal.

La inspiración lunar dio pie a otro tema de León y Quiroga, escrito probablemente para el cortometraje: el romancillo Me da miedo de la luna.

La niña del Albaicín / se fue con él de Granada. / Su novio la llora, llora, / la llora al pie de la Alhambra. / Yo por eso tengo miedo / de acordarme de la luna. / Se enamoró de tu cara / y de tu piel de aceituna. / Se enamoró de tus ojos / que son pa’ mí una fortuna. / Yo por eso tengo miedo / de acordarme de la luna.

Bajo su lorquiano título, Luna de sangre recoge el peregrinaje de unos gitanos trashumantes. A la vuelta de uno de sus viajes, José (Miguel de Molina) se encuentra con que Salomé (Brazalema) ha aceptado unos espléndidos pendientes “de un payo gordo y rico”. Además, él y sus amigos han pagado una juerga en el campamento esa misma noche. Acuciado por los celos y por la hechicera de la tribu (Juanita Manso), acude esa noche a la fiesta con un cuchillo. Pero el baile une a los enamorados y los payos salen de allí corridos. 

El guión, no exento de pujos literarios, dedica un plano específico a demostrar la equivalencia entre baile y cortejo amoroso, de acuerdo con una de las vetas del ciclo: "ESC. 37. M.C.S. de JOSÉ y SALOMÉ trenzando en la danza su amor y su perdón. El moño de SALOMÉ se ha soltado, dejando caer una cascada de noche sobre su espalda”. [AGA, caja 36/03181.] Deseoso de proporcionar cierto realismo a la españolada, López Rubio hace contratar a una auténtica tribu de gitanos con sus carromatos y filman los exteriores en Montjuich, donde se encuentran los estudios Orphea.

En ese escenario —recordaba prepotente Miguel de Molina— interpreté mis canciones y actué junto a una bailarina bellísima [Brazalema], que era pura pinta, pero se defendió bastante bien acompañándome. [Miguel de Molina: Botín de guerra. Autobiografía. Barcelona: Planeta, 1998, pág. 185.]

Luna de sangre pasa censura sin cortes el 31 de octubre de 1941, pero queda autorizada únicamente para mayores de catorce años. [AGA, caja 36/03181.] El cortometraje será recuperado en su integridad por José Miguel Ullán en el programa Tatuaje (TVE, 1985) dedicado a Miguel de Molina: https://www.rtve.es/play/videos/tatuaje/miguel-molina/16511176/.

Para el personaje central de La Petenera (José López Rubio, 1941) sirve de inspiración una cantaora del XIX de la que apenas se sabe que nació en Paterna de la Rivera, provincia de Cádiz, y que su nombre también anduvo en coplas:

Quien te puso Petenera / no supo ponerte nombre, / que te debía haber puesto / la perdición de los hombres.

Siguiendo la senda iniciada en La Parrala, Xandro Valerio y Rafael de León vuelven a buscarle la réplica al personaje histórico envuelto en celajes de leyenda en un pasodoble que, una vez más, ya ha estrenado Conchita Piquer en 1940:

No llamarme Petenera / que ese mote es mi castigo. / Ese nombre es la bandera / que está acabando conmigo. / Madre de mi corazón, / que es la cruz y la ceguera / de mis tormentos mayores. / No llamarme Petenera / que yo me llamo Dolores.

Maruja Tomás canta esta Dolores la Petenera, Santa Lucía y Tus ojos negros, en el marco de una historia de bandoleros y manolas en la que la protagonista, tras ser cortejada por el corregidor, que primero la encarcela y luego la invita a que cante en su palacio, termina escapando con su hombre a la serranía. La acompañan en el reparto Juan Monfort, Miguel Pozanco, Ana María Quijada, la veterana Juanita Manso y el no menos veterano Francisco de Villagómez, que es el único que no repite en otras Canciones.

Los veinticuatro minutos de duración no se limitan en esta ocasión a unas cuantas estampas dialogadas y cantadas. A juzgar por la sinopsis presentada a censura, el cortometraje es una pequeña película de aventuras, con sus prendimientos, sus traiciones y sus tiroteos. López Rubio hace valer su amistad hollywoodense con Douglas Fairbanks, con cuyo Zorro parece tener más de un punto en común el bandolero Diego Romero.

Maruja Tomás concluye su participación en el ciclo con Rosa de África (José López Rubio, 1941). Si por algo destaca este cortometraje —el más largo de la serie— es por su ambientación en las campañas militares africanas y, según el especialista Alberto Elena, “en el escenario privilegiado de la exaltación castrense, ofreciendo para ello un marco menos problemático que el de la Guerra Civil y entendiendo de ipso la acción civilizadora española en clave puramente militar”. [Alberto Elena: “La llamada de África: una aproximación al cine colonial español”, en Un siglo de cine español, Cuadernos de la Academia, núm. 1. Madrid: Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, octubre de 1997.]

No es desde luego el objetivo de la serie Canciones, volcada en un cine sin la más mínima intencionalidad política, por lo que atendiendo a las afirmaciones de Elena no podemos sino tomar Rosa de África como antecedente directo de la que será última película de López Rubio, Alhucemas (1948), cinta de carácter combativamente militar en un momento en el que el cine de propaganda ya había sido relegado a un segundo plano.

Rosa de África intenta conciliar el cine legionario internacional, al modo de Julien Duvivier, Jean Grémillon o, incluso, al del estilizadísimo de von Sternberg, con la pleitesía al militarismo africanista y el pie forzado de un romance de Rafael de León. Una mujer enamorada (Maruja Tomás) busca un hombre (Rafael Medina) en un cafetín tetuaní cuyo voluble propietario está encarnado por un expansivo Manolo Morán. La mujer es una cancionista afamada, pero renuncia a hacer público su nombre a fin de encontrar al legionario, que tiene en su posesión unos papeles tan secretos que al espectador le resulta imposible enterarse de qué van y cuál es su valor. Entretanto, le da tiempo a interpretar algunos temas en el cabaret, entre ellos el danzón Te lo juro yo y la canción ¡Ay, chumbera!:

¡Ay, chumbera, chumbera, chumbera! / A tu verde sombrita quisiera / Taparme del sol, / Y que nadie, que nadie me viera, / Que me he puesto color de la cera / Penando de amor. / ¡Ay, soldadito de la Legión! / ¡Ay, soldadito de la Legión! / Yo quisiera que nadie supiera / Que sólo tú mandas en mi corazón.

El reencuentro tiene al fin lugar el 17 de julio de 1936, cuando todos deben incorporarse al Tercio porque Franco acaba de anunciar el pronunciamiento militar. La mujer se asoma a la ventana del cabaret y proclama que “en España comienza a amanecer”. Situaciones prolongadas hasta la extenuación y canciones a cada momento. Las dos últimas de Maruja Tomás aún tienen un pase, pero el pasodoble-tango que canta el legionario...

Aquellas penas tan negras / Que yo pasé por tu amor; / Aquellos celos de muerte / El viento se los llevó. / Los besos que tú me diste / Y los que te di a ti yo, / Y el recuerdo de tus besos / Y el recuerdo de tus ojos / El viento se lo llevó.

... resulta absolutamente insufrible. Para colmo, todo está rodado y montado sin ningún interés. ¡Pobre López Rubio!

No obstante, la crítica no vio con malos ojos el empeño. Mas-Guindal escribía en Primer Plano, con motivo de su estreno en el cine Avenida con otras películas de la serie:

Rosa de África, menos afortunada, encuentra su mérito en las gratas canciones del maestro Quiroga. Cierto confusionismo argumental crea esa falta de verosimilitud que se acusa en algunas escenas [...] y que no es difícil de evitar en producciones de este tipo. Maruja Tomás canta bien y tiene momentos interesantes. [Antonio Mas-Guindal: “Página de crítica”, en Primer Plano, núm. 57, 16 de noviembre de 1941.]

Rodada entre el 11 de septiembre y el 8 de octubre de 1941, Rosa de África llegó a tener catorce copias para su distribución, una vez fue aprobada por el organismo censor, calificada, eso sí, para mayores de dieciocho años.

Se completa la batería de Canciones dirigidas por López Rubio con A la lima y al limón (José López Rubio, 1941), protagonizada por Miguel Ligero en el papel de un zapatero remendón y su mujer Blanquita Pozas. Todo queda en casa porque Ligero está ligado en estos años a la producción de Ulargui, protagonizando una tras otra: Los hijos de la noche / I figli della notte (Benito Perojo, 1939), La última falla / Ultima fiamma (Benito Perojo, 1940), Héroe a la fuerza (Benito Perojo, 1941), Pepe Conde (José López Rubio, 1941) y la pospuesta Sucedió en Damasco.

La intención declaradamente humorística vendría a quebrar un poco el tono general de amores contravenidos, no obstante la copla de Rafael de León que le da título y que —de nuevo como en el caso de La Parrala— había estrenado Concha Piquer en 1940:
Y los niños cantan a la rueda, rueda, / Esta triste copla que el viento le lleva: / “A la lima y al limón, / Tú no tienes quien te quiera. / A la lima y al limón, / Te vas a quedar soltera”. / ¡Qué penita y que dolor! / ¡Qué penita y que dolor, / La vecinita de enfrente / Soltera se quedó! / ¡Solterita se quedó!

El argumento hilvanado por López Rubio a partir de la copla se centra en la enemistad entre un zapatero remendón y el loro de la señorita Adelina, una solterona un tanto cursi.
Un buen día, al pasar por enfrente del zapatero, se le rompe un tacón a la señorita Adelina. Él, muy galante, se ofrece a arreglarlo y por este motivo comienzan a hablar y olvidan sus rencores... Se gustan y el zapatero, compadecido de su vecina, se casa con ella. [AGA, caja 36/03181.]
Inaccesible en la actualidad, debemos ceñirnos a lo que prometían las gacetillas: “Un encaje cinematográfico de lo popular y lo castizo, en el que lucen su arte genial el as Miguel Ligero y Blanquita Pozas”. [Hoja del Lunes (La Coruña), 21 de diciembre de 1942, pág. 2.] Sin embargo, severos críticos como el salmantino Javier de Montillana —Gabriel Hernández González en el siglo, futuro director de El Adelanto, medio en el que desarrolla toda su carrera llegando a ostentar la dirección del mismo—, se sintieron, más que defraudados, ofendidos por la propuesta:
Una película de complemento, naturalmente, no merece el comentario. Pero como se ha querido darle un relieve destacado, vamos a hacerlo siquiera sea brevemente. ¡Lástima de tiempo, de dinero y de celuloide! Ni la canción del maestro Quiroga tiene más actualidad que la de una temporada, ni tampoco encontramos en ella motivos para ser escenificada. Todo lo que se intenta destacar de la cinematografía tiene acogida en este titulado “encaje”, incluyendo, claro está, la disparatada actuación de Miguel Ligero y el ridículo papel que Blanquita Pozas hace. Y esto es todo. [“Coliseum - A la lima y al limón”, en El Adelanto (Salamanca), 12 de febrero de 1942, pág. 2.]

domingo, 10 de agosto de 2025

codornicistas, león y quiroga (2)

 

Edgar Neville aborda el rodaje de sus dos Canciones como si de unas vacaciones se tratara. Ha regresado a España con Conchita Montes tras el rodaje de Sancta Maria (La muchacha de Moscú, Edgar Neville, 1941), que va a distribuir Saturnino Ulargui, y apenas le ha dado tiempo a pasar por Madrid para concertar con Cepicsa la producción de Correo de Indias (Edgar Neville, 1942). Un mes más tarde, en Barcelona —probablemente por mediación de su gran amigo López Rubio, con el que ha coincido en Hollywood en la época de las versiones hispanas— se embarca en la realización de La Parrala (Edgar Neville, 1941).
 
Este primer corto de la serie se empieza a rodar el 28 de julio 1941 y el equipo técnico conformado por Ulargui se mantendrá prácticamente inamovible en los nueve títulos: fotografía de Ted Pahle, al que más adelante sustituirá Mariano Ruiz Capillas; Antonio Cánovas a la moviola; el alemán Willy J. F. Steiner como jefe de producción; decorados a cargo de Pierre Schild; y maquillaje de Vladimir Tourjansky. En esta ocasión, el ingeniero de sonido es Fermín Rodríguez Mújica, aunque en otros títulos figurará Hans Bittmann. Ulargui sigue así con su costumbre de incorporar a los equipos judíos que han huido de Alemania y expatriados de la revolución soviética establecidos en Francia.
 
El guión planificado por Neville se reduce a 42 planos desarrollados a lo largo de once páginas. Ulargui ha obtenido la autorización de la censura el 23 de junio. El anónimo censor concluye: “Aunque es una andaluzada puede autorizarse por tratarse de un argumento corto”. El rodaje se resuelve en cuatro días de trabajo en estudio y una jornada de exteriores en el Pueblo Español de Montjuich.
 
En realidad, hay dos Parralas cuya leyenda se entremezcla: Dolores y Trinidad Parrales Moreno. Ambas triunfaron en los cafés cantantes. Trini actuó en París y Dolores en el Café de Silverio Franconetti en Sevilla y en el Imparcial de Madrid junto a Juan Breva. A Dolores la alabó como cantante por soleares Federico García Lorca en el Concurso de Cante Jondo de Granada de 1922 al que Neville asistió como periodista y amigo de Manuel de Falla. Dolores había fallecido siete años antes, pero aún vivía cuando el autor de Cantaores andaluces, historias y tragedias escribía:
Hermosa de una hermosura dominadora, atrayente y sugestiva, esta mujer ha jugado a la vida como otros juegan al monte o al bacarrat, se ha burlado de todo, de todo se ha reído, jamás tomó nada en serio, ni el matrimonio; nunca sintió una pasión profunda y duradera por nada, ni por el arte. [Guillermo Núñez de Prado: Cantaores andaluces, historias y tragedias. Casa Editorial Maucci, 1904.]
El moguereño —como La Parrala— Xandro Valerio escribe en 1939 la letra de esta copla junto a Rafael de León a la que el maestro Quiroga pone la música. Concha Piquer la estrena en 1940 en uno de sus espectáculos. Además, para la película de Ulargui, Rafael de León compone en solitario ¿Qué te pasa, Triniá?, un segundo tema que prolonga el carácter irreductible del personaje femenino y su sino trágico:
¿Que por qué los soles que había en mis ojos / ahora son dos mares de sal y de llanto / y ya no hay claveles en mis labios rojos? / Es únicamente por quererle tanto. / Y si un día llegara, que Dios no lo quiera, / que por la desgracia de la suerte mía / dándome al orvío con otra se fuera, / tengo la certeza que lo mataría.
Arranca la acción cuando unos marineros borrachos salen del Café del Puerto cantando una habanera, paradigma de los cantes de ida y vuelta. En la puerta se anuncia: “Hoy gran sesión de cante: Juan Breva - Silverio - La Parrala”. Los marineros pasan ante una puerta. Por ella sale un hombre; su sombra contra la pared encalada nos indica que ha muerto. Un instante después sale Trini, la Parrala (Maruja Tomás), desmelenada y se marcha hacia el Café del Puerto. Un policía (Antonio L. Estrada), que hace su ronda nocturna, se cruza con ella. Allí la esperan la tabernera (Ana María Quijada) y Curro (Manuel Miranda), su guitarrista. La Parrala pide de beber y, a petición del público, canta ¿Qué te pasa, Triniá?. Cuando termina, entra el policía y pregunta cuánto tiempo lleva allí. La tabernera miente para exculparla. La cantaora entabla conversación con un desconocido que le interroga por su madre. En respuesta, ella vuelve a cantar, ahora la canción que le valió el mote:
Dos hombres riñeron una madrugá / dentro der cormao / donde ella cantaba, / y el que cayó herío dijo al expirar: / “Por tu curpa ha sío, / Trini la Parrala”. / Los jueces al otro día / a la Trini preguntaban / si a aquel hombre conocía, / y la Trini contestaba: / “Yo no lo he visto en mi vía / ni sé por qué lo mataban”. / Unos decían que sí, / otros decían que no, / y pa dar más que decir / la Parrala así cantó: / “Que sí, que sí, que sí, que sí, / que la Parrala tiene un amante; / que no, que no, que no, que no, / que ella no quiere más que a su cante”.
Cuando termina, el policía la aborda y le pregunta directamente si ha sido ella quien ha matado al Chiclanero. Ella confiesa el crimen cantándole al oído la copla de sus desdichas. El policía saca las esposas, pero la Parrala replica que no son necesarias. Curro, enamorado de ella, se confiesa entonces autor del asesinato. La cantante le regala el clavel por su galantería, pero ya ha asumido su destino. Alguien constata: “El mismo sino de la madre”. La Parrala camina entre dos policías, detenida, por las calles del Puerto.
 
Neville no se encuentra a gusto en esas calles encaladas con rejas, claveles y luz de luna de las que tanta burla ha hecho en sus artículos humorísticos. Y eso que, al fin y al cabo, se trata de un corto. Cuando más adelante se tenga que enfrentar a la temida adaptación de una obra taurina de "El Caballero Audaz" cuajadita de tópicos —El traje de luces (Edgar Neville, 1946)—, argumentará en su descargo que en la película no se escuchan más de treinta "olés". Pero también podemos leer esta breve anécdota relacionada con el cante como un borrador de los episodios que más adelante ilustrarán una de sus películas más logradas: Duende y misterio del flamenco (Edgar Neville, 1952). A pesar de todo ello, la cinta es censurada de urgencia a principios de septiembre —con "una respuesta muy negativa por los censores" [Pablo Ferrando García: "Saturnino Ulargui: esbozo de un productor de films de complemento", en El productor y la producción en la industria cinematográfica. Madrid: Universidad Complutense, 2009]— y enviada como parte de la representación española a una edición del Festival de Venecia a la que prácticamente sólo concurren obras de países con regímenes totalitarios. Marianela (Benito Perojo, 1941) y el documental Boda en Castilla (Manuel Augusto García Viñolas, 1941) obtendrán sendos premios para España, pero la modesta Parrala volverá de vacío, a pesar de la buena sintonía que Ulargui mantiene con el aparato cinematográfico fascista.

De toda la serie, junto con La Petenera (José López Rubio, 1941) y A la lima y al limón (José López Rubio, 1941), es uno de los títulos que más se distribuye como complemento. En Barcelona se estrena en diciembre y en Madrid, pocas semanas después, en enero de 1942 y acompañando a El sobre lacrado (Francisco Gargallo, 1941), en lo que se presenta como un “programa netamente español”. [Hoja del Lunes (Madrid), 12 de enero de 1942, pág. 2.] La crítica da una de cal y una de arena. Algunos alaban que haya “recogido, en sugestivos fotogramas de lograda plasticidad cinematográfica, toda la riqueza de colorido y belleza de ambiente que le brindaban las estrofas y tema de una popular canción” [G. S., en La Vanguardia Española, 13 de diciembre de 1941, pág. 7.], en tanto que otros la califican de “pequeña obra de buen contenido cinematográfico”, pero consideran que Maruja Tomás “cumple muy discretamente su cometido”. [E.F., en Hoja del Lunes (Barcelona), 15 de diciembre de 1941, pág. 7.]
 
Verbena, la segunda y última "canción" de Neville, cuenta a priori con varios palos en sus ruedas: su escasa duración —apenas treinta minutos—, el pie forzado de las canciones que debe interpretar Maruja Tomás y lo exiguo del decorado de una feria madrileña que Pierre Schild monta en los estudios Orphea, cuando aún está en la memoria de todos el soberbio trabajo de Fernando Mignoni para La verbena de la Paloma (benito Perojo, 1935). Verbenas de signo popular y vanguardista a un tiempo, como ha demostrado Ernesto Giménez Caballero en las doce estampas de su Esencia de verbena (1930). Toda la acción tiene lugar en esta feria de barriada, donde encontramos todos los tipos esperables: el del puesto de la fuerza, el tragasables, la del tiro al bote, el comefuegos, el que vende bigotes postizos... Solo falta la «mujer cañón», que debe interpretar una gorda inmensa. El ayudante de dirección localiza en el barrio chino barcelonés a una prostituta de ciento sesenta kilos que cobra dos duros por servicio. Le ofrecen por salir en la película el equivalente a una, dos, tres jornadas de trabajo, pero ella se niega en redondo: "No quiero que mis hijos se avergüencen de mí", corta tajante la licitación.
 
Don Paco (Miguel Pozanco), el dueño de la barraca de fenómenos, pregona sus atracciones. Levinsky (José María Lado), un aventurero extranjero, le exige que le pague un dinero ya que tiene unos pagarés que le comprometen. Don Paco le invita a entrar en El Palacio de las Maravillas para ver a Madame Dupont (de nuevo Amalia de Isaura), la atractiva mujer barbuda que pone en solfa la propia naturaleza del proyecto al cantar La Parrala "en camelo":
Lo que la gente sabía / es que dos novios tenía, / que estaba comprometiendo / porque a ninguno quería, / que de los dos se reía / sin ningún remordimiento. / Que el uno dice que "oui", / que el otro dice que "non", / y aseguran por ahí / que a los dos se la pegó.

Don Paco enseña a Levinsky este y otros números, como los de Rachmaninov, el comepeces (José Martín), y Stella Matutina, la cabeza parlante (Maruja Tomás) —un personaje que ya había aparecido en un relato publicado por Neville en Revista de Occidente en 1928, cuando practicaba el humor deshumanizado al modo ramoniano—, de la que el aventurero se prenda instantáneamente. Los falsos fenómenos, ajenos al drama, se reúnen para cenar. Despojados de su ropa de trabajo, los habitantes del Palacio de las Maravillas resultan un tanto prosaicos; constituye una digresión humorística en la que Neville se deja llevar por la fantasía y el gusto por la paradoja. Mientras tanto, Levinsky hace firmar a don Paco la cesión de Stella Matutina para llevársela a América. Al enterarse, Estrella, sola en la feria, canta la habanera Adiós a Madrid: “¡Ay mi Madrid, donde dejo todo mi ser! / ¡Ay mi Madrid, y mi corazón!”. Y las barcas que se balancean solitarias son el símbolo de lo que va a quedar atrás.

Felipe (Juan Monfort), el novio de Stella, encargado del tiovivo, se queda muy contrariado cuando se entera de la noticia. Igual que el resto de sus compañeros. Madame Dupont, que es un poco revanchista, se afeita: “Pelillos a la mar”, dice. Don Paco se lo reprocha: “Sin barba parece usted un torero”. Madame Dupont ocupa el puesto de cabeza parlante pero es tan borde que el público se queja: “Podían haber tirado la cabeza, en vez del cuerpo”. Ella se marcha enfadada, desvelando el truco. Los enanos le enseñan entonces un periódico a la ex-mujer barbuda. Cuando llega Levinsky revelan que es un fugado de presidio, convicto por trata de blancas y que, además, en un circo de Marsella asesinó a una trapecista. Levinsky huye perseguido por los fenómenos. Stella ya no tiene que marcharse y Felipe pone el tiovivo en marcha. Se montan juntos en un caballito. Ella canta un nuevo tema y, a mitad, un reprise de Adiós a Madrid con la letra alterada: “¡Ay mi Madrid, que me ha dao la felicidad! / ¡Ay mi Madrid, de mi corazón!”.

Con el tiempo, Méndez Leite conceptuará Verbena como la mejor entrega de Canciones “pues ofrece detalles de preocupación creadora y de auténtica inspiración ambiental”. [Fernando Méndez Leite: Historia del cine español, vol. I. Madrid, Ediciones Rialp, 1965, pág. 147.] Lo mismo había hecho Mas-Guindal cuando se estrenó en el cine Avenida el 10 de noviembre de 1940: “Verbena [...] tiene ambiente, detalles que revelan una preocupación directiva y un conjunto bastante armónico en forma y fondo, llevado ágilmente y con interés”. [Antonio Mas-Guindal: “Página de crítica”, en Primer Plano, núm. 57, 16 de noviembre de 1941.] Rematemos este repaso crítico con el juicio de Fernández Cuenca:
Desarróllase en un pintoresco marco de unos feriantes y se plantea, transcurre y resuelve con ritmo lleno de agilidad y precisión. Edgar Neville lo ha traducido en imágenes eficacísimas siempre y esmaltadas de aciertos rebosantes de humor; la escena de la comida y la que muestra a la mujer barbuda afeitándose son ejemplos de buena comicidad fotogénica. [Carlos Fernández Cuenca, en Ya, 12 de noviembre de 1941]
Si la filmación de La Parrala se había resuelto en una semana laborable, el rodaje de los treinta minutos de Verbena se prolonga a lo largo de ocho jornadas, de las cuales seis son nocturnas. Cuando finaliza esta labor, Neville pasa unos días en Calella con Conchita Montes y, apenas terminada la temporada veraniega, se trasladan a Sitges, donde trabaja en la redacción del guión de Correo de Indias (1942). Una vez rematadas las labores de montaje, a finales de septiembre, y habiéndose pulido el dinero que ha cobrado por el primero de los cortometrajes en esta suerte de vacaciones laborales, regresan a Madrid. En el saldo estival, quedan además en su haber estos dos cortometrajes de ambientación castiza y trama criminal que prefiguran el rumbo que tomará su filmografía a partir de La torre de los siete jorobados (1944), tras su producción propagandista en Italia y los dos intentos comercialmente fallidos, de vuelta a España: Correo de Indias y Café de París (1943).

domingo, 3 de agosto de 2025

codornicistas, león y quiroga (1)

El primer esbozo de esta serie se publicó en mayo de 2020,
durante el confinamiento, en el blog Un bigote para dos

Al filo de 1941 el arquitecto, productor y distribuidor logroñés Saturnino Ulargui retoma un plan de producción muy similar al que manejaba antes de la sublevación militar de 1936. Lo expone en una entrevista concedida a Radio-Cinema en la que plantea la realización de seis o siete películas anuales. Para ello firma un contrato en exclusiva de cinco años con los estudios Orphea Film de Barcelona. Ulargui no deja de lado los mercados foráneos: mantiene abierta la línea de coproducciones con Italia, cubre puestos técnicos y artísticos con figuras de reconocida solvencia procedentes de Centroeuropa y sus títulos, distribuidos por U-Films, buscan abrirse hueco en el mercado sudamericano: “Es el instante oportuno, porque Europa, a excepción de Alemania e Italia, no produce, y tenemos para aquel mercado el señuelo definitivo del idioma”. [Bonifacio Arrabal: “Nuestras charlas: Saturnino Ulargui”, en Radio-Cinema, núm. 56, 30 de septiembre de 1940.]

Entre este aluvión de proyectos no siempre materializados sorprende, por su carácter novedoso, la producción de una serie de cortometrajes bajo el título genérico de Canciones. Surge la oportunidad tras el estreno de María de la O (Francisco Elías, 1936), rodada antes de la contienda pero inmovilizada hasta que ésta termina. La relación de Ulargui con el letrista Rafael de León y el maestro Manuel Quiroga fragua en la creación de una serie de películas cortas que den continuidad durante el verano de 1941 a los recién alquilados estudios Orphea, toda vez que los dos proyectos más ambiciosos del productor —la adaptación de la zarzuela El asombro de Damasco y una Locura de amor que tiene comprometida con Benito Perojo— resultan inabordables con la temporada tan avanzada. Los cortometrajes musicales, protagonizados por Miguel de Molina, Maruja Tomás, Amalia de Isaura y Miguel Ligero, entroncan así con el cine popular de la República, estableciendo una línea de comunicación directa con aquél a pesar de que Miguel de Molina ha sido represaliado y Maruja Tomás —que ha protagonizado un par de cortometrajes cómicos dirigidos por Ángel Villatoro para Ediciones Antifascistas en 1938— ha pasado unos meses en la prisión de Les Corts tras la caída de Barcelona. 

Hasta ahora los papeles oficiales y el testimonio de Fernando Méndez Leite nos habían llevado a pensar que la producción había tenido lugar en dos fases: la primera en 1941 y la segunda tres años después. Sin embargo, el testimonio autobiográfico de Miguel de Molina, protagonista de cuatro de ellos, y la consulta de los expedientes de censura nos obligan a replantear estos datos. Según el cancionista, después de pasar el periodo bélico en Valencia actuando para las tropas republicanas intenta regresar a los escenarios, pero las cosas se complican. Unos falangistas le pegan una paliza y es recluido primero en Cáceres y luego en Buñol (Valencia), donde pasa casi un año leyendo, bordando y organizando procesiones a la Virgen. Cuando regresa a Madrid no consigue permiso de trabajo. Se dedica entonces a organizar fiestas flamencas para particulares. Quiere el destino, siempre juguetón, que la primera sea para el embajador de la Santa Sede. En la segunda, para la embajada de Venezuela, conoce a Ulargui, que le propone incorporarse al proyecto, financiado por el acaudalado amante de Maruja Tomás. Miguel de Molina acepta de mil amores porque las películas, de dos y tres bobinas, se basan en canciones compuestas por el maestro Quiroga y letradas por Rafael de León, autores de cabecera de su repertorio. “Una semana después me llamaron para firmar un fabuloso contrato, por el cual protagonizaría durante algo más de un mes, en Barcelona, los cuatro cortos”. [Miguel de Molina: Botín de guerra. Autobiografía. Barcelona: Planeta, 1998, pág. 184.]

La "joven y bella estrella frívola" Maruja Tomás
en la portada de Tararí, núm. 82, 15 de septiembre de 1932

Sea cierto o no lo del “acaudalado amante”, la alcoyana Maruja Tomás ha sido primera vedette en los teatros de variedades de toda España. Entre 1932 y 1936 se presenta en cabarets de Madrid, Barcelona o Zaragoza como “presidenta  de la frivolidad” gracias a “sus ardientes y sicalípticas canciones [que] trastornan a los espectadores”. [César Abeytua: “Music-hall, circo, cabaret”, en ¡Tararí!, núm. 62, 7 de abril de 1932.] Tras su encarcelamiento, ha  hecho, como buenamente ha podido, la transición a la revista, la nueva encarnación del género frívolo en el pacata España de la posguerra. Ignacio F. Iquino le ha dado el principal papel femenino en ¿Quién me compra un lío? (1940) y Ulargui ha probado sus posibilidades en Pepe Conde (José López Rubio, 1941). Los cortometrajes que protagonizó para Ediciones Antifascistas han quedado sumidos en el olvido público.

Entrevistado en la revista Primer Plano, Ulargui expone un plan trazado con criterios estrictamente industriales que tendrá continuidad si el éxito acompaña a la primera tanda de producciones. Se trataría de...

realizar un tema dramático, cómico o musical en el menor metraje posible y de modo que pueda captar el interés del espectador lo mismo que un film de largometraje mediante un coste de producción que permita ser fácilmente absorbido por la capacidad económica del país con relación a nuestra industria. [...]
En España apenas se han hecho hasta ahora más que ese tipo de documentales para los que basta un operador bien intencionado que toma unos metros de película muda, a la que luego se le pega en el estudio la voz del explicador y un poco de música de fondo; todo ello, a un precio mínimo. Nadie habrá arriesgado en esta prueba el capital que una película corta de nuestro tipo exige y que, proporcionalmente, al emplear en ella estrellas directores y técnicos de primera calidad, es el mismo que el de una película de largo metraje. [Fernán: “Preguntas cinematográficas”, en Primer Plano, núm. 57, 16 de noviembre de 1941.]

Según los planes de Ulargui los cortometrajes son también susceptibles de ser distribuidos en forma de largometraje de episodios, compitiendo de este modo —tanto en temática como en estructura— con los espectáculos “de folklore” que encandilan a las plateas populares. El acuerdo al que se ha llegado con los estudios Orphea Film y los laboratorios Cinefoto —propiedad en ambos casos de Daniel Aragonés y Antonio Pujol— facilita la operación. Con un presupuesto medio de cien mil pesetas y seis días de rodaje por corto, la serie garantiza la ocupación de los estudios en los meses de agosto y septiembre. Las previsiones del productor y distribuidor riojano son inmejorables: al frente de los repartos hay tres figuras popularísimas, se ocupan de ellas directores de relieve y la prensa ayuda en la promoción de los rodajes.

 
 
Cámara, núm. 1, octubre de 1941 

El primer número de la revista Cámara incluye en su sección “Se rueda” fotos de varios de ellos. López Rubio aparece en una con la bailarina Brazalema y Miguel de Molina durante el rodaje de Luna de sangre (1941), y en otra con Miguel Ligero haciendo de zapatero en A la lima y al limón (1942). Claudio de la Torre y Lolita Benavente conversan en el rodaje de Chuflillas (1941). Y Neville, muerto de risa, da indicaciones a Manolo Morán sobre el modo de decir su pregón —”la juerga padre...”— en Verbena (1941).

Componen la serie Canciones estos nueve mediometrajes, a los que dedicaremos nuestra atención durante las próximas semanas:

La Parrala (Edgar Neville, 1941)
Producción: Ufisa. Dirección: Edgar Neville. Guión: Rafael de León y Edgar Neville. Argumento: Xandro Valerio. Manuel Quiroga. Jefe de producción: Willy J. F. Steiner. Fotografía: Ted Pahle. Montaje: Antonio Cánovas. Decorados: Pedro Schild. Maquillaje: Vladimir Tourjansky. Vestuario: Raffran. Sonido: Fermín Rodríguez Mujica.
Intérpretes: Maruja Tomás (Trini, la hija de La Parrala), Ana María Quijada (la tabernera), Antonio L. Estrada (el comisario), Manuel Miranda (Curro, el guitarrista).
Fechas de producción declaradas: del 28 de julio al 3 de agosto de 1941. Estudios: Orphea (Barcelona). Laboratorios: Cine-Foto (Barcelona). Presentada en el Festival de Venecia en septiembre de 1941. Estreno: Imperial (Madrid), 12 de enero de 1942.
18 min. Blanco y negro. Formato Académico (1,37:1).

Luna de sangre (José López Rubio, 1941)
Producción: Ufisa. Guión y Dirección: José López Rubio. Argumento: Rafael de León. Fotografía: Mariano Ruiz Capillas. Música: Manuel Quiroga. Jefe de producción: Willy J. F. Steiner. Montaje: Antonio Cánovas. Decorados: Pedro Schild. Maquillaje: Vladimir Tourjansky. Vestuario: Casa Paquita. Ayudantes de dirección: Enrique Fernández Sagaseta y Ramón Plana. Ingeniero de sonido: Hans Bittman.
Intérpretes: Miguel de Molina (José), Brazalema (Salomé), Julio Sanjuán (Juan, el payo), Juanita Manso (la bruja), Juan Cano.
Fechas de producción declaradas: del 28 de julio al 10 de septiembre de 1941. Estudios: Orphea (Barcelona). Laboratorios: Cine-Foto (Barcelona).
23 min. Blanco y negro. Formato Académico (1,37:1).

Manolo Reyes
(Claudio de la Torre, 1941)
Producción: Ufisa. Guión y Dirección: Claudio de la Torre. Argumento: Rafael de León y Antonio García Padilla. Fotografía: Ted Pahle. Música: Manuel Quiroga. Jefe de producción: Willy J. F. Steiner. Decorados: Pedro Schild. Maquillaje: Vladimir Tourjansky. Ayudantes de dirección: Bernardo de la Torre y José Martín. Ingeniero de sonido: Hans Bittman.
Intérpretes: Miguel de Molina (Manuel), Mary Cruz, Brazalema, Miguel Pozanco (don Pedro).
Fechas de producción declaradas: del 1 de agosto al 2 de septiembre de 1941 Estudios: Orphea (Barcelona). Laboratorios: Cine-Foto (Barcelona).
23 min. : Blanco y negro. Formato Académico (1,37:1).

La Petenera
(José López Rubio, 1941)
Producción: Ufisa. Productor: Saturnino Ulargui. Guión y Dirección: José López Rubio. Argumento: Xandro Valerio y Rafael de León. Fotografía: Mariano Ruiz Capillas. Música: Manuel Quiroga. Montaje: Antonio Cánovas. Decorados: Pedro Schild. Vestuario: Casa Paquita.
Intérpretes: Maruja Tomás (Dolores La Petenera), Juan Monfort (Diego Romero), Miguel Pozanco (Verdejo), Ana María Quijada, Juanita Manso, Francisco de Villagómez (el corregidor).
Fechas de producción declaradas: del 2 de agosto al 11 de septiembre de 1941 Estudios: Orphea (Barcelona). Laboratorios: Cine-Foto (Barcelona). Estreno: Imperial (Madrid), 2 de febrero de 1942.
24 min. Blanco y negro. Formato Académico (1,37:1).

A la lima y al limón (José López Rubio, 1941)
Producción: Ufisa. Guión y Dirección: José López Rubio. Argumento: Rafael de León. Fotografía: Ted Pahle. Música: Manuel Quiroga. Productor: Saturnino Ulargui.
Intérpretes: Miguel Ligero (el zapatero remendón), Blanquita Pozas (la señorita Adelina), Miguel Alcázar, Pilar Blanco.
Fechas de producción declaradas: a partir del 13 de agosto de 1941. Estudios: Orphea (Barcelona). Laboratorios: Cine-Foto (Barcelona). Estreno: Imperial (Madrid), 2 de febrero de 1942.
20 min. Blanco y negro. Formato Académico (1,37:1).

Chuflillas (Claudio de la Torre, 1941)
Producción: Ufisa. Dirección: Claudio de la Torre. Guión: Rafael de León y Francisco Ramos de Castro. Música: Manuel Quiroga. Productor: Saturnino Ulargui. Fotografía: Mariano Ruiz Capillas. Decorados: César Espiga. Maquillaje: Vladimir Tourjansky. Ayudantes de Dirección: Bernardo de la Torre y José Martín. Montaje: Antonio Cánovas. Sonido: Fermín Rodríguez Múgica.
Intérpretes: Miguel de Molina (Fernando), Fernando Fresno (Dalmacio), Mary Cruz (Ana María), Anita de Molina, Lolita Benavente.
Fechas de producción declaradas: del 20 al 29 de agosto de 1941. Estudios: Orphea (Barcelona). Laboratorios: Cine-Foto (Barcelona).
21 min. Blanco y negro. Formato Académico (1,37:1).

Verbena (Edgar Neville, 1941)
Producción: Ufisa. Dirección y Guión: Edgar Neville. Argumento: Rafael de León y Edgar Neville. Música: Manuel Quiroga. Fotografía: Ted Pahle. Segundo operador: Alfonso Nieva. Decorados: Pedro Schild. Vestuario: Casa Paquita. Maquillaje: Vladimir Tourjansky. Sonido: Fermín Rodríguez Múgica. Montaje: Petra de Nieva.
Intérpretes: Maruja Tomás (Stella Matutina, la cabeza parlante), Amalia de Isaura, (Madame Dupont, la mujer barbuda), Juan Monfort (Felipe, el del tiovivo), Miguel Pozanco (don Paco, el dueño de la barraca), José María Lado (Levinsky), José Martín (Rachmaninoff, el tragapeces), Ana María Quijada (la cocinera), Manolo Morán (el del puesto de la fuerza), Manuel Dicenta, (el vendedor de bigotes), Miguel Utrillo (el príncipe Bofarull), Luciano Diaz (el tragafuegos).
Fechas de producción declaradas: del 30 de agosto a mediados de septiembre de 1941. Estudios: Orphea (Barcelona). Laboratorios: Cine-Foto (Barcelona). Estreno: Avenida (Madrid), 10 de noviembre de 1941.
30 min. Blanco y negro. Formato Académico (1,37:1).

Rosa de África (José López Rubio, 1941)
Producción: Ufisa. Guión y Dirección: José López Rubio. Argumento: Rafael de León. Fotografía: Ted Pahle. Segundo operador: Alfonso Nieva. Música: Manuel Quiroga. Decorados: Pierre Schild. Construcción: César Espiga. Mobiliario: Miró. Maquillaje: Vladimir Tourjansky. Montaje: Angelo Comitti. Sonido: Fermín Rodríguez Múgica. Ayudante de dirección: Enrique Fernández Sagaseta. Secretario de rodaje: José María Téllez.
Intérpretes: Maruja Tomás (Rosa Mallen, la cantante), Rafael Medina (Gabriel de la Peña, el legionario), Manolo Morán (el propietario del cabaret), Manuel Dicenta y Miguel Pozanco (dos agentes), Ana María Quijada.
Fechas de producción declaradas: del 11 de septiembre al 8 de octubre de 1941. Estudios: Orphea (Barcelona). Laboratorios: Cine-Foto (Barcelona). Estreno: Avenida (Madrid), 10 de noviembre de 1941.
38 min. Blanco y negro. Formato Académico (1,37:1).

Pregones de embrujo (Claudio de la Torre, 1941)
Producción: Ufisa. Guión y Dirección: Claudio de la Torre. Argumento: Rafael de León. Fotografía: Mariano Ruiz Capillas. Música: Manuel Quiroga. Montaje: Angelo Comitti. Decorados: Pedro Schild. Vestuario: Casa Paquita.
Intérpretes: Miguel de Molina (Manuel), Amalia de Isaura (doña Malva), Ana María Quijada, Miguel Pozanco, Pilar Blanco (la sobrina), Encarnita Sánchez.
Fechas de producción declaradas: del 13 al 29 de septiembre de 1941 Estudios: Orphea (Barcelona). Laboratorios: Cine-Foto (Barcelona).
26 min. Blanco y negro. Formato Académico (1,37:1).

domingo, 27 de julio de 2025

wff, según neville

El primer trabajo español de Edgar Neville en formato largo lo realiza para Saturnino Ulargui, el arquitecto, distribuidor y productor riojano tan activo en el cine republicano como durante la posguerra. En el equipo de El malvado Carabel (1935), parte de los profesionales de Ibérica Films: el productor Geza P. Pollatschik, la montadora Johanna Rosisnski y el guionista W. de Francisco, esto es, Franz Winterstein.

Se trata de una adaptación de la novela más popular de Wenceslao Fernández Flórez. El argumento lo doy por conocido: un pobre hombre, a fuer de bueno próximo a la estulticia, intenta una vida de delincuencia para la que tampoco está dotado. El final constata el fracaso de la carrera criminal de Amaro Carabel. La última vuelta de tuerca es una poesía escrita por el huérfano reclutado para asistirle en sus actividades delictivas cuyo primer verso reza: “Las estrellas encienden sus cigarrillos”. Amaro se lleva las manos a la cabeza: han acogido a un poeta surrealista, tendrán que alimentarlo durante toda la vida.

A falta de copias de la película, durante muchos años hubimos de conformarnos con aquella sentencia lapidaria de Neville en la que aseguraba que Ulargui le había obligado a meter en el último rollo una fiesta de alta sociedad que le sentaba a la película “como a un Cristo una pistola”.

 

Por suerte, en una de esas vueltas que se le dan a las películas en soporte inflamable en el voltio de Filmoteca Española, aparecieron siete minutos que comprenden cuatro escenas más o menos completas y de las cuales sólo dos proceden parcialmente de la novela. Además del magisterio reconocido de Fernández Flórez y Julio Camba como humoristas sobre todo el grupo generacional de Neville, aparece aquí claro uno de los puntos que, sin duda, le sedujeron a realizar esta adaptación. La relación entre Carabel (Antonio Vico) y el niño (Pepito Ripoll) nos remite, incluso visualmente, a la de Charlot con Jackie Coogan en The Kid (El chico, Charles Chaplin, 1921). De esta subtrama sólo se conserva el encuentro con el arrapiezo ante la churrería, pero la filiación es indudable.

En el atraco a mano armada a un vecino de Cuatro Caminos, “el amigo de Rebollo”, se dan la mano la adaptación directa y la querencia de Neville por el gag visual. El jocundo atracado (Juan de Landa) no puede contener la risa ante la inoperancia de Carabel, sobre todo cuando éste cae en una zanja y prosigue con sus amenazas como si tal cosa. La secuencia se cierra con un cameo del propio realizador.

Sin embargo, donde echa el resto es en la escena que tiene lugar en la tienda de cajas registradoras “Automátic, a prueba de ladrones”. El propietario le deja al cuidado del comercio para acudir a la maternidad donde su señora está dando a luz. Ocasión de oro para Carabel, que tiene que encontrar entre aquella exposición de registradoras cuál es la caja buena, la que guarda la recaudación. La cámara sale al exterior desde donde escuchamos las campanillas de las cajas que el aprendiz de ladrón abre una tras otra con creciente desespero. Elemento de suspense: el propietario regresa. Desde el interior contemplamos cómo Amaro lo ha escuchado desde la puerta y tiene que cerrar todas las registradoras antes de que lo descubra. Lo logra in extremis. El comerciante se congratula por la buena nueva –acaba de ser padre de unos gemelos- y le ofrece un purito para celebrarlo. Ahí, en la tabaquera, está la recaudación. Perplejidad de Carabel, pero es que el vendedor no se fía nada del producto que comercializa.

Volvoreta, Revista de Literatura, Xornalismo e Historia do Cinema dedicó su segundo número [diciembre de 2018] a las adaptaciones de El malvado Carabel. Se incluía allí un análisis comparativo, firmado por José Luis Castro de Paz, de la versión de Neville y la de Fernando Fernán-Gómez en 1955 y el guión de rodaje de ambas películas. El fragmento conservado de la de Neville corresponde a las secuencias 30, 32-35 y 37. En montaje paralelo deberíamos ver las escenas en el Casino de Madrid, donde Bofarull intenta seducir infructuosamente a Germana (Antoñita Colomé), pero, por lo que sea, no aparecen en su lugar.

domingo, 20 de julio de 2025

el desaparecido cuento de hadas nevilliano

Christian Franco ha desmenuzado el proceso creativo de Cuento de hadas (Edgar Neville, 1951), que conduce de una prevista doble versión en español e inglés con un presupuesto de tres millones y medio de pesetas a una producción resuelta con cierta premura y con un coste final que rebaja dicha cantidad en un millón. [Christian Franco: Edgar Neville, duende y misterio de un cineasta español. Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015, págs. 254-257.]

Esta cinta desaparecida de Neville parte de un guión propio. Probablemente de uno que anunciaba desde tiempo atrás como “en la línea de” La vida en un hilo, con la que comparte su universo fantástico. Dos hadas entrometidas median en el romance de una pareja de novios y la injerencia de un tercero. Los galanes son Ismael Merlo y Manolo Gómez Bur y la tornadiza enamorada una, para mí desconocida, Nina Polán. Cuando ella está a punto de cometer adulterio, el hada Cristal toma forma humana y, como el candidato a amante cae rendido ante su encarnadura mortal, la cosa se resuelve, no sin guasa, a gusto de los guardianes de la moral. Tenemos pruebas fehacientes de la química existente entre Conchita Montes y Julia Lajos –La vida en un hilo y Domingo de carnaval bastan- que encarnan –es un decir- a las hadas Cristal y Oberón. Sin embargo, Gómez Tello, a pesar de que reconoce en Primer Plano que en Neville hay siempre una idea “que encierra la sorpresa de la originalidad y la paradoja”, cree que no ha acertado en el desarrollo y ha alumbrado una “obra de tono menor y que mejor podría ser un sainete en un barrio de nubes”. El aserto no habría desagradado a Neville como eslogan publicitario aunque venga envuelto en una crítica negativa.

En el diario falangista de Zamora Imperio José Gómez Figueroa se hace eco de la polémica crítica suscitada en Madrid a propósito de la película y escribe unos párrafos clarificadores tanto sobre la idea de las hadas que ha plasmado Neville como de la endeblez técnica que le achacan algunos recensionistas:

Son hadas perfectas y llenas de ternura. Cuidan al hombre y se hacen trampas cuando el hombre las necesita. [...] Sienten nuestras penas y alborozos. Y porque son mujeres son coquetas. Por eso, cuando la señora de las pieles se detiene a contemplar los sombreros de un escaparate, el hada se olvida de seguirla y se queda arrobada, deseando un hermoso sombrero mientras que la señora de las pieles resbala en la cáscara de un plátano que su hada, distraída, no pudo eliminar de su camino.
Los críticos que no estuvieron de acuerdo dijeron también que la película adolecía de una gran pobreza de recursos técnicos. Es verdad. Pero eso no tiene que ver con la película. Eso tiene que ver con la economía nacional. Lo mismo que la Renfe, lo mismo que los servicios telefónicos, que los servicios eléctricos y que la red de alcantarillados. ¡Lo mismo!
Hay dos cosas en la realización de una película. Algunos se quejan de la técnica, otros se quedan con el Arte. La diferencia está en el modo de enjuiciar las hadas. Los artistas de Cuento de hadas han saltado, de pronto, del teatro a la pantalla. Como si jugaran a las cuatro esquinas. Han cambiado de esquina, únicamente. La interpretación, por eso, necesariamente debe recordar en algún momento el proscenio. Sin embargo, hay otra cosa que se diferencia de las películas de vaqueros: la comedia llevada al cine. En las películas de vaqueros cualquier ademán teatral puede estropear al protagonista. En Cuento de hadas, al contrario, están muy bien algunos momentos teatrales. En fin, los críticos dieron su opinión. Una opinión dispar. Lo cierto es que Conchita Montes es un hada genial y que Merlo, Gómez Bur, José Luis Ozores y Nina Polan están magníficamente bien. Lo demás no tiene importancia.

La cita por extenso sirve para proporcionarnos una visión de conjunto sobre una película que, mientras no se produzca uno de esos hallazgos prodigiosos que a veces ocurren, hoy por hoy sigue desaparecida.

domingo, 13 de julio de 2025

los cracks

La escena inicial de El crack (José Luis Garci, 1981) logra que asumamos al personaje de Germán Areta (Alfredo Landa) como una suerte de Harry el Sucio castizo: ex-policía metido a detective privado, obsesivo, aficionado al boxeo, conductor de un Simca 1000. En lugar de San Francisco y Los Ángeles, la M-30 y la Gran Vía. Las vistas —casi al modo de los Lumière— de la arteria madrileña nos permiten echar un vistazo a la cartelera en las Navidades de 1980, que es cuando se rodó la película. La cartelera de El divorcio que viene (Pedro Masó, 1980) que muestra a José Sacristán haciendo un corte de mangas a los leones del Congreso tiene peso capital en la trama.

Con la ayuda del Moro (Miguel Rellán), Areta deberá localizar a la hija de un ferretero ponferradino (Raúl Fraire), desaparecida de su domicilio tiempo atrás. Pero el asunto no va a resultar tan sencillo, sobre todo a raíz de la muerte de una niña que convertirá a Areta en un vengador implacable. En la desaparición de la chica estuvo mezclado otro policía corrupto (Manuel Tejada) y hay implicada gente dedicada al tráfico de divisas y al blanqueo de capitales, lo que sirve de excusa al mitómano Garci para alimentar sus sueños cinéfilos y rodar el último acto en Nueva York, al pie del puente de Brooklyn y a la vera del Madison Square Garden.


El razonable resultado de esta cinta —medio millón de espectadores y premios del Círculo de Escritores Cinematográficos para la interpretación de Landa y para Garci por el guión—, el director acomete la realización de una segunda parte, El crack dos (1983), en la que él y su coguionista Horacio Valcárcel profundizan en la personalidad del detective castizo Germán Areta. Y va y se la dedica nada menos que a Raymond Chandler, ya que en la anterior el agraciado había sido Dashiell Hammet. Y luego ambienta una escena en un cine donde se proyecta The Asphalt Jungle (La jungla de asfalto, John Huston, 1950)... Para que no haya dudas sobre cuáles son las referencias, por mucho que nosotros advirtamos en las tramas la actualización y urbanización de los métodos de Plinio (TVE, Antonio Giménez Rico, 1971-1972), de cuya adaptación televisiva fue libretista Garci.

Un maduro homosexual (Rafael de Penagos) encarga a Germán Areta (Landa) que localice a su antiguo amante. Areta le pide al Moro (Rellán) que lo siga y descubre que el amante tiene una caja de seguridad con cien millones de pesetas en sellos antiguos y joyas. Cuando uno aparece asesinado y el otro aparentemente víctima de un suicidio, las cosas se complican. Areta está a punto de descubrir los secretos de la corrupción de la industria farmacéutica.

La devoción de Garci por el doblaje se hace patente en la utilización de Rafael de Penagos en un papel principal. También ironiza sobre la técnica cuando Areta y el Moro siguen a su objetivo hasta el templo de Debod. El Moro argumenta que si tuvieran un micro sabrían lo que están diciendo porque “el futuro de esta profesión está en la electrónica”. Y, sin embargo, Areta hace una “retransmisión” de la conversación punto por punto.

El público que asiste a las salas cinematográficas empieza a menguar y la oralidad garciana, en detrimento de la acción, impacienta a algunos críticos. [Diego Galán, en El País, 3 de agosto de 1983.] Además, tiene la mala suerte de que ese mismo año se estrene El arreglo (José Antonio Zorrilla, 1983). Algunos encuentran que, entre el modelo mimético y nostálgico de Garci y la propuesta incisiva y crítica con la pervivencia de las fuerzas represivas franquistas de Zorrilla, no hay color. Si ha de haber una vía para un neo-noir a la española, mejor ir al tuétano del asunto que quedarse en el caligrafismo.


En la penúltima escena de El crack cero (2019), Garci se disocia en el personaje del detective Germán Areta (Carlos Santos) y el neoyorkófilo Rocky (Luis Varela). Franco acaba de morir, para el país se abre un tiempo nuevo que el Garci de Asignatura pendiente (1977) dice, por boca de Areta, que no puede ser sino mejor, en tanto el Garci contemporáneo asegura por medio de Rocky que nunca quiso pertenecer “a esta época de mierda” y que siempre le ha gustado el pasado, “que es un país distinto, pero tranquilo, donde no te dan la lata”. Para volver a él, el realizador resucita su creación más perdurable y la sitúa en un tiempo de crisis, anterior en el tiempo a los dos primeros títulos de la serie, aunque para ello tenga que buscar rostros nuevos que sustituyan al fallecido Landa y al ya talludito Rellán. También el coguionista cambia: fallecido el fiel Horacio Valcárcel, asume este papel Javier Muñoz. Garci recurre al blanco y negro —fotografía de Luis Ángel Pérez—, pero la música de Jesús Gluck, la estructura dramática e incluso el móvil personal, son idénticos a las de aquéllos. También de allí proceden las vistas de la Gran Vía que sirven de cortinillas —los “planos almohadilla” de Yasuhiro Ozu son la referencia ineludible— entre secuencias. El resto de la acción se desarrolla en interiores y, por mucho que la Historia se cuele a través de la radio, los diarios o las alusiones al “caso Almería” como motivo de la separación del cuerpo policial de Areta, lo cierto es que todo tiene lugar en un limbo aislado del exterior por unas persianas venecianas que, desde los mismos títulos de crédito, se convierten en emblema visual de la cinta.

Por lo demás, la investigación sobre el suicidio de un sastre aficionado al juego, que ha dejado varios seguros de vida a nombre de sus amantes y de otros jugadores que le prestaron dinero, se resuelve siempre mediante remansadas conversaciones a dos o a tres, sin apenas acción, con una confianza un tanto suicida en los resortes de la propia intriga. Ahí, Garci puede regodearse en las citas literarias, los homenajes cinéfilos, las batallitas futboleras, las lecciones magistrales sobre coctelería y en unos diálogos consecuentemente artificiosos que ha registrado, probablemente por primera vez en su filmografía, con sonido directo. Y es que, quiéralo o no el director, los tiempos han cambiado.

domingo, 6 de julio de 2025

ozores censurado (por la iglesia)

El Independiente de Granada

Recordaba Mariano Ozores en sus memorias que A mí, las mujeres, ni fu ni fa (1971) fue una propuesta de Benito Perojo y José Antonio Cascales al servicio de Peret:

Tenía entonces —y aún conserva después de treinta años— una sonrisa contagiosa que le daba un aspecto de golfo que pensé que debería aprovechar. Con la idea como base de un tipo que, para conquistar a una mujer, finge sentirse indiferente ante el sexo, escribí A mí, las mujeres, ni fu ni fa. [Mariano Ozores: Respetable público. Barcelona: Planeta, 2002, pág. 168.]

O sea, una idea que ha servido de base a cien vodeviles y que Billy Wilder e I.A.L. Diamond habían explotado con inteligencia e ironía en Some Like It Hot (Con faldas y a lo loco, 1959).

Compliqué la historia —continúa Ozores— con un psiquiatra (López Vázquez) que se impone como reto profesional curar a un paciente (Peret), que es un cantante que dice haber perdido el interés por el sexo contrario cuando, en realidad, lo que pretende es conquistar a la mujer del psiquiatra (Patty Shepard) a la que ha conocido circunstancialmente y de la que se ha enamorado. La secretaria del médico (Conchita Bautista), que está loca por su jefe, le inculca la idea de que una mujer como su esposa podría despertar en el paciente los deseos perdidos. El psiquiatra, que tiene la idea de que se han dado muchos casos de heterosexuales que se han transformado en homosexuales, pero no es conocido el caso contrario, piensa que si cura a su paciente volviéndolo a su heterosexualidad puede llegar a ser premio Nobel, y accede a pedir a su esposa que, con mesura, ceda a las peticiones del cantante. Estábamos en 1970 y la censura no puso reparos al guión. [Ibidem.]

Como se puede comprobar en el certificado de censura religiosa de la provincia de Granada que encabeza estas líneas, el organismo administrativo central la dejó pasar pero los curas granadinos, no. Pusieron hasta cinco objeciones a la copia a proyectar. Alguna de ellas tan grave como eliminar el verso de la canción titular donde Peret dice que si su mal "no tiene cura, / la vida me he de quitar / o debo ordenarme cura". No digamos ya el aligeramiento severo de la escena con "La Chanel" (Gracita Morales), la prostituta contratada para desvirgarlo, que en "el momento culminante grita y suelta tacos", o la supresión total de la escena en que el cantante se mete en la cama del dueño de la sala de fiestas y se pone a hacerle carantoñas pensando que por fin ha conseguido encamarse con la novia del psiquiatra.

 
 
Como la copia que podemos ver hoy en día conserva todos estos fragmentos, no es difícil ver los puntos de convergencia y divergencia con la contemporánea No desearás al vecino del quinto / Due ragazzi da marciapiede (Ramón Fernández, 1971). En el mundo del teatro popular en el que se ha formado Mariano Ozores hijo, la asexualidad de Pedro es sinónimo de homosexualidad y, por tanto, es posible su reversión o "curación" a la "normalidad". La focalización del relato en los personajes masculinos —el interpretado por Antonio Ozores, saturado de sexo, o el pacato psiquiatra, insensible a las insinuaciones de su prometida—, otorga a las dos mujeres que se muestran como seres deseantes un papel perversamente cómico, pues sólo podrán acceder a su objeto de deseo tras el matrimonio, en una inesperada inversión de los roles tradicionales.
 
La reconfiguración de las parejas que encuentran su verdadera media naranja en el chalé de la sierra del propietario de la sala de fiestas, sólo queda levemente violentada por el gag final que supone la reaparición de "La Chanel" falsamente embarazadísima, algo a lo que al parecer la censura eclesiástica no puso objeción alguna.
 
Del último acto en el chalé nos interesa además su condición de avance del futuro pajerestesismo. Una década más tarde, las chicas de la gran escena de enredo en la que se reúnen todos los personajes de las farsas ozorianas se despelotarán sin pudor, en lugar de llevar los discretos bikinis y picardías que constituyen el vestuario de A mí, las mujeres, ni fu ni fa.

domingo, 29 de junio de 2025

ozores directo a vídeo

Con mi agradecimiento a José Luis Salvador Estébenez

Mariano Ozores falleció hace unas semanas. Dice la historiografía que Pilar Miró armó el Real Decreto 304/1983, de 28 de diciembre, sobre la protección a la cinematografía española, para cargárselo. O cargarse el cine que venían practicando Ozores y sus pares desde la década de los setenta. El propio realizador resumía la situación cuando recordaba que la directora general había afirmado que nunca obtendría una subvención porque él facturaba “películas para fontaneros”. [Mariano Ozores: Respetable público. Barcelona: Planeta, 2002, pág. 274.] Pero el asunto es mucho más complicado, claro.

A nadie se le ocultaba entonces la doble motivación de una medida que incentivaba las subvenciones anticipadas selectivas para contrapesar el criterio de la taquilla sobre el que los productores que confiaban en la bulimia creativa de Ozores —los Reyzabal, José Frade, Arturo González, Bermúdez de Castro, José Antonio Cascales— basaban su producción: por una parte estaba la ramplonería estética de sus propuestas y un humor considerado chabacano, concebido únicamente para el consumo interno; por otra, la deriva ideológica que le había llevado durante el cambio de década a nutrir las filas del búnker cinematográfico. Rafael Gil en comandita con Fernando Vizcaíno Casas, José Luis Merino, Paco Lara Polop, Gabriel Iglesias —con su adaptación de la polémica comedia Un cero a la izquierda (1980)—, serán otros tantos adscritos a la crítica jocosa y destapística de la desestabilización provocada en la burguesía inmovilista por los nuevos usos democráticos. La proliferación de siglas políticas, el terrorismo, las reivindicaciones territoriales, el feminismo, el movimiento de liberación gay, los conflictos laborales, la inseguridad ciudadana, el chaqueterismo, el clientelismo, el adulterio, el divorcio, el aborto, las corruptelas urbanístico-municipales, los impuestos, el ascenso social, el progresismo de algunos sectores de la Iglesia... mil y un temas, habitualmente presentados como un totum revolutum, son susceptibles de ser aliñados con chascarrillos —apenas comprensibles hoy— sobre Abril Martorell, el cardenal Tarancón o la “trampa saducea” de Torcuato Fernández Miranda.

Al principio de su fecunda carrera como realizador, Ozores participa en dos operaciones oficiales de hondo calado ideológico: la realización de Morir en España (1965), réplica franquista a la prohibida Mourir à Madrid (Morir en Madrid, Frederic Rossif, 1963), y como segundo de José Luis Sáenz de Heredia en el documental hagiográfico Franco, ese hombre (1964). Sobre la bonhomía —¿o sería ingenuidad?— de Mariano Ozores, queda en sus memorias este testimonio: “Nunca pensé que incluirme en ese proyecto se podría considerar una declaración de intenciones políticas por mi parte y, como necesitaba trabajar, acepté sin pensármelo dos veces”. [Ozores: Op. cit., pág. 124.]

En 1976, aún lejanos los primeros comicios municipales, abre el fuego transitorio con la premonitoria Alcalde por elección, puesta al día del ya muy sobado argumento de No desearás al vecino del quinto / Due ragazzi da marciapiede (Ramón Fernández, 1970). Un año después realiza El apolítico, inusualmente grave crónica de la toma de conciencia de un ciudadano despolitizado; el chascarrillo final no neutraliza su voluntad integradora, totalmente ajena al espíritu bunkeriano. En 1981 escribe y dirige Todos al suelo, parodia de las películas de atracos bancarios, dirigida a unos espectadores que tenían aún muy presente el asalto al Congreso de los Diputados por parte del teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y del oscuro episodio ocurrido tres meses después en el Banco Central de la Plaza de Cataluña, en Barcelona. Y en 1982 realiza una de las cimas del filón: ese autoproclamado Bienvenido, míster Marshall (Luis G. Berlanga, 1953) de la Transición que es ¡Qué vienen los socialistas!. Santos Zunzunegui argumenta que estos cuatro títulos constituyen una serie coherente que...

a diferencia de posturas más cavernícolas bien visibles en el cine franquista de un Rafael Gil, nos lleva desde la llamada a la presencia de la derecha tradicional en las instituciones hasta la puesta en juego de todos los instrumentos típicos (y tópicos) de la derecha —“todo y todos son comprables”— para moldear a su antojo situaciones que se le antojan inevitables. [Santos Zunzunegui: “¡Qué vienen los socialistas!”, en Julio Pérez Perucha (ed.): Antología crítica del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1998, pág. 842.]

Por entonces dejaba constancia Mariano de su credo cinematográfico:

Creo que he tratado de adecuar mi trabajo a la evolución del gusto del público. Y algo he conseguido, porque la asistencia de espectadores a los locales donde se proyectan algunas de mis películas es francamente gratificante. Aparte de ello, creo que he colaborado con otros directores y productores a popularizar a unos magníficos actores y actrices, que luego han podido acceder a trabajos de mayor envergadura dramática. [La comedia en el cine español. Madrid: Imagfic 86, 1986, pág. 102.]

El propio Zunzunegui cita a Pérez Perucha y Vicente Ponce [“Algunas instrucciones para evitar naufragios metodológicos y rastrear la Transición democrática en el cine español”, en Manuel Palacio (ed.). El cine y la transición política en España (1975-1982). Valencia: Filmoteca de Valencia, 1986] para definir al espectador-tipo de este cine como poco dado “al compromiso fascista o no”. Antes bien, el objetivo de las películas sería “acumular sumandos para esa zona política y moral, más pancista y perezosa que conservadora, representada tan adecuadamente entre nosotros por Manuel Fraga”. La supuesta despolitización del cine de Ozores queda subrayada en la promoción de El cura ya tiene hijo (1983): “Impuestos, crisis, paro, política y políticos... ¡Olvídelo todo y venga a ver El cura ya tiene hijo!”. Escribe Manuel Trenzado, de quien tomamos el ejemplo anterior:

Desde finales de febrero de 1981 resultaba ciertamente problemático articular discursos excesivamente críticos con un statu quo político y social que se había revelado dramáticamente vulnerable. Los propios sucesos del 23-F podrían ser analizados como la puesta en escena o espectáculo en imágenes del último gran drama político de la transición. [Manuel Trenzado Romero: Cultura de masas y cambio político: El cine español de la transición. Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas / 1999, pág. 270.]

Ahora bien, como anunciábamos al principio, la marginación de Mariano Ozores no se debe exclusivamente a criterios administrativo-ideológicos. Entre 1976 y 1982 hay cuatro responsables distintos al frente del recién creado Ministerio de Cultura y, varios cambios legislativos que suponen otros tantos tsunamis en los sectores de producción, distribución y exhibición. La llegada de Adolfo Suárez a la presidencia supone la liberalización de una industria española en crisis, con la supresión de ayudas a documentales y de la cuota de distribución que permitía a los productores financiar sus proyectos mediante adelantos. Los exhibidores se sintieron perjudicados al considerar que la nueva cuota de pantalla establecida por la legislación de 1977 —una película española exhibida por cada dos extranjeras— hacía recaer sobre ellos el mantenimiento de un cine local escasamente rentable con respecto al cine estadounidense; en consecuencia, los propietarios de los cines incumplieron sistemáticamente la norma y la recurrieron. El Tribunal Supremo acabó fallando a su favor en 1979. Las grandes beneficiadas del periodo fueron las distribuidoras filiales de multinacionales, como Warner, Universal o Cinema International Corporation; también aquéllos que controlaban toda la cadena de producción, distribución y exhibición, como José Antonio Sainz de Vicuña y Alfredo Matas, José Frade o la familia Reyzábal. Los principales perjudicados, “los pequeños productores descapitalizados por una imposición legal que desvinculaba a las distribuidoras de la financiación de las películas y, una vez rodadas, las lanzaba a un mercado de exhibición carente de cualquier baremo proteccionista”. [Esteve Riambau y Casimiro Torreiro: Productores en el cine español: Estado, dependencias y mercado. Madrid, Cátedra / Filmoteca Española, 2008, pág. 884.]

Algunos de estos pequeños productores se refugian en el cine clasificado “S”. Sobre todo, en la subvertiente erótica, que llega a constituir la tercera parte de la producción española durante los años 1981 y 1982. [Ramiro Gómez B. de Castro: La producción cinematográfica española de la transición a la democracia (1976-1986). Bilbao: Mensajero, 1989, pág. 79.] Embarcado en el rentable filón pajarestesista, Ozores tomará del mismo la omnipresencia de jóvenes despelotadas, que deben servir de contrapunto a los chascarrillos de cómicos procedentes de las salas de fiestas y los teatros de revista, a los que la televisión sirve de caja de resonancia. A tales resortes deben su popularidad Andrés Pajares, Fernando Esteso, Juanito Navarro, Antonio Ozores o Fedra Lorente, que constituirán el soporte de su filmografía en estos años, cuando los espectadores de sus películas en salas se cuenten por millones.

Mariano Ozores está en la cresta de la ola en un momento de profunda crisis en el modelo, no sólo por la promulgación de la “Ley Miró”, sino por el continuo descenso de asistencia de espectadores a las salas. Entre 1975 y 1984, cuando la nueva legislación aún no ha impactado en el mercado, los espectadores de cine español caen de 78.814.732 a 26.267.555, en tanto que los de cine foráneo —estadounidense, casi siempre— descienden de 176.970.899 a 95.325.140. [Gómez B. de Castro: Op. cit., pág. 233.] Si las recaudaciones de las producciones españolas se mantienen y las de las extranjeras suben es por el sustancial incremento del precio de las entradas —un 412% de media entre 1975 y 1985—, que incide en el cierre de un gran porcentaje de cines del circuito secundario —de sesión continua, barriales, rurales— que es precisamente el principal caladero del cine ozoriano.

El filón de películas baratas, una verdadera réplica del cine de serie B norteamericano en su infraestructura industrial —escribía Carlos Losilla en 1989—, permitía la confección de programas dobles que podían incluir la película norteamericana de rigor y una de Pajares y Esteso, pongamos por caso. La falta de materia prima en lo que se refiere a estas últimas, provocada por el exterminio mironiano, empuja a los exhibidores a programar dos películas "fuertes" (¡A veces las dos americanas!) de una sola vez y por el mismo precio, con lo que se consigue, sí, poner el cine español a la altura de los demás en el momento de la proyección, pero también privarlo de una parcela fílmica que, por el momento, nadie ni nada ha logrado sustituir. [Carlos Losilla: "Legislación, industria y escritura", en Escritos sobre el cine español 1973-1987. Valencia: Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 1989, pág. 40.]

La televisión y las alternativas de ocio tampoco son las únicas causas de estas mutaciones. En 1982, con la celebración en España del Mundial de Fútbol, se produjo el primer desembarco masivo de reproductores de vídeo doméstico en los hogares. [La industria cinematográfica en España (1980-1991). Madrid: Fundesco / ICAA, 1993, pág. 86.] Entre 1983 y 1991 pasan de medio millón a superar los cinco millones, con el consiguiente cambio en los hábitos de consumo. Son los años de proliferación de video-clubs en todos los barrios, en paralelo con la conversión de salas cinematográficas en bingos y supermercados. Desde la atalaya de 1991, el diagnóstico del informe de Fundesco es taxativo: “En la década de los años 80 el vídeo doméstico cuestionó la propia existencia del cine nacional, por lo menos en su exhibición clásica, al provocar una disminución progresiva y alarmante de asistencia de los espectadores a las clásicas salas de exhibición cinematográfica”. [Ibidem, pág. 87.]

En 1986, José Luis López Vázquez y Alfredo Landa ostentan el récord de películas disponibles en este pujante mercado, con 61 y 43 títulos respectivamente. En cuanto a los directores, Lazaga y Ozores son los que tienen mayor presencia en los estantes de los videoclubs, con más de cuarenta por cabeza. [Antonio García Rayo: “Landa y López Vázquez, dos actores en conserva”, en Diario de Burgos, 7 de octubre de 1986, pág. 18.] Lo constata el propio Ozores en sus memorias: “Las comedias españolas ‘salían constantemente’, según el léxico de los propietarios de esas empresas cuando querían decir que se alquilaban con tanto interés que existían listas de espera para hacerse con algunos títulos entre los que, modestamente, estaban los míos”. [Ozores: Op. cit., pág. 295.] En cambio, la asistencia de espectadores a los cines para ver las últimas películas del ciclo Esteso-Pajares descienden hasta las trescientas mil entradas de media. No es una cifra despreciable, pero está muy lejos del millón y medio del título inaugural del filón: Los bingueros (1980).

No resulta, pues, extraño que Ozores reciba una propuesta indecente de su viejo conocido José Antonio Cascales, para el que había dirigido varias películas de Peret y Lina Morgan entre 1971 y 1973. Se trata de realizar una serie de producciones con un coste muy bajo que serán explotadas exclusivamente en vídeo... aunque ya veremos que algunas tuvieron presencia testimonial en salas. Para llevar adelante la operación, Carlos Cascales Garcés, que por entonces tiene veinte años, crea una productora personal a su nombre. La sociedad se da de alta el 1 de julio de 1986 y prolonga su actividad hasta 1989, cuando los ocho títulos dirigidos por Ozores para la empresa a lo largo de dieciocho meses ya están comercializados y Beach Video, con el mismo domicilio social que la anterior, se encarga de su distribución en el mercado doméstico.

Cascales padre y Ozores reúnen a un equipo más o menos fijo en el que Manuel Mateos Valverde se hace cargo de la fotografía, Gregorio García Segura de la música, Cascales padre actúa como productor ejecutivo, Pedro Pardo Moreno es el ayudante de dirección y el montaje se divide entre José Antonio Rojo y Antonio Ramírez de Loaysa. En los repartos de las ocho cintas alternan los nombres de su hermano Antonio, Jesús Puente, Florinda Chico, Juanito Navarro, Ricardo Merino, Fedra Lorente, Trini Alonso o Alfonso del Real.

Los presuntos (1986), la primera película de la serie, se resuelve en tres semanas, con lo que equipo y colaboradores renuncian, al menos, a una cuarta parte de su tanto alzado habitual, dado que Ozores suele rodar por entonces en un plazo máximo de cuatro semanas. Un viejo guión sobre un sicario que debe asesinar a un fotógrafo que posee información comprometedora para la mafia, pero que termina haciéndose amigo de su víctima y aliándose con él para salir del lío, sirve de excusa argumental. Utiliza negativo de 35mm, pero tasado, rueda con dos cámaras según una costumbre fraguada en sus inicios televisivos, prescinde casi absolutamente de figuración y limita las localizaciones al máximo. Esto último afecta sobre todo a la duración de las secuencias: la del estudio del fotógrafo, la del pub en el que conocen al picapleitos que les va a aconsejar sobre el modo en que se librarán del follón y la del local de transformistas alcanzan casi los diez minutos cada una.

José Luis López Vázquez encarna al fotógrafo, Antonio Ozores al abogado y Jesús Puente al sicario, un papel que declinó interpretar Alfredo Landa. Probablemente pesaran por igual el raquitismo del salario y el cambio que deseaba imprimir a su carrera tras la obtención del premio de interpretación en Cannes —ex aequo con Paco Rabal— por Los santos inocentes (Mario Camus, 1984).

Aunque Ozores achaca al buen resultado de Los presuntos la propuesta de continuidad por parte de Cascales, apenas hay tiempo entre su finalización y la puesta en marcha de Capullito de alhelí (1986). El productor debía de poseer ya los derechos de la comedia de Juan José Alonso Millán, que también se hizo cargo de la adaptación. La exitosa comedia se había estrenado en el madrileño Teatro Príncipe a principios de 1984 y estuvo en cartel toda la temporada. La protagonizan Juanjo Menéndez, Francisco Piquer y Gracita Morales, que bisará su papel en la pantalla. En la primavera de 1985 la obra sale de gira por provincias con la compañía de Zori y Santos. Los críticos que menos la aprecian, valoran en ella su eficacia cómica. Es el caso de Eduardo Haro Tecglen, que escribe:

La democracia vuelve a permitirlo todo, incluso que se escriba esta comedia, de la que su autor dice que no tiene ninguna intención: sólo la de divertir. Lo consiguió, a juzgar por las carcajadas del público de invitados al estreno. Sus resortes son los del mal teatro antiguo: el chiste, la alusión a la actualidad, el doble entendido, el equívoco y el infalible resorte de los mariquitas. [...] Repito que hubo en el estreno quienes, en efecto, parecían divertirse muy ostensiblemente con todo ello. No acaba uno de asombrarse. [El País, 11 de octubre de 1984.]

La operación no está exenta de riesgo porque la trama gira en torno a una pareja de homosexuales maduros que por fin van a consumar su amor, tras una relación por correspondencia, y el día fatalmente elegido para su encuentro es el 23 de febrero de 1981. El contraste entre el piso del primero, donde viven unas prostitutas, y la casa del segundo, con una cuñada ultramontana, proporcionan colorido ambiental y personajes secundarios estrambóticos a la situación básica: la renuncia a la felicidad de la pareja en el caso de que triunfe el golpe involucionista. La aparición del monarca en la televisión pone punto final a la incertidumbre personal de los protagonistas, interpretados de nuevo por López Vázquez y Puente.

Ozores se siente cómodo con la farsa y el origen teatral del argumento le permite reducir al mínimo localizaciones y personajes. Esta misma estrategia seguirá en su siguiente guión, en el que ahonda en la sátira política: ¡No, hija, no! (1987). La operación está concebida en torno a la estelarización de su hermano Antonio, cuyas colaboraciones en la segunda etapa de Un, dos, tres... responda otra vez (Chicho Ibáñez Serrador, 1982-1988) le han proporcionado una inmensa popularidad.  De hecho, el título es una de las coletillas que utiliza habitualmente en el concurso. Otro de sus gags recurrentes en el programa televisivo es el “farfullo”, una alocución ininteligible que había ensayado su hermano “Peliche” en alguna ocasión y que Antonio transforma en figura de estilo porque así se ahorra memorizar ciertos diálogos. Este hablar en camelo sin decir nada, perversión del “cantinfleo”, se convierte en leitmotiv de la película, habida cuenta de que el protagonista es, una vez más, un candidato a la alcaldía en plena campaña electoral: Alejandro Costa, “alcalde aunque sea de balde”. El resultado es un vodevil en toda regla: en el chalé del candidato confluirán una prostituta aquejada de catalepsia, una pareja de ladrones, la propietaria del servicio de masajes, una joven con el encargo de sobornarle, la candidata rival, dispuesta a repartirse con él cargos y prebendas, sus respectivos asesores, el dispositivo policial encargado de su protección y la familia al completo que regresa inesperadamente de sus vacaciones. El resultado, burla burlando: la denuncia de la hipocresía y de la corrupción generalizada inherente a la política, ergo, el descrédito del sistema democrático que parece propiciarlas.

El macguffin del supuesto cadáver del que hay que deshacerse y que al final vuelve a la vida, lo toma Ozores de Los pecados de una chica casi decente, que habían protagonizado Lina Morgan y Alfredo Landa en 1975. O, retrotayéndonos aún más, aunque dándole la vuelta, a su ópera prima, Las dos y media… y veneno (1959). Los vaivenes de la prostituta cataléptica proporcionan ritmo a las escenas que, por lo demás, resultan eminentemente teatrales en su concepción, con la irrupción de los personajes en el decorado único y la conveniente fragmentación de los espacios. La puesta en escena tan plan como de costumbre, al servicio de unos cómicos que se arraciman en el encuadre en planos predominantemente americanos y el recurso al plano-contraplano en las conversaciones. La utilización de un decorado natural limita los movimientos de cámara, entre los que predominan las panorámicas, siguiendo siempre los desplazamientos de los personajes. Frente al lugar común que sitúa el zoom como recurso habitual en el cine económico, en esta ocasión apenas hace acto de presencia.

El carácter autorreferencial de Esto es un atraco (1987) queda expuesto en la ocupación elegida para el personaje interpretado por Antonio Ozores: propietario de un videoclub.

—Tiene razón, jefe. Es que trae usted pocos títulos nuevos.
—Es que el negocio no da para más. Yo me conformaría con pagar a los empleados.
—Porque es usted muy decente, jefe, y no quiere traer títulos piratas, que los dan muy buenos y son muy baratos.
—¡Vídeos piratas ni hablar! En mi casa, no.
—Pero si lo hacen todos...
—Todos, no. A los que no les importa tener películas en mal estado y estafar al público, lo hacen. Pero la mayoría, no, y yo estoy con esos. Si no puedo defender el negocio decentemente, cerraré y se acabó.

No obstante, las alusiones a la compra de un magnetoscopio doméstico están a la orden del día en toda la serie. 

A modo de curiosidad, y dado al mercado al que iban destinadas en su origen, la mayoría de estas cintas de Ozores solían contar con una introducción a cargo de su(s) protagonista(s), en la que, además de agradecer su elección en la estantería del videoclub y presentar la película, se emplazaba al final de la misma, momento en el que, aparte de desear al espectador que hubiera disfrutado de la función, se le recordaba que debía de rebobinar la cinta antes de devolverla al videoclub. Obviamente, este epílogo no ha sido respetado en sus diversas reposiciones por televisión, cosa que sí ha ocurrido, aunque no siempre, con el referido prólogo. [La Abadía de Berzano: https://cerebrin.wordpress.com/2008/03/26/no-hija-no/

En la línea de las películas de atracos perfectos, la nueva cinta de Ozores sigue la conformación de un grupo de expertos en distintas especialidades para realizar un audaz golpe en una fábrica de joyas. Como en cualquier parodia que se precie todos ellos resultan especialmente ineptos para las tareas que se les han encomendado, pero todo tiene una explicación: se trata de que sean descubiertos en mitad del fregado para que el propietario de la fábrica pueda autorrobarse e irse de rositas. Pero, ay, todos tienen cuentas pasadas pendientes con él y, a pesar de su torpeza, conseguirán vengarse y hacerse con un modesto botín con el que rehacer sus vidas.

En el clímax, aparece de nuevo el carácter metaficcional de la operación. Los atracadores ineptos han tendido una trampa al empresario. La investigación está siendo retransmitida en directo por televisión. Bajan el sonido del aparato y doblan en directo lo que se supone que dicen los personajes en el aparato. Ozores repite así lo que era distracción habitual en casa de su hermano José Luis, cuando se reunían un grupo de amigos, entre los que se encontraban Gila o Antonio Buero Vallejo, para doblar burlonamente noticiarios del No-Do en 16mm. Se pone así en evidencia otro de los recursos ahorrativos del cine de Ozores desde sus primeros pasos como director: la sincronización de los diálogos a posteriori, introduciendo muchas veces nuevos chascarrillos durante el proceso.

Esto sí se hace (1987) es una farsa marital de matriz boccaccesca, adaptación de una revista teatral que también sacó Olimpy, una empresa de vídeo radicada en Alicante, en VHS: Reír más es imposible (1986). Una mujer pilla a su marido en adulterio flagrante. Su amiga la convence para que engañe al adúltero con su mejor amigo. Para librarse de una portera cotilla, otro donjuán talludito aduce incapacidad sexual debido a un terrible accidente. El adúltero decide invitar a este a su casa de campo durante un fin de semana, presentándolo como amigo de la infancia, para que su mujer fracase en su venganza. En el último acto, las parejas se multiplican y los equívocos se explotan al máximo, aunque su eficacia cómica queda reducida porque el espectador ya sabe que los rijosos saldrán escarmentados. Hay, eso sí, un final de secuencia, que Ozores ya ha probado en Queremos un hijo tuyo (1981), articulado en torno al reparto de bofetadas que funciona estupendamente.

Reconoce Ozores que Veredicto implacable (1988) no era una película para él, pero se justifica diciendo que nunca supo decir que no cuando le ofrecían un trabajo. La idea de los justicieros ninja que llegan donde la ley no puede hacerlo es la excusa argumental para una serie de escenas en las que lo que falla precisamente es la acción. Ya sea por la premura del rodaje, ya por la impericia del realizador en estos menesteres, el resultado es de una pobreza más sangrante cuando se supone que la película estaba al servicio de varios medallistas españoles y un campeón y un subcampeón del mundo de karate: José Manuel Egea y José Manuel Galán. El abortado golpe contra la central logística de la Cruz Roja y el enfrentamiento final con los narcos en Marbella hacen uso de los recursos básicos del género, como el ralentí y el montaje sincopado. Son momentos de quiero y no puedo, acentuados por la inexperiencia de los actores. Para cubrirse en este campo, Ozores busca la colaboración de Jesús Puente, Manolo Zarzo y Javier Escrivá. Sin embargo, en otros momentos, aplica la regla de la máxima economía narrativa. La secuencia del violador del vespino es ejemplar. Un recorte de periódico dice que ha sido liberado por falta de pruebas. Ozores muestra las zapatillas del ninja deteniéndose ante una motocicleta. Por corte, sigue en panorámica a una chica que dobla una esquina perseguida por un tipo con una navaja que la empuja al interior de un portal abierto; inmediatamente aparece en cuadro el ninja y entra tras ellos. Por raccord de acción agarra al violador cuando éste intenta forzar a la chica; el violador le muestra la navaja, pero el karateka le desarma de una patada y lo empuja contra la pared de enfrente, acción descrita mediante una mínima panorámica. Un plano más corto muestra al violador al que el ninja inmoviliza con el pie. Un plano medio de éste con la chica al fondo, sirve para subrayar el chiste macarra: “No te preocupes, que éste no pega ni sellos”. Volvemos al plano anterior, seguido de un zoom cuando el karateka le golpea en el plexo solar. Zoom a la chica con las manos en la boca y los ojos desorbitados de asombro. Panorámica vertical para mostrar como la garra del ninja estruja los testículos del violador, que se desploma en el suelo. Vuelta al primer plano de la chica cuando el ninja la tranquiliza. El cuerpo yacente del violador: el ninja se agacha para maniatarlo y colocarle la pegatina del grupo. Nueva alternancia de estos dos encuadres para terminar con un zoom a la pegatina. Los colegas con el coche del gimnasio recogen al justiciero al salir del portal; la chica sale para ver cómo se alejan. Seis posiciones de cámara para poco más de minuto y medio de acción escasamente espectacular pero de óptima rentabilidad significante.

Durante el rodaje en Marbella, José Antonio Cascales declara que el presupuesto asciende a ochenta millones de pesetas, sólo levemente por debajo del ochenta y cinco que constituyen el coste medio de una película española. [“Ozores rodará una película de karate en Marbella”, en La Tribuna de Albacete, 12 de julio de 1987.]

Ideológicamente, el libreto firmado por la guionista y ayudante de dirección May Marqués se adscribe a la variante filofascista del poliziesco italiano, aquélla que muestra una sociedad en la que la delincuencia y el terrorismo campan por sus respetos ante la inoperatividad de la legislación. La policía nada puede hacer ante la ausencia de pruebas, por lo cual decide apoyar a grupos parapoliciales. Que en esta ocasión los ninjas sean totalmente altruistas y que sus acciones estén inspiradas en principios budistas —en una de las escenas más plúmbeas de la película— sólo quiere decir que estamos más cerca de la serie Kung-fu (1972-1975) que de Enter the Dragon (Operación Dragón, Robert Clouse, 1972), por mucho que se rodara a rebufo del éxito de The Karate Kid (Karate Kid, John G. Avildsen, 1984).

En noviembre de 1986 el ciclo Ozores / Carlos Cascales se cierra con dos películas rodadas en rápida sucesión en la Manga del Mar Menor. Hacienda somos casi todos (1988) presenta a un psiquiatra defraudador y a un inspector de hacienda obsesivo (Ricardo Merino y Antonio Ozores) como antiguos compañeros de colegio. Para variar, ambos son adúlteros recalcitrantes. Las trampas que se van poniendo el uno al otro constituyen el meollo de la cinta, cuyo tercer acto tiene lugar en una clínica de reposo donde el médico planea someter a una sesión de electroshocks a su archienemigo de la infancia. Una tentativa de asesinato es el punto álgido de una comicidad que profundiza en la baza de la crueldad, algo bastante infrecuente en la filmografía de Ozores, por mucho que la agresividad quede matizada por su carácter tebeístico.

Ya no va más (1988), el oportunísimo título con el que se cierra el ciclo, es un remake prácticamente literal de Los bingueros, con alguna cita de Los liantes. Lógicamente, el bingo madrileño cambia por una mesa de ruleta en el Casino de la Manga, el travestismo final por un disfraz de emires árabes y la reliquia de la suerte, pasa de ser el dedo momificado de San Juan Nepomuceno a la oreja de San Marcelino, lo que propicia el juego de palabras por cuenta del político conservador. Antonio Ozores, Ricardo Merino, Tomás Zori, Fedra Lorente, Rafael Hernández y Trini Alonso asumen los papeles que en la primera versión interpretaban Pajares, Esteso, el mismo Antonio Ozores, Norma Duval, Rafael Alonso y Florinda Chico. La planificación, en todo caso, aún más simplificada. Y esta vez no hay despelote femenino, generalizado en la cinta de 1980. El product placement, como en otras películas de esta tanda, tan invasivo como contraproducente: Zumos Juver y embutidos El Pozo, dos marcas locales, protagonizan varias escenas. En una de ellas, Ozores lanza un dardo contra el ICAA cuando dicen que han ido al cine a ver “una película checoslovaca con subtítulos subvencionada por el Ministerio” y se han quedado dormidos viéndola.

¡No, hija, no!, la película que mejor funciona en las salas —57.3338 entradas— es la única distribuida por Telegroup. Las otras van de los 41.084 espectadores de Los presuntos a los testimoniales 109 de Esto sí se hace. No consta que las dos últimas llegaran a los cines. Escribía a propósito de Esto es un atraco Ozores, en una reflexión extrapolable a todo el ciclo:

Cuando, como en este caso, trabajas sin llegar a conocer la aceptación o el rechazo del destinatario de tu esfuerzo, se sufre la sensación de estar creando algo que no sirve para nada. Entonces, más que nunca, dedicas tu labor a ti mismo y a tu satisfacción personal. Entregas la película una vez terminada e, inmediatamente, la pierdes de vista. No tienes idea de qué le ha gustado o ha rechazado el público. El productor te dice que todo va muy bien y con esa partidista información te tienes que conformar. [Ozores: Op. cit., pág. 303.]

A principios de 1988 repite la operación con dos películas —Los obsexos y Veneno que tú me dieras— rodadas en Matalascañas para Olimpy, que también lanza al mercado la citada Reír más es imposible, además de compendios de sketchs de Ozores, Pajares, el Dúo Sacapuntas y la obra de teatro de Pajares El embarazado.

Entre 1990 y 1996, con un paréntesis de dos años, ocupa la dirección del ICAA un técnico de la administración: Enrique Balmaseda. Ese mismo año, el PP logra arrebatar la mayoría parlamentaria y el gobierno al PSOE. Superada la crisis de los sesenta y con nuevos encargos para la televisión y el cine, Ozores ha emprendido el último tramo de su carrera actualizando los chistes por cuenta de Miguel Boyer y la corrupción en torno a los fastos de 1992. Su tránsito por el mercado “directo a vídeo” se concreta en diez títulos que revisitan algunas de sus vetas más explotadas —el vodevil sobre el adulterio, la adaptación de comedias probadas en el escenario, la farsa política o el vehículo para determinados comediantes—, pero también le ha valido para probarse —una y no más— en el cine de artes marciales. Ha asistido en primera fila al cambio radical del modelo de producción y consumo cinematográfico que él mismo había contribuido a configurar a lo largo de dos décadas. Los nuevos espectadores de sus películas, muchos de ellos auténticos fans, se habrán formado en el videoclub.