domingo, 12 de diciembre de 2021

delgrás-robles en tres jornadas (2)

 
 
Tras su paso por Cifesa en el periodo de esplendor posbélico de la compañía valenciana, Delgrás produce algunas de sus películas con su propia marca —Producciones Cinematográficas Cumbre— y recala en otras productoras más modestas, como Procines, para la que realiza Altar mayor (1944).

Javier (Luis Peña) se ha restablecido de una grave enfermedad en el campo gracias a Teresina (Maruchi Fresno). Antes de regresar a Madrid le hace promesa de matrimonio ante la santina de Covadonga. Pero, de vuelta en la capital, su madre (Margarita Robles) hace todo lo posible para que se case con Leonor (María Dolores Pradera), una muchacha de su misma clase y heredera del marquesado de Avilés. Dos años después vuelven a encontrarse en Asturias. Ahora Teresina trabaja en el hotel en el que se hospedan Javier y Leonor con sus respectivas madres. La brecha social entre él y Teresina es tan evidente que resulta casi dolorosa. Sin embargo, la presencia de un chófer fuerte y expansivo, Josefín (José Suárez en su debut en la pantalla), cortejador de Teresina, obliga a Javier a tomar una decisión.

La enfermedad inexplicada con que se abre la película es el signo de una mácula moral que condena al protagonista a la inacción. Javier se desenvuelve en un universo esencialmente femenino: su madre y su novia parecen decidir por él en todo momento. Además, están pintados como personajes especialmente odiosos, intrigantes y clasistas, cuando no crueles, como en la escena en la que Leonor demanda imperativamente a Teresina que le venda un dedal de oro. Estos trasiegos interclasistas sirvieron a la pareja de cineastas Delgrás-Robles, tanto para las comedias deudoras del universo feliz de Luisa María Linares como para este drama, procedente de la novela de Concha Espina. 

Luis Peña y Margarita Robles ya habían sido hijo díscolo y madre aristocrática en La doncella de la duquesa (1941). Sea cual sea el género en el que se desenvuelva, Delgrás sigue dotando a sus películas de cierto dinamismo ligando algunas secuencias mediante analogías, situando las escenas de transición a bordo de coches en marcha y con el uso de barridos y panorámicas descriptivas. En ocasiones, se decanta por un tono eglógico, dinamitado por un diálogo que se empeña en subrayar una y otra vez la pequeñez del hombre ante la obra de Dios y la condición de la montaña astur como cuna de España desde don Rodrigo. En este aspecto es sintomático el personaje del doctor Yakub (Luis de Arnedillo), ausente de cualquier función dramática y dedicado a perorar sobre el patriotismo y la supremacía de la raza.

Para Hidalguía Films dirige Delgrás los tres largometrajes que conforman todo el patrimonio de la casa regentada por Cayetano Hidalgo de la Portilla: Los habitantes de la casa deshabitada (1946), Oro y marfil (1947) y El hombre que veía la muerte (1949). El hecho de que esta última no fuera estrenada en Madrid hasta el verano de 1955 acredita las dificultades por las que debió pasar la empresa para continuar con su actividad.

Acaso el inicio de la singladura resultara más prometedor. Enrique Jardiel Poncela había estrenado la comedia “en un prólogo y dos actos” en el Teatro de la Comedia en septiembre de 1942 y, debido a la cantidad de recursos escénicos que incorpora, son varios los recensionistas que señalan que “puede ser el guión escénico de una película”. La trama envuelve, efectivamente, toda clase de trampillas en el suelo y las paredes, relojes de pared que se abren, cuadros que giran, esqueletos, hombres sin cabeza y un leve ramalazo lírico por cuenta de la supuesta locura de Sibila, antigua novia de Raimundo, un periodista que ha ido a parar con su chófer, Gregorio, al caserón donde ella permanece secuestrada. A través del personaje de la rústica Rodriga, Jardiel pone en solfa las convenciones del “gran guiñol” y de las comedias con fantasmas. Sin embargo, lo que en el escenario puede resultar sorprendente, en la pantalla no deja de ser un remedo de las películas de caserones encantados derivadas de The Cat and the Canary (El legado tenebroso, Paul Leni, 1927). Delgrás y Robles trasladan la acción sin apenas variaciones. Su principal aportación es un narrador autoconsciente al que pone voz Gerardo Esteban, presentado en los títulos de crédito como “La Voz del Caballero en Off”. Este recurso, permite avanzar en algún momento la acción o sustituir un largo parlamento. El narrador hace entonces acto de presencia avisando a los espectadores que no tiene más remedio que comparecer para explicar lo que sucede, porque “es un recurso mucho más fácil y más moderno que hacerlo con las imágenes”. Delgrás entra en abierta contradicción cuando, unos minutos antes, cuenta en forma de flashback los antecedentes de la relación entre Raimundo (Jorge Greiner) y Sibila (María Dolores Pradera), que pasan por la imaginación de Raimundo “reflejándose en ella como cinta cinematográfica en lienzo de plata la sucesión de sus amores desgraciados”. 

La crítica contemporánea fue inclemente con el trabajo de Delgrás, al que se puso a caer de un burro por lo “teatral” de la propuesta. Pero por aquel entonces los críticos teatrales le daban también lo suyo a Jardiel por todo lo contrario, porque les parecía que sus comedias eran demasiado inverosímiles y alambicadas para representarse en un escenario.

Adaptación de una comedia de Antonio Quintero y Pascual Guillén que había sido un éxito en el escenario del Fontalba en 1934, Oro y marfil es una obra completamente fuera de su tiempo. La presencia de Mario Cabré, Nati Mistral y Leonor María García de Castro datan la película en 1947, pero sus mil revueltas argumentales quedan desactivadas desde el momento en que la férrea censura imperante en estos años no permitiría que lleguen a buen puerto ninguna de las artimañas que utilizan esas dos fierecillas domadas que son el señorito calavera Juan Cortés (Cabré) y la ventera de rompe y rasga Anita “La Millonaria” (Mistral). Primero en los viñedos sanluqueños y luego en un Madrid chicotesco, de prostitución que no se nombra y pollos capaces de pegarle un tiro a uno cuando tienen mal vino, el juego del ratón y el gato alterna con los bailes de Leonor María y, sobre todo, las coplas de Quintero, León y Quiroga que Nati Mistral va prodigando a lo largo de todo el metraje, sin que nunca sepamos muy bien en qué punto de la acción dramática nos encontramos, tales son las servidumbres de la españolada y el barullo en que se desenvuelve la versión literaria realizada por el propio Guillén. Carente de andamiaje, el interés queda fiado a la eficacia de las canciones y a la gracia de un diálogo cien veces probado en el escenario. Cómo será la cosa que las gacetillas promocionales están redactadas como pidiendo disculpas por adelantado: “Una andaluzada a estas alturas, resultaría fuera de lugar, y sin embargo, un argumento sacado de una comedia, que se ha representado en nuestros mejores teatros y que el público recuerda con agrado, no significa caer en lo que tanto se ha criticado”. [La Vanguardia Española, 26 de abril de 1947.]

La mujer de nadie (1950) arranca con varios apuntes inquietantes. Por una parte, una reunión de artistas con todas las licencias —verbales, claro— que podía permitirse el cine español de finales de la década de los cuarenta. Por otra, el carácter necrófilo de la hija del pintor fallecido, que presta a la escena del cementerio un ambiente genuinamente romántico. Sin embargo, la presencia en ambas escenas del orondo Antonio Bofarull —intérprete y productor de la cinta— supone un contrapunto de bonhomía en el primer caso y de terrenalidad en el segundo que desactiva cualquier elemento perturbador.

Javier Tasana (José Crespo) y don César (Bofarull) se hacen cargo de la pequeña Eliana. Pero el primero, que tiene la obligación de hacerse cargo de ella como padrino suyo que es, escapa a París, donde puede seguir con su vida disoluta. Eliana queda a cargo de Clotilde (Consuelo de Nieva), antigua modelo y amante del pintor, que vive ahora del modesto estipendio mensual que éste le sigue enviando. Pasan los años. Tampoco muchos... Pero Javier está cansado, sus sienes empiezan a teñirse de plata y algunas mujeres le dejan ya de lado. Regresa a España. La joven Eliana (Adriana Benetti) irá a vivir con él. La consecuencia inmediata es que se prohíbe la presencia de modelos tanto en la casa como en la escuela-taller en la que estudia pintura Juan Bautista (José Suárez). Es uno de los alumnos más aventajados de Javier, que no logra pintar a Eliana como él quisiera. El alma juvenil de la muchacha le resulta inaprensible. En cambio, sí que lo hará Juan Bautista, que obtiene con este retrato el primer premio en la Exposición Nacional. Pero la fiesta en la que se celebra su triunfo y el compromiso matrimonial con Eliana termina dramáticamente. El escultor Martorell (Fernando Sancho), bebido, viola a Eliana. Un mar encrespado sirve al tiempo de metáfora y elipsis de lo irrepresentable, pero deja al espectador ayuno de explicaciones sobre el rechazo de Juan Bautista. Uno no tiene más remedio que achacarlo a la violación, pero cuando ambos se reencuentran y Eliana le exige una explicación, él arguye que era el único que no se había enterado de que era la amante de Javier, un infundio propalado por Martorell. El triunfo internacional de Juan Bautista propicia una nueva elipsis cuya significación resulta aún más elusiva que la anterior. Los cuatro personajes se explicarán a sí mismos y a los demás en la escena final sin que, no obstante, estas lagunas del relato queden nunca aclaradas.

Aparte de la disculpa –que no defensa– de una bohemia que José Francés, el autor de la novela que adapta el guión, conocía bien, Delgrás se esfuerza en ilustrar las largas teorías románticas sobre el arte como cuestión de inspiración y genio. Para ello ilustra la perorata que Javier le suelta a Eliana con diferentes esbozos realizados por los alumnos de su taller a partir de un mismo modelo: una bailaora con bata de faralaes. En algunos no existe “el soplo divino” y sus cuadros resultan fríos; en otros, “la inspiración del artista ha infundido vida real”. Vemos entonces como la gitana del cuadro cobra vida y empieza a bailar. La visión pompier de un estilo de pintura que comparte modelo con la españolada cinematográfica es el momento álgido de la realización de un Delgrás que en sus tres últimas películas abrazará el género sin paliativos poniéndose al servicio del cancionista Antonio Molina.

La salida de Ignacio F. Iquino de Emisora Films y la constitución de una sociedad de producción y estudios de rodaje propios le obligan a diversificar la producción y a confiar la dirección a profesionales de probada solvencia, como Delgrás. Es así como se pone en marcha Bajo el cielo de Asturias (1951), drama regionalista basado en una novela de Armando Palacio Valdés que, por su contenido, a buen seguro agradaría a la Junta de Clasificación y Censura.

El argumento relata la doma de la caprichosa Angelina Quirós (la portuguesa Isabel de Castro), hija de un indiano enriquecido en Cuba. El ambiente galante de Madrid y la amenaza de una tuberculosis deciden a su padre (Augusto Ordóñez) a enviar a la chica a la aldea asturiana, con la excusa de una repentina catástrofe financiera. En la aldea queda al cuidado de su tío Xoan (de nuevo Ordóñez). Allí, en contacto la naturaleza y las buenas costumbres, se fortalecerá su salud física y, sobre todo, moral. La reaparición del padre con su fortuna obliga a Angelina a elegir entre el amor interesado de su antiguo pretendiente (Alfonso Estela) y el del primo Foro (José Luis González), un mozo del pueblo noble, pero rústico y sin más fortuna que su vigor físico. Todo, por supuesto, bajo la tutela de la iglesia, cuyos representantes (Carlo Tamberlani y Luis Pérez de León) lo mismo son capaces de aconsejar sabiamente que de remangarse la sotana y vencer en una apuesta a ver quién siega más y mejor.

Tras finalizar Bajo el cielo de Asturias, el matrimonio Delgrás-Robles se aleja de las pantallas durante más de un lustro. Margarita colaborará con pequeños papeles en varias películas de Luis Lucia y Rafael Gil, y volverá a los escenarios en comedias de José López Rubio, Carlos Llopis y Víctor Ruiz Iriarte... o sea, “la comedia de la felicidad”.

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