domingo, 29 de enero de 2017

panorama del cine criminal barcelonés (17)


A pesar de que el grueso de la producción policial catalana —y española— se la reparten Iquino, Este Films, Balcázar y la desaparecida Emisora Films, hay otras empresas que también se acercan al género de modo puntual. Una de ellas es Urania Films, la firma del propietario de un cine de Tarrasa, que vendió la sala para producir la película de episodios Sendas marcadas (Juan Bosch, 1957).

El arranque es fulgurante. Unos disparos resuenan en un paisaje montañoso. Un hombre con una cartera y una pistola (Antonio Puga) se esconde tras una roca. Un inspector de policía (Adriano Rimoldi) y dos guardiaciviles le ordenan que se entregue. Disparan contra él. Lo atrapan. Como está herido, deciden pasar la noche en un refugio de montaña, en tanto regresa el número destacado al pueblo en busca de socorros. Allí se establece una discusión sobre la predestinación, a partir de un accidente ocurrido durante una escalada que podría ser un homicidio. El resto de historias tienen un carácter más o menos fantástico —las protagonizadas por Francisco Piquer y Paco Martínez Soria, inspiradas probablemente por el éxito en España de Jennie (Portrait of Jennie, Robert Siodmak, 1948)— o de burla del destino —un contable que ha cometido un desfalco se hace pasar por un hombre de negocios con el que tiene un sorprendente parecido… para ser detenido por un asesinato perpetrado por éste—. De modo que el relato estrictamente criminal es el que sirve de marco a la película: el detenido ha llegado hasta un pueblo del Pirineo, próximo a la frontera, donde espera recibir el pago por un alijo de drogas que acaba de pasar desde Francia. A la fonda llegan el inspector y una mujer policía (Montserrat Julió), que se hace pasar por su esposa. Mientras él juega con los delincuentes al póquer, ella registra sus equipajes y confirma sus sospechas. Sin embargo, es sorprendida cuando escucha a los malhechores arreglar el pago de la mercancía con su contacto marsellés y su vida corre serio peligro. Abandonando a su cómplice (Carlos Otero), el narcotraficante intenta alcanzar la frontera a pie. El círculo se cierra. 

Además de la proximidad de la frontera con Francia, desde donde el mal entra siempre a la pacífica España del general Franco, la ambientación de ésta y de otras películas del ciclo en el Pirineo nos recuerda el origen amateur de muchos de los cineastas catalanes y su integración en grupos excursionistas con potentes secciones dedicadas a la fotografía y al cine.

Urania Films participa también en la financiación de A sangre fría junto a la marca de Enrique Esteban y es plenamente responsable de dos títulos más dirigidos por especialistas del género aunque un tanto periféricos: Han matado a un cadáver (Julio Salvador, 1961) y Muerte en primavera (Miguel Iglesias, 1965).

La sombra de Laura (Laura, Otto Preminger, 1944) planea de forma explícita sobre la primera. Ahí está el retrato de Teresa Montes (Colette Ripert) ante el que el joven inspector Martín (José Campos) se queda embobado mientras el veterano comisario Rivera (Ángel Picazo) le advierte que no debe enamorarse de un fantasma; ahí, los testimonios de quienes conocieron su ambición y sobre quienes recaen las sospechas de que pudieran haberla asesinado; y ahí, Teresa rediviva, en la puerta de su apartamento, ante el asombro de los policías, aunque...

Se nota que el comisario Rivera es consumidor habitual de cine negro y novelas policiacas. Sólo así se le puede ocurrir saltarse todos los protocolos y hacer pasar por agonizante a la cantante muerta a fin de que la persona que la envenenó antes de que se despeñara hasta el mar en su 600 se delate o intente silenciarla definitivamente. Y todo, porque en el bolso de la fallecida se han encontrado unos billetes falsos que traen al comisario de cabeza. Un turista de Kansas (José María Cafarell) ha denunciado que ha cambiado mil dólares en un anticuario del Pueblo Español (Marcel Portier) y le han estafado con estos billetes. En lugar de preocuparse por su problema, el comisario le dice que ha sido por pasarse de listo y que la próxima vez cambie en un banco al precio oficial. Su compañera de piso, el guitarrista que le consiguió el primer trabajo, el acaudalado hombre de negocios que se enamoró de ella y al que chantajeaba, el hijo de éste... Todos tenían motivos para hacerla desaparecer. La historia dará un viraje insospechado cuando se presente en Barcelona la hermana de la fallecida y el joven inspector se encargue de convertirla en la doble perfecta del fantasma del que se ha enamorado.

Muerte en primavera arranca con la autoinculpación de Miguel (Paco Morán) por la muerte de su amigo Carlos (Óscar Pellicer) en el yate de su propiedad. Interrogado por la policía del puerto, Miguel rememora las circunstancias que le han conducido al asesinato. Acaba de casarse con Isabel (Mónica Randall) y los tres coinciden en la finca que Carlos le vendió a su amigo. Desde entonces, vive vagabundeando de puerto en puerto. En el yate los recién casados se encuentran con Sandra (Yelena Samarina) una mujer rica, casada y alcohólica de la que, evidentemente, vive Carlos. Con una realización plenamente funcional, el intríngulis de se basa más en el juego establecido con el espectador que en una auténtica intriga psicológica. Coadyuva a ello la estructura de un guión en el que colabora el dramaturgo Jaime Salom y en el cual, una vez finalizada la declaración de Miguel y apenas mediado el metraje, comparece Isabel para declarar que fue ella quien mató a Carlos. Seguimos entonces la historia desde su punto de vista, accediendo a algunos datos que antes se nos habían ocultado. El careo entre ambos esposos debería servir para dilucidar quién es el verdadero culpable… aunque el comandante del puerto (Carlos Lemos) ya ha advertido que hay otros móviles en juego.

domingo, 22 de enero de 2017

panorama del cine criminal barcelonés (16)

 
La inercia lleva a Iquino a producir la fallida Los cobardes (Juan Carlos Thorry, 1959). Inercia de cine criminal a la barcelonesa, de juventudes descarriadas, de glorificación de las fuerzas de seguridad del estado… Nada que Iquino como director y/o productor no hubiera visitado una y otra vez a lo largo de la década —Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950), Los gamberros (Juan Lladó, 1954), Los agentes del Quinto Grupo (Ricardo Gascón, 1955)…— para prolongarse en la siguiente —Juventud a la intemperie (Ignacio F. Iquino, 1961) o El precio de un asesino (Miguel Lluch, 1963)—. 
 
Los gamberros (Juan Lladó, 1954), por ejemplo, es un melodrama sobre la delincuencia juvenil en el que el humorista Miguel Gila interpreta a un macarra de buen corazón, desvalido por carecer de madre. Tanto es así, que a la que saluda como tal cada mañana en una fotografía es una que compró en una tienda de viejo, simplemente por eso, porque le daba el tipo de madre. Porque en la visión redentorista de Iquino y Lladó lo que se reivindica es la necesidad de cariño. No en balde la película tiene un prólogo antológico: un anciano, retirado en su villa de Beverly Hills, ve cómo unos gamberros destrozan su jardín. El locutor nos informa de que “así murió Lewis Stone, el inolvidable juez Harvey. Esta película quiere ser un homenaje a la noble figura de la cinematografía que sucumbió víctima de... LOS GAMBERROS”.
 
Lo que diferencia a Los cobardes es su errada construcción a base de flashbacks a los que una machacona voz en off da un sentido moralizante. Los cobardes del título serían los jóvenes desarraigados que terminan deslizándose por la pendiente de la delincuencia. En esta ocasión la institución cuya exaltación de pretende es la Escuela de Reforma, o sea, los reformatorios en los que el Estado recluye a los menores. Si se supone que Juan (Vicente Parra) ha recibido allí una formación laboral bajo la tutela espiritual de un sacerdote comprensivo, lo cierto es que sus futuros pasos una vez ganada la libertad no dejan adivinar su huella. Juan, que ha conseguido un trabajo como lavacoches de una categoría inferior a su capacitación como mecánico, pronto se deja camelar por Irene (María Martín), la amante del cabecilla de una banda de atracadores. Será el amor de una chica honesta y trabajadora lo que le pondrá en el camino recto. Pero el mismo día en que va a nacer su hijo, el cabecilla reclama su complicidad para dar un gran golpe en la empresa en la que trabaja. Las escenas de atracos, más en la línea del policial estadounidense de serie B que de otros productos del ciclo criminal catalán, apenas sirven para proporcionar interés a una trama que vuelve una y otra vez al presente, en el que Carlos, herido, aguarda el nacimiento de su hijo vigilado por el cabecilla de la banda, desactivando cualquier atisbo de progresión dramática.

La década de los cincuenta ha tocado a su fin. La eclosión del desarrollismo —vía consumo, binomio turismo/emigración y política económica opusdeísta— hace saltar al centro del escenario a los jóvenes. Juventud a la intemperie (Ignacio F. Iquino, 1961) comienza, nada menos, que con una cita de José Antonio Primo de Rivera. Pero es que su guionista es el falangista Federico de Urrutia. El asunto es exponer del modo más sensacionalista posible los vicios —básicamente gamberrismo, alcohol, drogas, homosexualidad, proxenetismo y rock’n’roll— de la juventud contemporánea. Todo ello se da cita en una cave barcelonesa con la actuación en el escenario del vasco José Luis Bolívar y el holandés Tony Ronald, que por entonces se hacían llamar “Kroners Dúo”. Sigue así Iquino la senda de otros reyes de la exploitation, Roger Corman.

El enrevesado argumento se ocupa de un asunto que Iquino ya había tratado como productor: el gamberrismo. Esta vez el drama afecta a un inspector de Policía (Adriano Rimoldi), cuyo hijo (Manuel Gil) es sospechoso de asesinato. Para resolver el asunto, el policía contará con la colaboración de un camarada ex-legionario que argumenta que en los viejos tiempos —léase la República— pudieron arreglar las cosas a tiros, pero ahora eso es imposible porque “el mundo está en manos de cuatro científicos paranoicos”. Algunos habituales de las producciones IFI, como Alady o Gustavo Re, de “Los Vieneses”, tienen papeles que son poco más que figuraciones. La muy publicitada Rita Cadillac, nacida en París en 1936 con el nombre de Nicole Yasterbelsky, fue bailarina del Crazy Horse y apareció en una decena de películas —casi siempre policíacas— entre mediados de los años cincuenta y principios de los sesenta. Grabó también algunos discos con canciones de sugerentes títulos como “Ne comptez pas sur moi (pour me montrer toute nue )” o “J'ai peur de coucher toute seule”. En esta película se limita a cantar un chachachá en “La Barra Roja” y otra canción en francés en el garito de Mauricio (el comediante Joan Capri, en un papel anómalo en su carrera).
 
Olvidemos el compromiso con la realidad de títulos como Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, Luchino Visconti, 1960). Aquí se trata de cine de género sin paliativos, filones que hay que exprimir porque han producido un modesto retorno económico de la taquilla más allá del sistema de licencias. Las aspiraciones, al menos por parte de los productores, son mínimas.
 
Si a algún título del ciclo se le pueden achacar pretensiones contrarias es a Los atracadores (Francisco Rovira Beleta, 1961). Basada en una novela del escritor y policía Tomás Salvador, la película es un alegato, todo lo suavizado que se quiera, contra la pena de muerte. La historia se estructura en una serie de flashbacks divididos en tres capítulos: “Inquietud”, “Violencia” y “Muerte”. Finaliza —en este caso no es necesario que uno mantenga la discreción porque figura en todas las historias del cine español— con una ejecución en el garrote vil. La trama se basa en hechos reales: una serie de atracos cometidos en Barcelona por una banda de jóvenes atracadores. Carne de exploitation, aunque Rovira Beleta y su coguionista, Manuel María Saló, se decantan por el apólogo moral como se puede constatar por la caracterización de los tres protagonistas. “El Compare Cachas” (Julián Mateos): charnego, paria sin oficio ni beneficio, fascinado por las armas y por el cine americano. “El Señorito” (Pierre Brice): estudiante de derecho, hijo de un eminente abogado, influido por la lectura de Nietzsche, que lidera el grupo en venganza contra su propia clase, cuya hipocresía vive en el seno de su familia. Y “El Chico” (Manuel Gil): trabajador, que aspira a un futuro mejor gracias al fútbol. Según nos informa al principio la inevitable voz admonitoria de José María Oviés se trata de un día cualquiera en la vida de un muchacho cualquiera. Los títulos aparecen sobre la carrera de Ramón “El Chico” por un suburbio fabril y por el puerto de Barcelona. Una carrera que no conduce a ningún sitio. Es el único que no se manchará las manos de sangre. Mientras él afronta una larga condena, “El Señorito” muere durante uno de los atracos y “El Compare Cachas” se enfrenta a su ejecución. Julián Mateos se lleva, como intérprete, la parte del león (ganó el premio de ese año del Sindicato Nacional del Espectáculo). Si los comisarios solían recaer en Jorge Rigaud, los villanos en Barta Barri y Luis Induni, los inevitables perdedores en Carlos Mendy o Fernando Sancho, a aquella generación de los Conrado San Martín y los José Suárez, le sucede una de jóvenes desnortados a los que se suman, como hemos ido viendo, Manuel Gil, Carlos Larrañaga, Víctor Valverde o Ángel Aranda

domingo, 15 de enero de 2017

panorama del cine criminal barcelonés (15)



Aunque la historia de Cuando el valle se cubra de nieve (José Luis Pérez de Rozas, 1956) arranca en Barcelona con tintes de cine negro, pronto desplaza la acción al Pirineo donde el tono romántico se impone. Mario (Ángel Jordán) es un exponente más de la generación sin futuro y sin valores surgida de la II Guerra Mundial. A consecuencia de ello, se ha dejado arrastrar al negocio del contrabando por Hugo (Gerard Tichy) y Nelly (Michele Codey). Sus cómplices son extranjeros y desean abandonar España, pero les falla el contacto que ha de proporcionarles el alijo y Hugo decide atracar una fábrica para conseguir el dinero necesario para la huida. Al ser descubiertos por el propietario, Hugo dispara contra él. Los dos hombres abandonan entonces a Nelly y huyen a un pueblecito del Pirineo con intención de cruzar a Francia. Aunque el espectador no se entere hasta más tarde, éste fue el pueblo en el que Mario fue acogido por el cura cuando era niño. Ambos se instalan en la masía de la Cruz de Piedra. Enfrentados a la grandeza del paisaje y a las ruinas del castillo, el más joven empieza a recapacitar sobre el pasado de España. Lo que a Hugo le parecen simples ruinas son para Mario “como eternos monumentos al amor y a la fe de una raza, testimonio de guerras y de luchas nobles”. 

El mcguffines un estuche de violín repleto de billetes de curso legal. Sirve de excusa para mantener a los delincuentes en el pueblo la posibilidad de que el vigilante de la fábrica atracada los identifique. Según pasan los días la endeblez dramática de este argumento cien veces verbalizado por los personajes se torna más irritante para el espectador. Pero es necesario que la pareja se sienta acosada, en un paisaje idílico y a un paso de la frontera. Durante este tiempo se fragua una relación entre Mario y Nuria (Maria Piazzai), que hará al joven reconsiderar su vida pasada. Cuando Hugo, borracho, ataque a Edita (Conchita Ortiz), la novia del pastor José (Jesús Colomer), Mario se enfrentará a él. Este intento de violación, reducido al mínimo por la censura o la autocensura, pone el acento sobre una situación latente desde el principio: el vínculo que une a ambos hombres. Hugo confiesa que a él también le gustan las mujeres, pero la presteza con la que ha instado a Mario a abandonar a Nelly y su fijación con su compañero sugieren una atracción homoerótica sublimada. El intento, abortado por la llegada de Mario, estaría causado por los celos que genera en Hugo el interés de su compañero por Nuria. Es posible que las escenas retrospectivas que figuraban en el guión y en el plan de trabajo, ambientadas en el campo de batalla, en un campo de concentración y un cabaret, pudieran aportar otros matices a la relación, pero tal como se desarrolla en el montaje definitivo la ambigüedad es evidente. 

Fiel a la ley del melodrama, el guión empieza a acumular coincidencias en su tramo final. Laura (María Márquez), la hermana de María, está enferma de leucemia y su tratamiento depende de una partida de medicamentos adulterados que introdujeron en España Mario y Hugo. Aún más inverosímil resulta que el tío Martín (Rafael Bardem) sea el contable de la fábrica atracada. Volvió al pueblo desde Barcelona porque su vida allí corría peligro y se encuentra con los asesinos del vigilante nocturno. Concluye el relato con la siguiente explicación:
—Dios lo quiso así. 

En el melodrama español de la década de los cincuenta los designios de un dios vengador suelen confundirse con los infortunios del destino. Hugo con maleta y gabardina de trinchera, un vestuario de lo más inapropiado para ir por la montaña, escapa hasta el castillo de cuyas piedras se burló. Como está borracho, resbala, la maleta se abre y los billetes vuelan. Al intentar recuperarlos cae al vacío. Su escarnio de aquellas piedras milenarias —símbolo de una raza, no lo olvidemos—, tiene como consecuencia la muerte. Pero tampoco hay salvación para los inocentes: resulta que la enferma no es Laura, sino María. Está condenada a morir cuando el valle se cubra de nieve. Mario purgará su culpa compartiendo su condena en silencio, sin poder revelarle el secreto. Entonces se arrodillan ante la cruz de piedra que da nombre a la masía y rezan el padrenuestro. 

Cuando el valle se cubra de nieve está rodada mediante un sistema anamórfico autóctono denominado Hispanoscope que también se utilizará en otro título que hermana montaña y espiritualidad: Cumbres luminosas - Montserrat (José Fogués, 1957).

La cinta es un melodrama sobre una doble redención, una película policiaca de ladrones y venganzas, y un documental en Agfacolor e Hispanoscope sobre el corazón espiritual de Cataluña, la montaña de Montserrat. Todo en uno y todo igualmente farragoso. 

Pierre (Manuel Monroy), un antiguo escalador, ateo por más señas, se reúne en el santuario de Montserrat con Margot (Jacqueline Pierreux), la amante del jefe de una banda de ladrones (Luis Orduña), al que ambos han traicionado. Pero un miembro de la banda, llamado Dupont (Alejandro Rossi), les ha seguido hasta allí. Margot hace amistad con una familia estadounidense, que le hará recuperar el sentido de la espiritualidad perdido y Pierre se empeñará en un duelo alpinístico-dialéctico con el padre Anselmo (José Marco), un experto en rescates en la montaña y en la salvación de almas descarriadas. Las tres líneas temáticas confluyen en un final edificante cuando, en una noche de tormenta, Pierre robe la corona de la Virgen de Montserrat y Marchand intente violar a Margot. Acongojado por el ambiente de la capilla de San Dimas, donde ha buscado refugio, Pierre deposita la corona en el altar del Buen Ladrón. Sin embargo, al abandonar la ermita, se despeña. Margot acompaña al padre Anselmo hasta el lugar donde ha caído el ladrón arrepentido. Lo hace descalza, en prueba de penitencia. El sacerdote los une en matrimonio in articulo mortis de modo que el único fleco objetable quede solventado.

domingo, 8 de enero de 2017

panorama del cine criminal barcelonés (14)



Senda torcida (Antonio Santillán, 1963) es una debilidad personal. Su director procede del doblaje y es todo un especialista en el género. Primero en la productora de Iquino y luego en la cooperativa Constelación, Santillán fue uno de los más conspicuos cultivadores del criminal a la barcelonesa: procedimentales, películas de suspense, noirs tardíos... A él se deben algunos títulos canónicos y otros que se salían de los cauces genéricos más trillados como El ojo de cristal (Antonio Santillán, 1955), inopinada versión de un cuento de William Irish en el que Armando Moreno hace el papel de un policía en crisis y el mexicano Carlos López Moctezuma de criminal, pero cuya acción está llevada por unos niños aficionados a la investigación, según el patrón del clásico Emilio y los detectives.

Menos refractarias a la normativa del filón resultan Almas en peligro (Antonio Santillán, 1952) y El presidio (Antonio Santillán, 1954). Se trata de dos de aquellas producciones en serie de Iquino que glorificaban las excelencias de las fuerzas del orden en España. La primera producción de Iquino dedicada a la delincuencia juvenil se abre con el ya habitual aviso moralizante: "Muchachos sin experiencia, lanzados a la vida en inferioridad de condiciones, caen, víctimas de instinto, del mal ejemplo o del abandono familiar, para convertirse en pequeños delicuentes". La cinta pretende la exaltación del Tribunal Tutelar de Menores, que ejerce sus funciones, según reza el mismo rótulo, entre la indiferencia general, el exceso de trabajo y la falta de medios. Tampoco parece demasiado elogio para una institución pública. Los actos primero y tercero injertan Almas en peligro en el filón del cine criminal. Ahí están los delincuentes interpretados por el húngaro Barta Barri y el portugués Carlos Otero y el comisario -que se apellida Lérida, como en Brigada Criminal (Ignacio F. Iquino, 1950)- interpretado por Manolo Gas, menos paternal que otras veces porque de cumplir este papel ya se va a encargar el sacerdote encarnado por Manuel Monroy. Hay también abundancia de exteriores naturales con el clímax en el puerto de Barcelona y el tiroteo en la golondrina. Como responsable final, Iquino inserta en el metraje un reportaje sobre la final del campeonato de hockey sobre patines que tuvo lugar en junio de 1951 en el Pabellón del Deporte y en la que España venció a Portugal. Es sólo un ejemplo de su voluntad de dejar un registro de la actualidad que a nosotros, hoy, nos permite asomarnos a una realidad que transciende la mera ambientación. Como las alusiones a la actividad clandestina del PCE en España o el hecho de que el protagonista tilde a los curas de “cuervos negros”, algo bastante insólito a pesar de su segura redención. Poco importa entonces la adopción de códigos propios del género gangsteril estadounidense o el publirreportaje sobre la labor de reinserción que se realiza en la institución patrocinadora de la cinta y que ocupa el cuerpo central del relato

En El presidio le toca el turno al sistema penitenciario y, de nuevo, a la benéfica (y preeminente) supervisión de la iglesia católica en la función regeneradora de dicha institución. De este modo, después de un arranque fulgurante, con fuga y flashback a una historia con femme fatale, la cinta termina convirtiéndose en melodrama redentorista con niño y sacerdote (Manuel Gas). Pablo (Carlos Otero) se fuga de la Cárcel Modelo de Barcelona donde ha sido recluido por una serie de hechos que serán relatados en sucesivos flashbacks. Nos enteramos así de su despido de una empresa y de la atracción que siente por Ana (Isabel de Castro), quien le pondrá en contacto con el jefe de una banda de atracadores conocido como “El Abogado” (Barta Barri). Las sucesivas delaciones y traiciones entre los miembros de la banda culminan con la regeneración de los que escogieron el mal camino y la muerte de los villanos congénitos.

Cuatro en la frontera (Antonio Santillán, 1957) es una cinta sobre contrabando en la frontera hispano-francesa. Un agente de la Interpol (Frank Latimore) y otro de la policía española (Armando Moreno) se emplean como temporeros en la explotación forestal de don Rafael (Adriano Rimoldi), pues es en las proximidades de su masía donde se efectúa el tráfico ilícito. La mujer del propietario (Claudine Dupuis) y su hermana (Danielle Godet) se sienten atraídas por el infiltrado. El capataz (Juan de Landa) lleva a los hombres con mano de hierro y rechaza a un viejo contrabandista de medio pelo que vive en la montaña (Miguel Ligero).Todos estos personajes y aún otros encarnados por Gerard Tichy y Estanis González tienen su parte en un argumento cuajado de incidentes, que, a ratos pierde el foco a base de complicaciones cuya dosificación resulta engorrosa. Sin embargo, Santillán rueda con convicción el endeble guión y aprovecha las oportunidades que le ofrecen las localizaciones naturales en los Pirineos. Por momentos —la vida en la masía, el mercado de caballos... —, parece que éstas le condujeran por los derroteros del western. Referencias, en fin, a las convenciones de la serie B a la americana que Santillán adopta sin vergüenza, ahormándolas al entorno catalán sin apenas forzarlas. La presencia de intérpretes franceses delata la coproducción encubierta a la que tan dado era Marius Lesoeur. En Francia se presentó como De l’or dans la vallée.
 

También Cita imposible (Antonio Santillán, 1959) se financió mediante el mismo procedimiento, pero en doble versión, con Claudine Dupuis en el papel de la mujer excarcelada que en la española interpretaba Josefina Güell. Santillán afrancesa su nombre —Antoine— en los carteles de Panique au music-hall.

Situada en el ambiente teatral del Paralelo, Cita imposible inmortaliza la revista musical Leyendas del Danubio, que había sido un gran éxito de la compañía de Los Vieneses. La Censura cinematográfica era bastante más estricta que la teatral así que los pudorosos responsables de velar por la moral colectiva, decidieron que había que cortar un número completo de Mercedes (Mercedes Monterry) y varios planos de las bailarinas que acompañaban al payaso Juanón (Francisco Piquer). Éste, imitador de voces, tiene un importante papel en la alambicada trama policíaca. Un abogado novato (Philippe Lemaire) y un inspector de policía (Arturo Fernández), que además resultan ser primos, compiten por el amor de una guapa chica (Luz Márquez) y por llevarse el gato al agua en la resolución del misterio.

A principios de la década de los sesenta, tras el incendio de los estudios Orphea, los primeros que habían servido para los rodajes sonoros en España, algunos profesionales se asociaron en la Cooperativa Cinematográfica Constelación. Entre ellos están Santillán y el operador Torres Garriga. Su primera producción es Trampa mortal (Antonio Santillán, 1962), protagonizada por Marta Padován y Víctor Valverde. El guión se basa en un argumento de José María Lliró, autor de novelas de a duro en Bruguera con el seudónimo de Burton Hare y en la colección “Bang” de Ferma como Max Cameron.

Después de una larga temporada en paro tras salir de la cárcel, Raúl (Víctor Valverde) recibe en una misma noche dos ofertas de trabajo. Una consiste en conducir un camión entre Barcelona y Sevilla, lo que le alejará de Clara (Marta Padován) y dejaría el camino bastante despejado al propietario del cabaret donde ella se ve obligada a trabajar (Gustavo Re). La otra procede de su ex–jefe (Enrique Diosdado), que le entregará cien mil pesetas a cambio de que le mate. Raúl acepta la primera, pero al llegar a Sevilla lee en el periódico la noticia del fallecimiento del empresario. En Barcelona, le espera un tenaz inspector de policía (Ismael Merlo). Los sospechosos se multiplican al tiempo que las tramas secundarias y el relato va perdiendo foco, derivando en tramas secundarias, como la de la celosa mujer del inspector, tan reiterativa como chusca en su planteamiento humorístico.
 

Las estrecheces presupuestarias confinan las escenas en interiores durante la mayor parte del metraje y Santillán resuelve muchas de ellas con los intérpretes de perfil, uno frente a otro, eludiendo así el plano-contraplano, pero confiriendo a la planificación un estatismo que ayuda bien poco a mantener el pulso narrativo.

El segundo intento de la cooperativa es la mentada Senda torcida, con guión original del propio Santillán y de su colaborador habitual Enrique Josa. La partitura percusiva en su mayor parte corre a cargo de Martínez Tudó, que también compone la banda sonora para Los atracadores y la de estilo jazzístico para saxo, trompeta y caja tocada con escobillas de A tiro limpio.

La cinta arranca con una salida de una fábrica, como si volviéramos al universo primigenio de los hermanos Lumière, trabajador en bicicleta incluido. Sin embargo, la tortilla no tarda un segundo en voltearse: Rafael (Víctor Valverde) es un fugitivo de este mundo de horas extraordinarias y salarios de miseria. Su novia, Marcela (Marta Padován), trabaja en una casa de modas. Se quejaba Fernán-Gómez en otra película de tener toda “la vida por delante”, Rafael no está dispuesto a esperar. Roba el arma a un sereno y comete un atraco. Entrega el fruto de su crimen a Marcela y queda con ella en Barcelona. Pero cuando llega allí, la chica no se presenta. Traicionado, Rafael entra en contacto con un curtido delincuente llamado Silvestre (Gerard Tichy) que le propone el asalto a una joyería. Su tapadera es la pensión del “Abuelito” (un muy acertado Miguel Ligero, fuera de su registro de don Hilarión), pero la policía está sobre su pista e intentan alcanzar la frontera.

La película propone un itinerario que va de Madrid a la frontera francesa y arranca y culmina en sendas salas de cine, en un guiño de Santillán que es toda una declaración de principios. En el cine de barrio que atraca Rafael en Madrid se proyecta La banda del terror (Die bande des schreckens, Harald Reinl, 1960) y en el que se enfrentan finalmente con la policía Sangre en el rancho (Man in the Shadow, Jack Arnold, 1957). Esta trama itinerante otorga a la película una linealidad —y su correlato en claridad expositiva— de la que carecía Trampa mortal. Los asesinatos brutales e injustificados de Silvestre hacen recapacitar a Rafael. Sin embargo, no hay ocasión para la soflama moralista. Después de haber plantado las correspondientes pistas sobre la responsabilidad de los padres en el camino tomado por los hijos y presentarnos a un policía con un complejo de Edipo que tira de espaladas, Senda torcida finaliza con una sequedad y una contundencia ejemplares.

domingo, 1 de enero de 2017

panorama del cine criminal barcelonés (13)


Los culpables (José María Forn, 1962) adapta un drama de Jaime Salom. Sirva como ejemplo de películas de suspense con crímenes perfectos y coartadas, en la que asesino y comisario juegan al ratón y al gato del mismo modo que lo hacen los autores con el espectador, que se pasa el tiempo esperando giros inesperados. El doctor (Yves Massard) amante de una esposa adúltera (Susana Campos) debe firmar el falso parte de defunción del marido (Tomás Blanco), a quien unos negocios fraudulentos le aconsejan desaparecer y que todo el mundo lo dé por muerto. Chantajes, cadáveres escamoteados, sospechas mutuas, difuntos resucitados y adulterios son los ingredientes básicos.
 
Forn ya se había probado en el género en la producción de los hermanos Balcázar Yo maté (José María Forn, 1957). La línea moralista se ciñe a lo que parece una preocupación de la época: la nefasta influencia que las lecturas de tebeos y novelas de crímenes pueda tener sobre las mentes poco formadas de los tiernos infantes. Jorge (Pepito Moratalla) vive inmerso en un mundo de sirenas de policía, tableteo de ametralladoras y chirridos de neumáticos… un universo acústico al que le conduce la lectura de las novelitas de la apócrifa “Colección Huella”. Como en un cuento de hadas, su madre (Nora Samsó) le envía con unos pasteles recién hechos al caserón en el que habita el usurero don Matías (Emilio Fábregas), cuyos apremios los ahogan en tanto no cobren la pensión de viudedad, pendiente de inacabables trámites administrativos. Don Matías se convierte así en abuelita y lobo feroz en una misma persona. El hijo del farmacéutico será su aliado para suministrarle una dosis letal de Veronal. Para escapar de la escena del crimen, Jorge huye a Barcelona, en cuyo puerto se encuentra con el pintoresco Capitán Cinco Duros (Eugenio Testa), un tipo que afirma que el robo no es un delito, sino un deporte. Suerte de Fagin de la Barceloneta, el viejo pone en evidencia el carácter dickensiano del relato. Si uno obvia la sobredosis de moralina —tan estupefaciente como la de Veronal suministrada a don Matías— la película resulta satisfactoria desde el punto de vista del suspense y en la descripción de los ambientes del subempleo infantil. Manuel Gas hace una de sus sempiternas encarnaciones de una autoridad bonachona y comprensiva, para la ocasión, con tricornio, que en cuanto llegue a Barcelona cambiará por su sombrero flexible, y partidario de meter en la cárcel a los padres que no se preocupan de las novelas que leen sus hijos y las películas que ven.
 
Menos interesante resulta ¿Pena de muerte? (José María Forn, 1961), un whodunit cuyos antecedentes se nos dan en la secuencia de precréditos mediante una serie de reportajes periodísticos. Estos relatan el crimen del señor Arnáez por el hijo de los propietarios de la fonda de Monistrol (Marcos Martí): el testimonio de un sobrino y de la criada del finado, el hecho de que la letra en que se reconocía la deuda por la que se originó la disputa se encontrara en posesión del sospechoso cuando se disponía a huir, todo le inculpa… Pablo Hinojosa (Fernando León), guionista de películas de misterio e hijo de un eminente abogado, decide realizar una nueva investigación por su cuenta. Si no fuera por un puñado de planos en exteriores en Monistrol, en las estribaciones de Montserrat, la trama se podría haber desarrollado, con la misma exasperante trivialidad, en una mansión de Surrey con Hércules Poirot a cargo de las pesquisas.
 
En 1961 se estrena una producción de la marca del propio Forn, Teide P.C.: Muerte al amanecer (José María Forn, 1960). Virgilio Delise (Antonio Vilar) acepta sin vacilaciones su detención como sospechoso de homicidio por la muerte de su padrastro Montevidei (Félix de Pomés). Afectado por unas nebulosas secuelas psicológicas a consecuencia de la Guerra Civil, no cree que haya cometido el crimen del que se le acusa, pero odiaba al fallecido con todas sus fuerzas, de modo que aunque fuera inocente, él se sabe culpable. Sin embargo, la proximidad de la policía le produce un rechazo casi físico, así que salta del coche y escapa. Busca el consejo de su cuñado, el abogado Costa (José María Caffarel) y de un amigo periodista (Antonio Almorós)... Se refugia en la sesión golfa de un cine y en el apartamento de una prostituta llamada Lina (Sun de Sanders). Pero mientras tanto, Doria (José María Rodero), un ambicioso agente de seguros residente en Tarragona, le toma la delantera a la policía a la hora de esclarecer el crimen y amoldarlo a sus propios intereses, aunque para ello tenga que falsificar pruebas en contra de Delise. Lo cierto es que Montevidei ha fallecido de muerte natural cuando fue a pedirle dinero prestado a su hijastro y todo el complicado enredo ha sido organizado por el chantajista que le seguía (Rafael Navarro). Perseguido por su sentido de culpa, Delise pretende abandonar la ciudad, y la verdad se esclarece cuando para él es demasiado tarde. Ahora, todos son culpables.
 
Muerte al amanecer es la adaptación de El inocente, la novela de Mario Lacruz que figura en los anales como uno de los principales antecedentes de la novela negra española, a pesar de su rotunda deslocalización. Esta falta de antecedentes pareció, en cambio, desorientar a los críticos contemporáneos:
José María Forn ha realizado el film con una considerable habilidad técnica que en muchas ocasiones logra hacernos olvidar las oscuridades y complejidades de un guión demasiado oscuro. Incluso ha logrado momentos de indudable interés y ha dado vigor a la creación de algunos de los tipos que participan en la cinta. [La Vanguardia Española, 25 de mayo de 1961.]
Con una excelente fotografía de Ricardo Albiñana, La ruta de los narcóticos (José María Forn, 1962) hace uso de los decorados naturales barceloneses —Zona Franca, estación de Francia, aeropuerto del Prat…— con la eficacia habitual en el ciclo criminal barcelonés. El policial procedimental chez Iquino ha sufrido la lógica evolución desde la fundacional Brigada criminal. Sobre un argumento de José Antonio de la Loma y con la dirección de José María Forn, Iquino sigue ensalzando en 1962 el trabajo de las fuerzas de seguridad del Estado. Ahora le toca el turno a la Brigada de Narcóticos. En la escena de apertura, el comisario Mendoza (José María Oviés) se encarga de aclarar que en España sólo hay mil tres cientos toxicómanos —de los cuales, curiosamente, el porcentaje más elevado corresponde a las mujeres—. Una gota de agua en el océano de los trescientos mil que vagan por las ciudades estadounidenses en busca de su dosis de heroína cual ejército de muertos vivientes. Aún así, España colabora eficazmente con la Interpol en la represión del tráfico que, procedente de Oriente Próximo, toca en el puerto de Barcelona para seguir su ruta transatlántica.
 
El inspector Andrés Bellido (Víctor Valverde) arranca su investigación a raíz del asesinato de un emigrante gallego que iba a partir hacia América con un paquete cuyo contenido ignora. Ha recibido por ello una buena paga en dólares. La voz en off nos invita a seguir entonces a su asesino, un italiano registrado en varios hoteles de Roma, para despistar a sus rivales de la Banda de las Muñecas, llamada así porque éste es el método que utilizan para camuflar la heroína. Antes de morir el italiano, miembro del clan de “Lucky” Luciano, pide ayuda a su amante, Monique (Patricia Luján), modelo en un taller de alta costura. Gisela (Sonia Bruno con su auténtico nombre de Antonia Oyamburu), otra modelo, hija de un toxicómano, investiga por su cuenta a fin de vengar la muerte de su padre.
 
¡Qué diferencia con Razzia (La redada) (José Antonio de la Loma, 1972), rodada sólo una década después! Ahora Barcelona se ha convertido en punto de consumo de heroína procedente de Oriente Próximo y el mercado está controlado por argelinos, italianos, franceses, algún personaje español de alto copete (Eduardo Fajardo) y los gitanos del Campo de la Bota, un barrio chabolista dedicado al menudeo en el que la policía no se atreve a entrar; sólo lo hará cuando allí se refugie un criminal conocido como “El Dandy” (Máximo Valverde) y tome como rehén a una fotorreportera (Linda Hayden). El narcotráfico vuelve a primer plano en El último viaje (José Antonio de la Loma, 1974) en un aggiornamiento del ciclo criminal barcelonés filtrado por el modelo poliziottesco cultivado por Umberto Lenzi. José Antonio de la Loma demuestra así que la producción nacional puede competir en igualdad de condiciones con productos foráneos, aunque para ello haya que forzar un poco la máquina y mostrar el antebrazo de un yonqui con no menos de veinte pinchazos distribuidos a lo largo de toda la superficie útil.
 
De la Loma volverá a los escenarios marginales de Razzia en Yo, El Vaquilla (José Antonio de la Loma, 1985).