domingo, 30 de octubre de 2016

panorama del cine criminal barcelonés (4)



La concepción de Relato policíaco (Antonio Isasi-Isasmendi, 1954) está más próxima al amateurismo que a la industria. Isasi lleva varios años trabajando como montador para Emisora, pero ha comprado una cámara y en sus ratos libres concibe una película que pueda hacer con un grupo de amigos. Se trasladan para ello a las cercanías de Tortosa, en el delta del Ebro, y ruedan con la cámara de cuerda de Isasi, negativo adquirido de estraperlo y una motocicleta como medio de transporte para todo el equipo.

La historia arranca con un cadáver rescatado del río. Es el de un tal Jacques, que el juez de instrucción descubre que se había detenido con una mujer en una masía cercana para arreglar su coche. Siguiendo a la mujer dan con Tomás, el hijo de Anselmo (Luis Induni), que ha tenido participación en un asunto relacionado con el contrabando de automóviles. Tomás huye por el río. ¿Es lícito que el agente que le sigue dispare contra él a fin de neutralizar su fuga?

El mediometraje lleva un par de años enlatado. Isasi encuentra trabajo como montador con la familia Balcázar, peleteros reconvertidos en productores cinematográficos, que han probado (mala) suerte en 1951 con un drama histórico Catalina de Inglaterra (Arturo Ruiz Castillo, 1951). Su siguiente intento sigue la senda de la comercialidad manifiesta. Se trata de una comedia de ambiente futbolístico titulada Once pares de botas (Rovira Beleta, 1954). Durante el montaje de esta cinta, en la sala de proyección de Warner Española, Isasi les propone a los Balcázar rodar otro episodio y unas escenas de engarce y estrenarlo como un largometraje. Los peleteros ofrecen una cantidad irrisoria por todo, pero Isasi está ansioso por debutar como director. El segundo episodio también girará en torno a la utilización de las armas de fuego por parte de los agentes del orden.
—Disparar es sencillo —afirma el comisario Nogués (Conrado San Martín)—. El cuándo y el cómo es lo que importa.

Y es que, para hilvanar las dos historias, el director le ha pedido una jornada de favor a Conrado San Martín, a cuyo lanzamiento ha contribuido como guionista de Apartado de Correos 1001. Se encierran en unas dependencias de la Universidad de Barcelona y en 24 horas ininterrumpidas (según el actor) o 36 (según el director) se ruedan las secuencias de la entrega de diplomas a los nuevos agentes y la charla ejemplarizante que da pie a la inserción de los dos episodios independientes.
Este “más difícil todavía” de planificación y montaje suele centrar todas las incursiones en el anecdotario de la película. Los productores hicieron de las carencias virtud y se apuntaron a la “escuela verista” para justificar la utilización de intérpretes aficionados y escenarios naturales. Lo cierto es que Isasi da muestras de una gran sabiduría cinematográfica y el conjunto no delata sus carencias aunque sí, claro, sus costuras.

En el apartado fotográfico figuran juntos los hermanos Gutiérrez Larraya. Aurelio, el menor, lleva la cámara y será responsable de la fotografía de varias películas de nuestro ciclo de principios de los años sesenta. Federico, que se encarga de la iluminación en ésta, ya había participado en Apartado de Correos 1001. Este mismo año fotografía también El fugitivo de Amberes (Miguel Iglesias, 1955).

domingo, 23 de octubre de 2016

panorama del cine criminal barcelonés (3)


El asesinato de un joven en plena Vía Layetana pone en marcha el dispositivo policial de Apartado de Correos 1001. También aquí hay un policía novato, Miguel (Conrado San Martín), y un inspector veterano (Manuel de Juan). El registro de la habitación del fallecido les conduce a un anuncio publicado en La Vanguardia donde se cita como dirección de contacto el apartado de correos 1001. Siguiendo esta pista dan con Carmen (Elena Espejo), jugadora de pelota profesional y correo de los misteriosos mensajes. Finalmente, será un empleado de Correos (Tomás Blanco) conchabado con los delincuentes quien les conduzca hasta el asesino del joven, complicado en un asunto de tráfico de estupefacientes. La policía le pone cerco en las Atracciones Apolo, donde se produce el enfrentamiento final. Este complejo recreativo se inauguró en el Paralelo barcelonés allá por 1935 y permaneció en activo hasta finales de los años sesenta, cuando el local se transformó en una sala de juegos recreativos. Tomaron entonces los juegos electrónicos el lugar que hasta entonces habían ocupado el Río Misterioso, la Ciudad Encantada, el tiovivo, la Casa de la Risa y la Autogruta. En las Atracciones Apolo se dan la mano lo siniestro y lo ridículo: las calaveras que nos invitan a ingresar en el reino de la muerte, las puertas que conducen al laberinto sin salida, las pasarelas que hacen que el mundo a nuestro alrededor se tambalee... No se pretende ocultar la deuda de esta escena con The Lady from Shanghai (La dama de Shanghai, Orson Welles, 1947), que se había estrenado en Barcelona en octubre de 1948. Pero el barroquismo visual de Welles deriva en manos de Julio Salvador en una escena grotesca, lo que, en lugar de aliviar la tensión, la incrementa. El tiroteo en la Casa de la Risa se resuelve con una imagen memorable y sólo la actuación envarada del inexperto Conrado San Martín resta coherencia al conjunto.

El interrogatorio de los testigos, las largas sesiones de vigilancia a sospechosos, la visita al diario para localizar el anuncio recortado... Todo tiene en Apartado de Correos 1001 un tono más directo, menos dramatizado, que la película de Iquino. Julio Salvador aprueba con nota en su segundo título como director.

El éxito de la película propició que Emisora se embarcase de inmediato en el rodaje de otro policial, esta vez de corte psicológico, Duda (Julio Salvador, 1951), en el que repitió prácticamente todo el equipo. Julio Salvador vuelve a ponerse al frente, Conrado San Martín y Elena Espejo son la pareja protagonista, Federico G. Larraya se encarga de la fotografía, Isisi del montaje y Ramón Farrés de la partitura musical. La película es la adaptación de un drama de Emilio Hernández Pino que Rafael Rivelles había estrenado en Barcelona en enero de 1949. No se había mostrado entonces muy entusiasta Julio Coll, crítico de la revista Destino, con el cóctel genérico que sostenía el drama y, sobre todo, con algunos recursos dramatúrgicos en el segundo acto que pudieron parecer modernos veinte años antes pero que entonces sonaban un poco trasnochados. Seguramente por eso se aplica, en compañía de Manuel Tamayo, su cómplice habitual en estos años, a buscar soluciones cinematográficas que mantengan la intriga y eviten el escollo “teatral”.

No se puede decir que los guionistas no pongan todos los medios para atrapar la atención del espectador. Los sospechosos se multiplican, los giros argumentales proliferan, las escenas dedicadas a la descripción de la rutina policial —pruebas forenses, identificaciones, interrogatorios…— puntúan la narración. Todo desemboca en la persecución final en la Estación de Francia… Sin embargo, por el camino, el foco se pierde. La relación triangular que debería de provocar la empatía del espectador —Conrado San Martin y Elena Espejo como la pareja protagonista y un primerizo Paco Rabal como atormentado hermano de ella— queda diluida, de modo que el motivo presente en el mismísimo título sólo constituye el meollo del conflicto dramático durante los primeros compases del segundo acto. Contabilicemos, entonces, en la columna del haber: la descripción del ambiente lumpen barcelonés —con algunas escenas situadas en el Barrio Chino—; algunas notas de un machismo tan atroz como impremeditado y otras de brutalidad policial —protagonizadas casi siempre por Luis Induni, en esta ocasión a este lado de la ley— que pasaron el filtro censorial; puntuales hallazgos fotográficos no tan evidentes, como el claroscuro de la escena en la que el protagonista descubre el veveno entre las pertenecías de su mujer, el dinamismo del que Julio Salvador dota en todo momento a la narración con especial atención a las transiciones entre secuencias y el el evidente interés de la intriga. No es mal saldo.


Contrabando / Contraband Spain (Julio Salvador / Lawrence Huntington, 1955) es la primera coproducción en la que se embarcan los hermanos Balcázar. En realidad, se trata de prestar los servicios logísticos para el rodaje en Barcelona y alrededores de los exteriores de una película británica escrita y dirigida por Lawrence Huntington. Para obtener la nacionalidad española los créditos de la versión para el mercado patrio se engordan hasta lo inverosímil. Para empezar, se crea la figura del director adjunto ejercida nominalmente por el especialista Julio Salvador, que en estos años trabaja codo con codo con Conrado San Martín, que también figura en el reparto como estrella invitada. Del resto de los actores españoles, sólo José Nieto tiene un papel de relevancia. Luis Trías de Bes figura a igual tamaño que el guionista por la “adaptación de los diálogos al español” y en todos los equipos figura un nombre español junto al británico, aunque es difícil discernir si alguno de ellos intervino en la película más allá del testimonio de José María Forn, que asegura haber realizado funciones de ayudante de dirección. Es probable que Enrique Bronchalo interviniera en la escenografía de las escenas rodadas en España. Ramón Biadiú, al que se acredita como montador, debió encargarse de la sincronización española, porque el negativo de la película —una de las primeras en rodarse en Eastmancolor en España— se procesó en laboratorios londinenses y allí se cortó el negativo. Es posible que Federico G. Larraya, ligado también al equipo de Julio Salvador y Conrado san Martín, actuara de oyente junto al operador inglés Harry Waxman; lo cierto es que la película no suele constar en su filmografía.

¿Y la película? Pues un policial con un tema típico de novela de quiosco. Un agente del tesoro norteamericano debe viajar a España para resolver un caso de contrabando en el que ha muerto su hermano descarriado. El difunto tenía una novia que actúa como cantante en un cabaret. La utilización del narrador y algunos exteriores barceloneses remiten a Apartado de Correos 1001, pero incluir la película en el ciclo de policiales catalanes resultaría temerario.

Ha desaparecido un pasajero (Alejandro Perla, 1953) está emparentada con el primer cine criminal catalán, antes que las escasas escenas ambientadas en Barcelona —la detención de Regina en el Gran Hotel y la de Sánchez cuando intentaba escapar a Italia con el dinero del desfalco, con apenas un par de secuencias de transición en exteriores—,  por su carácter procedimental, su loa explícita a la labor heroica de los miembros de la Brigada de Investigación Criminal y por la relación paterno-filial que se establece entre el policía veterano (Rafael Durán) y el recién egresado de la academia (Mario Berriatúa).

También Iquino exprimió el filón. Tras figurar como ayudante de dirección en la fundacional Apartado de Correos 1001, Javier Setó se incorpora a la factoría IFI como director con apenas veintiséis años. Mercado prohibido (Javier Setó, 1952) supone su debut, aunque Julio Coll, coguionista de la cinta, figura también como “asesor artístico” de la misma. El resultado es un producto industrial perfectamente facturado. Un tema de actualidad —el mercado negro de antibióticos— sirve de excusa a uno de los pocos ejemplos de cine negro puro que se facturan en estos años. Germán (Manuel Monroy) tiene una empresa frigorífica en el puerto de Barcelona, pero sus actividades no se limitan a la congelación de pescado. En las cámaras guarda además antibióticos de contrabando. En esta empresa está secundado por Daniel (Carlos Otero) y Luis (Miguel Ángel Valdivieso), un chico ambicioso que pretende pasarse al negocio de la medicina adulterada. La banda se reúne habitualmente en casa de Lola (Isabel de Castro), enamorada de Germán. Dos impedimentos interfieren en el floreciente negocio. Uno es un inspector de policía (Manuel Gas), que tiene fundadas sospechas sobre las actividades de Germán. El otro es una partida de antibióticos legales a precio tasado que el gobierno va a suministrar a las farmacias. El millón de pesetas que Germán ha invertido en este comercio clandestino peligra y urge colocar el último cargamento. Menos abundancia de exteriores que en otras películas del ciclo, aunque bien seleccionados, y una fotografía de Foriscot rica en claroscuros, es el complemento a una planificación en la que hay abundantes movimientos cámara en mano y correcciones de encuadre con intención simbólica.

Otra producción IFI, Los agentes del Quinto Grupo (Ricardo Gascón, 1954) y Pleito de sangre (Ricardo Gascón, 1956) -fuera ya de la órbita industrial de Iquino- reinciden en el procedimental salpimentado con loas a las fuerzas de orden público, pero como ya las hemos comentado en la entrada dedicada a Ricardo Gascón citamos lo dicho allí...
El ejemplo más representativo de la adscripción de Gascón a este ciclo es Los agentes del Quinto Grupo. El reparto es el habitual en producciones de este tipo, con el paternal inspector encarnado por Manolo Gas a la cabeza. En una intervención cómica estelar, José Sazatornil “Saza”. Los agentes son los hombres del inspector Peña (Manolo Gas): Pablo Durán (Armando Moreno), enamorado de la hermana de un compañero con la que le gustaría emprender una nueva vida, alejada de los sinsabores del servicio; Martín (Miguel Fleta), escritor aficionado de novelas policiacas y con un complejo de Edipo que tira de espaladas; Lozón (José María Marco), rico por casa y con una carrera brillante en el cuerpo; y Morales (Arsenio Freignac), el más joven y también el más impulsivo. Su misión es acabar con la banda de Barrière (Barta Barri), un tipo despiadado e implacable, que lo mismo roba a un contable en un garaje que planea el asalto a una factoría el día del pago de las nóminas, dejando un reguero de cadáveres a su paso.
Ignacio Iquino, coinventor del género criminal barcelonés, produce y pone en manos de Ricardo Gascón una película que vuelve a glorificar el trabajo de la Brigada de Investigación Criminal. Dos son las diferencias fundamentales con otras entregas de la serie:
a) que salvo el prólogo y el epílogo -sendos atracos resueltos a tiros- se siguen los pequeños dramas familiares de cada uno de los hombres del grupo, reduciendo la investigación al mínimo; y
b) que empiezan a aparecer en los argumentos tramas asociadas al maquis urbano, convenientemente maquilladas de delincuencia común.
La siguiente película de Gascón, Pleito de sangre es una historia plenamente transmedial, fruto de las hibridaciones que se producen en la cultura popular en la posguerra. El material de origen es un serial radiofónico original de Manuel R. Cabello. La adaptación se ciñe al canon del cine criminal barcelonés –exaltación de las fuerzas del orden, intriga policiaca adscrita al género procedimental, ambientes populares como escenario de la acción…- pero se deja contaminar por los elementos folletinescos de la trama seriada. Como muy bien indica Ramón Espelt en Ficció criminal a Barcelona (1950-1963), las historias de hermanos enfrentados menudearon en nuestro cine como consecuencia de la Guerra Civil sin que el relato debiera hacer referencia explícita a la contienda. El descubrimiento de que el hombre al que acaba de mandar al patíbulo es su hermano constituye una anagnórisis aristotélica en toda regla, que impulsará al buen hermano a descender al submundo en el que habitaba Caín. Esta idea, acaso la más sugerente de la película, queda lógicamente invalidada por el sometimiento del argumento a la rígida moral que debía imperar en el cine español, mucho más tratándose de un representante de la justicia. La modestia del apartado actoral y el escaso presupuesto con el que debía contar la ignota productora Amílcar obligan a Gascón a trabajar bajo mínimos, echando el resto en un par de persecuciones en las que todavía es posible constatar su pulso como narrador en imágenes -Don Juan de Serrallonga (1948)- o creador de ambientes -Ha entrado un ladrón (1949)-. La historia de Caín y Abel ya había conformado el meollo de El hijo de la noche (1950), pero es la película inmediatamente anterior Los agentes del Quinto Grupo (1954) con la que más concomitancias guarda. He aquí de nuevo a Manolo Gas como cachazudo comisario y la relación edípica entre hijo y madre –encarnada en ambos casos por Carmen López Lagar- en tanto que Miguel Fleta, que en aquélla era el policía enmadrado ejerce en ésta de abogado defensor.
Ángel Comas (Ignacio F. Iquino, hombre de cine. Barcelona, Laertes, 2003) cifra en veinticuatro las producciones criminales de Iquino, de las cuales cinco fueron firmadas directamente por él. Del resto, sabemos que la supervisión de guiones, copiones diarios y montaje, era férrea por su parte. 

Veinte años después encomendó a Juan Bosch la dirección de un remake apócrifo de Brigada criminal titulado Investigación criminal (Juan Bosch, 1970), cuyo libreto aparece firmado por Iquino y una tal Jackie Kelly, que no era otra que su compañera Juliana S. de la Fuente. La comparación entre ambas versiones resulta ilustrativa del devenir del productor. Permanece el meollo argumental: un policía veterano (Luis Prendes), otro novato (Ángel Aranda), el encargo de investigar unos robos rutinarios en un taller automovilístico y el descubrimiento de la gran trama delictiva a partir del encuentro accidental con el jefe de la banda (Fernando Cebrián). También la persecución final, que ya tiene estatus de fragmento antológico del cine español. ¿Cuáles son los cambios? Para empezar, la desaparición de toda la parafernalia dedicada a la vindicación de la labor de las fuerzas del orden; la voz en off institucional queda desbancada por un irónico comentarista extradiegético que se inmiscuye en el relato, interpela a los personajes y es interpelado por ellos, que miran descaradamente a cámara para contestarle. Luego, la lógica puesta al día de la fotografía, firmada en Eastmancolor por Antonio L. Ballesteros jr. La intención verista aportada por la cámara en mano y el rodaje de extranjis del original se suple en la réplica por un nervioso juego juego de zooms que dejan de lado el entorno —la gran baza estética de Brigada criminal— para privilegiar los planos cerrados y los insertos. La elección no es baladí, porque la trama del robo y tráfico de automóviles queda reemplazada por otra mucho más rentable de trata de blancas; rentable porque esto permite montar una doble versión con varias escenas que incluyen desnudos femeninos, lo que convierte a la cinta en un nudie al modo europeo, al estilo de la coetánea Man of Violence (Pete Walker, 1971). Las películas en súper-8 que los delincuentes graban subrepticiamente en las casetas de baño de la playa traen a primer plano el objetivo voyeurístico de toda la operación.

domingo, 16 de octubre de 2016

panorama del cine criminal barcelonés (2)



Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950) se basa en un una idea de José Santugini, adaptada por Juan Lladó y Manuel Bengoa. En los títulos de crédito figura como asesor Arturo Roselló, de la Dirección General de Seguridad. El argumento sigue la peripecia de Fernando Olmos (José Suárez), un agente recién egresado de la academia de policía, que asiste como testigo casual a un asalto a un banco. El inspector Lérida (Manuel Gas), su mentor, es el prototipo del policía avezado y un poco escéptico cuya abnegada esposa le espera en casa con la cena recalentada. La misión oficial encomendada a Fernando es vigilar al empleado de un garaje que está distrayendo dinero de la caja. Pero quiere la casualidad que por allí mismo realice sus trapicheos automovilísticos Óscar (Alfonso Estela), jefe de la banda que ha perpetrado el atraco. Siempre a su vera, el sicario Mario (Barta Barri). Fernando se ofrece a trabajar para ellos a fin de infiltrarse en el grupo. Para probarle, los malhechores le encomiendan viajar a Barcelona en un coche robado y apiolar a Celia Albéniz (Soledad Lence), una bailarina que ha sido novia de uno de la banda y ahora le amenaza con una denuncia si no los abandona.

La figura del policía infiltrado en el cine de gánsteres —Edward G. Robinson en Balas o votos (Bullets or Ballots, William Keighley, 1936), por ejemplo— o en el noir más psicótico —Edmond O'Brien en Al rojo vivo (White Heat, Raoul Walsh, 1949)— siempre ha dado lugar al desvelamiento de ambigüedades morales. El policía de turno será seducido por la novia del capo y no sabrá resistirse a la atracción del lujo y el dinero fácil. Por supuesto, esto no ocurre en la España de 1950. Aquí el héroe es de una rectitud inequívoca, lo que le aproxima más al protagonista de un serial, donde cualquier ambivalencia es proscrita pues deriva en complejidades psicológicas que retardan la acción.
El rótulo inicial no puede dejar más clara —¿de cara al público? ¿a la Censura?— la plantilla con la que hay que leer la obra:
“Esta película es un homenaje a la abnegación y heroísmo de los funcionarios de la policía española que, sin grandes alardes técnicos, y contando con el factor “hombre” como máximo valor, está considerada como una de las mejores del mundo”.

Evidentemente, hay un abismo entre los departamentos de identificación de huellas que se nos muestran en las películas del FBI y el modesto archivo de impresiones digitales de las Brigada de Investigación Criminal. Iquino aprovecha cualquier ocasión para subrayar el “mensaje” que la Administración quiere escuchar. Fernando habrá de visitar al inspector Lérida no en su oficina sino en la Academia de la Policía Armada, donde asiste al adiestramiento de perros policías. Una vez más la voz en off parece extraída del No-Do: Lérida se encuentra allí “comprobando los enormes progresos conseguidos en tan poco tiempo”.

Sin embargo, la fuerza de la película de Iquino no reside en las circunstancias argumentales sino en su uso sistemático de la cámara en mano, algo perfectamente anómalo en la estricta dramaturgia del cine español de su tiempo. Pablo Ripoll, colaborador de estas primeras producciones de Iquino en su etapa post-Emisora, recurre a contrapicados enfáticos, a objetos interpuestos y prescinde en exteriores de la iluminación con resultados desiguales pero siempre novedosos. La película está rodada desde el interior de los automóviles en marcha, con la cámara oculta en el interior de un quiosco de bebidas, sorprendiendo a los actores entre la gente de la calle desde la boca del metro o la ventana de algún piso próximo a la acción.

Justamente célebre es la persecución final en el edificio en construcción, un tour de force de diez minutos de duración en el que predomina la acción y los escasos diálogos tienen una función meramente utilitaria. La crudeza de la luz natural, las panorámicas que relacionan a perseguidos y perseguidores y la contundencia de las ráfagas de ametralladora, muestran a un Iquino plenamente convencido del camino emprendido, aunque su filmografía posterior siguiera por otros derroteros.

domingo, 9 de octubre de 2016

panorama del cine criminal barcelonés (1)

Escribí la primera versión de este texto en 2010, como presentación de un ciclo de cine policial español. Ya entonces las incursiones madrileñas o internacionales del género me parecieron derivaciones del camino recto que trazaba la producción barcelonesa con ambientación autóctona y que constituía la parte troncal de aquel ciclo. Así que seis años después, tras haber visto un buen número de cintas que escapaban al canon y haber tropezado con alguna joya oculta, me decido a rescatarlo, corregido, ampliado y circunscrito a lo que he denominado “cine criminal barcelonés”, eludiendo así etiquetas como noir, procedural o whodunit, aunque todas ellas aparecen a lo largo de la serie que hoy da comienzo.
Como he dedicado entradas a las filmografías de Miguel Iglesias y Ricardo Gascón remito al lector a los comentarios aparecidos en aquéllas cuando se pueden adscribir al filón criminal. No es cosa de repetir lo dicho, aunque puede que alguna idea resulte reiterativa. Vayan las disculpas por delante.
La bibliografía —que detallo al pie de esta primera entrega— ha seguido engrosando con los años, pero para un análisis riguroso y conciso, remito al lector a las tres entradas que, con el título de “Catálogo Criminal Español”, aparecieron en Esbilla Cinematográfica Popular al tiempo que uno escribía esto.
Seguramente el noir a la española sea el único género nacido de un ataque de cuernos. Hay precedentes ilustres, pero la partida de nacimiento del policial de por acá está firmada la primera semana de diciembre de 1950, cuando se estrenan en Barcelona, casi simultáneamente, Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950) y Apartado de Correos 1001 (Julio Salvador, 1950).

Los precedentes a los que aludo son los seriales rodados en Barcelona hace ahora casi cien años: con sus villanos encapuchados y sus herederas en apuros y, sobre todo, una serie de películas facturadas en los años cuarenta por admiradores del sainete y de las novelas de Simenon. Películas ambientadas en el Madrid castizo —El crimen de la calle de Bordadores (Edgar Neville, 1946) y María Fernanda la jerezana (Enrique Herreros, 1948)— o en ciudades portuarias que remiten al universo fatalista de Marcel Carné y Julien Duvivier —Barrio (Ladislao Vajda, 1947) y La calle sin sol (Rafael Gil, 1948)—. Crímenes cinematográficos de pregón de ciego o de novela popular, para entendernos.

Emisora Films, la compañía de la que Ignacio F. Iquino es el puntal creativo y su cuñado Francisco Ariza, gestor, da soporte a la frenética actividad del primero desde febrero de 1943. Han hecho un buen puñado de comedias con incrustaciones musicales, pero también ha habido melodramas, películas históricas y algún policial. No importa mucho, siempre que se produzcan a buen ritmo y con un presupuesto ínfimo, porque cuentan con un acuerdo de distribución con la filial de la 20th Century Fox, Hispano Foxfilm, lo que les permite realizar un pingüe negocio a costa de los permisos de importación obtenidos con sus producciones. En Emisora hay un plantel fijo de escritores, técnicos e intérpretes a bajo coste gracias a los contratos continuados. Salvando las distancias transatlánticas, Emisora es una factoría según el modelo de las productoras del Callejón de la Pobreza de Hollywood.
El proyecto de una película de corte policíaco rodada a pie de calle lleva ya un tiempo dando vueltas por Emisora. Pero al bueno de Iquino le gusta más la hermana adolescente de su señora que su señora y en 1948 tiene que abandonar la empresa con lo puesto. El resultado es que la película se rueda por duplicado. Ariza da la oportunidad de dirigir Apartado de Correos 1001 al guionista de plantilla Julio Salvador y se encuentra, de rebote, con una pareja de intérpretes que hará fortuna en el cine de la época: Conrado San Martín y Elena Espejo. Entre tanto, Iquino, a medio acondicionar su propio estudio en Barcelona, se desplaza a Madrid para rodar Brigada criminal.

Las dos cintas son lo que los sajones llaman procedurals, películas dedicadas a describir los procedimientos policiales. Por mucho eco que la prensa se hiciera del sello “neorrealista” de ambas propuestas argumentalmente la mirada estaba puesta en policiales americanos tipo Contra el imperio del crimen (G-Men, William Keighley, 1935) o La ciudad desnuda (Naked City, Jules Dassin, 1948). La fascinación de la cultura popular por “lo norteamericano” como epítome de modernidad ha sido muy bien analizada por Pedro Porcel:
“Lo urbano, la acción, la violencia, el sexo en tímidas dosis permitidas, las altas finanzas, los chantajes, la corrupción, la escenografía de los peligros del progreso: todo un confuso batiburrillo de ideas e imágenes que definen de nuevo al género” (Tragados por el abismo: La historieta de aventuras en España. Valencia, Edicions de Ponent, 2010.)

Se evidencia aquí, más que en ningún otro lugar, el trasvase entre los distintos medios. Del cine a la novela de kiosco, de aquí, al tebeo, y de vuelta al cine, como veremos en el caso atípico de No dispares contra mí (José María Nunes, 1962). Un buen ejemplo de todo ello es la llegada a los kioscos españoles en 1950 de una colección de bolsilibros de la Editorial Rollán, centrados en las aventuras de los agentes del FBI norteamericano. Dirige la colección Alf Manz, en realidad Alfonso Rubio Manzanares Muñoz, nacido en Ciudad Real en 1922 y fallecido en Madrid en 1989. Antes de dedicarse a la novela policíaca, fue boxeador aficionado y actor ocasional. Además del director son varios los autores que americanizan sus nombres: Octavio Cortés Faure, el más veterano del grupo, firma O. C. Tavin, o sea, Octavín. Juan Benito Alarcón lleva por alias Alar Benet, Federico Mediante se hace llamar Fred Baxter, Luis Rodríguez Aroca se sajoniza en Lewis Haroc y Eduardo de Guzmán, firma como Edward Goodman o Eddy Thorny. Éste último afirmaba con toda contundencia y bastante impropiedad que tales novelas habían inaugurado en España el género negro. A la colección de Rollán se añaden en rápida sucesión “Brigada Secreta” de Toray o “Servicio Secreto” de Bruguera. Con guión de Federico Mediante y dibujos de Luis Bermejo llegan a las manos de los chicos de la España de los cincuenta los cuadernillos de historietas titulados “Aventuras del FBI”. La diferencia entre la literatura de kiosco y el cine es que, con los mismos mimbres, el Federal Bureau of Investigation se convierte en la Brigada de Investigación Criminal y los míticos coliseos de la calle neoyorquina 42 devienen teatritos de revista del Paralelo.

Alf Manz escribe sin ningún pudor:
“Mis conocimientos del hampa neoyorquina, del valor heroico de los agentes del F.B.I. y de la pasión amorosa, han creado mi novela más interesante y emotiva: La hora gris”.

Y en la nota previa al lector de Entre rejas moraliza:
“Si presento la ruindad, la venganza y el odio, es para que, al contraste, resalten mucho más la nobleza, la generosidad y la pureza de espíritu. ¡Admiración a los desinteresados servidores de la ley! ¡Desprecio y maldición para los encenagados del Mal!”.

Las soflamas que se lanzan desde los pórticos de las películas de Iquino y Emisora van en la misma dirección: pura exploitation con la excusa de la glorificación de las fuerzas del orden. Es por ello que los estudiosos del tema han coincidido en la imposibilidad de un genuino noir a la española dadas las circunstancias de censura, falta de libertad y obligada apología del orden en las que fermenta el género. Recojamos, entonces, la taxonomía propuesta por Ramón Espelt, para caracterizar las películas que componen el ciclo propuesto, aquéllas cuyo asunto contemple
el hecho delictivo contemporáneo y la tensión que se deriva de la existencia de fuerzas enfrentadas a uno y otro lado de la frontera (muchas veces discutible) de la ley y el orden vigentes” (Ficció criminal a Barcelona (1950-1963). Barcelona, Laertes, 1998.)

Brigada criminal y Apartado de Correos 1001 se estrenan con sólo dos días de diferencia. Ha habido una competencia entre los dos cuñados enemistados y antiguos socios por llegar con un mismo tratamiento y parecido tema a las salas de cine. Las dos películas se apoyan en una locución entre lo forense y lo propagandístico. Ambas muestran los antecedentes del caso a base de flashbacks. Las dos están rodadas a pie de calle. En ambos casos el protagonista es un joven policía inexperto pero lleno de ganas José Suárez y Conrado San Martín que se pone bajo la tutela de un veterano que se las sabe todas. A partir de ahí el espectador tiene un punto de identificación para familiarizarse con los procedimientos policiales a la española.

Si Apartado de Correos 1001 se retrasa levemente en su presentación pública —Antonio Isasi-Isasmendi, su montador, asegura que la compaginación se hizo en un voleo y que Emisora obtuvo el permiso ocho días antes que su competidora— en el ineludible panegírico iniciar no deja de reclamar su pionerismo:
“Emisora Films, siempre a la vanguardia del cine nacional, ha querido realizar una película distinta a las demás. Una película que incorpora por primera vez en nuestras pantallas el sentido realista de la actualidad más palpitante. (…) Es la historia silenciosa y abnegada de unos hombres que por vocación y honradez arriesgan su vida con el único objeto de defender a la sociedad de todos aquellos que intentan perturbarla”.

Las sombras de La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street, Henry Hathaway, 1945) y La calle sin nombre (Street With No Name, William Keighley, 1948) planean sobre las recensiones de los dos títulos inaugurales de esta corriente. No sólo por retratar investigaciones policiales sino, sobre todo, por su empeño en sacar la cámara a la calle, en un alarde que poco tiene que ver con el Neorrealismo pero que en España se asocia a este movimiento tan prestigioso internacionalmente como desconocido. Años más tarde 091, policía al habla (José María Forqué, 1959) se apuntaría a la moda de las películas episódicas —que no de sketchs— con una aproximación bastante más costumbrista al trabajo de la policía. También aquí hay una persecución final a tiros por el aeropuerto de Barajas, pero López Vázquez siempre decía que él no sabía qué hacer con un subfusil ametrallador en las manos.

Bibliografía:
Ferrán Alberich: Paco Pérez-Dolz: El camí del ofici. Barcelona, Portic / Filmoteca de Catalunya, 2007.
Carlos Benpar: Rovira-Beleta - El cine y el cineasta. Barcelona, Laertes, 2000.
Ángel Comas: Ignacio F. Iquino, hombre de cine. Barcelona, Laertes, 2003.
Ángel Comas: Joan Bosch: El cine y la vida. Valls, Cossetània Edicions, 2006.
Roberto Cueto (ed.): Los desarraigados en el cine español. Festival Internacional de Cine de Gijón, 1998.
Rafael de España y Salvador Juan i Babot: Balcázar Producciones Cinematográficas: Más allá de Esplugas City. Universitat de Barcelona, 2005.
Ramón Espelt: Ficció criminal a Barcelona (1950-1963). Barcelona, Laertes, 1998.
Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid, Alianza Editorial, 2009.
Antonio Lloréns: El cine negro español. Festival de Cine de Valladolid, 1988.
Elena Medina: Cine negro y policiaco español de los años 50. Universidad de Oviedo, 1996.
Grace Morales: “España criminal: El cine negro español”, en Mondo Brutto, núm. 41, verano de 2010.
Jesús Palacios (ed.): Euronoir - Serie negra con sabor europeo. Madrid, T&B / Festival de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, 2006.
Francesc Sánchez Barba: Brumas del franquismo: el auge del cine negro español (1950-1965). Universitat de Barcelona, 2007.

domingo, 2 de octubre de 2016

el esperpento y el grito



Durante la Transición Antonio Ribas -entonces ya Antoni- se empeñó en la creación de un cine nacional-popular catalán con La ciutat cremada / La ciudad quemada (1976) y el tríptico Victoria (1983), complementado por la realización del documental de largo metraje Catalans universals (1979), producido por No-Do y TVE. Esto y la propuesta catalanista de Palabras de amor (1968), desvirtuada por la productora, han dejados siempre en la sombra su película de exordio: Las salvajes en Puente San Gil (1967).

Se trata de la adaptación de una obra de José Martín Recuerda estrenada por Luis Escobar en el Teatro Eslava en 1963. Tanto el tema como su puesta en escena dieron lugar a una encendida polémica, lo que no impidió, sino que más bien incentivó, sucesivos reestrenos, convirtiéndose en una de las obras más celebradas del autor hasta el estreno en 1977 de Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipciaca. No es extraño, por tanto, que el debutante Ribas buscara en ella la seguridad de una recepción cierta. Así lo debió considerar la multinacional Paramount, que adquirió los derechos de distribución mundial y presentó la cinta -fuera de concurso, eso sí- en el Festival de Cannes. La respuesta de público fue solamente pasable, al menos para lo que se esperaba de la película. El elenco al completo recibió un premio colectivo de interpretación del Sindicato Nacional del Espectáculo. La crítica fue condescendiente, cuando no hostil a la situación planteada y a lo que consideraban resolución titubeante por parte del realizador novel.

Y, sin embargo, Ribas había recorrido todo el escalafón profesional de acuerdo con las normas del sindicato vertical: secretario de dirección, auxiliar y ayudante antes de obtener el carné de director. En estas funciones había ejercido como meritorio o auxiliar en Plácido (Luis G. Berlanga, 1961), con la que Las salvajes en Puente San Gil tiene algunos puntos de contacto al circunscribir la acción a un ámbito geográfico reducido, a la omnipresencia de las beatas y las fuerzas vivas en la vida cotidiana y a la llegada de un grupo de artistas que todo lo revolucionan. Sin embargo, lo que en la película de Berlanga se resuelve como tragedia grotesca con toques de humor negro, quiere ser en la de Ribas esperpento sin concesiones. De este modo entronca también genéricamente con el díptico maldito de Fernán-Gómez compuesto por El mundo sigue (1963) -el desgarro existencial femenino, la ausencia de horizontes...- y El extraño viaje (1964) -el pueblo, la violencia latente, el baile, los personajes de Elvirita y Rosa e, incluso, la bodega con las tinajas-. Sin embargo, podemos establecer un nexo menos evidente con la escena de Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1955) en que la pandilla de gamberros decide pasar las altas horas de la madrugada en el "Café Moderno", que no es otra cosa que un burdel regentado por una tal Pepita (Lila Kedrova). El baile salvaje de Luis Peña y las patadas de Manuel Alexandre a la pianola averiada convierten esta breve secuencia en un aguafuerte de la frustración sexual en una comunidad cerrada regida por el fariseísmo y la mojigatería, que conviene no perder de vista a la hora de abordar las elecciones formales de Ribas.

Frente a la modulación de dúos y tríos con los que orquesta sus escenas Fernán-Gómez y a la ordenada polifonía mediante la cual Berlanga resuelve las suyas, a pesar de la coralidad de las acciones y gracias al plano-secuencia, el director catalán plantea el puro grito. Esta elección formal ya había molestado a algunos críticos de la versión teatral estrenada en el Eslava. Enrique Llovet escribía en ABC:
"La dirección de Luis Escobar, admirable en la composición de la escena y el movimiento de la copiosa nómina de personajes. El tono de la representación gritada, desde la primera frase, era, para mis oídos, insoportable. Admiro con toda mi alma a ese extensísimo reparto (...) que bregó derrochando fortaleza física. ¡Qué gargantas! Pero no me gusta, en absoluto, la deliberación con que se intenta, por procedimientos físicos, aplastar a la sala bajo una ventolera folletinesca". (ABC, 31 de mayo de 1963)

De lo que no cabe duda es de que el procedimiento llegó al público y de que Ribas lo hace suyo en la adaptación, a pesar de contar tan sólo con Vicky Lagos de entre las integrantes del reparto original. Especial relevancia adquiere el personaje de Rosa, la chica del pueblo, lenguaraz y provocadora, al ser interpretada por Elena María Tejeiro, la mujer del director. Grita ella enseñándoles las piernas a los mozos rijosos que se encaraman a los ventanucos y grita Marisa Paredes a la noche, sentada en la barandilla de un puente, en el papel de una vedette borracha. El único que habla en voz queda es el curita de Puente San Gil (Adolfo Marsillach) y termina con la cabeza abierta cuando las bailarinas se enteren de que los mozos del pueblo, excitados por la suspensión de la función, han violado a la primera vedette (Rosanna Yanni). Entonces toma cartas en el asunto la Guardia Civil, como antes las habían tomado el cura y las beatas. Brilla por su ausencia la autoridad civil. ¿Por motivos de censura? ¿Por qué se considera que la misma está deslegitimada en una España militarizada y nacional-católica? El empresario del teatro (Valentín Tornos) no deja de argumentar una y otra vez que la revista ha sido "autorizada en Madrid", a lo que no cabe apelación más allá de las presiones de una burguesía hipócrita que terminará suscitando una sublevación popular que culmina con la agresión a las mujeres encerradas en el teatro.

Durante el primer acto -el trayecto de la estación hasta el pueblo en diferentes medios de transporte, a cada cual más denigrante- esta maniobra nos permite ir caracterizando a las chicas, porque al actor cómico (Jesús Guzmán) y al galán (Jesús Aristu) es fácil identificarlos dada su condición casi única de hombres en un entorno netamente femenino comandado por la ex-vedette Palmira Imperio (Trini Alonso): la quejica rubia Asunción (Carmen de Lirio), la resignada Tere (Charo Soriano), la vengativa morenita apodada "La Limonera" (María Silva), la racista Magda (Vicky Lagos), la ingenua Manolita (Fernanda Hurtado)...Arquetipos, al cabo, de una feminidad polimórfica y avasalladora que pone en guardia y al tiempo excita al varón en celo.

Y luego, un poco ajena al grupo, está Maruja (Nuria Torray), a la que se acusa de haber promovido en Pozo Verde el escándalo que ha dado con el propietario del hotel en la cárcel, y que le costará el despido de la compañía. Rosa es el recambio natural y la función dramática de sus personajes parece construida a partir de un eje de simetría.

Aquí todavía tiene su peso el escalafón, las envidias y rencillas por el camerino que debe ocupar cada cual. Luego, según avanza el día y se hace evidente que no va a haber lugar donde comer ni dormir, que la función se suspende y, por tanto, no se cobra, los ánimos se encrespan y la situación sube de tono. En cambio, en el tercer acto, la escisión en varios grupos -quienes se quedan en el teatro contando cuentos de miedo, quienes se van a unas bodegas a cenar de gorra, quienes confraternizan y se emborrachan en el baile popular, quienes van a buscar queso y colchón...- disipa la tensión. Puede que éste sea el verdadero desacierto de Ribas. La necesidad de "airear" la obra teatral a fin de que resulte cinematográfica, funciona en contra de la tensión dramática que generaba la reclusión en un decorado único y la presión que esto iba generando en torno a la figura de la mujer liberada y promiscua, que en el imaginario rural adquieren las chicas del cuerpo de baile de la compañía de revistas.

La exacerbación del modelo lorquiano -subyacente en la obra teatral y orillado en la película al trasladar la acción de Andalucía a Castilla- deja paso a la esperpentización de la realidad social. Los espejos cóncavos devuelven esta imagen deformada de una tragedia cuyos aspectos grotescos no se subrayan, como ocurre con los guiones en los que intervienen Rafael Azcona y Pedro Beltrán, mediante el humor. El chafarrinón corrido en que se convierte el rostro de Charo Soriano en la parte final de la cinta es el correlato de la propuesta estética de Las salvajes en Puente San Gil.