domingo, 20 de marzo de 2022

gil, maría de los ángeles morales y el género chico

Una docena de años antes de que a José Tamayo se le ocurrirá empaquetar lo más popular del repertorio lírico español en las Antologías de la Zarzuela, ya andaba Rafael Gil en estos trances. Teatro Apolo (1950), con el divo mexicano Jorge Negrete como protagonista masculino, y De Madrid al cielo (1952), están producidas por Cesáreo González y tienen al frente del reparto a la cantante María de los Ángeles Morales, estrella fugaz de la ópera que se retiró en 1954, poco después de casarse.

Rafael Gil arranca la película con una advertencia al espectador de que lo que se va a ver no es una biografía del teatro, sino un homenaje al género chico. Y así, tanta importancia como los temas musicales tienen el ambiente del teatro titular, las juergas con las coristas en el Café de Fornos, los banquetes en Lhardy o las amanecidas en la churrería de San Ginés. La variopinta fauna de la pensión de doña Flora (Julia Lajos), con el sablista Viñas (Félix Fernández) a la cabeza, funcionan en este mismo sentido. Todo esto, de un modo frívolo y rayano, a ratos en el slapstick, como los dos primeros encuentros entre el acaudalado mexicano Miguel Velasco (Jorge Negrete) y la corista del Apolo (Celia Morales) o el episodio del tenor afónico (Enrique Herreros).

El viraje al melodrama se produce durante la escena en la que Celia se entrevista con el padre de Miguel, que ha suspendido su regreso a México para casarse por amor a la corista. Ella entiende la situación y decide alejarse de él, pero en la conversación deja claro que es una escena mil veces vista: es el argumento de La traviatta y La dama de las camelias. Para dejar el camino libre al hombre que ama, renuncia al estreno de la ópera Marina, de Emilio Arrieta, y se marcha de viaje con un antiguo pretendiente (Luis Hurtado). Pero Miguel no abandona España. Desheredado, malbarata sus últimas pertenencias esperándola. El reencuentro se produce en la chocolatería de San Ginés, buscando una mesa sobre la que descabezar un sueño. En cuarenta minutos, Gil nos ha conducido de la comedia jovial al melodrama.

Una vez juntos, el segundo acto discurre de éxito en éxito. No hay conflicto alguno y aparte de los duetos que interpreta la pareja, todo parece discurrir como los travellings por esa galería de retratos dedicados por grandes compositores que sirven de transición a los números musicales. Tras la retirada de Celia, el último acto recupera el conflicto. Ahora Miguel, que continúa como director artísitco del Apolo, se esfuerza por mantenerse al día y Celia le reprocha que haya olvidado los éxitos que les reportó el género chico. O sea, el paso de La verbena de la Paloma, de Tomás Bretón, a Molinos de viento, de Pablo Luna. Este trueque tiene su correspondencia argumental en la sospecha de un adulterio por parte de los hijos de la pareja. La infidelidad al género chico sería también deslealtad hacia quien mantiene un culto por él y capricho por la estrella emergente (María Asquerino).

En el argumento de Teatro Apolo se hace presente el debate sobre casticismo y modernidad, sobre la necesidad de amoldarse a los gustos del público en un momento en el que Rafael Gil ha abandonado la tutela de Cifesa, empresa en la que dio sus primeros pasos y antes de embarcarse, junto a Vicente Escrivá, en Aspa Films, donde se desarrollará una nueva etapa de su carrera dedicada al cine religioso y anticomunista.

De Madrid al cielo presenta a la cantante lírica María de los Ángeles Morales recién llegada de Cáceres a la capital, sin una perra —un espabilado Enrique Herreros le birla el monedero a su madre (Julia Caba Alba) apenas ponen el pie en Madrid— pero con una sed tremenda de éxito. Gracias a su voz y a la ayuda de un cochero de punto paisano suyo (Manolo Morán) pronto logra una colocación en el Teatro Lírico y ella, su madre y su hermana se instalan en una modesta habitación del extrarradio. Allí conocerá a Pablo (Gustavo Rojo), un pintor desengañado de la conquista de la capital. Pero la noche de su debut, la diva Lily Costa (Rosario García Ortega) obliga al empresario (Félix Fernández) a despedirla para que no le haga sombra. Pablo le aconseja que persevere y Elena se presenta a la convocatoria de un anuncio por palabras que resulta ser para cantar con un grupo de músicos callejeros en plena calle Alcalá —“lo nuestro es arte, pero a la intemperie”—, en un café cantante —“cuplés ligeros o cante andaluz, fuera de eso no puede serme útil”— y hasta en la iglesia de la Paloma, donde unas damas de la alta sociedad han organizado una velada benéfica. Pero nada de esto parece funcionar para auparla al ansiado éxito. Mientras Pablo triunfa por fin en París, ella se ve obligada a cantar chotises en el café cantante para llevar algo de comida a casa. Cuando Pablo regresa la descubre allí, prostituyendo su voz.

Lo más interesante del argumento tiene lugar en este momento, cuando Elena se niega a aceptar el matrimonio como solución. Planteada la situación en un plano de igualdad, sólo accederá a casarse cuando también ella haya conseguido triunfar. Poco importa que Pablo y Cayetano se confabulen para echarle una mano al destino.

Coherente en la elección de localizaciones naturales, con un estupendo trabajo de Enrique Alarcón en el diseño de decorados, la atención de Gil a los detalles de caracterización y un magnífico elenco en los papeles secundarios, De Madrid al cielo constituye todo un logro dentro de sus modestas aspiraciones.

maría félix llega a españa contratada por cesáreo gonzález

María Félix llegó a España en 1948 contratada por Cesáreo González por una cifra astronómica y paseó su belleza estatuaria por varias producciones nacionales y en otras internacionales de las que Suevia Films, la compañía de Cesáreo, se quedaba con la distribución en España y Latinoamérica. 

Para arrancar la maquinaria, el productor gallego la puso bajo la tutela de Rafael Gil en una producción costosísima —rodaje en Italia, embarcaciones varias y hasta un submarino— que adaptaba una novela de Vicente Blasco Ibáñez que ya había llevado al cine Rex Ingram antes de que el cine sonoro arrasara con todo lo anterior.

Mare Nostrum (1948) trae la acción de la novela a la II Guerra Mundial. La invasión nazi de Polonia inmoviliza al barco del capitán Ulises Ferragut (Fernando Rey) en Nápoles. En las ruinas de Pompeya conoce a una mujer misteriosa llamada Freya Thalberg (María Félix), cuya belleza supera a la de las estatuas de las diosas de la antigüedad clásica. La pasión enloquecida de Ferragut por ella, le hace aceptar la misión de minar para los nazis los puertos aliados en el Mediterráneo. El formidable equipo de canallas para los que trabaja Freya están encarnados nada menos que por Guillermo Marín, Porfiria Sanchiz y José Nieto. La Félix cumple con su papel de espía internacional como antes lo hicieran Garbo y Dietrich, pero Gil —excelente por otra parte en registros que le son más afines— no es Sternberg. Solvente en las escenas de acción, aplicadamente caligráfico en las melodramáticas, el director echa el resto en las apariciones —marianas, claro— de la estrella femenina, a la que se entrega por completo en el ineluctable final. Eso sí, con esta cinta España empieza a resituarse en el nuevo orden mundial en un momento en que el aislamiento internacional es total al colocarse finalmente el capitán del Mare Nostrum del lado de los aliados, aunque sea para vengar la muerte de su hijo.

Miguel Mihura discurrió la idea de su comedia Maribel y la extraña familia a partir de otro libreto suyo anterior que había constituido la base literaria de la segunda película de María Félix dirigida por Rafael Gil: Una mujer cualquiera (1948). Al principio de la cinta, la prostituta (María Félix) le pregunta al hombre (Antonio Vilar) si en la casa a la que la lleva hay alguien más y él contesta, con sorna, que su familia, que se la va a presentar. En Maribel Mihura decide llevar esta ocurrencia adelante. ¿Qué pasaría si este hombre de verdad viviera con sus tías y llevase a la prostituta a su casa convencido de que es una chica moderna, de esas a las que no les importa ir solas a las cafeterías?

El libreto de Una mujer cualquiera tenía un punto de partida como especial para la Censura: un hombre lleva a una prostituta a un chalet de Ciudad Lineal para que le sirva de testigo en un homicidio sólo aparentemente accidental relacionado con el tráfico de cocaína. Mihura quería titularlo “Una cualquiera”, pero el título no fue admitido. Tampoco determinadas alusiones al oficio que ejercía el personaje ni algunas relaciones extramatrimoniales previas a su caída. Éstas —el fallecimiento del hijo, el desamor del marido (Tomás Blanco), el via crucis de su descenso en la escala social— caen más cerca del melodrama que de la película de intriga y, al parecer, corresponderían a las exigencias de la estrella azteca para justificar no sólo moralmente al personaje, sino que eran la excusa para para lucir un vestuario que costó más que el guión. [Fernando Lara y Eduardo Rodríguez Merchán: Miguel Mihura en el infierno del cine. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1990, pág. 139.]

En el desarrollo argumental se trasluce el Mihura lector de Simenon y en algunos pasajes callejeros el ambiente del "realismo poético" a la francesa que en La calle sin sol (1948) constituía prácticamente el meollo de la cinta, pero la trama se va enrevesando cuando resulte que ella vive en la pensión de la prometida del asesino (Carolina Giménez). Mihura despliega entonces una extraña historia de amour fou en la que la belleza constituye una maldición casi bíblica para la mujer que ha sido agraciada con ella. Lo extraño es que Gil no saque el máximo provecho de ello multiplicando los espejos y demás atrezzo propio del melodrama y se limite a desarrollar este asunto mediante el diálogo:

—¡Buen miserable ese Luis! —concluye el comisario (Juan Espantaleón) en la escena final—. ¿Y cómo después de lo que hizo siguió usted con él y hasta llegaron a...? La verdad es que no comprendo nada.
—Cosas de mujeres, señor comisario. Para ustedes muy difíciles de comprender.

Cesáreo González reúne una vez más a María Félix con Gil para llevar a puerto La noche del sábado (1950), una adaptación de un drama de Jacinto Benavente que el director realiza junto a Antonio Abad Ojuel. La Doña encarna a una muchacha italiana que ayuda a la economía familiar bailando en el local que regenta su padre (Manuel Kayser). Cuando las cosas se ponen feas el padre envía a su hija directamente a que traiga un jornal a casa “haciendo la calle”. De alguno de estos encuentros casuales nació una niña llamada Donina que poco importa a la ambiciosa joven. Quiere la casualidad que esa noche se encuentre con un artista (José María Seoane) que, además de enamorarse perdidamente de ella, esculpe una bellísima escultura de la que se encapricha su amigo, el príncipe Florencio (Manuel Fábregas). Imperia, que así ha decidido llamarse la muchacha, tomando el nombre de la estatua, escala rápidamente puestos en la corte de Preslavia. El príncipe Miguel (Rafael Durán), hombre recto, ajeno a las intrigas palaciegas, también se prenda de ella. E Imperia va y viene de uno a otro hasta dar en Montecarlo, veinte años después, con el Cirque Jacob.

Las leyes del melodrama son inexorables. En este circo trabaja su hija Donina (María Rosa Salgado), convertida ya en mujer. Al principio, Imperia se siente atraída por algo inexplicable: el baile de la chica le recuerda su tierra y su juventud. No tarda en descubrir la auténtica identidad de Donina y en sentir un repentino amor materno que dará sentido a su dilapidada existencia. “¡Aquí muere hasta el apuntador!”, se decía antes cuando la cosa se liaba y sólo había manera de desliarla a base de mandobles, venenos y otras lindezas. Pues La noche del sábado termina más o menos así.

domingo, 13 de marzo de 2022

dos incursiones históricas

Reina Santa / Rainha Santa (1947) es una coproducción con Portugal realizada en un momento en el que tal tipo de colaboraciones menudearon merced a la alianza, siempre reservona, entre Franco y Salazar. La película sigue la estela de la primera de estas coproducciones, Inês de Castro / Inés de Castro (José Leitão de Barros / Manuel Augusto García Viñolas, 1944) —ambientación (a)histórica, lectura política contemporánea...—, y le añade un componente religioso que Rafael Gil explotará sistemáticamente a principios de la siguiente década. La siempre un poco engolada Maruchi Fresno es el contratipo de las desmelenadas heroínas de Orduña, que han terminado por convertirse en la enseña de un cine que durante mucho tiempo se denominó "de cartón-piedra".

El argumento sigue la peripecia vital de Isabel de Aragón (Fresno) desde que consiente casarse, aún niña, con el rey Dionis I de Portugal (Antonio Vilar) hasta su peregrinación postrera a Santiago de Compostela, cuando ofrece al apóstol una corona a la que ha renunciado cuando su hijo, el infante Alfonso (Fernando Rey), logra por fin el trono por el que ha guerreado con su padre y sus hermanos. En el ínterin, resignación cristiana ante los amores adúlteros del monarca, mediación en los conflictos bélicos y familiares, caridad para con los humildes y desfavorecidos, dos sueños premonitorios y un milagro en el que Gil despliega todo el aparato de música e iluminación acorde con la intensidad del momento.

En algunas fichas aparecen acreditados como codirectores Henrique Campos y Aníbal Contreiras. En los créditos de la copia española Campos no aparece por ninguna parte; tampoco figura en la promoción portuguesa. Contreiras era un personaje al parecer bastante pintoresco que constituyó su productora al socaire de los acuerdos hispanos-lusos. Dicha productora contaba con financiación del portugués Isaac Garcia Fernandes y con la participación del propio Cesáreo González, quien suscribía también la parte de la producción española con la marca Suevia Films. Tanto en la monografía de Fernando Alonso Barahona sobre Gil como en la pionera historia del cine portugués de M. Félix Ribeiro, la dirección se acredita en exclusiva al español.

En El gran galeoto (1951), el abismo que se abre entre el industrial bilbaíno Acedo (Ramón Martori) y su hijo Ernesto (Rafael Durán) no es sólo generacional. El padre ve las veleidades artísticas de su hijo como un capricho de titiritero que lo aleja de la tradición familiar. Mientras la conflictividad laboral en los astilleros crece y los anarquistas atentan contra los empresarios, Ernesto está embebido en la creación de un ballet y en su amor platónico por la primera actriz Teresa La Bisbal (Ana Mariscal). Ésta acaba de contraer matrimonio con don Julio Villamil (José María Lado), un diputado al que precisamente, el padre de Ernesto le encomienda la tutela de su hijo cuando cae víctima de un atentado anarquista. Y a partir de aquí arranca el drama de las habladurías de las damas, que siempre han desaprobado esta boda con una cómica, y las burlas de sus rivales políticos, que no dudan en utilizar cuanta arma esté en su mano para desacreditar al marido. La actividad anarcosindicalista y las intrigas parlamentarias proporcionan una estupenda cobertura ideológica —esto es, conservadora, propatronal y antiparlamentaria— de cara a la administración. Luego, el melodrama va ganando intensidad y tiene su apogeo en el doble duelo de Julio y Ernesto con el malvado vizconde de Nebreda (Fernando Sancho) y en la escena en la que a Teresa le niega la entrada en su propia casa el hermano de su marido (Juan Espantaleón).

Como ya hiciera en películas tan distintas como El clavo (1944) o Teatro Apolo (1951), Gil se ocupa tanto de proporcionar solidez al relato —con excursos cómicos protagonizados por Enrique Herreros, Antonio Riquelme, Conchita Fernández o Julia Lajos— como de dar el ambiente de una época, a lo que contribuyen los decorados de Enrique Alarcón, la fotografía bicéfala de Kelber y Guerner, los figurines de José Luis López Vázquez e, incluso, las clases de esgrima de Ángel Monís.

domingo, 6 de marzo de 2022

de la página a la pantalla: rafael gil en la década de los cuarenta

Media un abismo entre las primeras películas dirigidas por Rafael Gil y las últimas. En ambas épocas, que coinciden con el primer franquismo y la transición, cultiva la adaptación literaria —y personal— de obras de humoristas. Pero en tanto que los inspiradores de su primera etapa son Wenceslao Fernández Flórez, Enrique Jardiel Poncela o José Santugini, la última está marcada por el sarcasmo rancio de Fernando Vizcaíno Casas. Dejemos para mejor ocasión las adaptaciones de obras humorísticas que constituyen el primer tramo de su filmografía. La prestigiosa trayectoria de Gil en la década de los cuarenta se cifra en estas adaptaciones literarias con su Don Quijote (1947) abisagrando el periodo.

Las cualidades de El clavo (1944) son mesurables: solidez narrativa, progresión dramática, valores de producción, con Alfredo Fraile en la fotografía, Enrique Alarcón en la dirección de arte y José Caballero en el vestuario... Todos estos apartados resultan no sólo solventes, sino brillantes en la mayoría de las ocasiones. Que Rafael Durán es un galán de su tiempo y que su estilo de declamación puede parecer trasnochado, también. Funciona mejor en comedias como las inmediatas Ella, él y sus millones, La vida en un hilo o El destino se disculpa. Ahí su estilo, un poco ampuloso, se ciñe mejor a las prestaciones que se le solicitan. En cuanto al trabajo de los intérpretes que figuran en cometidos de reparto, es, seguro, más obra de Gil que de Marquina, porque también se da en el resto de su filmografía de estos años. Aparte de ofrecer un contrapunto cómico evidente a la trama principal, creo que la operación pasa una vez más en esos años por introducir el sainete en otros registros, esto es, en recurrir a una tradición cultural propia y utilizarla para insertar una veta de raíz netamente popular a la que la Administración no era muy propicia por considerarla "cochambre republicana". Gil había sido crítico cinematográfico preocupado durante aquel periodo y es muy sensible a este tipo de hibridaciones, que se pueden rastrear en los resabios de expresionismo chez Universal que introduce en una comedia "inverosímil" -en sentido estrictamente jardielesco- como Eloísa está debajo de un almendro o en sus incursiones en el universo de Capra en la primera versión de El hombre que se quiso matar y Huella de luz. Lo que pasa es que lo hace desde un punto de vista que por raíces y formación nos resultan muy próximos. 

Lecciones de buen amor (1944) es el quinto largometraje de Rafael Gil, pero del primero ajeno a la disciplina de Cifesa. No obstante, la fidelidad de un equipo conformado por el operador Alfredo Fraile, el escenógrafo Enrique Alarcón y el compositor Juan Quintero, proporciona coherencia a la cinta producida por Rey Soria Films con el resto de su filmografía en el seno de la productora valenciana. También el hecho de tratarse de una adaptación literaria. 

En esta ocasión se enfrenta a una comedia burguesa de Jacinto Benavente estrenada en 1924 por la compañía de Pepita Díaz y Santiago Artigas. Lo primero que hace Gil en su adaptación es, según su costumbre, inventarse ex novo un primer acto que sirva como sustitutivo de los prolegómenos expositivos escénicos. Luego, a lo largo del resto del metraje, seguirá abriendo la acción a partir de los personajes de refuerzo que ha incorporado al bastidor original y a los que prestan voz y encarnadura el elenco habitual: Juan Calvo, Nicolás Perchicot, Félix Fernández, Ana de Siria, José Ramón Giner... Son los tres vértices del enredo sentimental Rafael Rivelles, Pastora Peña y la femme fatale iquiniana Mercedes Vecino. Entre los que se ponen por primera vez a las órdenes de Gil: el robaescenas infantil Ginés Gallego "Satanás", empeñado más que nunca en ser el Mickey Rooney español; Milagros Leal, en un papel al que seguramente Guadalupe Muñoz Sampedro le hubiera quitado algo de dureza sin limarle un ápice de comicidad; o José Orjas, en un mayordomo jardielesco a más no poder.

Y aquí es a donde queríamos llegar, porque Gil hace, a partir de estos personajes, un recosido de situaciones y humores que provienen de todos los que hemos detallado más arriba y alguno más. La escena inicial, con el mayordomo levantando a su señor a las seis... de la tarde y mostrándose imperturbable con la señorita que el señor se dejó olvidada en el coche tras la juerga de la noche anterior, está interpretada por Orjas con la circunspección de quien ha protagonizado en el escenario Un adulterio decente o Es peligroso asomarse al exterior. Jardiel también recurrió a él para las escenas actuales que incluyó en Mauricio o una víctima del vicio.

La fiesta en la sala de fiestas remite en lo formal a la comedia sofisticada hollywoodense -véanse los encadenados con las copas de champán-, pero las discusiones furibundas con arrumacos entreverados que constituyen el día a día de la pareja formada por Milagros Leal y Manolo Morán satiriza sin piedad la institución matrimonial con la misma saña que lo haría Mihura, quien, no obstante, siempre se declaró enemigo de la sátira por suponer un signo de "mal humor". Pero, ¡ay!, todo humorista lleva dentro un moralista y éste es el sino de quien se dedica al oficio. Otro matrimonio al que la pareja se encuentra casualmente durante un paseo con el niño que les han dejado en depósito constituye la viñeta de la hipocresía burguesa, puesta en solfa tantas veces en las páginas de La Codorniz en sulfúricas caricaturas del italiano Novello. Mario Camerini lleva este ambiente a la comedia cinematográfica italiana de los años treinta, con especial causticidad en Centomila dollari (1940). Prueba de que no todo eran "teléfonos blancos" en la Italia fascista y de que el cine español de la década siguiente tampoco es tan ombliguista como habitualmente se presenta.

Por último, cómo no pensar en El malvado Carabel —un Fernández Flórez adaptado por Edgar Neville en 1935— al entrar en la buhardilla de los barrios bajos en la que vive, con su madre y sus hermanillos, el personaje interpretado por Pastora Peña. Aunque la miseria se maquille a base de una dignidad moral inexcusable en el Nuevo Estado —algo que no entraba en el programa humorístico de don Wenceslao—, ahí está bien presente. Tampoco faltan aquí el regeneracionismo de corte popular que Arniches ha sabido vehicular a través del sainete corto y la tragedia grotesca; o sea, de nuevo Neville y su versión de 1936 de La señorita de Trevélez.

Gil se resiste a dejarse arrastrar por el melodrama e incluso las escenas más proclives al mismo se ven en varias ocasiones torpedeadas en su intención por estos incisos, ora humorísticos, ora abiertamente cómicos, que dan fe de una querencia que poco a poco irá atenuándose para revestirse de solemnidad en el ciclo político-religioso que inicia al final de la década en Aspa Producciones Cinematográficas junto a Vicente Escrivá. 

Desentona un poco en aquella primera etapa luminosa y razonablemente crítica la versión de una obra de José María Pemán. Gil rueda éste, su séptimo largometraje en un plazo de tres años, durante el verano de 1944, con exteriores en Alcalá de Henares. Bajo las disciplina de la entonces todopoderosa productora valenciana Cifesa —“la antorcha de los éxitos” era su lema— Gil emprende la adaptación de la novela lírica del dramaturgo gaditano Romance del fantasma y doña Juanita. Lo que en la narración era, según indica el título, un romance poético, en El fantasma y doña Juanita (1945) se convierte en una narración ensoñadora en que la misma mujer cumple en el presente el amor que para su abuela fue imposible colmar en el pasado.

Como en casi todas sus películas de este periodo, Gil tenía el proyecto desde antes de la Guerra Civil, cuando ejercía de crítico en la revista especializada de filiación comunista -¡cosas veredes!- Nuestro Cinema. Escribirá años después: “Yo había soñado (...) con la ternura de la muchacha dormida en el remanso de la ciudad provinciana, con la nostálgica aventura del circo que pasa”. La ubicación de la acción a finales del siglo XIX permite al director entregarse sin pudor a este ejercicio de nostalgia confesa.

El payaso que se hace pasar por contable del circo para no contrariar la seriedad del padre de su amada, muere heroicamente durante el incendio del circo y es enterrado anónimamente, rezuma tópico por los cuatro costados, pero Gil se las apaña bastante bien con sus actores habituales —Antonio Casal, Mary Delgado, Alberto Romea, Juan Espantaleón, Camino Garrigó, José Isbert, Juan Calvo...— para que el humor no resulte del todo ahogado bajo la costra del lirismo más evidente. 

Después del éxito de El clavo Rafael Gil y su equipo -esta vez para Cesáreo González y no para Cifesa- se embarcan en una nueva adaptación de Pedro Antonio de Alarcón. Sin embargo, a pesar del aliento romántico de las estampas finales y de la coherencia visual de la que hace gala, un deje de cosa ya vista y la impericia de algunas interpretaciones, abocan La pródiga (1946) a la condición de secuela un tanto rutinaria.

La noche en que Guillermo Loja (Rafael Durán) toma posesión como presidente del gobierno el pasado le atormenta. La visita de Enrique (Guillermo Marín) y Miguel (Ángel de Andrés) para pedirle que interceda en sus negocios en virtud de su vieja amistad, remueve los recuerdos de Guillermo que vuelan hasta el momento en que los tres eran jóvenes candidatos a diputados sedientos de éxito y conocieron en un pequeño pueblo castellano a una marquesa arruinada conocida como "la pródiga". Guillermo consigue el escaño gracias a la influencia de la marquesa, pero deja su carrera política para vivir su amor junto a ella. Sin embargo, con el tiempo, la marquesa se siente un obstáculo para que él progrese en su carrera y toma la decisión que él es incapaz de tomar.

La fe (1947) es la adaptación de la novela homónima de Armando Palacio Valdés. En Peñascosa impera la fe del carbonero. El cura local (Juan Espantaleón), los buenos burgueses, las beatas... Sólo tres personas escapan a esta regla y en su triangulación se resuelve la tesis de la cinta. El joven sacerdote Luis Lastra (Rafael Durán) es el nuevo coadjutor de Peñascosa. No cree en el castigo como mejor herramienta educativa, ni en la penitencia extrema como camino de salvación. Don Álvaro Montesinos (Guillermo Marín) es un ateo convencido, pero si no se casa con la Iglesia tampoco lo hace con la masonería; su actitud le ha llevado a vivir aislado en un torreón en lo alto del pueblo que es emblema y seña de su soledad. Marta Osuna (Amparo Rivelles) es una hermosa joven que sublima su histeria en penitencias extremas y fantasías extáticas. La caridad del padre Luis le lleva a leer libros que están en el Índice con tal de rebatir las argumentaciones del impío Montesinos, pero estas lecturas únicamente sirven para sembrar en él la duda. Y cuando cede a acompañar a la joven al convento en que quiere ingresar, le declara su amor y cae desvanecida al tiempo que su padre entra en la habitación de la fonda para descubrir a su hija en brazos del coadjutor. En la preparación del juicio, el sacerdote es sometido a una serie de pruebas antropométricas que, según las teorías de Lombroso, hacen concluir a los doctores que tiene el tipo de estuprador, que en la película queda suavizado como “delincuente pasional”.

La fe peca de una falta de infidelidad extrema. El Montesinos novelesco muere ateo e inconfeso, feliz de abandonar una vida de pesadilla y sumirse en el dulce sueño de la nada. El nacional-catolicismo imperante en la década de los cuarenta convertía esta escena en infilmable, de modo que en la película las lágrimas del coadjutor obran el milagro del arrepentimiento y Montesinos muere abrazando la fe en la que se crió a base palizas y maltrato. Además, el martirio del cura —su sometimiento a unas pruebas supuestamente científicas que lo condenan y que culminan en el momento en el que los doctores le piden que extienda los brazos para medirle y que sirve a Gil para ofrecer la imagen de la crucifixión—, que supone el fin de la novela, se prolonga en la película con un descarrilamiento ferroviario en el que a la espectacularidad se suma el dramatismo de que todos los implicados viajen en el mismo tren. Arrepentimiento, perdón y expiación se conjugan en un final aleccionador. Tales cautelas por parte del realizador-adaptador fueron recompensadas con la declaración de Interés Nacional y los galardones principales del Sindicato Nacional del Espectáculo y el Círculo de Escritores Cinematográficos.

Cuando acomete la adaptación de la novela de Manuel Halcón sobre el bandolerismo en Aventuras de Juan Lucas (1949), Gil está en el punto más alto del reconocimiento oficial y crítico. Sus películas reciben todos los parabienes de la administración. La mayor parte de su primera etapa ha tenido lugar en el seno de Cifesa y, desde el año anterior, ha fichado por Suevia Films-Cesáreo González, ejemplificando en su propia filmografía la transición que se está produciendo entre ambas empresas por la hegemonía en el cine español.

Desde las revistas oficiales dedicadas al cine se ha postulado repetidamente la posibilidad de un wéstern de raíz española que tomara como punto de partida el bandolerismo. La novela de Manuel Halcón no es ajena a estas sugerencias y ha nacido en forma de tratamiento cinematográfico que debiera haber llevado adelante Saturnino Ulargui. Cuando la producción se frustra, el escritor novela su texto y de ahí parte Rafael Gil para construir una cinta de aventuras en la que no falta la clave política.
Estamos en un cortijo de Andalucía la Baja. Ana Romero (Marie Déa) regala su caballo "Rompevientos" al aspirante a contrabandista Juan Lucas (Fernando Rey) a cambio de que ayude a la causa española contra los franceses contrabandeando armas desde Gibraltar para que el general Castaños no contraiga una deuda política con los ingleses, antiguos enemigos y actuales aliados. La situación deberá resolverse, por tanto, en clave militar y no política. La idea era consecuente con la situación de España un lustro antes, aunque resulta un poco traída por los pelos en el momento en el que se tienden puentes para que sea readmitida en los foros internacionales. No obstante, la misma rémora arrastran otras producciones coetáneas de Cifesa dirigidas por Juan de Orduña o Luis Lucia.
Con la asistencia de su inseparable Enrique Alarcón en el apartado escenográfico, de Juan Quintero en el musical y de un Cecilio Paniagua que sustituye tras la cámara a Alfredo Fraile, Gil orquesta un espectáculo de cabalgadas, asaltos a diligencias, doma de caballos, combates entre tropas regulares francesas y garrochistas españoles, acoso y derribo de toros en la dehesa y duelos a navaja. Estampas románticas típicas que se busca dignificar con un tratamiento plástico ad hoc.

Desgraciadamente, las piezas no terminan de ensamblarse desde el punto de vista dramático y el dinamismo de las diversas estampas nunca termina de cuajar en la buscada película de aventuras. Es como si la plantilla no encontrase el encaje cabal en el argumento. Además, a pesar de la presencia de un magnífico elenco de secundarios —como siempre en las películas de Gil—, Fernando Rey resulta un tanto desubicado en este papel de hijo del cabecilla de una partida de contrabandistas a cuyo frente debe ponerse por derecho y deber de sangre.