domingo, 26 de septiembre de 2021

la amargura de luis lucia (4)

Declinaciones del cine popular

El siguiente tramo profesional de Lucia va a estar ligado a Miguel Herrero Ortigosa y su productora Ariel P.C., relacionada a su vez con el Opus Dei a través de los vínculos que mantenía con esta organización pararreligiosa buena parte del consejo de administración de la empresa, incluido el futuro ministro Alberto Ullastres. Tras un par de títulos dirigidos por el debutante José María Forqué, Miguel Herrero contrata en exclusiva a Lucia, que dirigirá seis películas para la productora entre 1953 y 1956, todas ellas distribuidas por Cifesa. La primera de ellas es Jeromín (1953).

¿Cómo no interpretar desde la ironía la histérica voz del locutor que glosa las gestas bélicas de los tercios del emperador Carlos en la segunda mitad del siglo XVI en el prólogo? El propio locutor modera el tono para pasar de la gloria de la milicia española a la quijotesca travesura de una tropilla de arrapiezos comandados por Jeromín (Jaime Blanch) que pretenden tomar al asalto un molino castellano cual si fuera fortaleza berberisca. No obstante, con la aparición en escena del emperador (Jesús Tordesillas) el tono da un vuelco. Hasta ese momento —poco más de media película— el relato ha seguido un tono próximo a la picaresca o a la aventura cervantina: la estancia de Jeromín con el ventero (Manuel Arbó), el encuentro con los cómicos o la tutela del tartarinesco Diego Ruiz (Antonio Riquelme), escudero de don Luis de Quijada (Rafael Durán), se mantienen en un sostenido registro humorístico. Sin embargo, desde que se plantea el asunto de la bastardía del muchacho, el drama de la paternidad se duplica. Por una parte, el sentimiento de culpabilidad que el emperador arrastra por el nacimiento de este hijo no reconocido, tan causante de su retiro en el monasterio de Yuste como su mala salud. Por otra, los celos de doña Magdalena de Ulloa (Ana Mariscal), celosa, debido al trauma de su esterilidad, de que Jeromín pueda ser hijo de don Luis, su marido. Es ésta una trama desperdiciada desde el punto de vista dramático, pues nada aporta al argumento troncal. Tras una suerte de retablo alegórico en el que todos los estamentos —nobleza y ejército, labradores y menestrales, eclesiásticos y pueblo llano de cualquier edad... — rezan por el alma del emperador, llegamos al epílogo, en el que Jeromín es reconocido como don Juan de Austria por Felipe II (Adolfo Marsillach) y verá cumplidos sus sueños infantiles en Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos”.

Inspirada por la novela del padre Coloma antes que basada en ella, Jeromín elude una vez más su condición de apéndice del cine denominado de “cartón-piedra” al situar la acción en una España que ya no está cercada o invadida por el extranjero —el bloqueo diplomático de la ONU ha terminado y en este mismo año España firma el Concordato con la Santa Sede y los acuerdos económico-militares con Estados Unidos—, al recurrir a los tableaux vivants sólo en el último tramo del metraje y gracias al dinamismo que Lucia imprime a la acción.

En el prólogo de Aeropuerto (1953) Tip y Top hilvanan —en off— disparates a troche y moche para ofrecer una particular visión de la historia del transporte desde la Edad de Piedra hasta nuestros días. Se trata una vez más de una de esas secuencias de precréditos exentas en las que Colina y Lucia ofrecen un aperitivo humorístico —transmedial en este caso, porque los humoristas provenían de Radio Madrid— antes de embarcarse en la historia principal. En esta ocasión, hay que hablar de historias, porque siguiendo el modelo italiano patentado por Luciano Emmer y el guionista Sergio Amidei en Domenica d’agosto (1950), José López Rubio y Enrique Llovet conciben un argumento coral: el azar del tráfico aéreo hará coincidir en el aeropuerto de Madrid-Barajas a una serie de personas de distinta condición y circunstancias. Hay un matrimonio (Julia Caba Alba y Juan Vázquez) que ha ganado en un concurso un viaje a Paraguay; el secretario de un hombre de negocios (Fernando Fernán-Gómez) que conoce a una muchacha de la buena sociedad francesa (Margarita Andrey); un exiliado político (Manolo Morán) que pierde el enlace con Londres y debe quedarse veinticuatro horas en la ciudad que tanto añora; otro hombre de negocios, éste norteamericano (Fernando Sancho con su acento de costumbre), al que un taxista castizo (Pepe Isbert) saca hasta el último céntimo, y un piloto (Fernando Rey) que recupera el amor de su mujer (María Asquerino) gracias a una niña sin familia (María Teresa Reina). 

Más allá de las anécdotas —el secretario no tiene dinero para pagar la cena de lujo que le exige su acompañante, el exiliado nunca ha disfrutado en México de tanta libertad como en una noche de juerga tabernaria en Madrid...—, la historia se sostiene sobre la excelencia de las interpretaciones y la eficacia del diálogo —desternillante en el caso de Julia Caba Alba—, pero, por encima de todo, gracias al ritmo frenético que Lucia le imprime a la realización. Se pueden poner pegas al ternurismo de ciertos momentos y a la falsedad ideológica de la aventura del exiliado —empezando por la incoherencia de que un militante republicano de 1939 pida el semanario monárquico Blanco y Negro al llegar a España—, pero en conjunto Aeropuerto es uno de los grandes logros de Lucia en el terreno de la comedia sin otras agarraderas. 

La presencia de Juanita Reina en la sala de fiestas a la que acuden el tenorio hispano y la francesita es como una guinda a las dos películas en las que la tonadillera ha trabajado a las órdenes de Luis: Lola la Piconera y Gloria Mairena.

En la década de los cincuenta no hay un intérprete masculino que pueda competir con Carmen Sevilla, Lola Flores o Paquita Rico en el terreno del musical cinematográfico. Por eso la irrupción de Antonio Molina en El pescador de coplas (Antonio del Amo, 1954) supone un auténtico bombazo. Para su segundo largometraje, Esa voz es una mina (1955), Lucia, Colina y Vicente Llosá urden un guión que parece escrito para ilustrar el tema Soy minero del unionense Ramón Perelló y el maestro Montorio. Rafael (Molina) tiene una mujer paralítica (Delia Luna) y una voz privilegiada: estas dos circunstancias sostienen las dos subtramas —melodramática la una, musical la otra— de la película. La política se sustenta en la existencia de los Grupos de Educación y Descanso dependientes de la Organización Sindical Española, el sindicato vertical en el que, según la doctrina jonsista, debían convivir armónicamente empresarios y trabajadores en pos de la superación de la lucha de clases. Si la amenaza del éxito que constituye la oferta de embarcarse en una gira transatlántica por parte de la bailarina Consuelo Romero (Nani Fernández), nunca llega a constituir una amenaza para el matrimonio de Rafael, las proclamas obreristas de don Próspero (José Franco), el empresario catalán enamorado del cante andaluz, no pretenden otra cosa que el mantenimiento del statu quo. El mundo del trabajo sigue ausente de la pantalla, los accidentes laborales no son más que chascarrillos para atemorizar a los chupatintas y el cura (López Vázquez, doblado) vela por la salud espiritual de los trabajadores en un viaje a la capital plagado de tentaciones. La más elocuente es la noche que Rafael pasa en casa de Consuelo Romero, pero una oportuna elipsis permite al espectador imaginar la consumación de una noche de escarceos románticos, en tanto que la censura no tiene nada que decir porque no hay el más mínimo indicio visual de que haya pasado nada.

Las actuaciones de las corales laborales, en el ecuador de la película, son un obstáculo difícil de salvar incluso para el experimentado Lucia, a pesar de la utilización del showman radiofónico Bobby Deglané para darles continuidad y propiciar las elipsis. Claro que todo se resuelve una vez más con la (doble) intervención de Antonio Molina. Al fin y al cabo, la película no es otra cosa que un catálogo de sus proezas vocales. En este sentido, se puede considerar cada una de sus intervenciones musicales como una proeza casi atlética, fiando Lucia el suspense al momento en que el interminable gorgorito va a romper para dar fin a la canción, igual que una esclusa que se abriera y dejara escapar por fin el agua retenida hasta ese momento.

El prólogo —marca de la casa— de La lupa (1955) traza la historia del cristal de aumento: una serie de viñetas troglodíticas o medievales dan paso a un apunte sherlockiano en el que se cantan las excelencias de esta lente para la investigación criminal. Y de este modo, después de cinco minutos de metraje, accedemos por fin a la Agencia de Detectives que, con el nombre de La Lupa, dirigen Felipe (Antonio Riquelme) y don Paco (Valeriano León), con el cine y la novela pulp estadounidense por norte. Claro, que los cuatro casos que se les presentan no pueden ser más castizos: el robo de una imagen sagrada de una iglesia; las sospechas de adulterio que recaen sobre un cazador (Manuel Luna); el noviazgo de la hija de un millonario (Margarita Andrey) con un supuesto cazadotes (Gustavo Rojo); y las visitas nocturnas de unos marcianos a dos ancianas terratenientes (Irene Caba Alba y Margarita Robles). Este último caso, enlazado in extremis con el anterior, permite encuadrar la película, aunque sea parcialmente, en el ciclo de comedias fantásticas que se había prodigado en la década anterior en el cine español. No obstante, la interpretación desorbitada de Valeriano León y Antonio Riquelme predominan sobre el resto de elementos expresivos, incluida la fotografía de Manuel Berenguer, querenciosa de angulaciones bajas, grandes angulares y planificación en profundidad, en abierta contradicción con la transparencia que habitualmente se asocia al género cómico.

El Piyayo (1955) supone el final de la trayectoria de Lucia en Ariel P.C. El guión de Colina, Lucia y Vicente Llosá está inspirado en el poema homónimo de José Carlos de Luna, que retrataba a un famoso personaje malagueño: “¡A chufla lo toma la gente / y a mí me da pena y me causa / un respeto imponente!”. Encarna al personaje titular Valeriano León en la que se anuncia como su “película póstuma”. Y la película es, en efecto, un vehículo para que el veterano actor ofrezca un repertorio de comicidad y patetismo a partes iguales. Para dar de comer a sus doce nietos, el Piyayo aguanta cuanta burla quieran hacerle los señoritos. Durante todo el primer tramo comparte protagonismo con un guardia municipal bonachón (Manuel Luna), en una relación inspirada sin duda alguna por la de Totò y Fabrizi en Guardie e ladri (Guardias y ladrones, Steno y Mario Monicelli, 1951). Luego, cuando el nieto mayor robe en una iglesia a instancias de un compañero dispuesto a convertirlo en delincuente profesional y el Piyayo sea despedido de la Venta de los Caracoles por haberle chafado el plan a un señorito (Ángel de Andrés) que quería perder a una buena chica (Delia Luna), la peripecia se ve abocada a un fin trágico. Una vez más, en el cine de Lucia la justicia social es una entelequia y todo ha de ser fiado a la providencia, el temor de Dios y la caridad de quienes más tienen por derecho divino. No importa porque, aunque las escenas del robo en la iglesia resultan demasiado forzadas, el realizador sostiene en el resto del relato el timón firme, sin permitir que el ritmo decaiga y dosificando con sabiduría los efectos cómicos y dramáticos. Para que no falte de nada, Antonio Molina se interpreta a sí mismo en la venta y canta un par de temas que, a pesar de su carácter circunstancial, invitan al público a pasar una vez más por la taquilla.

domingo, 19 de septiembre de 2021

la amargura de luis lucia (3)


A vueltas con la españolada

Tras su salida —ya veremos que sólo relativa— de Cifesa y antes de incorporarse al equipo de Benito Perojo, que ha decidido abandonar la realización y centrarse en su faceta de productor en el naciente mercado de las coproducciones, Lucia dirige dos películas para otras compañías. La primera es la doble versión El sueño de Andalucía (Luis Lucia, 1951) / Andalousie (Robert Vernay, 1951), de la que ya hablamos con ocasión de nuestro repaso a las cintas rodadas en Gevacolor: https://documentitosdeunindocumentado.blogspot.com/2017/09/degradacion-del-gevacolor.html

La otra es Cerca de la ciudad (1952), un intento neorrealismo nacional-católico producido por Goya P.C. y Exclusivas Floralva. El padre José (Adolfo Marsillach) sale del seminario con toda su ilusión para ocupar plaza de coadjutor en una parroquia perdida entre chabolas, más allá de las madrileñas Ventas del Espíritu Santo... O sea, “cerca de la ciudad”. Para llevar a cabo su labor evangelizadora en este barrio chabolista en el que falta hasta lo más elemental, el buen curita —uno de esos sacerdotes españoles que proliferaron a principios de la década de los cincuenta abogando por la hermandad social— sólo tiene la ayuda de la divina providencia, un sacristán aficionado a los toros (José Isbert), un doctor altruista (el famoso actor radiofónico “Boliche”)... y al muñeco Pepito. Gracias a Pepito los niños desharrapados a los que les falta un bocado que echarse a la boca y que están a un paso de la delincuencia, asisten a la catequesis más contentos que unas pascuas. Pero, ay, cuando falta el dinero, don José se ve obligado a dejar en prenda a Pepito a cambio de veintidós duros con los que dar de comer a los muchachos.

Con los años, Lucia reprocharía a Vicente Escrivá su hipocresía al hacer cine religioso por conveniencia, por lo que hemos de suponer que este acercamiento social al asunto estaría realizado desde la más auténtica convicción. El argumento del padre Madina, párroco de Vallecas, había sido podado de los aspectos más espinosos —el anticlericalismo de raíz ideológica de los habitantes del barrio— sin eludir otros que suscitaran la simpatía por el cura —el chiste del cura tartamudo—, lo que le valió a Lucia la declaración de la película como de Interés Nacional, con el consiguiente aliciente económico para la productora.

La cámara de Lucia se acerca a algunos entornos cuya existencia no reconocía la política oficial. Si la cinta se clausura con la reconciliación social durante la Misa del Gallo, en Nochebuena, se abre en cambio con un prólogo autoconsciente bastante divertido en el que el equipo de la película oculta la cámara en un camión para intentar rodar desde este escondite “una película neorrealista”. Lola la piconera ha marcado el principio de la colaboración de Lucia con el libretista José Luis Colina, también paisano, amigo y colaborador de Luis G. Berlanga. La entente se prolongará a lo largo de diecisiete títulos, con especial incidencia entre los años 1951 y 1956. Como iremos viendo en adelante, buena parte de la autorreferencialidad de la obra de Lucia en estos años puede atribuirse al estro de Colina. Juntos alumbrarán a lo largo de los años cincuenta una serie de comedias costumbristas, sainetes e, incluso, tragicomedias en las que los prólogos alcanzan categoría de piezas autónomas.

La primera realización de Lucia para Perojo, La hermana San Sulpicio (1952) , por ejemplo, arranca con un prólogo en el que Ceferino Sanjurjo (Jorge Mistral) se dirige directamente a los espectadores para mostrarles las dificultades del “encuentro amoroso”. Nos trasladamos entonces a un Cielo olímpico, en absoluto católico, por el que se pasea un angelote con un parche en un ojo; es un pícaro Cupido encargado de que cada corazón encuentre su pareja. Ceferino estudia Medicina en su Galicia natal para ganar unas oposiciones y el angelote, deus ex machina, le asigna como pareja a una tal Gloria, a la que vemos por primera vez vestida de corto y toreando de capote en una capea. El balneario donde se desarrollaba la acción de la novela de Armando palacio Valdés y las dos versiones dirigidas por Florián Rey en las décadas de los veinte y de los treinta, se transforma en el moderno sanatorio de San Onofre; las monjitas ahora realizan una labor asistencial más o menos profesionalizada. En el caso de Gloria, alcanza altas cotas de eficacia; Daniel, el villano raptor, se convierte por obra y gracia del nuevo libreto y la interpretación de Manolo Gómez Bur, en un tipo risible y bastante tontuelo... ¿Qué queda entonces del tuétano folklorizante? Pues las canciones de Carmen Sevilla, las postales granadinas ya ensayadas en Debla, la virgen gitana (Ramón Torrado, 1951), la Alhambra, la Plaza de España sevillana... En la estación de tren hispalense, un nuevo apunte irónico: los carteles turísticos que invitan a conocer “Espagne”. O sea, la España de pandereta. La guerra de sexos se traduce así en confrontación de caracteres regionales. Como en Malvaloca, el drama de los hermanos Álvarez Quintero que en la inmediata posguerra ha adaptado Luis Marquina. El vitalismo andaluz en el que tan a gusto se siente Lucia apenas tiene en qué rivalizar con la melancolía y la retranca asociadas al carácter gallego. En la interpretación de Jorge Mistral estas características se traducen en un permanente mal humor. Si acaso, Ceferino tiene una ligera pátina de “materialismo” que se va en cuanto entra en la capilla y escucha a la hermana San Sulpicio cantar la Salve.

Los momentos más decididamente cómicos recaen, como es costumbre, en los personajes secundarios: la monjita interpretada por Julia Caba Alba; la otra (Juana Ginzo), extranjera, que pretende “hacer las misiones” enseñando a los paganos a bailar sevillanas; y, como no podía ser de otro modo, el descacharrante revisor ferroviario encarnado por el actor extraplano Antonio Riquelme. Al final, Don Sabino, convencido de la falta de vocación de Gloria, le mete bulla con la venta de la ganadería. Se ha convertido en una mujer seria y formal... pero ha perdido la alegría. El destino reúne a los dos amantes y al cura en lo alto de un poste para evitar que los toros bravos los arrollen.

Un caballero andaluz (1954) retoma a los tres protagonistas de La hermana San Sulpicio y propone una nueva vuelta de tuerca a los tópicos de la españolada. Están presentes los toros, las canciones, Andalucía, la religión y las tradiciones; todo, en fin, lo necesario para que la película pueda ser catalogada en esta categoría. Y, sin embargo, recurre a estrategias propias del melodrama alternándolas con las más habituales del sainete andalucista. Juan Manuel Almodóvar (Jorge Mistral), acaudalado propietario de un cortijo, envía a su hijo (Jaime Blanch) a estudiar a Inglaterra cuando queda viudo. El muchacho ha heredado de su padre el amor por los caballos, pero la escuela inglesa de doma no le convence nada. En cuanto vuelve a Andalucía por vacaciones cabalga junto a su padre y acude a socorrer a los más necesitados, como hacía su madre. Así conoce don Juan Manuel a Coralín (Carmen Sevilla), una joven gitana ciega que canta para sacar adelante a una caterva de incontables hermanillos. Al morir su hijo, don Juan Manuel dedicará el cortijo a crear una escuela-taller para los pequeños menesterosos de la comarca y triunfará como rejoneador para reunir el dinero suficiente para operar a Coralín.

La cinta da lo máximo de sí en el apartado del amor interracial. Tanto don Juan Manuel como el cura interpretado por Manuel Luna, dejan bien claros sus prejuicios hacia los gitanos. El señorito reclama que poco tienen que ver lo andaluz con lo gitano, en tanto que el cura le advierte que si va a acoger a los hermanos de Coralín en casa ya puede ir cerrando todos los armarios con doble vuelta de llave. Sin embargo, cuando el niño necesite una transfusión de sangre será a Coralín a la que veamos dándole la suya, subrayado por Lucia con una panorámica que enlaza a la gitana, al niño y a su padre en un único encuadre en movimiento. Las cuestiones de la raza han estado presentes desde la misma apertura, durante la estancia del niño en el colegio inglés y reaparecerán al final, cuando Coralín sea operada en Norteamérica... ¡por un médico español! Recién firmados los acuerdos comerciales y militares con Estados Unidos, la conciliación entre payos y calés —que Lucia acababa de tratar en su versión de Morena Clara (1954)— se ve contaminada —¿enriquecida? — por la renegociación de la identidad nacional frente a lo extranjero, marcando nuevos rumbos para la españolada.

Ya hemos dicho que las secuencias de precréditos de las películas de Lucia con la colaboración literaria de Colina son casi un género en sí mismas. En la segunda versión de Morena Clara, tras la exitosísima realizada durante la República por Florián Rey, Lucia nos traslada nada menos que a un Egipto de cartón piedra donde los súbditos del faraón bailan como si estuvieran en un tablao. Para colmo, desde la banda sonora, Fernando Fernán-Gómez nos informa de que él mismo no es un vulgar locutor, sino “una erudita voz de ultratumba”. Entre parodias lorquianas y visiones de una pareja de la benemérita con tricornios y faldellines al uso de la época, se recrea así el supuesto origen egipcíaco de la raza calé. El paso por la Itálica romana, donde los descendientes de aquéllos, le roban los caballos de la cuádriga a un patricio interpretado por Antonio Ozores, llegamos a la Edad Media, cuando el corregidor de la ciudad (Fernando Fernán-Gómez) lleva ante el tribunal a una hechicera gitana llamada Trinidad (Lola Flores), que no ha podido ejercer sus malas artes sobre él porque parece que los pelirrojos repelen los conjuros. Es entonces cuando ella le echa una maldición que los condena a volverse a encontrar por los siglos de los siglos como gitana y fiscal. Ha pasado un cuarto de hora de película antes de que Lucia retome el argumento de la comedia de Antonio Quintero y Pascual Guillén que relata las riñas y amores entre los descendientes de aquéllos.

Miguel Ligero repite en el papel de Regalito, que popularizara dos décadas atrás, y Manuel Luna, que en aquella adaptación hiciera de fiscal aparece aquí en una pequeña colaboración, encarnando al juez. La incorporación de una mujer (Ana Mariscal), como abogada defensora, no es el principal cambio en un argumento que pierde por el camino toda la subtrama dedicada a los sobornos —al parecer, más inconveniente que presentar a Lola Flores con mostacho y casco de guardia urbano— y, en cambio, incorpora la conversión del recto fiscal a la tipología del gitano sandunguero. Como concluye José Luis Téllez en su análisis de la cinta:

¿No cabría también contemplar la cinta no ya como un doble homenaje a sus autores y al cineasta predecesor en su adaptación, sino al mundo mismo de la farándula, la música y el baile, ese Mundo Otro que, como los gitanos de la historia, vive al margen de una ley (la de los críticos supuestamente avanzados o la de la censura) que le acusa de lo que no comete y ha sido tradicionalmente malquisto por los portavoces de la ideología dominante? Siempre habrá gitanos (o cómicos, o películas musicales andalucistas), parece afirmar el breve epílogo del film y, por mucho que Sus Señorías frunzan el ceño, de ellos será el reino de los cielos (y el de su incuestionable aceptación popular). [Julio Pérez Perucha (ed.): Antología crítica del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997, pág. 354.]

El ya acostumbrado prólogo lucianesco de La hermana Alegría (1954) toma prestada la voz del No-Do para embarcarnos en una suerte de noticiario que da clase de toda suerte de competiciones y concursos alrededor del mundo: mises, flores, perros... Todo para desembocar en el más estrambótico de todos: el concurso de hombres “francamente” feos convocado en Sevilla el 18 de agosto de 1954. Todo es cosa de un curita sandunguero (Manuel Luna, abonado al papel) que necesita un jardinero para un convento en el que se recogen jovencitas descarriadas a las que conviene evitarles cualquier tentación. Claro que la revolución al reformatorio no la trae el feísimo Serafín (Antonio Riquelme), sino la hermana Consolación (Lola Flores), capaz de tocar la campana por alegrías.

Este preámbulo permite demorar durante diez minutos la presentación de la estrella absoluta del espectáculo: Lola Flores. A partir de entonces su presencia en la pantalla es continua. Y como no va a estar todo el tiempo con la toca puesta, un oportuno flashback nos retrotrae a unos años atrás, cuando Consuelo Reyes era artista y fue engañada por Fernando (Virgilio Teixeira), el canalla que ahora ha dejado embarazada a la corrigenda recién ingresada en el reformatorio (Susana Canales). A partir de este esquema argumental, deudor de La hermana San Sulpicio, Luis Fernández de Sevilla escribió una comedia sentimental que Lola Membrives estrenó en el Coliseum en 1935. Lucia y José Luis Colina realizan una adaptación que refuerza los dos ejes industriales sobre los que se sustenta la película: el estatuto estelar de Lola Flores —el único tema que interpreta en el escenario es La Zarzamora— y el melodrama de la(s) mujer(es) caída(s). La fuerte impronta religiosa que permea toda la cinta invita a la censura a hacer la vista gorda sobre ciertos aspectos poco convencionales de los métodos de la hermana Consolación y el padre Sebastián, quien llega a quejarse de que si pierde la capellanía del reformatorio por los líos en que le mete ella va a perder cincuenta duros mensuales. Cosa muy distinta, en cuanto a verosimilitud, es que la exaltada libido de las chicas tal como se plantea en las primeras secuencias quede aplacada instantáneamente con la costura y los corros en el jardín al ritmo de las canciones de la buena monjita.

Serafín, el jardinero, que una vez cumplida su función introductoria ha desaparecido durante todo el metraje, reaparece en el plano de clausura para dirigirse directamente al público y proporcionar un broche cómico al happy end del melodrama medular.

domingo, 12 de septiembre de 2021

la amargura de luis lucia (2)

La antorcha de los éxitos

Fanés cifra en La princesa de los Ursinos (1947) el nacimiento del cine histórico según Cifesa. [Félix Fanés: El cas Cifesa: Vint anys de cine espanyol (1932-1951). Valencia: Textos de la Filmoteca, 1989, pág. 247.] Era una vieja aspiración del falangismo oficialista que clamaba desde las páginas de Primer Plano por un cine nacional que ofreciese al público un imaginario que sustentara los valores del Nuevo Estado. Será Juan de Orduña el que responda plenamente a estas aspiraciones en la estructura productiva de Cifesa a partir de 1948, en tanto que Lucia sigue diversificando la oferta de nuevas aproximaciones a los géneros populares.

Ana María de Trémoille (Ana Mariscal) viaja a España con la misión secreta de abolir los Pirineos. Luis XIV, el monarca francés, pretende que la ayuda militar que preste al Borbón en el trono de España, Felipe V (Fernando Rey), le valga a cambio la anexión de varias ciudades del Cantábrico. Pero el cardenal Portocarrero (Juan Espantaléon), consejero del rey, envía a su sobrino Luis Carvajal (Roberto Rey) a interceptar a la de Trémoille apenas cruce la frontera. Como otras películas de Lucia, ésta celebra la españolada y se la toma a chacota al mismo tiempo, con un Roberto Rey desdoblado en espadachín enmascarado y en coplero plebeyo que va rindiendo todas las reticencias hacia España de la espía gala. Lo más curioso de la cinta es el modo en que a través de los recursos del cine musical, el de aventuras e, incluso, el western, se consigue construir un discurso acorde con la realidad contemporánea: una España aislada del mundo por el boicot de la ONU y la retirada de los embajadores que busca reafirmarse en la unidad de sus gentes frente a lo extranjero.

No he podido ver Noche de Reyes (1948), adaptación de la zarzuela del maestro Serrano con libreto de Arniches. Para ser una producción Cifesa, tiene truco, puesto que se trata de una de esas cintas baratas que Aureliano Campa producía para la casa matriz. Vaya una opinión de la época para ilustrar un poco lo que pudo ser la cinta:

A pesar de que el transcurso de la película tiene ese carácter teatral que se puede anotar con los mutis y el comienzo de cada cuadro, Noche de Reyes ofrece un interés que se centra en su mayor parte en la visión clara y de grandes vuelos del director Luis Lucía, al dar a la fotografía un rango artístico que hemos de destacar, sobre todo en los exteriores, en los que aparecen fotogramas rodados en plena sierra que parecen un poema. Fuera de esto, la película no tiene relieve alguno; breve es el argumento y no muy destacada la interpretación de Fernando Rey, Carmen de Lucio y Eduardo Fajardo. [Corín: “Los cines: Coliseum - Noche de Reyes”, en El Adelanto, 3 de julio de 1949.]

Currito de la Cruz (1948) es la tercera versión cinematográfica de la popular novela taurina de Alejandro Pérez Lugín. La primera la había dirigido el propio novelista con José Tordesillas en el papel titular y la segunda, Fernando Delgado en 1936, cono Antonio Vico. Lucia planifica una adaptación de Antonio Abad Ojuel y cuenta con el torero Pepín Martín Vázquez y el galán Jorge Mistral para encarnar a Currito y Ángel Romera “Romerita” los dos matadores enfrentados en los ruedos y por el amor de Rocío Carmona (Nati Mistral). Pero mientras el inclusero Currito siente un amor sincero y limpio, Romerita seduce a Rocío para vengarse de su Manuel Carmona (Manuel Luna), el torero que siempre le ha superado ante el toro. 

Tony Leblanc, el protagonista de Dos cuentos para dos, hace el papel de “Gazuza”, el compañero de hospicio y luego mozo de estoques de Currito, en tanto que Juan Espantaléon encarna al cura taurófilo que en las películas folklóricas de los cincuenta va a recaer indefectiblemente en Manuel Luna.
El Currito de la Cruz de Lucia es una película taurina modélica. El clásico folletín de ascenso social alterna con fragmentos de impronta documental como los dedicados a glosar las labores en la ganadería, el apartado de los toros o el sorteo. Algunos críticos entendieron en su día que esta alternancia provocaba ciertos altibajos rítmicos, pero lo cierto es que, salvo por algún acompañamiento oral en off excesivamente didáctico, la alternancia está perfectamente medida y constituye un excelente clímax cuando Romerita agoniza en la enfermería mientras Currito triunfa una vez más en el ruedo. 

Varios historiadores han señalado que el amor interclasista entre la aristócrata y el bandolero que la ha secuestrado propicia una lectura popular y antiautoritaria de la adaptación por parte de Lucia del drama de los hermanos Machado, La duquesa de Benamejí (1949). Lucia resuelve la secuencia inicial, la del asalto a la diligencia, que es además, el único hecho delictivo que veremos cometer a los bandoleros, en clave fordiana, atendiendo incluso a la tipificación de los personajes secundarios que acompañan a la duquesa durante el asalto. El final trágico de las dos mujeres (una desdoblada Amparo Rivelles) enamoradas del bandido generoso (Jorge Mistral) tiene un inesperado contrapunto en la liberación de la partida, en un gesto de nobleza que redime in extremis al estamento militar.

El paso de la película por las instituciones censoras fue más que borrascoso. En fase de guión se apreciaron intolerables paralelismos entre la partida de bandoleros y el maquis contemporáneo, amén de un final que simpatizaba demasiado con los delincuentes. Pero con la película ya terminada y a pesar del prestigio de Cifesa hubo censores que argumentaron que la película debía ser terminantemente prohibida por su asunto “políticamente perjudicial” y su “tema españolicida”. [Expediente de censura, citado por Luis Fernández Colorado en Julio Pérez Perucha (ed.): Antología crítica del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997, pág. 254.]

De mujer a mujer (1950) es, al modesto parecer de uno, una de las mejores películas de Lucia en el seno de Cifesa, un melodrama gótico que nos recuerda a otros dirigidos por John Brahm, Robert Siodmak o Thorold Dickinson, no por su argumento, sino por la pulcritud de su puesta en imágenes. La fotografía de Alfredo Fraile y la escenografía de Pierre “Pedro” Schild, se conjugan en la planificación precisa de Lucia para obtener el máximo partido de esta adaptación poco previsible de un drama de Jacinto Benavente. Pío Baroja, que ejercía de crítico teatral en diciembre de 1902, cuando se estrenó Alma triunfante, escribía: “La de Benavente es [una] tristeza pasiva; sus hombres y sus mujeres son figuritas resignadas que sufren en un infierno de hielo bajo un horizonte de plomo. A veces, estas figuritas quieren ser hombres y mujeres; gritan y se quejan, y sus gritos y sus quejidos tienen un tono falso”. Juicio un tanto extremo pero que pone en evidencia la insatisfacción de la solución que el dramaturgo proponía al drama una vez planteado. La muerte de una hija de pocos años provoca un brote de locura en una mujer. La única solución es ingresarla en un manicomio, aunque no parece que exista cura. Con el tiempo, el hombre se refugia en el amor de otra mujer de clase inferior a la suya y tiene con ella una nueva hija. Sin embargo, los esfuerzos de un médico logran la curación de la esposa, que regresa a casa y termina enterándose de lo sucedido durante su ausencia a pesar de la conjura de su marido, su consejero espiritual y sus padres, puesto que una emoción de este tipo podría provocar su recaída. Su perdón y la asunción de la hija extramatrimonial como propia propician la renuncia de la segunda mujer y la regeneración del núcleo familiar.

Lejos de intentar suturar las contradicciones evidentes ofrecidas por la resolución del drama es como si el guión pretendiera hacerlas patentes. En primer lugar, el personaje de Emilia (Ana Mariscal), la amante, ya no es un rol secundario, sino que se convierte en una enfermera del manicomio en el que ingresa Isabel (Amparo Rivelles) y gracias a cuyos cuidados ésta consigue encontrar la paz espiritual que va a propiciar su recuperación. El encuentro entre ambas será el detonante del tercer acto de la película y la renuncia es mutua. Isabel fingirá un nuevo brote neurótico para no interponerse en la felicidad de la pareja ilegítima y Emilia atentará contra su propia vida para dejar el camino expedito a la familia legalmente constituida. En el fiel de la balanza, el personaje del bonachón y sensato padre Víctor (Manuel Luna), quien, no obstante, hace la defensa del sagrado vínculo matrimonial y de la obligación “de abrazarse cada uno a su cruz y sufrir y padecer y consumirse de dolor”. Y es precisamente este delirio masoquista lo que Lucia lleva hasta sus últimas consecuencias gracias a una sabia utilización de la voz en off que proporciona a Emilia un disfrute vicario en la ilusoria felicidad que, a partir del momento en que aparezca en la pantalla la palabra “Fin”, aguarda a la pareja.

En Lola la Piconera (1951) Lucia adapta a José María Pemán al servicio de la cantante Juanita Reina para darle otra vuelta de tuerca a uno de los grandes éxitos de Cifesa: Agustina de Aragón (Juan de Orduña, 1948). De nuevo comparece el ejército napoleónico creyendo que tomar España va a ser un paseo militar, de nuevo la protagonista se verá envuelta en un asunto de espionaje y de nuevo nos encontramos a Virgilio Teixeira como galán romántico. Lo novedoso es que el asunto épico en el que se juega la rendición de la última plaza de España, Cádiz, se incardina en una españolada sin ambages en la que la resistencia numantina de la ciudad queda resumida en la copla de Lola: “Con las bombas que tiran / los fanfarrones / se hacen las gaditanas / tirabuzones”. Por medio, militares heroicos sin que importe el ejército al que pertenezcan y políticos traidores, corruptos y antipatriotas. Lo confirma un conserje de las Cortes de Cádiz: “¡Qué tío! ¡Qué discurso más güeno! ¡No se le ha entendío na’!”. Lola La Piconera, última película estricta de Cifesa, se convierte así en la única en la que Lucia se atiene a la falsilla del cine histórico de la casa: para entendernos, el diseñado y construido por Orduña.

En 1970, Fernando García de la Vega realiza una nueva versión de Lola la piconera para TVE con hechuras de espectáculo musical televisivo. Recae el protagonismo absoluto en Rocío Jurado y Soledad Miranda.

Cerramos este recorrido por la obra de Lucia en la empresa de la familia Casanova con Gloria Mairena (1952), un proyecto de la productora de Juanita Reina, en la época en la que Cifesa sigue interviniendo en la producción mediante sustanciosos adelantos de distribución, que, en la práctica, vienen a cubrir el coste de la película. 

A lo largo de su filmografía, Lucia abordó en más de una ocasión la influencia de la todopoderosa jerarquía católica en la vida del siglo. Por regla general, el argumento incluye a un curita andaluz, paternal aunque severo, que sabe tanto de tauromaquia como de los entresijos del corazón femenino. Gloria Mairena se desmarca un tanto de este esquema al presentar, desde su mismo arranque, una disyuntiva irreconciliable. Por un lado, el colegio de San Miguel de Sevilla, que educa a los niños huérfanos en la música y los destina a mantener la tradición de los “seises”, un rito en el que se aúnan lo sacro y lo profano. Por otro, el mundo del espectáculo internacional y el ennoblecimiento de la “españolada”. Gloria Mairena (Juanita Reina) y el guitarrista Paulino Céspedes (Eduardo Fajardo) triunfan en los grandes teatros de Europa con la interpretación de piezas del maestro Granados. Paulino abandonó el colegio cuando el padre rector le dijo que las dos vocaciones no eran compatibles. Pero Gloria Mairena muere y Paulino regresa a Sevilla con su hijita. Ahora, cumplido el ciclo, puede ordenarse y dedicarse a la enseñanza de la música a las nuevas generaciones. Hay entre sus alumnos dos que traban amistad con la pequeña Gloria. Andando los años, esta amistad se trocará en rivalidad amorosa. Gloria, que es la viva estampa de su madre, deberá decidir también entre la obediencia filial y el arte que lleva en la sangre. 

La cantante se desdobla y alterna sin tregua cantes ligeros con otros que pretenden conciliar copla y alta cultura. Pero en el último acto se eclipsa. Los hombres que rodean a Gloria dirimen entonces el dilema entre la vida recogida en el colegio sevillano y las giras internacionales, entre la música religiosa y la profana. Juanita Reina no volverá a cantar hasta la escena final en la que no es difícil leer la metáfora de la música como una especie de misionerismo laico que sirve para propagar por aquella Europa de infieles la vocación espiritual de España.

Desacuerdos económicos con Vicente Casanova han llevado a Lucia a abandonar Cifesa. A Antonio Castro le explica que, a pesar de ser uno de los puntales de la productora, Juan de Orduña ganaba medio millón de pesetas por película y él apenas cien mil al año. [Antonio Castro: El cine español en el banquillo. Valencia: Fernando Torres Editor, 1974, pág. 249.] Lo cierto es que mientras las cintas de Orduña o Rafael Gil obtienen casi siempre inmejorables clasificaciones oficiales —con la consiguiente compensación económica— La duquesa de Benamejí, De mujer a mujer o Lola la Piconera son clasificadas en Segunda categoría. También, que a la altura de 1952, Cifesa se encuentra totalmente descapitalizada y que si Currito de la Cruz había obtenido unos beneficios de tres millones y medio de pesetas y el resto de películas de Lucia arrojan siempre un balance positivo a pesar de la ausencia de premios oficiales, Lola la Piconera ha perdido un millón. Nada comparado con los seis millones de pérdidas que han generado las dos últimas películas de Orduña.

domingo, 5 de septiembre de 2021

la amargura de luis lucia (1)

 
 
Primeros pasos de la mano de Vicente Casanova 

Luis Lucia Mingarro fallece el 13 de marzo de 1984, a los sesenta y nueve años. Ha dirigido su última película en 1972; o sea, a los cincuenta y siete. Por medio, cuatro decenas de cintas realizadas y coescritas a lo largo de tres décadas: comedias, películas folklóricas, niñas prodigio y algunas adaptaciones literarias ambiciosas. El poso, desgranado durante los últimos doce años de inactividad: una profunda amargura teñida de socarronería.

Amargura por la evolución política de España, toda vez que su padre, cristiano-demócrata, pero integrado en la CEDA de Gil Robles desde la Derecha Regional Valenciana, había sido condenado a muerte por ambos bandos durante la Guerra Civil, como él —ferviente católico— se encargaba de recordar puntualmente cada vez que era entrevistado.

Amargura por la desaparición de una industria en cuyo seno se había forjado: la ejemplificada por la Cifesa de los años cuarenta. En la empresa de los Casanova, valencianos como él, había ingresado apenas terminada la guerra en su condición de licenciado en Derecho, para convertirse inmediatamente en gerente de la rama de producción, jefe de producción y guionista, antes de debutar como director en 1944.

Amargura por lo que consideraba ingratitud de las niñas y adolescentes que lanzó en la última etapa de su carrera —Marisol, Rocío Dúrcal y Ana Belén— y que una década más tarde denunciaban lo que había supuesto para ellas la pérdida de la infancia o, en el mejor de los casos, buscaban la clave en el futuro y no en el pasado.

Amargura, en fin, por un cine que la única satisfacción que le había dado, como también decía siempre que se le presentaba la oportunidad, había sido la de ganar lo suficiente para poder dejarlo.

Con ocasión de su fallecimiento, Diego Galán calificaba su obra como “la más más característica del cine español de posguerra”. Y es que Lucia habría sido “el que mejor se sensibilizó al pulso del público, combinando géneros y estilos, de forma que la comedia o el melodrama sustentaran los esquemas religiosos o folklóricos de moda”. [Diego Galán: “Ha muerto Luis Lucia, considerado el director más clásico del cine español”, en El País, 14 de marzo de 1984.] Pocos días después, Julio Pérez Perucha matizaba este aserto: 

Muchas veces se entiende por cine popular un cine populachero, cine zafio, cine basto. E, incluso, tiene un cierto prestigio Lucia de hacer un cine de consumo para amplios públicos poco exigentes. [...] El hecho de que haya hecho muchas películas y este carácter popular lleva a algunos a decir que era un realizador estándar, un buen artesano sin personalidad. Esto me parece una flagrante injusticia. Luis Lucia me parece uno de los grandes del cine español porque precisamente a partir de la base que le proporciona el poder hacer cine con una cierta tranquilidad y de esa voluntad, totalmente respetuosa con el público, de hacer buenas películas, siempre metía una serie de toques personales. [...] Continuamente inscribía una serie de reflexiones sobre el doble, la máscara, el falseamiento, etc., que le dan un espesor muy curioso a las películas de Lucia y las hace muy modernas. [La noche del cine español: Luis Lucia (Fernando Méndez-Leite, 1984)]

Una reivindicación que se mantendrá como firme convicción a lo largo de los años, ya que en la Antología crítica del cine español [Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997] que él coordina se incluyen hasta cinco títulos del director valenciano.

Cuando le entrevistaban en su casa, Lucia se colocaba bajo el retrato de su padre y explicaba que ingresó como abogado en Cifesa porque aquél, encarcelado, no podía alimentar a su familia. 

De asesor jurídico de Cifesa pasé a ocupar el cargo de gerente de la producción de la misma. Ocupando aquel puesto, firmé a Ana Mariscal el primer contrato de su vida; di a Alfredo Fraile la ocasión de ascender a primer operador y, porque tenía gran fe en él, conseguí que Rafael Gil se estrenara como director. [Donald: “Luis Lucia, la niña y el payaso”, en Blanco y Negro, 5 de febrero de 1966, pág. 87.]

La película de Gil es El hombre que se quiso matar (1941), guión del propio Lucia a partir de una novela de Wenceslao Fernández Flórez. De los realizadores para los que trabajó como jefe de producción decía haber aprendido siempre algo: de Marquina, la técnica cinematográfica; de Delgrás, el ritmo; y de Orduña... que para dedicarse al oficio hay que estar un poco loco. [ibidem, pág. 88.]

El 13-13 (1943) supone el debut de Lucia en la dirección y la primera de las ocho películas que realizó para Cifesa. La acción se desarrolla en un país imaginario. Pablo (Rafael Durán), el agente 13-13, y Berta (Marta Santaolalla), la agente 13-14, trabajan para el servicio secreto sin saber a qué se dedica el otro. Al encontrarse reviven el amor que les uniera, pero el coronel Berkel (Alberto Romea) les avisa de que hay agentes extranjeros en el país dispuesto a neutralizarlos. Además, entre ambos existe una rivalidad pues Berta está descuidando sus misiones por culpa del amor y Pablo realiza todas las misiones importantes. Berta pone como excusa una visita a su supuesta tía Ágata para realizar una misión en el extranjero y demostrar su valía ante el coronel Berkel. Pero su comportamiento despierta las sospechas de Pablo.

Tomando como modelo el cine estadounidense, Lucia rueda una comedia romántica dosificando la trama de espionaje para sostener el interés hasta el inesperado y dramático final. No es frecuente encontrar películas de espías en el cine español de los años cuarenta a no ser como tramas secundarias de cintas de género histórico o pertenecientes al ciclo católico anticomunista. El 13-13, Pacto de silencio (Antonio Román, 1948) y la parodia Yo no soy la Mata-Hari (Benito Perojo, 1949) constituyen los ejemplos más relevantes.

Su siguiente película como director, Un hombre de negocios (1945), resulta, en la práctica, invisible, debido a su deficiente estado de conservación y a la inexistencia de másteres para pases televisivos o ediciones en vídeo doméstico. Recurrimos por ello a la sinopsis consignada por Pérez Perucha en su pionero artículo sobre su primera etapa de Cifesa:

Todas las confusiones del film constituyen una descarada simulación sin más objeto que la obtención de algún beneficio pecuniario. Veamos. El protagonista, sumido en la bancarrota, ha de fingir que es marido de otra mujer; la protagonista, para ocultar una estafa de un tío suyo, y para lograr una herencia, ha de representar el rol de señora casada: la madre de la protagonista, mientras, ha de interpretar otro papel con el fin de que el plan siga adelante, llegando incluso a mantener una conversación telefónica con el “tío de América” poniendo voz de carretero y haciéndole creer que no es ella sino el marido... Y, por si fuera poca la ensaimada, el tío de América, que llega abruptamente al lugar de los hechos, no es tal tío sino un actor contratado, que además ha de interpretar al actor que hace de tío con objeto de no ser víctima de una estafa. A su vez, el mayordomo del protagonista ha de dedicarse a hacer de apuntador del falso tío cara a que no corneta caros errores. Por su parte, el actor que ha de suplir al tío, confunde al auténtico tío con el sobrino, con el primer marido, impostor que únicamente desea obtener dinero... Este verdadero caos —excelentemente resuelto al nivel de la puesta en escena por Luis Lucia, de quien conviene recordar sus cualidades como brillante narrador— concluye cuando uno de los suplantadores no es capaz de continuar con la representación; acto seguido, todos irán cayendo cual fichas de dominó: una vez destrozada la representación, el relato se vacía de sentido. No es descabellado colegir que Lucia, con esta maraña de equívocos, no hace más que dinamitar mordazmente cierto tipo de narrativa dominante, algo sorprendente en la pantalla de 1945. [Julio Pérez Perucha: “El cine de Luis Lucia en Cifesa: Sus primeras películas”, en Archivos de la Filmoteca, núm. 4, diciembre-febrero de 1990, pág. 95.]

Dos cuentos para dos (1947) es una novelita romántica de José Mallorquí convertida en comedia de enredo por Lucia. Al igual que otras películas de los años cuarenta basadas en obras de este género —como las adaptaciones de las hermanas Linares Becerra— el ascenso social es el motor de la acción y la confusión de identidades el artificio empleado para sostener la intriga. La película de Lucia se atiene a tales premisas, pero no se deja cortar las alas por el moralismo que tiende a emascular otras propuestas similares. Además, cuenta con un reparto en estado de gracia en el que no hay desperdicio, de los modestos soñadores que protagonizan la historia —Tony Leblanc y Carlota Bilbao— al detective especializado en caracterizaciones —Manuel Requena— pasando por el banquero Gordón y señora —José Isbert y Julia Lajos—. La realización conjuga estas interpretaciones, por completo ajenas al realismo, con un dinamismo heredado de una atenta lectura de los modos de la comedia screwball estadounidense. Desde el propio diálogo, Dos cuentos para dos se postula como cuento de hadas. La historia de amor del tasador de joyas apocado y de la manicura echada pa’ alante, con un inesperado desdoblamiento en el romance entre un hombre de negocios norteamericano y la maniquí de una peletería, que resulta ser la doble exacta de la manicura, rehúye cualquier comentario sobre la realidad contemporánea para terminar acercándose, paradójicamente, a ésta más que otras cintas con voluntad de levantar acta sobre su tiempo, pero lastradas por una visión interesada del mismo.

Sin embargo, como apunta Juan M. Company, 

el aparente carácter bonancible de la historia narrada oculta más de una sorpresa, no siendo la menor de ellas una insólita calificación de los personajes en términos de clase social y según las relaciones laborales que entre ellos se establecen. [...] Tanto Berta como Jorge van a ser definidos como dos personajes explotados del empresariado franquista que oculta la crudeza de sus designios e intereses bajo la máscara de una actitud familiar y protectora ante los trabajadores. [Julio Pérez Perucha (ed.): Antología crítica del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997, págs. 218-219.]

Para entonces, Cifesa está intentando remontar la crisis en que la ha sumido la inclusión en las listas negras de la industria estadounidense por su activa colaboración con empresas nazis y fascistas. Como profesional de la casa, Lucia se verá afectado por estas circunstancias.