domingo, 21 de julio de 2024

klimovsky, el estajanovista (15)

La última etapa de la filmografía de Klimovsky está intermitentemente ligada a la pintoresca Producciones Gregor. Según Riambau y Torreiro, su titular, Heinrich Rüdiger Starhemberg era hijo de un príncipe austriaco y de la actriz Nora Gregor. Al ocupar los nazis Austria, la familia se trasladó primero a Francia, luego a Argentina y por último a Chile, donde estudió Derecho y Filosofía e inició su carrera como autor y actor teatral. [Esteve Riambau y Mirito Torreiro: Productores en el cine español: Estado, dependencias y mercado. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 2005, págs. 392-393.]

Antes de constituir su propia empresa productora, Henry Gregor, que es como se hace llamar en el mundo de la farándula, ya ha participado como actor en dos cintas de Klimovsky: Dr. Jekyll y el hombre lobo (1972) -uno de los invitados en la fiesta de precréditos— y La saga de los Drácula (1973) —el doctor cojo—. Abordemos ya su primera producción: El talón de Aquiles (1974). Klimovsky la rueda como una especie de paquete con Odio mi cuerpo (1974), realizada el mismo año, con la participación del judío argentino Solly Wolodarsky en el apartado literario y algunas coincidencias en el reparto. Por lo demás, las disquisiciones avant la lettre y en clave fantaterrorífica sobre las personas transgénero, dejan espacio en El talón de Aquiles a la intriga y a la acción. Aquiles es Aquiles Huller (Byron Mabe), un inspector de policía muniqués que presume de atrapar a los delincuentes buscando su punto débil. Con ocasión del robo a una joyería su contrincante es un viejo conocido: Héctor Vladò (Carlos Estrada), ex-militar en la Legión Extranjera durante la guerra de Argelia, miembro de la organización terrorista Organisation de l'Armée Secrète (OAS), pasado a la delincuencia común y, actualmente, encargado por grandes compañías de seguros de la recuperación de botines que escapan al radar de la policía gracias a sus contactos con el hampa. En principio, el juego del ratón y el gato se plantea a tres bandas: el inspector Huller, Vladò y Hetty (Manuel de Blas), el agente de seguros. Como la recuperación clandestina de la mercancía va a realizarse en Francia, hasta donde Vladò viaja en compañía de Irene (Patty Shepard), Huller permitirá que la policía gala detenga a los delincuentes mientras él espera en la frontera el regreso de Vladò con las joyas. La cosa es que el recuperador no regresa con Irene y Huller tiene que darse prisa para conseguir alcanzarlo en el tren que le conducía a París. Durante esta primera parte —aproximadamente, una hora de metraje— priman la vigilancia, las persecuciones y las triquiñuelas entre viejos conocidos. El clímax espectacular es el asalto de la policía a la granja donde los atracadores, que también estuvieron en la Legión Extranjera, celebraban el canje de las joyas por el dinero.

Pero cuando Vladò lleva ya un tiempo en la cárcel, se producen una serie de asesinatos de personas relacionadas con el robo: el joyero, el agente de seguros, Irene, que aparece muerta en un parque víctima de una sobredosis... Consciente de que el único que puede ayudarle a averiguar quién está detrás de estos asesinatos, Huller recurre al recluso, que se ofrece a ayudarla a cambio de.... ¡una caja de habanos! En este último acto, Wolodarsky y Klimovsky parecen buscar la inspiración en los Seis problemas para don Isidro Parodi, de Borges y Bioy Casares. Desde la comodidad de su celda, Vladó pone a Huller sobre la pista de un ex-nazi, traficante de drogas (Barta Barri), con cuya detención el caso quedaría resuelto por más que los personajes y sus motivaciones vayan quedando olvidados por el camino, una vez cumplida su función en la narración. Aunque hay los suficientes exteriores en Múnich como para situar la acción, la mayor parte de la película se rueda en la sierra de Guadarrama y en un sanatorio abandonado allí situado tiene lugar la persecución final.

El consumo y el síndrome de abstinencia de uno de los personajes requieren cierta benevolencia por parte del espectador, pero lo que no tiene perdón es la machacona banda sonora, compuesta a partir de tres únicos temas "de librería" igualmente irritantes, firmados por el italiano Roberto Pregadio, que también se había responsabilizado de la partitura de El hombre que vino del odio / Quello sporco disertore (León Klimovsky, 1970).

Muerte de un quinqui (1975) tiene poco de "cine quinqui" y mucho del cine de Paul Naschy. De lo primero, apenas la utilización del SEAT 1430 como coche emblemático del filón y algunos términos de germanía que entonces empezaban a popularizarse gracias a las "cassettes de MacMacarra" del Hermano Lobo. En cambio, el guión del propio Naschy formula situaciones que se repetirán una y otra vez a lo largo de su filmografía. El extraño que llega a una casa apartada en la que todas las mujeres caen rendidas ante su magnetismo sexual y el destino trágico al que se ve abocado el protagonista por una herida del pasado. La excusa argumental en esta ocasión es la huida de un peligroso psicópata, llamado Marcos, con el botín del atraco a una joyería de Madrid. Durante el robo ha asesinado a dos personas y ha machacado a taconazos la cara de su amante cuando ella le mienta a la madre. La casa es la de un ex-campeón de tiro hemipléjico e impotente. Su mujer (Carmen Sevilla) y su hija (Julia Saly) sucumbirán a la mirada subyugadora de Marcos. La policía no parece muy preocupada por encontrar al peligroso asesino que, además, ha acabado en su huida con dos miembros de la brigada motorizada, pero los miembros de la banda a los que ha traicionado no son tan acomodaticios.

En el debe, lo ridículo de la mayoría de las situaciones, lo previsible del guión y una realización rutinaria a más no poder por parte de Klimovsky cuajada de zooms enfáticos. En el haber, la ambición de Naschy de amoldar esquemas foráneos a escenarios castizos.

Para sacar adelante Tres días de noviembre / Gritos a medianoche (1977), Producciones Gregor se asocia con Ancla Century Films. En su exclusiva clínica, el doctor Bustos (Narciso Ibáñez Menta) practica tratamientos de “terrorterapia”. Pretende que el pánico está por encima de cualquier impedimento físico y que aplicado cotidianamente a Isabel (Maribel Martín), una joven paralítica, ésta terminará levantándose de la silla de ruedas. No parece importarle demasiado que para ello tenga que desenterrar a una paciente recién fallecida o acabar con la vida de una de sus ayudantes (Mónica Randall), antigua abortista con prejuicios éticos. Asistido por el doctor Mestre (Henry Gregor), pronto se verá abocado a una escalada de crímenes que le permitan borrar la huella de sus fechorías. Entretanto, la aterrorizada Alicia sólo puede contar con la ayuda de Daniel (Tony Isbert), un joven que ha perdido la vista al ver morir a su novia en un accidente de tráfico. Tras este planteamiento novedoso, el guión de Luis Murillo se resuelve tirando de las dos referencias fundamentales del cine de suspense durante las dos últimas décadas: la resurrección de un falso cadáver de Les diaboliques (Las diabólicas, Henri-Georges Clouzot, 1955) y el coche hundido en el lago de Psycho (Psicosis Alfred Hitchcock, 1960). La rutinaria música de archivo resulta un lastre más que un apoyo.

José Luis Salvador Estébenez apunta que ésta es una de las pocas aportaciones del fantastique hispano al subgénero terror psicológico y que, en este terreno, resulta razonablemente lograda, destacando...

la funcional realización del veterano Klimovsky quien supo aprovechar los escasos medios puestos a sus disposición (apenas un puñado de localizaciones y cinco actores) para conseguir despertar el interés del espectador, dotar del suspense necesario al conjunto y, en fin, mantener el pulso narrativo sin que este decaiga en ningún momento, aunque ello no evite la aparición de sus tics habituales; esto es, el empleo de zooms y primeros planos con encuadres imposibles que, apoyados en la banda sonora, sin destinados a remarcar las reacciones de los personajes. [José Luis Salvador Estébenez: “Tres días de noviembre”, en Ramón Freixas et al.: Flores entre espinas: Antología crítica del (otro) cine fantástico español 1929-2000. Barcelona: Vial Books, 2019, págs. 352-354.]

Si En mil pedazos (Carlos Puerto, 1980) era un pastiche de Vertigo (De entre los muertos, Alfred Hitchcock, 1958), Trauma (Violación fatal) (1978) —también a partir de un guión de Puerto y Juan José Porto—  lo es de Psycho, pasado por la batidora del giallo y el destape. Daniel (Henry Gregor), un escritor en busca de tranquilidad, llega a un solitario hostal junto a un lago. Lo regenta Verónica (Ágata Lys), casada con un hombre que no sale de su habitación porque está impedido. O sea, la versión castiza del Motel Bates. Una serie de parejas buscarán alojamiento en el hostal y morirán indefectiblemente a golpe de navaja barbera, como en un giallo escasamente sofisticado. Hasta la aparición de la mujer de Daniel (Sandra Alberti) cualquiera de los dos podría ser el sospechoso, pero ahí se produce el punto de inflexión y, en un flashback a base de flou y gran angular se nos revela el origen del trauma titular y podemos volver a la escena final de Psycho, sólo que con pareja de la Guardia Civil. Un golpe de timón postrero debería hacernos dudar si el asunto está realmente resuelto.

Henry Gregor realizaba un importante trabajo con una doble vertiente, un escritor que trataba de huir de su mujer y del que se descubrían al final sus inclinaciones homosexuales. Era un doble juego que llevaba muy bien equilibrado Ágata Lys. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 22.]

En esta misma entrevista, Klimovsky se mostraba bastante satisfecho con el resultado, pero también recordaba que todo se dirimía entre cuatro personajes encerrados en el parador y son al menos nueve y el propio Klimovsky haciendo un cameo en la carretera. Las escenas de cama, casi más atroces que los diálogos. O sea, un punto final emblemático para la filmografía de Klimovsky, siempre cernudianamente escindido entre la realidad y el deseo.

Muchas filmografías mencionan como película acabada Laverna, un guión que Juan José Porto registró en 1977, pero que, o cambió de título o nunca llegó a la pantalla. Quedaría la adaptación coescrita con Elisabeth Szel de La doble historia del Dr. Valmy, de Buero Vallejo. La obra había sido presentada repetidamente a censura a mediados de los años sesenta y fue igual de repetidamente rechazada, de modo que terminó estrenándose en 1968 en Gran Bretaña. La cosa iba de torturas, impotencia y culpabilidades, así que no es raro que hasta 1976 no se estrenara en Madrid. Es entonces cuando Klimovsky se hace, a través de Producciones Gregor, con una opción para realizar la versión cinematográfica. Sin embargo, un año después escribe a Buero:

Como bien supones, mi largo silencio se debió a las infinitas dificultades para organizar el rodaje del Valmy que son las dificultades de todos nosotros. Y eso que hemos logrado con mi mujer una adaptación muy buena, que ya te haré llegar. Gracias por tu paciencia, aunque no necesito decirte que, si te surge alguna posibilidad de hacer algo, estás en todo tu derecho de hacerla marchar. [Carta de León Klimovsky a Antonio Buero Vallejo, 20-6-1978, reproducida por Jordi Massó Castilla y Luis Deltell Escolar: “El símbolo perdido: Estética y pensamiento en las adaptaciones cinematográficas de obras de Antonio Buero Vallejo”, en Comunicación y Sociedad, vol. XXV, núm. 1, 2012, págs. 245-246.]

domingo, 14 de julio de 2024

klimovsky, el estajanovista (14)

Una libélula para cada muerto (1974) es un giallo de manual, con sus crímenes truculentos, su asesino misterioso, su profusión de sospechosos, aunque también recibe la influencia del otro género italiano del momento: el poliziottesco. Entre la buena sociedad milanesa —empresarios, arquitectos, historiadores, trepas...— hay más de uno merecedor del tratamiento que los antiguos caldeos propinaban a las prostitutas, los invertidos y viciosos en general: marcarlos con una libélula ensangrentada. Sin embargo, el asesino con un abrigo de alta costura de mujer que opera en la Milán en la que investiga el inspector Paolo Sacaparella (Paul Naschy) aplica el tratamiento a drogadictos, exhibicionistas y demás ralea a la que también aborrece el comisario. A lo mejor por eso mismo, le ha caído en suerte el caso.

La cinta se estrena en Italia en 1977, cuando el giallo ya está perdiendo vigor comercial. El título —Giustiziere sfida la polizia— el énfasis en los elementos próximos a las películas protagonizadas por justicieros urbanos, al modo de Charles Bronson en Death Wish (El justiciero de la ciudad, Michael Winner, 1974), que han influido fuertemente en el poliziesco. Inicialmente, la comisión de calificación la prohíbe para menores de dieciocho años, pero sometida a revisión en septiembre de 1977 se rebaja a catorce al considerar que “las escenas de violencia resultan tan inverosímiles que es poco probable que causen turbación” a los mayores de dicha edad. [https://www.italiataglia.it/]

Klimovsky se aplica a un mimetismo de escaso calado creativo. Naschy se hace cargo del papel principal y del libreto, en el que desliza algunas señas autorales, como la referencia al viejo rito caldeo, exhibiciones de brutalidad para con los exhibicionistas o una pelea con pandilleros que ostentan simbología nazi. Un guión lleno de agujeros lastra irremediablemente la intriga, así que la mayor sorpresa es encontrarse en el rodillo de salida con que firma los diálogos nada menos que Ricardo Muñoz Suay, por entonces ligado a Profilmes.

Algo parecido ocurre con Último deseo (1976): en el guión figuran como autores principales los integrantes de la extinta Escuela de Barcelona Joaquín Jordá y Vicente Aranda. Éste último iba a dirigirla, pero, al parecer, los inversores internacionales en el proyecto no vieron con buenos ojos ceder la responsabilidad a un realizador con pujos autorales y la productora Trefilms terminó contratando al curtido León Klimovsky. Puede que ésta fuera la causa de la mezcla de influencias del cine de género —George A. Romero, Amando de Ossorio— con las citas vergonzantes al cine de autor —Ferreri, Pasolini—. Aunque Aranda dijera que en la película no quedaba nada del libreto original, José Luis Salvador Estébenez, que tuvo ocasión de consultarlo, asegura que el realizador argentino respetó el guión, "salvo algún detalle e indicaciones de puesta en escena". [José Luis Salvador Estébenez (ed.): Paul Naschy / Jacinto Molina, la dualidad del mito. Vial Books, 2017, pág. 126.]

Un grupo de hombres de negocios, diplomáticos y profesionales de éxito se reúnen en una Vilemore, bajo la advocación del Marqués de Sade. Allí, con unas prostitutas contratadas por la propietaria de la villa podrán hacer realidad cualquiera de sus fantasías. Sin embargo, este conciliábulo sadiano queda truncado de raíz cuando una explosión nuclear deje ciegos a los habitantes del pueblo y los invitados asalten la tienda de alimentación para acaparar víveres con los que poder encerrarse en el sótano de la casa hasta que la radiación haya pasado. Pero cuando uno de los hombres del pueblo los descubre, lo matan. Los demás asaltan la casa. Los invitados deben luchar contra ellos y entre sí mismos, ya que la situación límite los ha convertido en auténticas fieras. Los más inocentes, los más jóvenes, son los primeros en sucumbir. El profesor Fulton (Alberto de Mendoza) y una de las chicas (Nadiuska), suicida fracasada, creen encontrar la salvación en el amor.

Secuestro (1976) supone el fin de la fructífera relación de Klimovsky con Paul Naschy. En 1974 la fotografía de Patty Hearst tocada con una boina y armada con una metralleta dio la vuelta al mundo. La nieta y heredera del millonario William Randolph Hearst había sido secuestrada por el Ejercito Simbiótico de Liberación y había acabado participando en un asalto a un banco como un miembro más de la organización. Poco más que esta imagen necesitaban Antonio Fos y Paul Naschy para urdir un argumento que se desarrollara algo cansinamente durante hora y media. Los físicos de María José Cantudo, Teresa Gimpera e Isabel Luque debían hacer el resto. En el apartado masculino: Naschy, como un infortunado motorista de cross; Máximo Valverde, como un homosexual sádico y necrófilo; Luis Prendes, en el papel de un ciego arruinado al que Gimpera sirve de lazarillo y objeto erótico; y Tony Isbert, como el enmadrado hijo de un constructor enganchado a la heroína, sirve de referencia a otro de los más sonados secuestros de aquellos años, el de John Paul Getty III.

El apenas formulado suspense por cuenta del intento de los dos jóvenes por llamar la atención de la chica del chalet más próximo con un espejo y la consiguiente visita de un policía (Luis Induni) a la casa, queda a la deriva en una trama en la que ninguno de los secuestradores parece tener la más mínima prisa por cobrar el rescate. El pago de éste se resuelve en sendas escenas ambientadas en el circuito del Jarama y en el teleférico de la Casa de Campo, lo que completa el ambiente actual de la cinta y sirve a Klimovsky para revalidar su crédito de artesano pundonoroso. Como tampoco el dibujo de los personajes pasa del mero esbozo, la cinta va discurriendo mansamente hacia la imagen icónica que la ha inspirado y que el espectador ha visto en el cartel a la entrada del cine, con un estrambote moralizante que no puede sino producir sonrojo.

domingo, 7 de julio de 2024

klimovsky, el estajanovista (13)

En algún momento Klimovsky se casó con la húngara Erzsébet Haraszti (1926-2018), aunque llevaba el apellido de su primer marido. Había estudiado ballet y cinematografía en Budapest. Tenía veintinueve años cuando las tropas soviéticas invaden Hungría. Acaso por casualidad, ella se encontraba entonces en España visitando a su madre. No regresó. Estuvo trabajando como guionista para la BBC. Desde que organizara las coreografías de las Doris Girls en ¡SOS, abuelita! (1959), Elisabeth/Erika Szel se convierte en una presencia constante en la filmografía de Klimovosy, asumiendo tareas de secretaria de producción, ayudante de dirección o secretaria de rodaje. Pero también publica varias traducciones y novelas como Operación Noche y Niebla, La mujer armiño —de la que Juan Guerrero Zamora hace una adaptación televisiva en 1966 titulada El caballero de la mano en el pecho—, No apta para menores —“Dolce vita tras el telón de acero”, decían los reclamos—, Balada de cárceles y rameras o Ven a morir a Ámsterdam, además de responsabilizarse de la novelización de La casa de las Chivas. Las primeras, al menos, estaban redactadas en húngaro y fueron traducidas al castellano por Klimovsky. [“Elisabeth Szel narra los amores del Greco con Jerónima de las Cuevas”, en Pueblo, 1 de diciembre de 1962, pág. 8.]

 
 
Urdió el argumento de Los hombres las prefieren viudas (1970) e intervino en varios guiones, entre ellos el de Una señora llamada Andrés (Julio Buchs, 1970) y en el origen de la reelaboración del mismo asunto por parte de Klimovsky: Odio mi cuerpo (1974). En cualquier caso, el realizador consideraba estos dos títulos sus películas más personales.

Aunque el prólogo de Los hombres las prefieren viudas —un tanto calcado de La niña de luto (Manuel Summers, 1964)— hacía presagiar una comedia negra, resulta que no, que se trata de una comedia blanquísima y un poco tontorrona cuyos chistes vienen a ser del tenor de este que cruzan el director de una agencia de viajes (Adriano Domínguez) y Carlos Valcárcel (Tomy Saad) el apuesto propietario del hotel PuertaMar de Almuñécar. En la agencia trabaja Marisa (María Mahor), a la que sus compañeros llaman "la viudita", por el luto riguroso e inquebrantable. Pero el encuentro con el propietario del hotel hace surgir en Marisa la esperanza del idilio y empujada por Amelia (María Isbert), una compañera de trabajo más echada p'alante que ella, deciden pasar las vacaciones en el hotel de Almuñécar. Como a Carlos le ha interesado precisamente porque ha perdido a su marido, Marisa se ha fingido viuda de Raimundo Codina (Juanjo Menéndez), un ligón impenitente que precisamente ha ido a pasar unos días en el hotel con una mujer que no es la suya. También ésta (Laly Soldevila) aparecerá por allí. Y Amelia se enamorará de un detective aficionado (Tomás Blanco).

Y así, a base de malentendidos y mentiras sobre mentiras evoluciona el argumento de un modo un tanto mecánico y sin que Klimovsky logre imprimirle un ritmo que el guión tampoco le proporciona, toda vez que María Isbert y Laly Soldevila son las únicas capaces de imprimir auténtica vis cómica a cada escena en la que aparecen. El libreto, obra de Ramón Torrado y de Heriberto Sánchez Valdés, parte de un argumento de Elisabeth Szel, la mujer de Klimovsky.

De Odio mi cuerpo, ya contamos sus incidentes con la censura. Narciso Ibáñez Menta era un científico nazi que culminaba el experimento que no había logrado realizar en Alemania: el trasplante del cerebro de un moribundo a una mujer afectada por un tumor cerebral. El hombre (Manuel de Blas) queda atrapado en el cuerpo de la mujer (Alexandra Bastedo) y, con su nueva apariencia, debe reprimir sus deseos hacia su compañera de piso (Eva León) y, en cambio, rechaza los avances del capataz de la fábrica (Manolo Zarzo) en la que no tiene más remedio que emplearse pues sus conocimientos como ingeniero de nada le valen en su antigua empresa. Es así como decidirá aliarse con Pedro (Byron Mabe), un antiguo amigo y actual amante de su mujer (María Silva), para sacarle a ésta la mitad del dinero del seguro de vida que perdería íntegro si se descubriera que Ernesto sigue vivo.

Odio mi cuerpo es una película tan escindida como su personaje principal. Por una parte, pura explotación, con su científico chalado, su robo de cadáveres, su flagelación en el bosque, su argumentación a propósito de la transexualidad por parte del psiquiatra, sus sugerencias de lesbianismo... Por otra, una reivindicación sin ambages de la igualdad de derechos de la mujer en un mundo profesional dominado por los hombres y en el que a ella sólo le queda la posibilidad de ser una subalterna eficaz durante el día y una hembra complaciente por la noche.

Una vez más, Klimovsky practica la doble versión. Al menos, así se deduce de la exigencia de la comisión de censura italiana —la película se estrena allí tardíamente, en 1981, como Supersexy Vamp— de que se corten exactamente 3,20 metros en la escena del cuarto rollo "en la que aparece un pecho en primer término en la relación lésbica". [https://www.italiataglia.it/]

domingo, 30 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (12)

La noche de Walpurgis / Nacht der Vampire (León Klimovsky, 1970) es una de las entregas más exitosas de la saga del lobishome Waldemar Daninsky (Paul Naschy): más de un millón de espectadores sólo en el mercado español. No es ajeno a ello el trabajo de estilización que realiza Klimovsky tanto en el terreno del color —una sangre roja que bebe de productos previos de la británica Hammer Films— como mediante la utilización de la cámara lenta en los encuentros con la condesa Wandesa Darvula de Nadasdy (Patty Shepard). El personaje había comparecido por primera vez en La marca del hombre lobo (Enrique L. Eguiluz, 1968), título en el que Juan Manuel Company cifra el nacimiento del fantaterror o, en su terminología, el "subterror español". ["El rito y la sangre: Aproximaciones al subterror hispánico", en Equipo Cartelera Turia: Cine español, cine de subgéneros. Valencia: Fernando Torres, 1974, págs. 17-76.] La noche de Walpurgis constituiría el inicio de la tercera etapa del filón, la de consolidación de las trayectorias de los principales artífices del género: "Jacinto Molina, Javier Aguirre, Amando de Ossorio y el propio Klimovsky". [Ibidem, pág. 26.]

El doctor Hardick (Julio Peña), un decidido racionalista, realiza la autopsia de Waldemar Daninsky, al que se región acusaba de convertirse en hombre-lobo y cometer horrendos crímenes en las noches de plenilunio. Las supersticiones populares en plena carrera espacial le resultan incomprensibles. Por eso decide extraerle las balas de plata del pecho. En cuanto lo hace, Daninsky vuelve a la vida. Dos estudiantes (Gaby Fuchs y Barbara Capell) viajan al norte de Francia para encontrar la tumba de la condesa húngara Wandesa Darvula de Nadasdy. A pesar de que Elvira, una de las estudiantes, está comprometida con un policía (Antonio Resino), no puede evitar enamorarse de Waldemar. Por tanto, si ella empuña la cruz de Mayenza que han arrancado del pecho del cadáver de la condesa y se lo clava en el corazón al hombre-lobo en una noche de plenilunio podrá descansar por fin de su maldición. Pero antes, Daninsky deberá enfrentarse a la condesa-vampiro, que también ha vuelto a la vida con el monje Verdún y que, en la noche de Walpurgis, alcanzará su máximo poder.

El realizador reconoció haberse inspirado en La chute de la maison Usher (El hundimiento de la casa Usher, Jean Epstein, 1928). [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 20.] Sin embargo, estas escenas, plenas de sugerencias, alternan con los largos segmentos expositivos habituales en los guiones de Jacinto Molina, donde este hace gala de su erudición sobre la brujería, la Inquisición y otros temas históricos relacionados con el fantastique. También en la columna del debe, una ambientación que deja bastante que desear: los paisajes estivales de la sierra madrileña casan mal con la ubicación de la acción en Bretaña o Normandía. ¿Qué fue entonces lo que atrajo al público? Sin duda, las decapitaciones, las sugerencias  de lesbianismo, los zarpazos, el apunte de unos desnudos femeninos que sólo se pudieron ver en la doble versión foránea, claro, y un envoltorio decididamente pop en el que Klimovsky busca el correlato de la fantasía de Naschy.


Fruto de su buena relación con Naschy en La noche de Walpurgis, Klimovsky se pone al frente del rodaje de Doctor Jekyll y el hombre lobo (1972), sexta entrega del ciclo licantrópico con una nueva variante: es el doctor Jekyll el encargado de curar al lobishome gracias a un suero que consigue anular temporalmente su alter ego licantrópico, pero sólo para transformarlo en un tipo sádico y entregado a sus más bajas pasiones: míster Hyde. No son las únicas alusiones al género, puesto que la localización transilvana propicia también las referencias a Drácula e, incluso, a los campesinos que queman el castillo de Frankenstein y el mismo nombre de la heroína evoca al divino Marqués. La acción arranca cuando Imre (José Marco) y su joven esposa Justine (Shirley Corrigan) viajan a Transilvania en viaje de novios. Ella no tarda en quedar viuda porque un grupo de lugareños asesina a su marido para robarle el coche. Cuando están a punto de violarla, aparece Waldemar (Naschy), que la salva y la lleva a su castillo. Ella, agradecida, le propone que la acompañe a Londres, donde su amigo Henry Jekyll (Jack Taylor), nieto de aquel que hiciera célebre Robert Louis Stevenson, acaso disponga de un método para curarle. Éste no puede ser más enrevesado: le inoculará el suero que lo convierte en Hyde, de manera que esta segunda personalidad anule la licantrópica, y luego le inyectará un antídoto que desactive al siniestro Hyde. Pero los celos de Sandra (Mirtha Miller), la ayudante del doctor, darán traste con el plan, embarcándose con Hyde en una orgía de sadismo en la que Justine será la víctima inocente. No obstante, ya ha pasado casi una hora de película cuando llega este momento. El largo prólogo y las primeras correrías del hombre lobo transilvano en Londres han servido para que asistamos a la primera transformación en la exótica localización de... un ascensor. No menos sabor bizarro tiene la estampa de Hyde paseándose con capa y sombrero de copa por los clubs de striptease del Soho. Una transformación estroboscópica aporta novedad a los procedimientos habituales en el género y Klimovsky consigue insuflar cierto lirismo en algunas secuencias aisladas, a tenor con el romanticismo enfermizo con el que siempre trató Paul Naschy a su personaje más amado.

La base de un género debe ser siempre el público al que ese género pertenece instintivamente y España es tierra de creencias, fanatismos y supersticiones, un género que respondiera a esas mismas supersticiones y creencias sería, lógicamente, natural. Pero no existe. Si hubiera un género auténtico de cine de terror español, inspirado en lo vernáculo español, ya no existiría este problema de mezclar mitologías de distinto signo en una película. [...] El unir a varios personajes fantásticos en una sola películas es producto un poco de la sociedad de consumo en que vivimos. Se hace una película de éxito con el Hombre Lobo y otra con el Dr. Jekyll que también funciona económicamente y se los junta en un solo film para vender más de lo que vende el vecino. [Juan Manuel Company: Op. cit., pág. 41.]

Las palabras de Klimovsky dejan traslucir cierta desazón con esta cinta. Por entonces, está concentrado en levantar con Naschy un proyecto que no llegará a la pantalla: ¡Yo... vampiro! (La venganza de Drácula). A decir del propio Klimvsky la idea habría surgido de su larga relación con Vampyr (La bruja vampiro, Carl Theodor Dreyer, 1932) en cuya restauración habría trabajado en Alemania en los tiempos de la creación de la Filmoteca y de la que conservaba un guión de rodaje. [Antonio Cervera: "Veremos... Dr. Jekyll y el hombre lobo", en Terror Fantastic, núm. 10, julio de 1972, págs. 37-38.] José Luis Salvador Estébenez ha estudiado el guión registrado por Naschy y lo vincula a la fórmula de coproducción hispano-alemana de La noche de Walpurgis, además de servir de esbozo a algunos temas desarrollados en El gran amor del conde Drácula (Javier Aguirre, 1972). [José Luis Salvador Estébenez: "Naschy invisible: Los guiones no rodados", en Paul Naschy / Jacinto Molina, la dualidad del mito. Vial Books, 2017, págs. 317-320.]

Hablamos de La saga de los Drácula (1972) a raíz de su proyección en Super-8 en la Cada Encendida de Madrid. Toca ahora ubicarla en la filmografía de Klimovsky y, en concreto, en el subgénero fantaterror. Ésta es la primera de las que dirige para firma barcelonesa Profilmes.

Me hicieron una propuesta económica —recordaba Ricardo Muñoz Suay— y me dieron carta blanca para alternar los rodajes entre Madrid y Barcelona. Como yo había hecho La noche de Walpurgis con León Klimovsky y había ido muy bien, hablé con Paul Naschy con Carlos Aured, que había sido el ayudante de dirección, e hicimos El espanto surge de la tumba y, a continuación, La saga de los Drácula, La noche de las muertas y La noche del terror ciego. Se hacían cuatro películas por año.[Esteve Riambau: Ricardo Muñoz Suay: Una vida en sombras. Barcelona: Tusquets / IVAC la Filmoteca, 2007, pág.471.]

La cinta de Klimovsky parte de un guión de Juan Tébar y Emilio Martínez Lázaro que se esconden bajo el seudónimo comanditario de Lazarus Kaplan. Es probable que las ideas más novedosas de la película procedan de su libreto, en el que José Abad ha apuntado la doble influencia polanskiana de The Fearless Vampire Killers (El baile de los vampiros, 1967) y Rosemary’s Baby (La semilla del diablo, 1968). [Rubén Higueras Flores (ed.): Cine fantástico y de terror español, de los orígenes a la edad de oro (1912-1983). Madrid: T&B Editores, 2014, pág. 219.] De la práctica de Profilmes proceden, en cambio, el apretadísimo plan de trabajo y la práctica de la doble versión con desnudos femeninos para la exportación.

La saga de los Drácula, aclaraba Klimovsky...

es la historia de una familia que debe cuidar de no perder su descendencia porque les falta el elemento fecundo y se trata de la descendencia de una familia de vampiros. Es la lucha por conseguir esta descendencia y posee en cierto modo una especie de humor acre. Y tiene un final que yo creo que es extraordinario, tal vez por la audacia con que fue hecho, que es el nacimiento del nuevo vampiro. [Antonio Gregori: Op. cit., pág. 21.]

En cuanto a la puesta en escena, el rojo se adueña de la mesa durante las comidas familiares, y adquiere pleno sentido en el penúltimo plano de la película, pero una inadecuada colorimetría en la digitalización de la película complica —¿o acaso se debiera a un deficiente tratamiento en el original?— convierten los efectos de noche americana en extraños días, con lo que las incursiones en exteriores de los no muertos comprometen gravemente uno de los códigos del mito vampírico.


El libreto de Paul Naschy para La rebelión de las muertas (1973) es un batiburrillo de referencias, con el asesinato de Sharon Tate como motivo principal de inspiración. En plena fiebre de hippismo y fervor por los gurús de la India, Krisna (Paul Naschy) y su ayudante Kala (Mirta Miller) ofrecen consuelo espiritual a las gentes crédulas de la alta sociedad londinense. Elvire (Romy), cuya prima ha muerto asesinada, es una de ellas. A la cita con el santón le acompaña el escéptico doctor Redgrave (Vic Winner). El gurú les invita a unirse a la comunidad que va a montar en una mansión en el campo. Esa misma noche, un tipo con una máscara grotesca que en el prólogo resucitó a la prima de Elvire mediante un rito vudú entra en su casa con la muerta viviente, asesina a su familia e intenta acabar con su vida. La intervención de la policía la salva en el último instante. Estos sucesos precipitan su marcha a la "casa del diablo", la mansión de Krisna. El jefe de estación (Luis Ciges) le ha informado de la leyenda de satanismo que guarda el lugar y la primera noche Elvire sueña que su anfitrión es el mismísimo Satán, con patas y cuernos de macho cabrío. Semejante cóctel recibe un tratamiento visual por parte de Klimovsky notablemente homogeneizador. El uso continuo de grandes angulares y de la cámara lenta, amén de un humor de cariz grotesco y un evidente regusto a serial, confieren unidad a una producción que se encuentra entre las más imaginativas de Klimovsky y de la productora catalana Profilmes. 

 


 

 No estoy, por tanto, de acuerdo con Adrián Sánchez Esbilla cuando le reprocha a Klimovsky su falta de interés en la película. En cambio, no se me ocurre análisis más acertado de la cinta que el suyo:

Ni Klimovsky ni Naschy eran escrupulosos con el reciclaje, así que recuperan directamente de La noche de Walpurgis a las vampiras que atacan al ralentí; aquí zombis de tradición clásica, pre-Romero, que se mueven al ritmo de la monstruosa banda sonora de Juan Carlos Calderón. Por otro lado, su hibridación (revoltijo) de satanismo, ocultismo y sexy se corresponde con la temática de otras piezas de horror barato. [...] El cine español de géneros, después de todo, estaba plenamente incorporado a la internacional del exploit. [Adrián Sánchez Esbilla: "La rebelión de las muertas", en José Luis Salvador Estébenez (ed.): Paul Naschy / Jacinto Molina, la dualidad del mito. Vial Books, 2017, pág. 80.]

La partitura groove de Juan Carlos Calderón resulta tan ajena a la narración como de costumbre en la filmografía de Klimovsky, aunque en esta ocasión quede justificada por la localización londinense. De todos modos, esto no es nada comparado con la musiquilla de archivo de La orgía nocturna de los vampiros (1973), que no desentonaría en una comedia playera. Una vez más, la evidencia de que las localizaciones donde se desarrolla la acción están en la sierra madrileña y no en los Cárpatos es un hándicap contra el que debe luchar el realizador, a tenor de un presupuesto que se adivina bastante exiguo. La presencia en la pareja de guionistas de Antonio Fos garantiza algunos toques de humor negro genuinamente cafre.

El conductor del autobús que transporta a la servidumbre de un castillo de Transilvania fallece repentinamente. Como aún quedan más de cien kilómetros hasta el castillo, los viajeros deciden desviarse del camino y pasar la noche en un pequeño pueblo llamado Tolnia. Sin embargo, aunque el fuego está encendida y la comida a punto, el pueblo está deshabitado. El viajero que ha sustituido al conductor (Indio González) se queda de guardia y, cuando abandona la posada, es atacado por un grupo de zombis. Pero por la mañana todo parece normal. Boris (José Guardiola) les explica que la noche anterior estaban en el cementerio, despidiéndose de uno de sus paisanos. Cuando ordena al posadero conseguir carne para los viajeros asistimos a otro acto salvaje: un gigante (Fernando Bilbao) armado con un hacha le amputa la pierna al herrero para echarla en el puchero. Los viajeros se ven obligados a aceptar la hospitalidad de una mujer a la que todos llaman la Señora (Helga Liné). Entre ella y los habitantes del pueblo van dando cuenta, uno a uno, de los viajeros. Apenas quedan el viajante, la doncella (Dianik Zurakowska), a la que éste espía por las noches, y la institutriz (Charo Soriano) con su hija pequeña. La presencia de la niña parece orientar la lectura del relato como si fuera un cuento de hadas, con su ogro, su bruja y sus héroes armados de ingenuidad y osadía, pero la inconstancia en la focalización del punto de vista arruina esta posibilidad. Klimovsky trabaja entonces sobre pequeños momentos, confiando el diseño general al ambiente, e intentando resolver algunas escenas mediante recursos de planificación y montaje.

El estajanovismo da sus frutos. En marzo de 1973 la revista Terror Fantastic anuncia: "Veremos... 3 películas de Klimovsky". Incluye fichas técnico artísticas y los argumentos detallados de sus películas para Profilmes con Ibáñez Menta y Naschy al frente de los respectivos repartos, y la más reciente producción de José Frade. [Antonio Cervera: "Veremos... 3 películas de Klimovsky", en Terror Fantastic, núm. 18, marzo de 1973, págs. 26-31.] Por entonces lo entrevista Augusto Martínez Torres en su libro-encuesta Cine español, años 60. [Madrid: Anagrama, 1973, págs. 67-68.] Klimovsky debe pronunciarse sobre la crisis que afecta al cine español por el impago de las subvenciones automáticas:

Oigo hablar de crisis en el cine desde que estoy en él, hace veinticinco años. Pero si algo debo subrayar en la crisis de estos últimos años son: una censura arbitraria con descarado favoritismo para los films extranjeros, cuya consecuencia es que hacemos un cine rosado para niños tontos, que parece ser la tónica que aplauden nuestras autoridades, Y un incumplimiento absoluto de todas las formas de subvención y apoyo estatal con las que debía contar nuestra industria del cine.

La trama de El mariscal del infierno (1974) es, a grandes rasgos, la siguiente: el mariscal Gilles de Lancré (Paul Naschy), repudiado por el rey, es empujado por su bella amante Georgelle (Norma Sebre) a la práctica de la nigromancia y la alquimia. Gaston de Malebranche (Guillermo Bradeston), un antiguo compañero de armas, llega a su feudo y no tarda en ponerse al frente de una cuadrilla de proscritos para combatir sus tropelías. Se trata de una nueva producción de Klimovsky y Paul Naschy para la casa barcelonesa Profilmes, para la ocasión asociada con la argentina Orbe Producciones. De ahí el doble protagonismo y la esquizofrenia genérica del guión del propio Jacinto Molina. Por un lado, la biografía apócrifa del siniestro Gilles de Rais, los detalles de sadismo y todo lo relativo a la nigromancia y la alquimia. Por otro, la película de capa y espada, deudora argumental de Robin Hood con sus duelos a espada y su lucha contra la tiranía. Si en el primer registro la cinta podría considerarse una más de las producciones de Naschy para Profilmes, en el segundo un excesivo mimetismo no hace sino ahondar el abismo que separa a El mariscal del infierno del modelo hollywoodense.

En El extraño amor de los vampiros (1975) se propone la enésima revisión del mito vampírico a partir de un guión de Carlos Pumares y Juan José Daza: Catherine (Emma Cohen) ve como su hermana (Amparo Climent) muere de consunción. Ella también está afectada por la misteriosa enfermedad, por lo que se traslada a una casona en las afueras del pueblo. Allí vive sumida en el morbo romántico mientras el criado (Rafael Hernández) se entrega a la lujuria. Una noche, se presenta en la casa el conde Rudolf von Wurtermberg (Carlos Ballesteros), un vampiro que se enamora perdidamente de ella. Catherine acepta una invitación a un baile que tendrá lugar en el castillo del conde y asiste al sacrificio de un lugareño con cuya sangre los vampiros sacian su sed ancestral. Al descubrir que su hija ha estado entre vampiros, el padre de Catherine decide profanar las tumbas del cementerio local y acabar con ellos.

Klimovsky opta por un romanticismo sin ambigüedades en el desarrollo de la acción medular. Sin embargo, antes de llegar a ella usa y abusa de escenas anecdóticas —muchas de ellas dedicadas a mostrar la anatomía de los personajes femeninos— que en poco contribuyen a una continuidad argumental ya difícil en el guión. Para colmo, fragmentos musicales de la más diversa condición van encadenándose sin orden ni concierto. Su inveterada maestría para crear ambientes turbadores con materiales de saldo no rinde los oportunos frutos en esta ocasión y, salvo contados momentos entre Emma Cohen y Carlos Ballesteros, la cinta nunca termina de definirse.

El agotamiento del ciclo fantaterrorífico se aprecia claramente en el número decreciente de espectadores que pasan por taquilla. Del millón largo de La noche de Walpurgis a los apenas setenta y cinco mil de El extraño amor de los vampiros; más de medio millón vieron Dr. Jekyll y el hombre lobo, en torno a cuatrocientos mil, La rebelión de las muertas, y algo mas de trescientos mil, La orgía nocturna de los vampiros. Sin embargo, las ventas al exterior y los reducidísimos plazos de rodaje de Profilmes convirtieron estas películas en productos sumamente rentables para la firma.

domingo, 23 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (11)

Cuando en 1968 se estrenó el drama de Jaime Salom La casa de las Chivas, se mantuvo doce meses en cartel. El carácter desgarrado de las situaciones y la elección de la Guerra Civil Española como marco para las mismas llevo aparejada una considerable polémica y una afluencia masiva de público al teatro. No es de extrañar que la adaptación cinematográfica fuera fulminante. Manuel Villegas López, José Luis Garci y Carlos Pumares se encargaron de airear convenientemente el claustrofóbico drama bélico, que Klimovsky llevó a la pantalla en 1971, y escribieron una declaración de intenciones que un narrador lee tras el prólogo en el que las imágenes de archivo se muestran convenientemente descontextualizadas de cualquier ideología. Mientras la imagen de la casa vira del blanco y negro al color y el zoom se acerca a ella, dice el narrador que los protagonistas —desde el presente— acaso recuerden "con un poco de nostalgia" aquellos tiempos, cuando "sólo los principios elementales de la existencia parecían tener cabida en la casa: la propia vida, la muerte, el odio, el sexo..." Y, en efecto, ante la proximidad de la muerte, la rijosidad de los cinco soldados albergados en casa de un padre apocado (Antonio Casas), con dos hijas tan lozanas como cachondonas, es el motor de la acción. Petra (Charo Soriano), la mayor, se entrega a cuanto hombre le ofrece algo. La pequeña, Trini (María Kosty), siente una pasión impetuosa por Juan (Simón Andreu), el intelectual del grupo, que se pasa el día leyendo los Pensamientos de Pascal. Éste, aspirante en secreto a sacerdote, sabrá mantener a raya el deseo y obrar siempre conforme a unos principios morales estrictos, lo que, a la postre, termina significando la muerte para Trini. Las muchas licencias eróticas y el suicidio final parecen haber sido consentidas por la Junta de Censura por esta redención —la muerte nos redime de todo— final y por el sentido significado religioso del clímax, con Juan postrado de hinojos con los brazos en cruz implorando “perdón para todos”.

Charo Soriano y María Kosty interpretan a los personajes que en escena habían encarnado Terele Pávez y María José Alfonso. Aunque el protagonismo recaiga en mayor medida sobre los personajes masculinos, el hecho de que sus caracteres particulares —salvo en el caso de Juan y el sargento (Ricardo Merino), cuyo será el final— se diluyan en la personalidad del grupo, termina focalizando el relato en Petra. Klimovsky arranca o termina con ella la mayoría de las secuencias del planteamiento y el nudo argumental. Por vestuario y carácter, las referencias para el personaje parecen las películas de Sophia Loren y, en concreto, La ciociara (Dos mujeres, Vittorio De Sica, 1960), con la que comparte ambiente bélico.

Produce Galaxia Films. Según Pérez Giner se trataría de la marca de un judío húngaro apellidado Besi que había conseguido un delante de distribución. No obstante, la película tuvo un presupuesto modesto y Klimovsky la resolvió con su pericia habitual; tanto, que el montador Pablo del Amo sólo se habría encontrado con una toma válida de cada plano y con la medida justa para ensamblar una cinta de hora y media. [Piti Español: Josep Anton Pérez Giner: La veritable historia de l’Innombrable. Barcelona: Portic / Filmoteca de Catalunya, 2008, pág. 91.] La operación resultó rentabilísima: La casa de las Chivas sedujo a millón y medio de espectadores.

No era la primera incursión de Klimovsky en el conflicto bélico español. En 1960 ya había dirigido La paz empieza nunca, a partir de una novela del siempre polémico Emilio Romero que había ganado el premio Planeta en 1957. El director del diario sindical Pueblo volvía así al primer plano de la actualidad por partida doble, puesto que recuperaba también su puesto al frente del diálogo después de dos años de exilio profesional por desavenencias con la cúpula del estado donde contaba con buenos apoyos en sectores falangistas pero su afán de protagonismo no era bien visto por otros. Por ello su novela se adscribe a cierta forma de "tremendismo" ahormada a un falangismo que promueve la reconciliación de boquilla pero que clama venganza contra los derrotados. La peripecia vital del anónimo Juan López le lleva a abandonar su pueblo de La Mancha para estudiar en Madrid, su afiliación a las escuadras de pistoleros falangistas, su paso al bando rebelde en Guadarrama durante la Guerra Civil y a aceptar, finalmente, la comisión de infiltrarse en el maquis asturiano para acabar el solo con el comunismo infiltrado en España. La negociación con la Censura de la adaptación cinematográfica no debió ser tarea fácil como demuestra la acumulación de créditos en este apartado, legitimado además por la "supervisión" del propio Emilio Romero.

La película arranca en el momento en que un grupo de falangistas entra en la Casa del Pueblo de una localidad rural y reparte unas octavillas a los atemorizados lugareños. Cuando escapan, un hombre dispara contra el coche. López (Adolfo Marsillach) se siente abrumado por la inquietud de que su objetivo sea el mismo de quienes les han disparado: la justicia social. Pero pronto habrá de tomar partido porque sus compañeros de filas (Manolo Zarzo, Mario Berriatúa...) van cayendo acribillados en la primavera de 1936. Son siempre héroes solitarios, figuras crísticas incluso, que caen bajo las balas de unos cobardes que disparan desde un coche o de un tropel de fusiles... Además, la novia de López (Conchita Velasco) se lía con un miliciano apenas dan a López por muerto. El protagonista no puede tener más claro cuál es su bando. Sin embargo, la posguerra le produce una vaga insatisfacción, con su empleo burocrático y su familia numerosa. Todo eso cambia cuando se encuentra con Mencía (Jesús Puente) un viejo compañero que se infiltre en una partida de maquis comandada por Dóriga (Carlos Casaravilla), amante actual de su antigua novia, dedicada ahora a la prostitución. López acepta la misión porque, según aduce Mencía, para ellos "la paz empieza nunca".

La paz empieza nunca se convierte así en un producto fuera de tiempo, de un anticomunismo extemporáneo en pleno desarrollismo, que Klimovsky adecúa a sus intereses insertándolo en discursos genéricos como el bélico, el melodramático o el de fugas carcelarias, como bien apunta Carlos Aguilar en el único ítem de su filmografía que Klimovsky logra colar en la Antología crítica del cine español. [Julio Pérez Perucha (ed.). Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 1997. págs. 489-491.]

domingo, 16 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (10)

 

Juan Vaccaro ha censado una veintena de películas ambientadas en conflictos bélicos ajenos con participación española entre 1963 y 1975. ["El cine bélico español de la Segunda Guerra Mundial a Vietnam: Comandos suicidas, misiones imposibles", en Juan Vaccaro y Francesc Sánchez Barba (eds.): El largo camino a la Europa comunitaria I: Cine comercial español. Barcelona: Laertes, 2023, págs. 193-206.] Como el país de origen de casi todas ellas era Italia, los sajones han bautizado el subgénero como Macaroni Combat o Euro War. Que entre 1968 y 1970 Klimovsky dirigiera cuatro de ellas —firmando algunas como Henry Mankiewicz— habla bien a las claras de su versatilidad y de su disponibilidad para meterse en cualquier fregado:

Tuve que trabajar con actores norteamericanos hablando inglés, naturalmente... en fin..., rejuveneciendo mis conocimientos anteriores del idioma. Fue una experiencia muy interesante, muy dura también, llena de complicaciones, con grandes masas de figurantes, tanques, efectos espaciales, pero que me dejó en mi balance personal experiencias muy interesantes. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 19.]

Klimovsky se pone a las órdenes de José Frade —por la parte española— para facturar tres de ellas. Los títulos son Junio 44: Desembarcaremos en Normandía / Giugno '44 - Sbarcheremo in Normandia (1968) y Hora cero, Operación Rommel / L'urlo dei giganti (1969) y No importa morir / Quel maledetto ponte sull'Elba (1969), en la que asume la dirección con su propio nombre. Las tres encabezan sus repartos con nombres señeros del cine estadounidense: Michael Rennie, Jack Palance, Tab Hunter...

Junio 44 es la enésima consecuencia de The Guns of Navarone (Los cañones de Navarone, J. Lee Thompson, 1961) y, sobre todo, de The Dirty Dozen (Doce del patíbulo, Robert Aldrich, 1967). La excusa argumental es la neutralización de una emisora alemana tres días antes del desembarco aliado en Normandía. El comando del sargento Blynn (Michael Rennie) es trasladado hasta la costa francesa por un submarino. Allí debe entrar en contacto con la Resistencia y cumplir su misión. Los miembros del comando no pueden ser más variopintos: el hijo de un millonario con ganas de correr aventuras (Juan Luis Galiardo), un raterillo con pocas luces (Álvaro de Luna), un exlegionario experto con la gumía (Aldo Sambrell), un lugarteniente de Lucky Luciano aficionado a la metralleta (José Manuel Martín), un tahúr depredador de mujeres (Guido Lollobrigida) y un jovenzuelo inexperto (Bob Sullivan). En el grupo la Resistencia controlado por Duvalier (José Bódalo) destacan dos mujeres con atuendos bastante sucintos —Jacqueline (Verónica Luján) e Yvonne (Mónica Randall)— cuya presencia provocará las consiguientes tensiones en el grupo. La certeza de que entre los resistentes hay un traidor es otro lugar común del filón. Anómala, en cambio, la presencia de un niño (Manuel de Benito) que asegura haber matado más alemanes que el mismísimo sargento. Las pausas en el camino para esbozar la psicología elemental de los miembros del comando van desapareciendo según avanza el metraje y, llegado a su mitad, las escenas de acción se encadenan sin solución de continuidad. Klimovsky prima la eficacia sobre cualquier alarde de estilo y se concentra en contar la historia con claridad, aunque para ello deba prescindir de la verosimilitud en más de una ocasión.

Tiene mala prensa Hora cero: Operación Rommel y, sin embargo, cumple con creces con su cometido, que no es otro que el de ofrecer un tebeo de hazañas bélicas mimético al de la poderosa industria estadounidense a partir de materiales de derribo. Por eso, parece un poco de más meterse con los mil anacronismos e inexactitudes del guión, la uniformidad o el tren eléctrico de Guadarrama que debe pasar como convoy alemán de la II Guerra Mundial a fuerza de cruces gamadas. El comando está formado por el coronel Heston (Jack Palance), el capitán Gibbs (Andrea Bosic), oficial médico "al que la guerra convirtió en carnicero", el piloto Stephen Bloom (John Gramc), el ingeniero militar Latimore (Carlos Estrada) y el temerario Thomas Mulligan (Antonio Pica), jugador de beisbol y amante de la aventura. Cada uno conoce sólo sus propias instrucciones y, una vez leídas, no pueden echarse atrás. De modo que, tras unas duras pruebas de supervivencia, ya están los cinco en el avión camino de Alemania. A última hora, cuando ya están en vuelo, se enteran de que el tercer componente del equipo es el comandante Traniger de las SS (Alberto de Mendoza), lo que provoca la suspicacia del resto del grupo. El hecho de que cada uno sólo conozca su parte del plan general para rescatar al mariscal Rommel (Manuel Collado) después de un atentado fallido contra Hitler y que esté obligado a cumplir con extrañas consignas que los ponen en evidencia ante los demás, aumentan el clima de suspense. Una vez descubierto el comando en territorio alemán, el coronel Wolf (Jesús Puente) debe convencer al general von Gruber (Gerard Tichy) de que retire parte de sus tropas del punto por el que piensa atacar el general Moore (Giuseppe Addobbati). Todo ha sido una maniobra de distracción en la que los hombres del comando deben inmolarse. Entonces el coronel Heston grita al cielo preguntándole al general si esto era lo que quería. Este es "el grito de los gigantes" al que se refiere el título italiano. Se supone que este reproche al superior —que no está allí para recibirlo— sería el grito de protesta de la humanidad entera contra la guerra y de la juventud y los intelectuales contra la Guerra de Vietnam. Claro, que tras peligrosos entrenamientos, asaltos a convoyes alemanes, granadas contra tanques y escabechinas sin cuento de soldados de la Wehrmacht, esta declaración de antibelicismo está un poco de más. 

Rossana Yanni hace un papel de enfermera alemana antinazi puramente decorativo. La veterana Maruchi Fresno es la esposa de Rommel, y en su gesto trágico tras el suicidio del mariscal hay toda una escuela de interpretación que no desentona en una película concebida por encima de sus posibilidades, pero resuelta con habilidad por Klimovsky, que afirmaba que esta cinta “llegó a compararse con las películas bélicas de mayor enjundia que se hayan hecho en el cine norteamericano”. [Ibidem]

Mientras sus dos primeras películas ambientadas en la II Guerra Mundial están enfocadas hacia el espectáculo y las escenas de acción, la tercera, No importa morir, está concebida como una obra de cámara, centrada en un pequeño comando que debe volar un puente sobre el río Elba. En esto, tiene mucho en común con su wéstern coetáneo, El valor de un cobarde / Quinto: Non ammazzare (1969), lo que viene a demostrar que al final el género es cosa bastante circunstancial cuando de cine (y literatura) popular hablamos.

A las órdenes del encallecido sargento Richard (Hunter) están: el pardillo Johnny (Claudio Trionfi), atemorizado por su reacción ante el bautismo de fuego; Doyle (Gaspar Indio González), siempre con su pollo a cuestas; Hinds (Howard Ross), con sus problemas de estómago; Rod (Ángel del Pozo) y Stiles (Óscar Pellicer). Lanzados en paracaídas tras las líneas alemanas para cumplir su misión, encuentran a dos mujeres polacas, Erika (Erika Wallner) y Christina (Rosanna Yanni), y a un comandante del ejército alemán, al que hacen prisionero. Hay, claro, emboscadas, tiros, lanzamiento de granadas y el largo viaje hasta llegar al puente, como en cualquier tebeo de "Hazañas Bélicas" o en The Dirty Dozen, modelo evidente a la hora de poner en marcha una producción cien por cien exploit. Pero también hay largos periodos de sosiego en los que se discute sobre el miedo, el heroísmo inútil y el sinsentido de seguir combatiendo contra un enemigo que ya ha sido derrotado. Cuando se detienen en un cementerio, queda perfectamente claro que Klimovsky tiene en mente a Sam Fuller. No en vano, el argumento procede de un bolsilibro publicado en 1962 por Lou Carrigan en la colección "Casco de Acero" de la barcelonesa Ediciones Manhattan.

Lo más curioso es que la misión tiene como objetivo que los soviéticos no alcancen la Europa occidental, como si la acción no tuviera lugar en 1944 sino diez años después, en plena Guerra Fría, lo que propicia el irónico giro final: esta acción bélica ha propiciado la división de Alemania tal como se entendía en la década de los sesenta.

El hombre que vino del odio / Quello sporco disertore (1970) resulta una pequeña anomalía dentro del ciclo porque está producida por la Copercines de Eduardo Manzanos y no la Atlántida Films de José Frade, y porque ahora el escenario no es una ya remota II Guerra Mundial, sino la muy presente guerra de Vietnam. El sargento Scott (Dennis Safren) es condenado en Vietnam a diez años de prisión por negarse a participar en una misión. El ataque de los guerrilleros del Vietcong le facilita la escapada. Logra así llegar hasta Pakistán, pero para conseguir un pasaporte y un billete con los que viajar a Europa acepta la propuesta de un contrabandista llamado Dan (Lang Jeffries). La operación sale bien y Scott se ofrece a seguir trabajando con Dan y con el receptador de la mercancía (Barta Barri) a fin de reunir el dinero para trasladarse a Canadá con una nueva identidad. En Roma se enamora de Theresa (Luciana Paluzzi), antigua novia de dan, que le exhorta a entregarse y volver a empezar de cero. Pero entonces lo aborda un tipo misterioso (Julio Peña) que le encarga que rescate a una bailarina (Bedy Moratti) que va a actuar en la ciudad con el Ballet Nacional de Albania. Dan y el receptador intentan timar a Scott en el precio de una sortija que ha de servir para pagar el pasaje clandestino de la bailarina hasta Gran Bretaña, pero el desertor logra sacarles cuarenta mil dólares que le entrega a ella. Vuelve entonces junto a Theresa, pero la han asesinado. Scott decide finalmente presentarse en la embajada estadounidense.

La lectura de la sinopsis proporciona las pistas necesarias para intuir lo que nos vamos a encontrar: una película rutinaria de intriga, realizada sin demasiados medios —escasos exteriores, prevalencia de los interiores, planificación estática resuelta a base de planos y contraplanos— realizada en el momento en que el cine de superagentes derivaba hacia los subfilones de atracos perfectos o intrigas internacionales. Si por algo destaca es por esa afinidad de Klimovsky con un romanticismo trasnochado que nunca duda en llevar hasta sus últimas consecuencias. He ahí la clave de la redención de Scott, sacrificio de Theresa mediante. También por una curiosidad: la película sufrió un remontaje en Estados Unidos hasta convertirla en una muestra más del filón blaxploitation con el título de Mean Mother (Albert Victor y León Klimovsky, 1972). Un par de secuencias en las que Safren —con el pelo visiblemente más largo— interactúa con Clifton Brown, que es el protagonista negro de la nueva subtrama, facilita la alternancia entre ambas y la eliminación de muchas de las escenas dialogadas de la película de Klimovsky.

domingo, 9 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (9)

En este recorrido por la filmografía de Klimovsky se nos ha quedado huérfana En Ghentar se muere fácil / A Ghentar si muore facile (1967). A pesar de algunos estilemas del ciclo euroespionístico —la bondiana canción de los títulos de créditos, las escenas submarinas, el héroe indestructible…—, la cinta es un tebeo de aventuras en el que las carencias presupuestaria se suplen con grandes dosis de autoironía y variedad de decorados que se corresponden con otras tantas adscripciones genéricas: películas de comandos, de campos de trabajo, de aventuras orientales e, incluso, de piratas con la pareja compuesta por George Hilton y Venancio Muro a imagen y semejanza de la de Burt Lancaster y Nick Cravat en The Crimson Pirate (El temible burlón, Robert Siodmak, 1952).

Aunque tanto ésta como Alambradas de violencia / Pochi dollari per Django aparecen acreditadas a Klimovsky, algunas fuentes [Roberto Curti: Italian Crime Filmography (1968-1980). Jefferson, McFarland, 2013, pág. 290.] aseguran que buena parte de sus metrajes fue filmada en realidad por Enzo G. Castellari. En cualquier caso las localizaciones melillenses están bien aprovechadas y la fotografía en Techniscope es en la mayor parte de las ocasiones imaginativa. 

Es la cosa que el submarinista y aventurero americano Terry Grayson (el uruguayo Jorge Hill Acosta, en arte George Hilton) está dispuesto a ayudar a la guerrilla que se opone a la tiranía del general Lorme (Alfonso Rojas) en un pequeño país del norte de África. Su contacto es la propietaria del bar Los Claveles (Marta Padován) y su compañero de aventuras el pescador Botul (Venancio Muro), a pesar de que el comisario Sirdar (Luis Marín) no les quita ojo de encima. Terry debe rescatar, antes de que lo hagan las fuerzas gubernamentales, una caja con documentos que viajaba en un avión hundido frente a la costa. Sin embargo, cuando consiga encontrarla descubrirá que su auténtico contenido son piedras preciosas. Y aquí entran en juego las lealtades. ¿Servirán las gemas para financiar a la guerrilla o aprovechará Terry la ocasión para enriquecerse y retirarse de tan azarosa vida? Claro que para ello deberá escapar antes de la mina del Paraíso a la que le han enviado como penado.

La censura italiana ordenó cortar los golpes que un militar ghentarí le pega al protagonista durante el interrogatorio y el estrangulamiento de un vigilante cuando escapa de la mina. Demasiada violencia para un espectáculo familiar destinado a salas de programa doble.