domingo, 28 de febrero de 2021

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Aunque había aparecido en la pantalla en algún cometido breve antes de la Guerra Civil, la actriz Josita Hernán conoce un éxito inusitado con la adaptación realizada en 1939 por Gonzalo Delgrás del sainete de Pilar Millán-Astray La tonta del bote. Se establecen aquí ya todas las características que la convertirán en una de las grandes estrellas del cine de posguerra: el personaje de ingenua con recursos y de buen corazón, la voz atiplada y cantarina, el emparejamiento con Rafael Durán... Sus siguientes películas están dirigidas por Ramón Quadreny para Levante Films, una productora constituida por el propietario de una cadena alicantina de cines para el que Ramón Quadreny trabajó con asiduidad antes de sustituir a Ignacio F. Iquino en los planes de producción de Aureliano Campa para Cifesa. 

Ramón Quadreny ha sido actor de seriales mediada la segunda década del siglo en la empresa barcelonesa Studio Films, se ha interesado por el doblaje con la irrupción del sonoro y ha dirigido durante la Guerra Civil La silla vacía (1937), cuyo mensaje final es que la fuerza de los trabajadores está en los talleres y no en los cuarteles, cuestión está que a buen seguro sentó como un tiro a los representantes de la ortodoxia comunista para los que el principal objetivo era, a estas alturas, ganar la guerra a toda costa en los campos de batalla. Acaso por ello, Quadreny se inserta sin mayores sobresaltos en la dinámica cinematográfica de la inmediata posguerra.

En 1943 Josita Hernán y Quadreny desembarcan en Cifesa a través de la producción de Campa La chica del gato (Ramón Quadreny, 1943). El texto elegido como base es una comedia de Carlos Arniches que Catalina Bárcena había estrenado en el Teatro Eslava en 1921 y ya había conocido una adaptación cinematográfica previa en el periodo mudo. Sobresalen en ella –no podía ser de otro modo– la comicidad del diálogo y las buenas intenciones. Guadalupe (Josita Hernán) es una muchachita sin demasiadas luces acogida por unos hampones que explotan la credulidad de las damas caritativas y obligan a la chica a dedicarse a la mendicidad y al hurto. La jornada en que no contribuye a la economía familiar para la compra de vino recibe una tunda tremenda. Un buen día, desfallecida cual cerillerita de cuento de Andersen, entra en la casa de Nena (Pilar Guerrero) y sustrae un cuadro. Cuando es sorprendida por el mayordomo (Fernando Fernán-Gómez), Nena se apiada de ella y le ofrece una colocación en la casa. A cambio, Guadalupe pondrá en evidencia las aviesas intenciones de don Sigmundo (Juan Espantaleón), el prometido de Nena, y conseguirá que pueda casarse con el hombre al que ama. De paso, y a través del estómago, llegará al corazón del mayordomo.


En Una chica de opereta  (Ramón Quadreny, 1944), Roger Becarie (Luis Pérez de León) se aprovecha de la necesidad de uno de sus empleados, un anciano músico (Juan Moreno Rigo), para comprarle sus composiciones a bajo precio y que las firme su hijo Gustavo (Juan Álvarez Blanco), que se está abriendo camino como compositor. Silvia (Josita Hernán), la abnegada hija del compositor, tiene la ilusión de convertirse en una gran artista, una cantante de opereta, que consiga sacar a su familia de la miseria. Al final lo logrará, por supuesto, pero antes deberá hacerse pasar por una chica sin tractivo ninguno ni conocimientos de canto que trabaja como secretaria del cantante Armando d'Olvés (Luis Prendes), caprichoso y mujeriego. D'Olvés tiene un amigo millonario, Salvador (Fernando Fernán-Gómez), que descubre encantos escondidos tras la máscara que se ha impuesto Silvia. La rehabilitación de su padre como compositor y su triunfo como cantante, traerán aparejado el ansiado amor.

Junto con alguna comedia de Orduña, Una chica de opereta es el máximo ejemplo de un filón de la comedia de teléfonos blancos italiana que se denominó comedia a la húngara. Y no sólo porque los escenarios sean Budapest y el Danubio, sino por su tipo de humor, basado en el equívoco de identidades y en las relaciones amorosas a varias bandas. La presencia en el reparto de la franco-italiana Lily Vincenti, en un papel de coqueta con escotes vertiginosos, acentúa esta intención.

Acercarse a Mi enemigo y yo (Ramón Quadreny, 1944) es entrar en el mundo almibarado de Luisa María Linares, precedente de Corín Tellado en la editorial Juventud de la inmediata posguerra. Sobre su obra pesa la contradicción de presentar a jovencitas razonablemente independientes cuyo único objetivo en la vida es... casarse. En manos de Ladislao Vajda, alguna de estas novelas puede presentar un punto de interés gracias al dinamismo de las resoluciones formales. Si la adaptación pasa por el filtro de Juan de Orduña podemos dar por seguro que el disparate hará acto de presencia. En cualquier caso, el material de partida resultaba idóneo para la línea de comedias menos onerosas planteada por Cifesa y subrogada al productor Aureliano Campa en los primeros años cuarenta. Desgraciadamente, Quadreny no hace mucho más que ceñirse al texto y resolver de manera económica la tarea que se le ha encomendado. La historia se centra en el enfrentamiento entre dos hermanas (Josita Hernán y Leonor Fábregas) por el amor de un escritor de novelas románticas (Luis Prendes). Todos ellos, junto a la amante del escritor (Lily Vincenti) y al amigo de las hermanas (un jovencísimo Fernando Fernán-Gómez), se reúnen en una localidad de montaña. El escenario elegido da ocasión a situar algunas escenas en exteriores nevados, lo que otorga a la cinta su casi único atractivo. Ni el enredo ni el pretendidamente chispeante diálogo consiguen remontar nunca el vuelo de la gracia.

A medio camino entre las comedias escolares que venían de Italia y las versiones de novelitas románticas que Campa produce en estos años, Ángela es así (Ramón Quadreny, 1945) constituye una auténtica adaptación de la comedia de Arniches y Abati que –como en el caso de La chica del gato– Gregorio Martínez Sierra había estrenado en el teatro Eslava en 1924. Gonzalo (Fernando Fernández de Córdoba) es un prestigioso abogado sometido a los caprichos de Mary (Gema del Río). Su vida de crápula se verá alterada con la llegada a su casa de Ángela María (Josita Hernán), su sobrina, que prende escapar durante las vacaciones del colegio extranjero en el que está interna. Josita Hernán despliega todo su repertorio de mohines de ingenua de manual, compensado por las interpretaciones aceleradas de Fernando Freyre de Andrade y Mary Santpere en los principales papeles cómicos. En resumen, una puesta al día superficial de la comedia –cabarets, música moderna...– que deja intacta su intención moralizante, tan propia del espíritu regenracionista de los años veinte como del nacional-catolicismo promovido por el Nuevo Estado.

Quadreny dota a la película de un dinamismo en el que le acompaña la partitura de Juan Durán Alemany, aunque en su propósito de emular las cintas americanas falla lamentablemente por el abuso de saltos de eje, que el modelo de representación institucional había consolidado como modelo de transparencia narrativa.

En 1944 Josita Hernán abandona a Aureliano Campa para rodar directamente para Cifesa Ella, él y sus millones (Juan de Orduña, 1944) y Un hombre de negocios (Luis Lucia, 1945). Campa y Quadreny recurren entonces al protagonismo masculino. Fernando Fernán-Gómez, que ha intervenido en papeles secundarios en varios títulos del ciclo, encabeza el reparto de Eres un caso (Ramón Quadreny, 1946), cinta olvidada y olvidable, según el actor:

Él (Campa), en vez de preparar una sola película, preparaba tres; hacía un bloque con las tres, se rodaban en cinco semanas; pero acababas el sábado una y empezabas el lunes la otra.  Este señor me contrató a mí para tres películas que duraron tres meses y pico, las tres dirigidas por el mismo director e interpretadas casi por el mismo equipo. [...] Quadreny, por ejemplo, parecía exclusivamente un artesano del cine, que no se creaba problemas y lo que iba era a acabar su plan de trabajo, y que confiaba en que la película fuera bien porque Josita Hernán tenía comercialidad en aquel momento. [Enrique Brasó: Conversaciones con Fernando Fernán-Gómez. Madrid: Espasa, 2002, pág. 28.]

Parece que la intriga sobre un caso de supuesto desdoblamiento de personalidad en clave bufa, elaborada por el propio Quadreny, parte de una comedia de Joaquín Vela y Enrique Martínez Sierra. [Carlos F. Heredero y Antonio Santamarina: Biblioteca del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 2010, pág. 507.] Por lo demás, nada ganamos intentando desentrañar su intrincada trama a partir de una sinopsis. Cuando se estrena en Barcelona, en marzo de 1946, el recensionista de El Mundo Deportivo [24 de marzo de 1946, pág. 3.] asegura que no será "un hito en los anales de nuestro cine", pero que, "aparte de un diálogo en ocasiones un tanto excesivo", hace gala de suficientes elementos como para que "su proyección resulte amable y divertida". Menos benévolo se muestra el crítico de El Adelanto de Salamanca [30 de mayo de 1947, pág. 4.] quien argumenta que "divierte en algunos momentos, pero también hay otros en los que el absurdo es tan grande, que en vez de reírnos, nos hace poner muy serio y pensar cómo los actores son capaces de hacer tanta tontería".

La entrada de Cifesa en las listas negras estadounidenses por su colaboración con la cinematografía fascista y nazi provoca la ralentización de la actividad de Aurelaino Campa durante el segundo lustro de la década. La pobre calificación oficial de Verónica (Enrique Gómez, 1950), en la que Quadreny actúa como jefe de producción, sume en la ruina al productor, al que Iquino acogerá como apoderado en su propia marca: IFI Producción.

domingo, 21 de febrero de 2021

iquino para campa para cifesa

Aureliano Campa se dedica a los negocios teatrales desde 1911. Una parte de ellos tienen que ver con la gestión de la obra de su suegro, el maestro José Serrano. Es así como, una vez instaurado el sonoro en España, decide lanzarse a la producción cinematográfica con la adaptación de La Dolorosa (Jean Grémillon, 1934). La buena acogida de ésta le empuja a reintentar la jugada con Los claveles (Santiago Ontañón, 1936) y a buscar la asociación con la pujante Cifesa. Colabora entonces en La reina mora (Eusebio Fernández Ardavín, 1937) —nueva adaptación de una zarzuela de su suegro— y en un par de títulos que quedan momentánea o definitivamente truncados por el desarrollo de la Guerra Civil. La relación con la casa valenciana queda reanudada tras la contienda con la producción asociada de ¿Quién me compra un lío? (Ignacio F. Iquino, 1940). Es la primera colaboración de Ignacio F. Iquino con Aureliano Campa, financiadas parcialmente por Cifesa como línea de producción económica. El esquema de prolongará a lo largo de tres años y nueve títulos que son los que repasaremos a continuación.


La elección del popular sainete lírico de 1907 Alma de Dios, con música del maestro Serrano y libreto y diálogos de Arniches y García Álvarez, parecía material idóneo para la comicidad de Iquino. La obrita de género chico había constituido un fenomenal éxito protagonizada por Loreto Prado y Enrique Chicote. La adaptación Alma de Dios (Ignacio F. Iquino, 1941) desplaza el protagonismo de la señora Ezequiela (Guadalupe Muñoz Sampedro) y su apocado marido (José Isbert) a Eloísa (Amparito Rivelles) y su novio Agustín (Luis Prendes). Eloísa es una Cenicienta de los barrios bajos, acogida por su tía y su prima a cambio de su explotación como criada para todo. Cuando la prima Irene (Pilar Soler) queda embarazada inscriben al niño en juzgado como hijo natural de Eloísa y lo entregan a una tribu de gitanos. Agustín repudia entonces a Eloísa y la señora Ezequiela sigue investigando por su cuenta hasta dar con la criatura y limpiar así el buen nombre de Eloísa —“porque a los pobres, si les quitas la honra, ¿qué les queda?”— y recuperando el papel principal que jugaba en el sainete.

En la primera parte Iquino acumula incidentes previos a la trama principal mediante tres argucias: la hipertrofia del personaje de Saturiano, interpretado por su inseparable Paco Martínez Soria y que sirve de puente entre la comedia al modo de Iquino y el sainete; la inclusión de varias escenas de montaje con las que va pautando el paso del tiempo al modo del cine estadounidense; y la inserción en el metraje de algunos segmentos documentales. Es en este último punto donde mejor se muestran las contradicciones de la puesta al día de la obra, estrenada en 1907 pero ambientada contemporáneamente a la realización de la cinta, en 1941, recién acabada la Guerra Civil. Rodada en estudios barceloneses, la ambientación madrileña se da mediante un largo reportaje sobre el Madrid monumental —Puerta de Alcalá, Cibeles, Plaza de la Villa, Gran Vía con el emblemático edificio de la Telefónica—, ajeno por completo a los barrios populares donde se desarrolla la historia. En cambio, para ilustrar uno de los temas musicales, se han elegido una serie de tipos que se supone viven en el barrio matritense de las Cambroneras, descrito por Pío Baroja en La busca, y que en realidad debieron ser rodados por Iquino en el Somorrostro barcelonés. Más allá de su forzado tipismo, las trazas de la miseria y la insalubridad que muestran estas imágenes ponen en entredicho la visión turística de la ciudad —y por ende, de toda España— que nos ofrecía el montaje inicial.

Tras confesar que acudía al cine lleno de prevenciones, el reseñista de La Vanguardia confiesa sentirse gratamente sorprendido por la ausencia “de teatralismos y tópicos trasnochados”:

Su director, Iquino —el joven artista polifacético—, demuestra en este film cómo puede extraerse, aun de materia tan poco apta para concepciones estrictamente cinematográficas, una obra digna y acabada en todos sus aspectos. Alma da Dios revela, desde sus primeras escenas, la mano de un director que conoce tu oficio, que sabe narrar y sugerir y cuidar el detalle que da color y atmósfera a un ambiente. Mejor la primera parte de la cinta, por su ritmo ágil y vivo, que luego es cortado por las —a nuestra juicio, innecesarias— escenas musicales, que rompen la unidad del film al trasladar a un primer plano la partitura que, mientras sirve de adecuado fondo lírico, cumple exactamente su misión. [E. F., en La Vanguardia Española, 22 de septiembre de 1941, pág. 7.]

Rafael López Somoza estrenó en 1939 el juguete cómico El difunto es un vivo, de Ignacio F. Iquino y Francisco Prada. Parada es el colaborador literario habitual de Iquino en Campa. El Fontalba madrileño y el Barcelona de la Ciudad Condal, dos coliseos eminentemente populares, conocieron la buena recepción por parte del público de esta primera incursión escénica de Iquino y su habitual colaborador en aquella etapa en labores de composición dramática. Poco después, Iquino retoma su libreto para facturar una comedia relámpago de las que entonces producía con Aureliano Campa: El difunto es un vivo (Ignacio F. Iquino, 1941). Asume entonces el papel —doble por dos— principal Antonio Vico. Inocencio Manso Remanso (Vico) es presidente de una asociación protectora de animales, vegetariano y, aunque no termine de quedar claro en la película, cornudo consentidor. Su mujer, Elsa (Mary Santamaría), recibe las atenciones de un galán cinematográfico (Luis Porredón) y por un playboy deportista (Alberto López), con la aquiescencia de su madre, doña Restituta (Guadalupe Muñoz Sampedro). Los lienzos de sus antepasados cobran vida para convencerle de que la única solución es el suicidio. Sin embargo, la inesperada muerte de su hermano gemelo le hace concebir la idea de sustituirse a sí mismo. Así que finge su suicidio y se presenta en la casa bajo la apariencia del desenvuelto Fulgencio. Lo malo es que doña Restituta estuvo locamente enamorada de él antes de que se fuese a América. Como se puede ver, Iquino duplica los personajes y sus relaciones hasta el delirio, un esquema que se prolongará en Un enredo de familia (Ignacio F. Iquino, 1943). El resultado es un juguete cómico en el que priman las situaciones descabelladas y el diálogo explosivo.

Los ladrones somos gente honrada (Ignacio F. Iquino, 1942) desecha con acierto la mímesis de la exitosa comedia de Enrique Jardiel Poncela para optar por una traducción en toda regla, respetando la estructura del texto teatral en un prólogo y dos actos y potenciando sus brillantes diálogos. Entre las adiciones, una escena con El Tío del Gabán (Fernando Freyre de Andrade) y El Castelar (Antonio Riquelme) en una taberna sirve para dramatizar lo que en la comedia era un telón corto. A renglón seguido, otra secuencia en la comisaría en la que se da cuenta de una serie de extraños robos. Los ladrones se han llevado una única cosa de cada tienda. “Serán ladrones homeópatas”, aventura el comisario. Nosotros sabemos, porque la siguiente transición lo deja claro, que se trata de los regalos de boda que los compañeros de profesión hacen a El Melancólico (Manuel Luna). Salvo por estas escapadas, el decorado es único. Iquino recurre a mostrar las habitaciones del piso superior y el jardín, pero, sobre todo, juega con ángulos inusitados y mucho movimiento de cámara para dinamizar la acción en el decorado principal. Cuando empiezan a pasar cosas raras Iquino explota al máximo la presencia como testigos involuntarios de El Tío del Gabán y El Castelar. A través de sus ojos —sin demasiado rigor, es cierto—asistimos a las extrañas maniobras del resto de los personajes. Las situaciones inverosímiles se suceden: el ama de llaves fallecida que aparece cada tanto, los personajes con la combinación de la caja, la doncella que si no fuera porque no para de llorar no habría sobrevivido. En la casa hay mucho tomate y El Tío propone quedarse y echar una mano a El Melancólico, que igual no se ha casado para dar un golpe sino “por mor del cariño”. El Castelar replica que estaba a punto de proponerlo él, porque “quedarse en esta casa es como ir al cine”. Pues bien, Iquino coge la sugerencia por los pelos y la incorpora al argumento de su película utilizando un proyector cinematográfico como prueba acusatoria por parte del comisario Beringola (Ramón Martori). La credibilidad de la argucia resulta doblemente dañada por la variedad de puntos de vista obtenidos con una cámara que se supone oculta y por la imposibilidad material de proceder al revelado del material.

De El pobre rico (Ignacio F. Iquino, 1942), la siguiente película que Iquino rueda para Campa, pudimos ver unos minutos en algún programa de los ochenta, en la que se confundía esta cinta protagonizada por Roberto Font con Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario (Ignacio F. Iquino, 1944), adaptación de la comedia de Tono y Mihura realizada por Iquino ya en su etapa de Emisora Films. Fanés reseña contemporáneamente la película en estos términos:

Este film —que nos puede recordar La chienne de Renoir o El ángel azul de Sternberg: un pobre hombre devorado por una vampiresa no parece armonizar demasiado con las cualidades de Iquino. Aunque la película, como la mayoría de las de Campa para Cifesa resulta provechosa desde el punto de vista económico. [Félix Fanés: Cifesa, la antorcha de los éxitos. Valencia, Institució Alfons el Magnanim, 1982, pág. 114.]

Parece corroborar así la opinión del recensionista de La Vanguardia, que veía a Roberto Font demasiado sujeto a sus tics teatrales:

Roberto Font ha creado y madurado su arte en el teatro. La cámara cinematográfica no ha hecho, en todo caso, más que traducírselo. De ahí, tal vez, ese gesto, esa expresión reiterada del artista, bien resueltos, si se quiere, pero en verdad poco cinematográficos. Claro que esto, más que defecto del artista, es defecto de dirección, que no ha sabido verlo o no ha sabido corregirlo.
No ha logrado Iquino, en esta ocasión, compenetrarse con exacta visión cinematográfica con el fondo argumental de la obra. Ha querido verlo al trasluz de un prisma melodramático y ha hilvanado, a la postre, un folletín cómico-sentimental, donde el prurito de apurar excesivamente algunas escenas se trueca en inevitable lentitud de ritmo y donde la fase emotiva se resuelve en ingenuidad sentimental o en truculencia improcedente. [F. G. S., en La Vanguardia Española, 16 de mayo de 1942, pág. 5.]

En cambio, el de ABC intentaba enfocar estos mismos desajustes desde una óptica positiva:

Roberto Font se revela en El pobre rico como una espléndida realidad de la pantalla y precisamente en este aspecto en que apenas se la conocía: en el dramático. El caricato que tanto os ha hecho reír con sus bobadas circenses, tiene como actor una fuerza de expresión enorme. Acaso sea esta el único reparo que podríamos poner a tan excelente película: el error de concepción da sus realizadoras, porque si la película tiene cosas y escenas muy graciosas, lo más interesante del trabajo de Font es lo relacionado con lo que hay en ella de tono sentimental. Descubrámonos, pues, ante un actor que ha de dar a la pantalla obras memorables. [Miguel Ródenas, en ABC, 19 de mayo de 1942, pág. 7.]

Todavía en 1942, Iquino tiene tiempo de rodar un cortometraje para Aureliano Campa. Se titula con mucho juego de esdrújulas Pánico en el transatlántico (Ignacio F. Iquino, 1942) y se subtitula Enigma policiaco número 1, así que es evidente que ambos pretendían poner en marcha una serie de pequeños acertijos criminales que sirvieran como complemento a la película base del programa [Àngel Comas: Ignacio F. Iquino, hombre de cine. Barcelona: Laertes, 2003, pág, 65.]. Sin embargo, nunca hubo más entregas y tenemos constancia de que ésta se proyectó en el cine Savoy de Barcelona en mayo de 1943 como parte de un programa de asuntos cortos que también incluía “La locura de la velocidad, que nos muestra una serie de accidentes captados al azar; las dos series del Noticiarío español No-Do A y B, con una completa información de modas, deportes, industria y la guerra, y el triunfal viaje del Caudillo por tierras de Andalucía”. [“Cintas documentales en el Cine Savoy”, en La Vanguardia Española, 23 de mayo de 1943, pág.6.]

Con La culpa del otro (Ignacio F. Iquino, 1942) Iquino rompe con la línea de comedias excéntricas y se pasa al policial... pero poco. La trama se desarrolla a lo largo de dieciocho años. El primer acto desarrolla la trama que culmina con la huida de Rafael (Salvador Soler Marí), acusado injustamente del asesinato del Marqués de la Peña (José Prada), al que servía como ayuda de cámara. Todo es una intriga de Ludovico (Mariano Beut), el administrador del marqués, empeñado en conseguir a toda costa los favores de Carolina (Mercedes Vecino), la mujer de Rafael. Ésta da a luz en prisión, donde ha acabado por complicidad en el crimen, a una hija que criará una profesora de canto (Camino Garrigó). Dieciocho años después, el hijo del marqués (Luis Prendes) se enamora de la hija de los supuestos asesinos (María del Carmen), que está a punto de debutar como cantante lírica con Lucia de Lamermoor. Pero esta intriga policiaca, cuajada de tiroteos, peleas, tipos patibularios y amores de madre, y culminada por una reunión de acusados en la que gracias a una añagaza se desvela quién fue el auténtico culpable del crimen del marqués, está trufada de canciones y de situaciones de comedia cómica y sainete, lo que provoca un cambio continuo de registro admisible porque sabemos que en el universo de Iquino todo es posible. Y ello es así gracias a un reparto en el que sobresale la belleza de la joven Isabel de Pomés y la interpretación bufa de Freyre de Andrade como en detective aficionado Cornelio Romero, absolutamente inepto y capaz de contradecirse a cada palabra. Desde el punto de vista técnico, destaca el alarde del plano-secuencia inicial: un plano de cuatro minutos que nos conduce del exterior portuario al interior de la taberna El Tritón, con la llegada del administrador y como toda la banda dirigida por El Patrón (José Jaspe) se da cita en la bodega mientras Nita Mari desgrana la copla de Quiroga, León y Valerio, Tatuaje.

En octubre de 1939 ya se anunciaba que Iquino estaba ultimando los guiones de las películas que rueda sin detenerse a tomar siquiera aliento tras finalizar La culpa del otro. Entonces se titulaban Un Adán para Ketty y Cuatro gemelos, dos prismáticos y una suegra. [Ángel Zúñiga: “Foco”, en Destino, núm. 261, 18 de julio de 1942, pág. 13.] En Boda accidentada (Ignacio F. Iquino, 1943), la primera de ellas, Paco Martínez Soria es el hergiano profesor Tornasol redivivo. Parejos despistes, misma sordera, idénticos mostacho y lentes. Sus estrambóticas intervenciones interrumpen continuamente, más que puntúan, la acción principal. Ésta concierne a la caprichosa Ketty (Mercedes Vecino), comprometida con don Cándido (Pedro Mascaró), un industrial conservero más atento a los negocios que a la felicidad de su prometida. Es por ello que debe viajar a la ciudad y deja a la joven a merced de las artes de Nico (Luis Prendes), un hombre que ha visto mundo y se ha arruinado varias veces. El planteamiento es el sempiterno de la batalla de sexos, con la pareja entregada a toda clase de travesuras para despertar los celos del otro. Por el camino, un puñado de números musicales y la irrupción de Mary Santpere como la disparatada esposa del profesor. De este modo, la cinta se puede considerar el epítome de la producción de Iquino en su colaboración con Aureliano Campa, siempre con un ojo puesto en la parte más screwball de la comedia excéntrico-romántica estadounidense, y otro, en los usos y modos del Paralelo.

Rodada en los mismos decorados, Un enredo de familia (Ignacio F, Iquino, 1943) abunda en el registro cómico-revisteril cultivado por Iquino en la primera posguerra. Las familias Tontesco y Capiteto se profesan un odio ancestral. A pesar de eso Catalina Tontesco (Mercedes Vecino) y Torcuato Capiteto (Antonio Murillo) contraen matrimonio y tienen dos parejas de gemelos, que al fallecer sus padres víctimas de su trágico destino, son separados. Dorita y Juanito viajan a Sudamérica con el tío Inocencio Capiteto (Paco Martínez Soria) y los Tontescos se quedan en España con Catalina y Torcuato. El prólogo, situado en la belle époque, hace uso de los modos del folletín y de las didascalias del cine mudo. Los comediógrafos Pedro Muñoz Seca y Enrique Jardiel Poncela ya habían explotado antes de la Guerra Civil estos mecanismos paródicos con fines humorísticos. Iquino los incorpora como ingredientes a una batidora en la que también mezcla desdoblamientos de personajes, malentendidos, bailes excéntricos... Todo hallazgo cómico encuentra aquí acomodo: de la suegra sorda a la presidenta del Club de las Pocas Palabras —que habla en plan telegrama—, de los ojos de plato del portero embetunado y enloquecido al grouchismo rampante de Paco Martínez Soria. Sin embargo, la profusión de números musicales nos sitúa en el universo de las revistas del Paralelo, cuyo público es el mismo al que van destinadas estas películas de Iquino. Y aquí es donde brilla la labor del maestro Serramont —Martín Montserrat Guillemat—, su orquesta y su acordeón. Podemos escuchar sus composiciones en varios momentos de la película y verlos acompañando las canciones Mercedes Vecino y los bailes de Antonio Murillo. Por si todo esto fuera poco, Iquino inserta para completar el metraje un número de claqué en el que el portero embetunado imita a Bill “Bojangles” Robinson, acompañado por el José Azarola, un músico guipuzcoano que se hacía llamar “el pianista relámpago”. Jazz, swing y ritmos latinos que proporcionan un dinamismo y modernidad inusitados a un cine hecho con las sobras de otras producciones.

Iquino y Francisco Prada, aún ordeñarán un poco más estas dos producciones al convertirlas en sendas comedias musicales para el escenario. Boda accidentada se convierte en Combinado de melodías, con música de Juan Durán Alemany, y se estrena el 24 de marzo de 1943 en el Teatro Nuevo de Barcelona. En julio llega al Reina Victoria de Madrid, sin que se mencione a los autores del libreto en la propaganda. Jorge de la Cueva le afea la falta de coherencia y lo sobado de sus modos —“Carlos Garriga, actor suelto, de dominio y recurso, hizo reír con un tipo tan nuevo como el del salir distraído, que ya es lograr”— pero reconoce que el conjunto resulta “grato, vistoso y bien unido”. [Jorge de la Cueva, s/r, 20 de julio de 1943.]

La compañía de Manuel Dicenta estrena la versión teatral de Un enredo de familia en el Poliorama el 16 de febrero de 1944. A rebufo de este estreno se repone la película en el cine Moderno, donde actúan en directo el maestro Serramont y la Gran Orquesta Musette, “con los instrumentos únicos en España: órgano eléctrico y guitarra mágica”. [La Vanguardia Española, 4 de julio de 1944, pag. 10.]

El hombre de los muñecos (Ignacio F. Iquino, 1943) es la última película de Iquino para Aureliano Campa antes de aliarse con Francisco Ariza, su cuñado, en la aventura de Emisora Films. Se trata de una adaptación de Un caradura, del prolífico y entonces aplaudidísimo comediógrafo Adolfo Torrado. Esta comedia ternurista se había estrenado en San Sebastián, durante las fiestas de agosto de 1940 y se había hecho centenaria en el Teatro Fontalba por la compañía de Rafael López Somoza. Ramón Torrado, hermano pequeño del dramaturgo y futuro director de cine y Heriberto S. Valdés, su colaborador literario habitual, urdieron una adaptación que, por azares de la producción, cayó en manos de Iquino. La versión cinematográfica está al servicio de la peculiar comicidad del caballuno Fernando Freyre de Andrade, de la desconcertante Guadita Muñoz Sampedro y del fiel aliado de Iquino, Paco Martínez Soria.

La película arranca con un tour de force de esos a los que Iquino era tan aficionado. Un largo travelling, más exhibicionista que descriptivo, que recorre una feria hasta dar con Melchor (Freyre de Andrade) escoltado por un tropel de arrapiezos mientras pregona el “don Nicanor tocando el tambor, el bonito juguete de moda por tres perras gordas”. El vestuario contemporáneo de la figuración traiciona la pretendida ambientación de época. Porque este primer acto tiene lugar en los años veinte, cuando Melchor, que actúa como cómplice de una cuadrilla de carteristas, se encuentra con que uno de los truhanes ha secuestrado al hijo recién nacido de la marquesa de Siete Almenas (Guadalupe Muñoz Sampedro) y lo ha escondido en su casa. Melchor tiene dos hijos gemelos, que son la alegría de su vida. Cuando el hijo de la marquesa fallece, el administrador (Arturo Marín) le convence de que le dé a entregue a uno de sus hijos, que se criará así rodeado de las comodidades que él nunca podrá proporcionarle. A instancias de su mujer, Melchor acepta, aunque la decisión le desgarre el corazón. Veintiún años después, Dositeo (Juan Hidalgo), el otro gemelo, ha entrado como criado en casa de la marquesa. Mientras tanto, el falso marquesito (Gerardo Esteban) se dedica a una vida de lujo y disipación. Para estar cerca de ellos, Melchor se las arregla para entrar en la casa como criado. La historia se desarrolla así en un “arriba y abajo” que Adolfo Torrado ya había planteado en Los hijos de la noche, otra de sus obras que parecía traicionar inicialmente el ambiente de alta sociedad característico de sus comedias. También como en aquélla, la descripción de la miseria en la que viven las clases populares se ve suavizada por la bonhomía de aristócratas y menesterosos, hermanados por vínculos de sangre.


Por entonces, Aureliano Campa tenía a gala su papel subsidiario con respecto a Cifesa y aprovechaba las entrevistas para arremeter contra quienes desdeñaban sus producciones:

Creo que las películas que produzco gustan al público porque las preparo pensando en él y no en dar satisfacción a una minoría que se llama a sí misma selecta y para la que la bondad de las películas consiste en que sean americanas o de otro país extranjero, aunque no tengan pies ni cabeza, rasgándose en cambio las vestiduras porque en una película española aparezca un torero o un baile andaluz. Tampoco hago mucho caso de cierta crítica, las más de las veces desorientada y falta de preparación para juzgar, con relación a  los medios de que disponemos, todos los complicados aspectos de nuestra producción nacional. [“Don Aureliano Campa: Un productor modelo habla de cine”, en Noticiario Cifesa, 10 de marzo de 1943.]

En cualquier caso, la filmografía de Iquino / Campa en el seno de Cifesa se presenta como un conjunto homogéneo, presidido por el humor disparatado y la inserción de números musicales, aunque ocasionalmente incluyera elementos costumbristas, ternuristas o de intriga. Tras la marcha de Iquino, Aureliano Campa contará con Ramón Quadreny para mantener sus compromisos con la empresa valenciana. De este modo llegarán a la pantalla otras cuatro comedias protagonizadas por Josita Hernán en las que suele compartir protagonismo con Luis Prendes, al que Iquino ya había emparejado con Mercedes Vecino y Amparito Rivelles.

domingo, 14 de febrero de 2021

líos en el cine


La comedia teatral ¿Quién me compra un lío?, de José de Lucio y Julián Moyrón, se estrenó en el Teatro Barcelona de la Ciudad Condal el 4 de octubre de 1939 y dos meses después, el 5 de diciembre de 1939, llegaba al Teatro Fontalba de Madrid. Fue interpretada por Rafael López Somoza, Modesto Cid, Teresa Pujol y María Bru. El argumento, basado en el tradicional equívoco de suplantación de personalidad, presenta a dos hermanos separados por el Océano Atlántico. El indiano Nicomedes envía dinero a Desiderio porque cree que tiene un hijo. Cuando el emigrante se presenta inopinadamente en España, Luisa, la hija de Desiderio se hace pasar por el cadete Luis del cual se enamora la hija de Desiderio. El esquema, por clásico, deviene tópico: malentendidos, equívocos, travestismo... En fin, un Lope de posguerra redivivo. Pero como no podía ser de otro modo el embrollo se resuelve, los hermanos se reconcilian y Luisa termina comprometiéndose con el hombre al que ama, heredera de dos cafés y con cien mil duros de dote.

La comedia obtuvo un éxito fulminante y Aureliano Campa la incluyó entre sus producciones para Cifesa, siendo éste el primer largometraje firmado por Ignacio F. Iquino después de la Guerra Civil. La promoción de Cifesa afirmaba que era "la película del millón de carcajadas".

Noticiario Cifesa, otoño de 1940

En la versión cinematográfica el vetusto café madrileño se troca en cabaret, lo que permitía la inclusión de la pareja de baile formada por Pilar Alcalde y Diego Barrios y –hemos de suponer, porque no hay copia de la película- el lucimiento de las habilidades canoras de Maruja Tomás, que con un papel secundario en la obra original, encabeza el reparto de la película. El resto del enredo permanece intacto. El veterano cómico Faustino Bretaño encarna a Desiderio y María Tamayo a su hija Luisa. En los papeles secundarios un amplio reparto de cómicos entre los que destacan el inefable Luis Heredia –un habitual de las producciones de Filmófono- como el camarero Hipólito y el caricato Carlos Saldaña "Alady" en el papel de prometido de la niña.

Para hacernos a una idea de lo que pudieran ser estas películas perdidas no queda más remedio que acudir a fuentes secundarias. En este caso la principal fuente de documentación sobre la trama argumental y los diálogos es la novelización que la Editorial Alas publicó en su colección "Biblioteca Films Nacional". De ahí proceden también este puñado de imágenes fijas y desvaídas que luchan por ser pálido reflejo del dinamismo de la comedia...

 

El estudioso de la productora valenciana Félix Fanés atribuye a esta película inaugural el modelo de comedia que Iquino repetiría durante su etapa Campa/Cifesa:
A causa de [su] bajo coste y también de la buena acogida popular que las cintas recibían, las películas del binomio Campa-Iquino siempre fueron un excelente negocio. Se trataba, generalmente, de comedias absurdas, con un ligero perfume de excentricidad. [...] Según parece, el mundo loco, irreal, repleto de chistes y de situaciones ambiguas de los films de Iquino era grato para un amplio sector de público, que encontró en aquellas historias sin pies ni cabeza el grado de locura imprescindible para echarle a la amarga realidad un poco de pimienta. [Félix Fanés: Cifesa, la antorcha de los éxitos. Valencia, Institució Alfons el Magnanim, 1982.]

domingo, 7 de febrero de 2021

un ignoto proyecto zabalziano

El 3 de diciembre de 1969 Julián Buraya presenta a censura previa un guión titulado Dios, el hombre y el diablo. No se sabe en concepto de qué, porque dice que los autores son Rafael F. de la Rosa y Carlos Borell, el director podría ser José María Zabalza y la producción correría a cargo de Producciones Cinematográficas A.B., la productora de Augusto Boué Pedregal. La única película de esta marca parece ser la psicotrónica Comanche blanco / White Comanche (José Briz, 1968).

Las primeras incursiones de Julián Buraya en el cine son como atrezzista o decorador en algunas películas de León Klimovsky de principios de los sesenta. O como regidor en La venganza de don Mendo (Fernando Fernán-Gómez, 1961).

Luego aparece ligado a otras producciones de los hermanos Boué, figura como ayudante de dirección de Algo amargo en la boca (Eloy de la Iglesia, 1969), rodada con fórmulas cooperativistas, y como ayudante de producción en 20.000 dólares por un cadáver (José María Zabalza, 1970), una de las del terceto de westerns que Zabalza rueda del tirón este mismo año. O sea, que el proyecto zabalziano se habría fraguado entre westerns.

 

De Julián Buraya escribe Andrés Vicente Gómez, vinculado por entonces a los Boué y parte del entramado de Producciones Cinematográficas A.B.: "Buraya era el primer ayudante de Boué y reunía varias facetas difícilmente compatibles: era falangista, bebedor, ex-combatiente en la División Azul y homosexual. Con el tiempo sería jefe de producción de algunas de las películas que hice". [Andrés Vicente Gómez: El sueño loco de Andrés Vicente Gómez. Málaga, Festival Cine de Málaga, 2001.]

El expediente de censura contiene también el guión de Borell y De la Rosa. El protagonista es un personaje denominado "El Rufián" y la acción se desarrolla en un ambiente prostibulario, de cafeterías de alterne y suburbios. El 20 de diciembre le comunican a Buraya que el libreto ha sido rechazado "tal como se presenta" por unanimidad, "en virtud de las normas 9-2 y 18". Dichas normas deben referirse a la calidad del texto, lleno de incorrecciones gramaticales, faltas de ortografía y giros latinoamericanos, lo que provoca la ira de algunos vocales y el sarcasmo de otros, como Marcelo Arroita-Jáuregui. Luis G. Mesa resume la actitud general cuando argumenta: "No es un guión, sino un texto incalificable. (...) Redacción pésima". [AGA, 36/04528 - Exp. 55737]

Rafael F. de la Rosa hace pequeñas partes en alguna otra película, como La furia del hombre lobo (José María Zabalza, 1972), aunque no aparece acreditado. Carlos Borell es el seudónimo de José Andres Íñiguez, quien presenta en 1970 en el registro de la propiedad intelectual otro guión en colaboración nunca realizado, titulado Misión cumplida... Como Dios, el hombre y el diablo, proyecto de Zabalza que se hizo humo y del que sólo sabemos que en Filmoteca Española se conservan algunas tomas, según el siguiente desglose:

Planos de un hombre bebiendo, con un ojo pintado en la frente y una mariposa en la mejilla. Hombre poniendo discos de vinilo en una mesa de DJ. Disco de Astrud Gilberto en último término. Dos hombres se pelean agarrándose del cuello. Una pareja bailando. Escena en un decorado blanco muy teatral: una pareja en la cama, y dos mujeres al lado vestidas igual, con una especie de mono negro. [Catálogo de obras audiovisuales de Filmoteca Española.]
Lo del "decorado blanco muy teatral" remite, desde luego, a las estrategias minimalistas de El vendedor de ilusiones (José María Zabalza, 1971).