domingo, 28 de octubre de 2018

selmier: actor, autor, asesino (y 5)



Entre 1973 y 1974 hay un interregno de casi dos años en la actividad cinematográfica de Dean Selmier en España. Luego, de pronto, otra repentina incursión en las pantallas con una serie de películas que parecen planeadas para acabar con la carrera de cualquiera: papeles de relleno en producciones de cierta ambición y protagonismo en títulos tan justamente olvidados que ni siquiera llegaron a los cines de Madrid y Barcelona. El paranoico (Francisco Ariza, 1975), por ejemplo, se estrena en el cine Alkázar de Sevilla en enero de 1976. En los cinco primeros minutos Ariza expone lo que a otros les llevaría hora y media justificar y desarrollar. No es economía narrativa ni un sentido magistral de la elipsis, sino la urgencia por realizar la exposición lo más rápidamente posible.


Los títulos de crédito se superponen a imágenes de París y al protagonista conduciendo, todo ello acompañado por una melodía de acordeón tópicamente francesa. Sin más preámbulos, la acción arranca en la consulta del psiquiatra que le pide a bocajarro y en su primera vista que le cuente algún hecho relevante de su infancia. Un salto atrás en el tiempo —subrayado por un no menos tópico flou y narrado por la voz del protagonista— sirve para mostrar cómo asistió, a la edad de tres años, al asesinato de una mujer por parte de su padre cuando ella le pide que abandone a su familia. De vuelta en el presente, resulta que este problema no es el que le atormenta, sino el sentido de culpa porque su mujer ha quedado inválida a consecuencia de un accidente y ahora no puede mantener relaciones sexuales. El consejo del psiquiatra no puede ser más lógico: debe contratar a una secretaria privada que satisfaga sus apetencias lúbricas. Pero aún faltan dos piezas más en el rompecabezas: él tiene una secretaria —a la que nunca veremos— que debe encargarse de poner un anuncio para encontrar a la secretaria privada; y se acuesta con la propietaria del restaurante en el que come a diario y la golpea cuando menciona a su familia. Cuatro son las candidatas seleccionadas y con las cuatro se repetirá un esquema sin variaciones, lo que convierte a la película en una especie de absurdo bucle sin fin. Todas son mujeres desenvueltas, sin compromisos familiares que aceptan su invitación a comer en el restaurante, donde reciben el beneplácito de la propietaria. Luego, trabajo fuera de horario y una visita a unos terrenos que pretende comprar y donde la tensión sexual se hace patente. Ellas sienten una atracción irresistible por él, que las invita a posar en un taller de escultor. Tras unas horas de modelado, el escultor y la modelo —empresario y secretaria— hacen el amor. Entonces la mujer hace un comentario sobre la esposa legítima, él se ciega y la asesina brutalmente. Se deshace del cadáver y pide a su secretaria que llame a la siguiente candidata. El final se precipita cuando se ha alcanzado el metraje conveniente. Ni siquiera la sorpresa final alcanza el clima de grand guignol que precisaría para resultar mínimamente eficaz.


La inexpresividad e inadecuación de Selmier alcanza uno de sus puntos álgidos en ésta película. May Heatherly es la esposa. Un grupo de bellezas del momento luce pecho: Beatriz Savón, Verónica Luján, Lone Fleming, Jenny Llada… Más recatadas se muestran las jóvenes promesas Sandra Mozarowsky y Victoria Vera en El colegio de la muerte (Pedro L. Ramírez, 1975). Se trata de una película de terror ambientada en el Londres victoriano, en una institución de caridad para huerfanitas. Leonore (Sandra Mozarowsky) y Sylvia (Victoria Vera) son dos buenas amigas que deben abandonar la institución más o menos por las mismas fechas, llegada su mayoría de edad. Juntas han soportado vejaciones y maltratos, gracias a las atenciones del doctor Brown (Dean Selmier). Pero el mundo al que las envía la directora de la institución (Norma Kastel) es mil veces peor. Apenas llega a la casa donde debería trabajar como doncella, Sylvia es intervenida en vivo por el doctor Kruger con el fin de realizar un injerto de piel en su propio rostro desfigurado. El doctor Brown certifica su muerte, pero cuando Leonore se la encuentra por la calle el misterio empieza a complicarse.

Cadáveres que desparecen, azotamientos, lesbianismo, exhumaciones, venta de jovencitas a burgueses libidinosos y experimentos realizados por doctores enloquecidos se concitan en unas calles solitarias y cementerios neblinosos a los que la fotografía de Antonio L. Ballesteros no lora dotar de la más mínima verosimilitud debido a un sol omnipresente en los exteriores diurnos. Los ingredientes del pastiche están tomados sin mesura de dosis de las novelas de Robert Louis Stevenson, de las producciones de la Hammer Films y de Les yeux sans visage (Los ojos sin rostro, Georges Franju, 1960). Pero sus pretensiones románticas —resumidas en el alegato final del monstruo, buscan la filiación con El fantasma de la Ópera, de Gaston Lerroux, en la versión de Lon Chaney (Rupert Julian, 1925), del que Selmier era un ferviente admirador.


Selmier se vuelve a poner el uniforme de militar para abrir y cerrar la adaptación de una de las novelas más vendidas de Álvaro de Laiglesia: Yo soy fulana de tal (Pedro Lazaga, 1975). Al salir del bar de alterne, Mapi se lleva a casa a Richard (Selmier), un coronel de la base de Torrejón, y mientras éste ronca en la cama ella se dirige a la cámara en una traducción del parloteo —llamarlo monólogo interior nos parece excesivo— que es la novela. Mapi relata —y la película muestra— su “caída” en siete u ocho episodios. Se prescinde de los primeros de la novela, relacionados con su infancia —“película ya vieja, rota y olvidada, porque en el cine de la vida el material envejece pronto”— y se tergiversan y resumen otros. El accidente laboral del padre y su muerte durante la Guerra Civil, que empuja a la madre a amancebarse con el cacique, queda resumido en la película con un habilidoso parlamento: “Mi padre era albañil, pero en la guerra, a las órdenes de un tal Líster, que debía mandar mucho, perdió un brazo y se convirtió en medio albañil. Eso marcó nuestra vida: comíamos la mitad, vestíamos la mitad y reíamos la mitad que las demás gentes.” Se nos muestran en rápida sucesión las variopintas ocupaciones de Mapi: monaguillo travestido, chica para todo en un establecimiento de ultramarinos, el noviazgo con Afrodisio (Paco Algora), que debe marchar al servicio militar en África. En su ausencia y durante las fiestas, Mapi se emborracha y, en un pajar, pierde la virginidad. —En este país todo el mundo da mucha importancia a los precintos de garantía... hasta tu propia madre.

De este modo, Mapi se traslada a Madrid y entra a servir en una casa, donde es seducida por don Rodolfo (Fernando Fernán-Gómez), el preceptor de los niños. Rodolfo le enseña a leer y la lleva a ver el mar, pero cuando descubre su embarazo también la deja tirada. Mapi busca en una farmacia algo para suicidarse y allí conoce a Merche (May Heatherly), que la acoge y le explica su método de supervivencia: “el 60/20”. Sesenta años, veinte millones. Ella es la mantenida del farmacéutico (José Riesgo) y no hay mejor sistema. Mapi encuentra su “60/20” en Marcelo (Antonio Ferandis), un pintor que le pide que pose para él como Eva. Como en la novela picaresca la película busca un fin moralizante: las destinatarias serían las chicas que están pensando en comenzar en la profesión, para advertirles que no es oro todo lo que reluce. Ahogado Marcelo durante una borrachera y habiendo tomado su viuda legítima posesión de los gananciales, a Mapi no le queda otro remedio que regresar a Madrid. Entra en un baile y cuando uno le pregunta qué quiere ella responde con toda naturalidad que dos mil pesetas. El final del relato se cierra con la conclusión del preámbulo. Todos los hombres de su vida se le aparecen en rápidos flashes alternados con cerdos, en un símil tan literal como pedestre. El coronel encarnado por Selmier despierta. Mapi se viste de vietnamita y pone una grabación de tiros, que es lo que le pone a Richard... pero antes pasa la hucha.


La Corea (Pedro Olea, 1976) comparte protagonista y escenarios con el cine de Eloy de la Iglesia, pero el tratamiento que imprime Olea al relato es bien distinto, orillando su vertiente más montaraz y afinando el perfil del personaje interpretado por Queta Claver. Las escenas de amor están rodadas con un pudor un tanto relamido y el final, en las escaleras mecánicas del metro —aparte de su carácter metafórico— tiene cierto tono moralizante que no habría desentonado dos décadas antes. La cinta de Olea arranca con el rodaje de la escena final de otra de las películas de Olea para José Frade, Tormento (1974). La denominada "trilogía de Madrid" se completa con Pim, pam, pum... ¡Fuego! (1975). O sea, tres miradas a las relaciones de poder y el sexo en la historia de España. De las tres, La Corea se acerca a la realidad contemporánea a partir de la peripecia de Toni (Ángel Pardo), un joven que emigra a la capital desde su pueblo natal en León y, a través de su amigo Paco (Gonzalo Castro), entra en contacto con Charo (Queta Claver). Ésta es la propietaria de un bazar de antigüedades en el Rastro que encubre un negocio de prostitución, tanto femenina como masculina, que recibe en nombre de La Corea por las buenas relaciones que tiene con los miembros de la base aérea “de utilización conjunta” de Torrejón de Ardoz. Charo se encapricha del chico provocando la reacción violenta del Sebas (José Luis Alexandre), el antiguo amante de la mujer. La única salida que le queda a Toni es colocarse como camarero en la base, pero La Corea lo descubre y le hace volver junto a ella. Es entonces cuando Paco vuelve a la carga y le propone un encuentro con Fred (Dean Selmier), el militar que le consiguió el trabajo en la base. La trágica muerte de Toni, precipita la situación.

Yo soy fulana de tal y La Corea ni siquiera figuran en la filmografía de Blow Away, a pesar de que la novela se publica tres años después del estreno de la última. Apenas ha terminado de rodar estos dos papeles de militar de Torrejón, Selmier pone tierra por medio y se desentiende de su carrera de actor en España.

En abril de 1975 la Oficina de Recaudación de Madrid le reclama una cantidad bastante elevada en adeudos con Hacienda. La dirección es la de la productora de Querejeta, en un chalet de la calle Maestro Lasalle. En 1977, el Boletín de Madrid publica un apremio por no habérselo localizado en su domicilio de la calle Factor, 3, junto a la calle Mayor y el consistorio municipal. En 1979 consta como dirección para estas diligencias la calle Castelló, 18. Todavía un año después se le siguen reclamando contribuciones correspondientes al año 1974. No han dado razón de él en el número 76 de la Avenida del Generalísimo, hoy Paseo de la Castellana. [Boletín de Madrid, accesible en la Biblioteca Digital de la Comunidad de Madrid: http://www.bibliotecavirtualmadrid.org/] Ninguna de ellas tiene que ver con la pensión de la Gran Vía donde dice haberse instalado en otoño de 1968, cuando los viejos buenos tiempos del Hilton pagado con fondos reservados eran ya cosa del pasado. [Selmier y Kram. Op. cit. pág. 199.]

Su evanescencia afecta también a su trabajo en una industria en la que el doblaje es ley. La postsincronización del sonido le permite incorporarse al cine español sin necesidad de tener que aprender el idioma pero le priva de una de sus principales herramientas como actor. La heterogeneidad de las producciones en las que interviene encuentra su correlato en la variedad de actores de doblaje que le prestaron su voz: Ángel María Baltanás en Los desafíos, Paco Valladares en Cuadrilátero, Juan Logar en Gallos de pelea, Carlos Revilla en El paranoico


El obituario del actor asegura que, de regreso a Estados Unidos, se cambio legalmente el nombre de Dean por el de Quasimodo. En Blow Away el actor-asesino afirma que el principal aliciente de su estancia en París es la posibilidad de acudir a diario a Notre-Dame y fantasear con un posible encuentro con el jorobado creado por Victor Hugo. Eso sí, asegura no haber leído jamás la novela, pero haber visto, en cambio, la película de Lon Chaney treinta y cinco veces. De hecho, para el asesinato de Múnich, se caracteriza como él, con una pesada joroba postiza y el maquillaje que le hace parecer medio ciego y deforme. El interés que pueda tener recorrer así caracterizado casi mil kilómetros para cometer un crimen sólo puede explicarse por la imaginación calenturienta que parecía ser una de sus aptitudes más evidentes desde temprana edad. Según Johnny Dodd, el compañero de estudios en Indiana con el que llegó a Nueva York, “Para ir con él a cualquier parte tenías que andar con todos esos líos del espionaje. Tomar un taxi en la calle 32 y saltar a otro en marcha…” [Wendell C. Stone: Caffe Cino: The Birthplace of Off-Off-Broadway. Southern Illinois University, 2005. pág. 46.]
 
Tras, al menos, dos ediciones en tapa dura en 1979, la novela autobiográfica de Selmier se reedita al año siguiente en edición de bolsillo con el título de Quasimodo y Mondadori la edita en Italia con el título de Il killer è di scena, lo que evidencia su popularidad. Sin embargo, nunca se tradujo al español.

domingo, 21 de octubre de 2018

selmier: actor, autor, asesino (4)

 

En el primer bienio de la década de los setenta Dean Selmier participa también hasta en cinco producciones estadounidenses o británicas rodadas en España con o sin participación española. En Patton (Patton, Franklin J. Schaffner, 1970) no aparece en los títulos de crédito pero tiene un papelito de un par de frases con George C. Scott. En Blow Away Selmier aprovecha este rodaje para hacer gala de sus viejas conexiones con Broadway y para poner en escena lo que es un rodaje de envergadura, no como aquéllos en los que ha participado en España hasta entonces:
Lentamente, el plano va tomando forma. Las cámaras se colocan en su posición, entran los sonidistas y luego los atrezzistas. Todos ellos son meticulosos, temperamentales y celosos ante cualquier invasión de sus dominios. Sobrevive el más espabilado, del cámara a los maquinistas, los mulos de carga del rodaje, y el jefe de eléctricos.
Hasta ahora no ha aparecido por allí ningún actor. Si son estrellas, están en sus caravanas, repasando el guión, haciendo crucigramas o practicando meditación. Scott… seguro que no hacía nada de eso. Estaría durmiendo. Es un tipo de una pieza. Seguro que tenía la escena estudiada desde hacía días. Su doble de luces está ahora en el decorado. Tiene la misma altura y complexión que Scott. Servirá para realizar los ajustes de luz y bloquear la posición de la cámara. Su trabajo es un chollo. Cuando aparece Scott me recuerda a un cangrejo de arena. Se coloca, aparta un poco de arena y regresa a su caravana. […]
Al verme se detiene.
—¿No te he visto antes?
—Claro —le digo. Se lo piensa.
—¡Ah, en Ballad of the Sad Café! No te había reconocido. Siempre andabas con el pequeño Michael. [Selmier y Kram: Op. cit. pág. 237.]
Cuando Patton llegó a Djebel Kouif, en Argelia, el 12 de marzo de 1943 se encontró, al parecer, un desbarajuste considerable y a la tropa bastante relajada en cuanto a la disciplina. Para ilustrar este punto, el guionista Francis Ford Coppola crea una escena en la que Patton tropieza con un solado tirado en mitad de un pasillo. Es el papel que interpreta Selmier, que pone su mejor cara de pasmado para explicar que sólo intentaba encontrar un sitio tranquilo para dormir. La respuesta del general es lapidaria: “Puedes volver a echarte, hijo. Eres el único en este cuartel que sabe lo que está haciendo”.


Poco más permanece en pantalla en la extraña Captain Apache (Capitán Apache, Alexander Singer, 1971), suerte de western autoparódico desde los mismos créditos de entrada y salida montados sobre sendas canciones interpretadas nada menos que por su protagonista: Lee Van Cleef. La producción corre a cargo de Benmar, una compañía británica con capital de donde lo hubiera organizada por el guionista Philip Yordan para aprovechar su experiencia en España junto a Samuel Bronston. El elenco hispano está integrado por José Bódalo y Elisa Montés en papeles de cierto peso, y Ricardo Palacios, Cris Huertas o Charly Bravo, habituales en este tipo de producciones. Selmier aparece brevemente en un archivo en el que el protagonista busca un informe secreto e intenta oponerse a sus desmanes, pero es inmediatamente acallado por un sargento.


Y aún menos suerte tiene en The Hunting Party (Caza implacable, Don Medford, 1971) y Man in the Wilderness (El hombre de una tierra salvaje, Richard C. Sarafian, 1971), donde figura en los títulos de cabecera, los personajes que interpreta se llaman respectivamente Collins y Russell, pero no hay manera de localizarlos en todo el metraje. En la segunda, su intervención habría tenido lugar en alguna de las escenas retrospectivas que recrean el pasado del superviviente interpretado por Richard Harris, rodadas en los madrileños Estudios Moro o en algunos exteriores en Soria, porque el rodaje principal se realizó en Arizona.



Take a Hard Ride / La parola di un fuorilegge... è legge! (Por la senda más dura, Antonio Margheriti, 1975) es el epílogo cabal a esta serie de presencias fantasmales. Selmier vuelve al Oeste nada menos que en Canarias, en un extravagante exponente tardío del género. Aparte de su exótica localización, pareciera que la película va a discurrir por caminos más o menos trillados cuando arranca con un sanguinario cazador de recompensas encarnado por Lee Van Cleef y un ranchero (Dana Andrews) que ha reunido una cuantiosa suma con la que quiere construir en Sonora (México) nada menos que… un falansterio. El hombre de confianza del ranchero (Jim Brown), un tahúr (Fred Williamson) y un experto en artes marciales criado por los indios (Jim Kelly) y una prostituta (Catherine Spaak) se aliarán para hacer que el dinero llegue a su destino, mientras el cazador de recompensas y varias recuas de villanos los persiguen. El caso es que los tres protagonistas masculinos son de raza negra. De este modo se configura un western atlántico —que no mediterráneo— que da una nueva vuelta de tuerca al filón blaxploitation al reunir a los tres protagonistas de Three the Hard Way (Los demoledores, Gordon Parks jr., 1974). La intervención de Selmier es mínima. En los primeros minutos de la cinta, entra en un saloon para poner sobre aviso al tahúr de que el dinero viaja hacia Sonora. Lleva bigote, se agarra a una columna, se inclina hacia adelante… suelta una información que nadie le ha pedido y se volatiliza. Es posible que hubiera una secuencia anterior que haya desaparecido del montaje definitivo.

El caso de Murders in the Rue Morgue (Asesinatos en la calle Morgue, Gordon Hessler, 1971) es ligeramente distinto porque aunque Selmier apenas tiene presencia en la cinta está allí con su amigo Michael Dunn, que encarna a uno de los personajes principales. Selmier novela su encuentro en España, adelantándolo a la primavera de 1968:
—¿Cuál será tu próxima película?
—Todavía no lo sé. Sólo me ofrecen basura, Películas de terror. Debería de hacer un remake de Blancanieves y los siete enanitos e interpretar yo solo a esos siete cabroncetes. ¿Qué te parece como tour de force? Estaría impresionante. Bueno, es una idea. Tengo que estudiarla.
—Creí que Ship of Fools te encumbraría.
—Esperaba que fuera así. Pero duró sólo un instante, como el barco. Estoy arrinconado por mi tamaño. Me parece que voy a tener que hacer un montón de televisión. [Selmier y Kram: Op. cit. págs. 218-219.]
La “basura” que le ha traído a España es una producción de la American International Pictures de Arkoff y Nicholson que ya había explotado la veta de Poe de la mano de Roger Corman a principios de los años sesenta. Una década después parecen dispuestos a resucitar el filón, pero con base en Londres y rodaje en España. La trama se aleja considerablemente del relato de Poe y lo toma simplemente como excusa para una obra de grand guignol representada por la compañía de Jacques Charron (Jason Robards) en un teatro parisino bautizado con el nombre del escritor bostoniano y en el que se están cometiendo una serie de sangrientos crímenes. Dunn encarna al acólito del siniestro René Marot (Herbert Lom), amante apasionado cuyo rostro quedó horriblemente desfigurado por el fuego. Selmier apenas aparece como figurante en el interior del teatro y tiene una intervención ligeramente más lucida en la primera secuencia tras los créditos, cuando avisa a los gendarmes de que el asesino está huyendo por el tejado del teatro.

Debe ser más o menos por entonces cuando Dunn y Selmier conciben juntos un western cuyo rodaje se llega a anunciar en el New York Times con el castizo título de Los paletos, así, en español. El articulista anuncia que será la primera película dirigida por Dunn, que se va a rodar a lo largo del verano de 1972 en los alrededores de Madrid y que la acción se sitúa en el Oeste americano después de la Guerra de Secesión. Una sinopsis de siete folios fue depositada en su día en el registro de la Propiedad Intelectual. La productora iba a ser Purple Adventure Productions, la marca del propio Dunn, y el guión era obra de Selmier y de Cass Martin, que había trabajado como actor en las dos primeras producciones en España de Benmar Productions. Dunn asegura que “habrá un montón de tiros y el mínimo de diálogo”. [A.H. Weiler: “Well-Dunn”, en The New York Times, 4 de junio de 1972.] En la filmografía de Selmier que se menciona al final Blow Away se menciona otro proyecto con la participación de Michael Dunn, previsto para 1973 pero nunca realizado, que lleva por título The Name Is Rupert. [Selmier y Kram: Op. cit. pág. 273.] Dicho libreto fue registrado en abril de ese mismo año en el registro del copyright de la Biblioteca del Congreso estadounidense.

Dunn fallecerá el verano siguiente en Londres, aunque antes se ve implicado en varios proyectos, entre ellos y de nuevo en España, La loba y la paloma (Gonzalo Suárez, 1974).

domingo, 14 de octubre de 2018

selmier: actor, autor, asesino (3)

 

Aunque el rodaje de Cuadrilátero (Eloy de la Iglesia, 1969) no forma parte del argumento de Blow Away, el ambiente que retrata encuentra eco en las páginas que Selmier y Kram dedican al principal interés del segundo: el boxeo. Según el relato, Selmier suele ir a correr todas las mañanas por el Parque del Retiro y allí se encuentra con un peso pesado sonadísimo apodado “Baby” Estrada. Selmier se ofrece a entrenarle y, tras una pelea desastrosa, lo coloca de chófer de Amparo, una madame que controla a varias prostitutas de lujo y visita los exclusivos puticlubs de Madrid en un Mercedes blanco.

La operación comercial organizada por el productor Arturo Marcos en torno a Cuadrilátero resultaba incontestable. El púgil cubano José Legrá acababa de ganar el título mundial de los pesos plumas y se había convertido en toda una celebridad al dedicar sus triunfos a Franco y al pueblo español. Como El Cordobés o como Massiel, sus ires y venires son amplificados por la pequeña pantalla y por los periódicos ávidos de titulares. Los mencionados, como otro buen número de cantantes, toreros o deportistas, se han incorporado al elenco de nuevos actores cinematográficos —el doblaje es una herramienta muy útil también en este terreno— y sus películas han rendido buenos dividendos. Después de intentarlo con Mario Camus, responsable de las películas de Raphael, Arturo Marcos decide poner el proyecto en manos del joven Eloy de la Iglesia, que llevará a la pantalla el melodramático guión de Antonio Fos, cuajado de tópicos sobre el mundo boxístico, con brío y modos afines a las nuevas tendencias mundiales en lo que al relato audiovisual se refiere. Entonces, ¿por qué Cuadrilátero fue un fracaso no sólo de crítica, sino de público?


Para empezar, Legrá no es en absoluto el protagonista de la cinta. Su personaje, José Laguna, campeón europeo y aspirante al título mundial, aparece en primer lugar en los créditos pero su función en el reparto es bastante secundaria. El guión plantea un melodrama sin ambages, en el que más allá de los enredos del mundo del boxeo se plantean una serie de consideraciones sobre el éxito y el fracaso a partir de las relaciones especulares entre varias parejas de todo tipo y condición. Desde la amistad del atribulado Miguel Valdés (Dean Selmier) —que está a punto de colgar los guantes cuando deja ciego a un contrincante— con el viejo campeón Young Miranda (José María Prada), a la relación que éste mantuvo con Olga (Irene Daina), la decadente amante del todopoderoso promotor Óscar (Gerard Tichy). Éste tiene una joven protegida, Elena (Rosanna Yanni), de la que Miguel se enamora perdidamente, haciendo peligrar su carrera y volviendo a caer en la misma trampa que cayó su preparador actual, Young Miranda. En in intento por recuperar la juventud que se le escapa, Olga mantiene una relación clandestina con José, quien, a su vez, forja en sus entrenamientos conjuntos una buena amistad con Miguel. Este hilo conducirá al clímax, cuando Óscar fuerce el combate entre ambos por el campeonato del mundo, en venganza por sus respectivas traiciones. Será el momento en que Young Miranda ajuste cuentas con Óscar. Relegado a figura icónica el campeón Pepe Legrá, Selmier se convierte en auténtico protagonista de la cinta, con Tichy como antagonista.

Eloy de la Iglesia sirve esta enrevesada trama con efectismo, recurriendo a contrapicados enfáticos, a la alternancia de planos generales con primerísimos primeros planos de los actores, al montaje percutiente. No obstante, la materias primas con las que trabaja son las relaciones de poder y sometimiento que se establecen entre unos personajes tendentes en unos casos al hedonismo de corte desarrollista y en otros al puro masoquismo. En esto, resulta perfectamente coherente con el universo frecuentado en la primera etapa de su filmografía. A pesar de ello, Selmier se despacha a gusto con ella y asegura que ni siquiera le sirvió de aprendizaje. “Trataba sobre un boxeador ciego y uno tendría que haber estado ciego para poder disfrutar con ella”. [Selmier y Kram: Op. cit. pág. 236.]


Eloy de la Iglesia volverá a contar con él en su siguiente película: El techo de cristal (Eloy de la Iglesia, 1971). La cinta está realizada al servicio de Carmen Sevilla, por lo que el papel de Selmier resulta lógicamente subsidiario. Ricardo (Selmier) es el casero de dos matrimonios que viven en el campo. Marta (Carmen Sevilla) se queda sola a menudo porque su marido (Fernando Cebrián) debe viajar por motivos de trabajo. En el piso de arriba vive Julia (Patty Shepard) cuyos pasos inquietan a Marta por las noches, sobre todo cuando se entera de que el otro marido también está ausente. Marta, siempre fantasiosa, urde la historia de un crimen. Como Ricardo se dedica a la cerámica, Julia podría haberlo asesinado y haberse deshecho del cadáver en el horno. O que ha descuartizado el cadáver y lo ha echado de comer a los perros. Al tiempo que la atracción que Marta siente por Ricardo va en aumento, la frontera entre su desbordada imaginación y la realidad se van desdibujando. Tanto Marta como Julia son espiadas por un fotógrafo al que no vemos; sólo podemos escuchar los clics que produce la cámara al robar las imágenes de las dos mujeres. De la Iglesia aprovecha para teorizar sobre la naturaleza de su cine y la relación con su público por boca de Ricardo. Este desdice a Godard: el cine no sería la vida a 24 fotogramas por segundo, sino la válvula de escape del voyeurismo de los espectadores, cuya complicidad busca una y otra vez, más que mediante el suspense hitchcockiano —al que se cita en más de una ocasión—, aprovechando la identificación del público con la cualidad estelar de Carmen Sevilla y su cambio de imagen. Sin embargo, es el torso desnudo de Selmier lo que continuamente excita el deseo reprimido de Marta.

Inmerso en este maremágnum de producciones en las que tiene papeles principales, no ha podido protagonizar Tentativa, un spaghetti western que se anuncia en 1970 como coproducción hispano-italiana y en el que iba a compartir cabeza de cartel con Thomas Hunter, otro estadounidense con formación militar y vocación escénica expatriado en Europa y que ha protagonizado en España El magnífico Tony Carrera (José Antonio de la Loma, 1968). [ABC, 3 de julio de 1970. pág. 77.]


Sus dos últimas películas de este periodo de frenética actividad cinematográfica son Mecanismo interior (Ramón Barco, 1971) y La novia ensangrentada (Vicente Aranda, 1972). La primera resulta hoy prácticamente invisible. Supone el debut en la dirección del cubano-portorriqueño Ramón Barco y, a juzgar por las reseñas de su paso por el festival de San Sebastián, debía ser un proyecto tan personal como desquiciado. El argumento gira alrededor de una actriz (María Mahor), víctima de tremendos traumas infantiles, que se sumerge en un proceso que la conduce a la locura. Sigamos a Miguel Pérez Ferrero, cronista del festival, en su intento por desentrañar la enrevesada trama:
Guarda la vivencia de un ocasional contacto sexual con un muchacho. La invade un irrefrenable amor por un amante que se ha inventado [Selmier]; y el padre [de nuevo Selmier], su progenitor, y el amante se funden, se confunden en un parecido que casi los identifica. Todo eso crepita en la mente de la actriz, que cada vez va, ella misma, entorpeciendo, haciendo casi imposible su trabajo profesional. La actriz está casada y su marido, un productor, en la cárcel por no haber podido cumplir compromisos económicos contraídos. La protagonista la actriz, insistimos— tiene sueños eróticos. El mundo de sus fantasmas estrecha el cerco que le ha puesto. Nada puede el psiquiatra al que va a consultar. Pero cuando el marido sale de la prisión resulta que también es el mismo personaje —el padre, el amante— [una vez más Selmier] y se arroja a él como una tabla de salvación. Sin embargo, la mente de la mujer no tiene ya salvación alguna. [Donald: “Mecanismo interior, de Ramón Barco, en el Festival de Cine de San Sebastián”, en Blanco y Negro, 17 de julio de 1971. pág. 67.]
También La novia ensangrentada bucea en el subconsciente femenino, pero con envoltorio de película de terror más o menos al uso. Aranda toma el relato de vampirismo Carmilla, de Sheridan Le Fanu, y realiza una versión explícitamente psicoanalítica y voluntariosamente surrealista. Aunque pueda parecer lo mismo, los registros no pueden ser más disímiles. Las primeras coordenadas se concretan en apuntes simbólicos —palomas que emprenden el vuelo, llaves desaparecidas, dagas que penetran en la carne, el empleo del blanco y el rojo en el vestuario y el atrezo...—, en tanto que las segundas están ligadas a las imágenes perturbadoras de una mujer enterrada en la arena con unas gafas y un tubo de buceo o a las dos protagonistas desnudas, abrazadas en el interior de un ataúd. El principal mérito de Aranda es colar de matute todos estos contenidos en un paquete con el colorido envoltorio de una película de fantaterror en la que una pareja (Maribel Martín y Simón Andreu) llega en viaje de novios a un viejo caserón en cuyas proximidades se enterró el cuerpo de Mircalla de Karnstein (Alexandra Bastedo), novia ensangrentada al apuñalar repetidamente a su marido en la noche de bodas. Sin embargo, la proliferación de desnudos integrales femeninos —en los que Maribel Martín es sustituida por una “doble de cuerpo”— y la explicitud “gore” de las escenas de violencia propiciaron la acción de la censura no sólo en España, sino también en Gran Bretaña.


Selmier comparece en pantalla cuando ya ha transcurrido la mitad del metraje: es el médico que inyecta un calmante a la abrumada novia, después de que haya tenido la primera de sus sangrientas pesadillas. Tranquiliza al marido, pero se muestra incapaz de sanar los males del espíritu, que parecen ser los que aquejan a la joven. En su segunda visita asegura que es necesario avisar a un psiquiatra y sirve de soporte utilitario a Aranda para endilgarle al espectador la historia de Mircalla Karnstein, al tiempo que el pragmático doctor da voz a la incredulidad del espectador que ya a está a punto de caramelo para entrar en esa fase de suspensión de la incredulidad que precisa todo relato de terror sobrenatural. Por supuesto, su incredulidad le costará la vida.

domingo, 7 de octubre de 2018

selmier: actor, autor, asesino (2)



El guión de Los desafíos llevaba tiempo dando tumbos por las covachuelas administrativas y a Elías Querejeta —productor oficial de la película— se le ocurre entonces la idea de dividirlo en tres episodios y que un debutante dirija cada uno de los tres. Guerin Hill, Egea y Erice decidieron que el protagonista de los tres episodios fuera un estadounidense porque su intervención en la película era determinante para el proyecto. Así se lo explicaba Egea al redactor de la revista Nuestro Cine que les entrevistó en el Festival de San Sebastián:
Elías […] tenía en principio la idea, en abstracto, de hacer una película con gente joven que nunca hubiese hecho cine; luego surgió la posibilidad material, la relación económica que pudiese haber con Dean Selmier o con Bill Boone, que de verdad no sé cuál es. Entonces, estos elementos se fueron juntando, y a partir de unos datos concretos, que eran que Dean Selmier tenía que ser el protagonista de las tres historias, nosotros pensamos que era mejor que hiciese de norteamericano y no de otra cosa. [“San Sebastián 69: A propósito de Los desafíos”, en Nuestro Cine, núm. 87, julio de 1969.]

Las tres historias sitúan al estadounidense en diferentes contextos españoles y culminan violentamente. Bill es un militar estadounidense que, de camino a Roma, se detiene en España para ver a la chica a la que enseñó inglés y que mantiene una relación ambigua con su padre. El hecho de que estos dos personajes estén interpretados por Paco Rabal y su hija Teresa, añade morbo al asunto y fue uno de los caballos de batalla en las instancias censoras. En el segundo episodio, con peluca rubia, es Alan, un diletante de viaje por España con su novia, que ofrece al propietario del cortijo en el que se han colado. De nuevo el reparto es crucial, puesto que este personaje está interpretado por Alfredo Mayo, que en estos años encarna para Querejeta diversas variantes maduras de su imagen de héroe de la posguerra. Lo más curioso del tercero: el debut de Erice en está protagonizado… por un chimpancé. Selmier, con bigote, es un atormentado veterano del Vietnam. Para espiar a sus compañeros en un pueblo abandonado de la estepa castellana, utiliza un visor cinematográfico, un artilugio que en Blow Away tiene protagonismo especial, puesto que se trata de un artilugio camuflado para poderle inocular un veneno al viejo nazi.


Apenas finalizado este rodaje —o acaso antes— Selmier viaja al norte de África para interpretar a otro yanqui primario, bebedor, pendenciero y con propensión a quitarse la camisa y aparecer con el torso desnudo. El veterano José María Elorrieta se embarca en dos coproducciones con Túnez, país que debía proveer, amén de algunos actores, localizaciones exóticas. Él mismo dirige Las joyas del diablo / Le diable aime les bijoux (1969) y, a partir de un argumento suyo y de José Manuel Iglesias, encomienda la dirección de Gallos de pelea (1969) a Rafael Moreno Alba


La cinta juega una triple baza: la preocupación en Europa por los movimientos de liberación nacional en varios países del norte de África, la romantización de la figura del mercenario y la posibilidad de realizar una película de acción sin mayores preocupaciones ideológicas. Y a esto es a lo que se dedica Moreno Alba a lo largo de todo el metraje. Una acción de comando en el desierto y el encuentro en la playa entre René (Simón Andreu) y Haiza (Silvie Feit) sirve para presentar al espectador los dos polos del conflicto dramático: Haiza quiere que René abandone esta vida y él hace valer que él es un soldado de fortuna profesional y que debe ir allá donde le paguen. El grupo financiado por Tylar (Jamil Joudi) está integrado por mercenarios de todas las nacionalidades. Hay un tipo apodado "Espantajo" (Gerome Jeffrys), un griego (Luis Induni) y un estadounidense (Dean Selmier), un tipo que se pasa el día bebiendo whisky a morro de la botella y al que conocemos bailando con una stripteuse que realiza de danza de vientre. La caracterización es mínima. El griego es un putero, Tylar le debe la vida a René, el yanqui siente pasión por las armas y la bronca. De este modo, Selmier tiene ocasión de demostrar sus dotes como especialista durante una pelea a puñetazos con René en el desierto. Por lo demás, poco más se exige de él que su mera presencia física. Pero la situación en África ha cambiado, las revoluciones han dejado paso a la política y, para sobrevivir, René y sus compañeros se verán obligados a robar un polvorín y transportar las armas por el desierto por cuenta de un grupo revolucionario comandado por Omar (Mohamed Kouka) y por la atractiva francesa Colette (Karin Meier). A partir de ese punto comienzan los conflictos de fidelidades, las persecuciones en camión, las peleas a puñetazos, los tiroteos y las réplicas cínicas de René al idealismo de Colette… Las incursiones exóticas, incluyen incoherencias como que los mercenarios celebren una fiesta con los bereberes que deben proporcionarles provisiones bien regada con alcohol y en el que la rubia europea ejerce de intermediaria. Derroche de testosterona que tendrá un final trágico en la frontera, pero que servirá a una toma de conciencia de René ridícula a fuer de extemporánea.

La guinda del cóctel bizarro es un tema musical titulado "El ritmo del mercenario" interpretado por Los Pekenikes. Tampoco ellos tienen la culpa de que Gallos de pelea no llegará a las pantallas de la capital hasta el mes de mayo de 1972, y aún así lo hará en el cine Madrid, en la popular Plaza del Carmen.


La tercera semana de junio de 1969 Selmier viaja a San Sebastián con el equipo de Los desafíos. Casi nadie se preocupa por él porque la presencia de los tres directores debutantes acapara la atención cinéfila, junto con las canas de Josef von Sternberg como presidente del jurado y las barbas de Francis Ford Coppola que presenta a concurso la personalísima The Rain People (Llueve sobre mi corazón, 1969). Una fotografía muestra al equipo con la Concha de Plata a una obra realizada por un novel. Tres en este caso. Con barbas y bigotes muy de la época, pañuelos al cuello o jerséis de cuello cisne, los tres directores rodean a las actrices Barbara Deist y Daisy Granados, que sostiene el trofeo. Querejeta mira desafiante al objetivo, con un cigarrillo en la mano y sus gafas de sol. El primero por la izquierda en la fila de atrás es Selmier. Su mano izquierda reposa sobre el hombro de Erice. A pesar de ello, parece como desplazado y ajeno al resto del grupo, como si se hubiera agregado a última hora. Parte de la extrañeza se debe también a que es el único que lleva un traje de tres piezas.

La cubana Daisy Granados se apresura a declarar que ella ha interpretado su personaje “con una postura crítica” puesto que los protagonistas de la historia de Erice carecen de principios. “A mí me dan un poco de pena y al mismo tiempo me asquean”. [Citada por José Luis Tuduri: San Sebastián, un festival, una historia (1967-1977). San Sebastián, Filmoteca Vasca, 1992. pág. 107.] Los tres directores se muestran aún más críticos con el premio: “Hemos ganado, pues bien, encantados, pero en realidad nos importa muy poco”. [Ibídem. pág. 113.]

La versión Selmier es diametralmente opuesta. En Blow Away relata la fiesta en un palacete de los que dominan la bahía de la Concha como uno de los episodios —acaso el más doloroso— de su carrera como asesino a sueldo ya no sabe de quién: el de la noticia de la muerte de su amada Sandra. Todo lo demás ha sido un largo prólogo:
El Festival de San Sebastián era un circo de tres pistas: la del arte, la del glamur y la del negocio. […] El glamur, esa presencia poco común de determinada gente en un momento preciso, un aroma en el aire, la promesa del sexo, era tan visible como el arte. El glamur tiene muchas facetas. Había hordas de starlettes con sus blusas semitransparentes y su mirada de “ven conmigo”. Había entrevistas de dos a tres horas en habitaciones donde el agua fría de las jarras estaba siempre caliente y las traducciones sucumbían bajo el estrés de intérpretes desconcertados por el exceso de trabajo. Había freaks disfrazados, alejados de todo pero aguardando a que se fijaran en ellos, conscientes de su indignación incluso cuando iban a tomar una copa a una de las mil fiestas programadas. Y siempre, las maniobras para eclipsar a los demás —una actriz con una minifalda por encima de la entrepierna, un actor con una risa tonante— mientras a ti te entrevistan.
—¿Qué opina usted de Los desafíos? —me preguntó un periodista.
—¡Brillante! —contesté.
—¿Cómo ha sido trabajar con tres directores? —preguntó otro.
—¿Había tres?
—¿No sabe cuántos directores trabajaron en su película?
—Estaba bromeando —repliqué—. Estuvieron soberbios.
—La muerte está presente en los tres episodios —comentó alguien más—. Y en los tres muere usted violentamente. ¿Es cierto que fue a sugerencia suya?
—¿Qué esperaban en España?
—¿Cómo?
—Quiero decir que… —dije, consciente de su falta de sentido del humor—. Quiero decir que en España la gente se mata, como en cualquier otro sitio. No quería decir nada en especial cuando puse en marcha la película. [Selmier y Kram: Op. cit. págs. 243-244.]