domingo, 27 de agosto de 2017

jerónimo mihura (17)


 En el último tramo de su carrera, Jerónimo Mihura dirige tres reportajes para la revista Imágenes de No-Do. Se trata de tres documentales en color que podría haber firmado cualquier otro realizador de la casa, tan impersonales son.

En todo caso, destaca algo el primero, Centinelas del aire (Pilotos de reactor) (1965), dedicado a la formación y misión de los pilotos de caza del Ejército del Aire. Los contados planos desde el aire de los aparatos en vuelo tienen como contrapunto las numerosas escenas de los alumnos en tierra. Entre éstas destaca la simulación de una alerta en la que los pilotos, que leen plácidamente unas revistas ante un hangar, deben estar en el aire en menos de cinco minutos para repeler un supuesto ataque enemigo. Esta situación va acompañada de una enfática locución pergeñada por José Luis Muñoz Pérez en la que se destaca el poderío militar español: “Conducidos por el radar se dirigen como perros de presa contra el presunto enemigo, que si resulta serlo, caerá fulminado por sus cohetes y ametralladoras”.

La primacía del opusdeísmo en el gobierno se traduce, no obstante, en una inédita retórica que hermana los viejos valores castrenses y los presupuestos de la guerra fría con la nueva lógica productiva: “Un ala de caza de reacción es al fin y al cabo, una empresa modelo que, en vez de producir automóviles, zapatos o conservas alimenticias produce horas de vuelo. Horas de defensa nacional. (…) Una empresa que trabaja y prospera, mejorando cada año su elevado índice de productividad. Una empresa, en fin, que vela por todos allá arriba defendiendo el cielo español en vigilia tensa y permanente”.

Entre las elecciones atribuibles al director, el uso no habitual del rugido de los motores de los cazas como colchón sonoro ambiental en sustitución de la música a lo largo de casi todo el metraje.

Los otros dos reportajes son de contenido turístico. Jerónimo firma Gran Canaria (1967) como “J. M. Santos”, recurriendo a su segundo apellido. El contenido son una serie de postales turísticas, al arrimo de la promoción turística favorecida desde el Ministerio de Información y Turismo. Los bailes folklóricos en versión de Coros y Danzas en las instalaciones del Pueblo Canario del parque Doramas alternan con bañistas en bikini dorándose al sol en la playa de Las Canteras y con el ambiente nocturno de los night-clubs.

De nuevo es lo que se cuela entre las rendijas del relato oficial lo que resulta más interesante. Mientras la locución habla de la calidad y fama internacional de los bordados típicos de la isla, la cámara muestra a un grupo de niñas dedicadas a esta artesanía, ataviadas con trajes típicos recién sacados de los arcones. Ninguna tiene más de catorce años. La cámara se detiene, incluso, en una con el pelo corto, que rondará los diez y que se aplica arduamente a una tarea que hoy calificaríamos directamente de explotación infantil. Panorámicas y zooms buscan integrar la figura humana y su obra en un paisaje progresivamente desolado.

Más rutinario aún es Fiestas gaditanas (1968), postrera entrada en la filmografía de Jerónimo Mihura, que alterna una locución informativa con las canciones de comparsas y chirigotas. El carácter reportajístico del documental deja poco espacio a las figuras de estilo. En todo caso, la actuación de la comparsa “Los Senadores”, ganadora del concurso de ese año, queda desglosada por estrofas que se desarrollan en distintos escenarios naturales de la ciudad. La carga crítica de sus coplillas es muy menuda. Aluden a la devaluación de la peseta, pero los motivos están más centrados en una actualidad poco comprometida, como el concurso televisivo Un millón para el mejor o los trasplantes del doctor y playboy Christiaan Barnard.

domingo, 20 de agosto de 2017

jerónimo mihura (16)

En La copla andaluza, autoproclamada desde los títulos de cabecera “Cine-Teatro Experimental”, Jerónimo Mihura apenas hace otra cosa que poner su nombre en el registro de una performance en vivo del clásico del teatro folklórico español.

La “comedia lírica de costumbres populares” de Antonio Quintero y Pascual Guillén se hizo centenaria en el teatro Pavón a finales de los años veinte. Rafael Farina la repone en 1952 en el coliseo de la calle Embajadores demostrando que la fórmula —la riña de los dos cantaores por la mocita a base de coplas y facas— es eterna.

Un largo prólogo asienta dialécticamente los postulados teóricos que sustentan el experimento. Un indiano que ha regresado a la patria para encontrarse con la copla enfangada en los colmados, la repudia como ponzoña del espíritu y lepra sentimental de la España cañí. Un marqués rumboso y espléndido contraargumenta que la canción hay que buscarla, no en la taberna a la que viene a morir, sino donde nace, en el campo y el hogar familia. La acción —mejor le cuadra inacción pues todo, incluso los cantes, sucede dentro, fuera de la vista del espectador— se traslada entonces a un campo de trigo pintado en los mismos tonos sombríos que la taberna, donde Gabriel (Farina) y Pepe Luis (“Porrina de Badajoz”) se enfrentan por fandanguillos y la navaja del primero encuentra el cuerpo del otro. Los cuadros teatrales se suceden al hilo de la escapada: una mina, un campamento gitano... La película sólo levanta el vuelo cuando más estrictamente musical se muestra. El registro desnudo de los dos cantes interpretados por “La Paquera de Jerez” vale lo que no vale el resto. La película, como mero artefacto industrial, es insalvable así que flaco favor le haría uno extendiéndose sobre la trama inexistente o su supuesto carácter vanguardista.

La clasificación oficial no puede ser peor: tercera categoría, lo que excluye a la cinta de cualquier tipo de ayuda. Ni el prestigio oficial de Sáenz de Heredia logra salvar el negocio del naufragio. El 20 de octubre de 1956 Chapalo Films, la productora familiar, presenta un recurso en la Dirección General de Cinematografía. No se trata de solicitar la revisión de la clasificación infamante, sino de intentar salvar, por lo menos, la calificación por edades —para mayores de dieciséis años—, lo que merma considerablemente su público potencial. El argumentario remite a la autorización para la reposición del espectáculo teatral en 1953 y al hecho de que se hayan suavizado mediante la autocensura las relaciones entre Gabriel y Mariquilla. De nada vale. Los censores se ratifican en su primer dictamen. Alguno se explaya tildándola de “mejicanada sin Aceves Mejías” y la mayoría hace explícita su opinión de que es necesario prohibir su exportación.

En Madrid, se estrena en el Monumental Cinema en julio de 1959, época de saldos cinematográficos. Asegura Jerónimo Mihura que fue “un experimento que hicimos rodando con dos cámaras, como si fuera en el teatro, Sáenz de Heredia y yo para Chapalo Films. Queríamos hacerla en una semana, pero tardamos dos. [... ] Era muy malo, muy malo. Fue una tontería. He hecho 16 películas y sólo una españolada, ésta, y ninguna histórica”.

Ni Jerónimo obtiene gran satisfacción con estos trabajos, ni su situación personal ayuda. La enfermedad de su madre se agrava y el éxito de su hermano en el teatro le obliga a hacerse cargo de la situación familiar. Jerónimo abandona progresivamente el cine para replegarse en el funcionariado: así como en la década de los veinte había buscado estabilidad con su plaza en Correos, ahora la encuentra en No-Do.

domingo, 13 de agosto de 2017

jerónimo mihura (15)


La popularidad de de Zori, Santos y Codeso a partir del estreno de la revista La blanca doble en 1947 resulta apabullante. El éxito se redoblaría en 1950 con Pescando millones. Era cuestión de tiempo que “los chicos”, como se los conocía popularmente, llegaran al cine. Lo harían en 1957 de la mano de Jerónimo Mihura en una adaptación de una comedia de Honorio Maura, adaptada al estilo interpretativo del trío cómico por José Muñoz Román, empresario del Teatro Martín y autor habitual de los libretos de sus revistas.

La comedia es Las desencantadas, estrenada por Antonio Vico y Carmen Carbonell en 1934. Trataba en ella Honorio Maura, de modo jovial, el candente tema del divorcio y recurría, como decorado principal, a una especie de sanatorio femenino, en la que la mujer puede descansar en ausencia de hombres. La llegada de los dos maridos al gineceo provoca una revolución femenina en la que el vodevil y el juguete cómico se alternan, antes de la reconciliación final. Luis Marquina, que actúa como productor de esta adaptación cinematográfica, había preparado un guión técnico para rodarlo él mismo en los estudios Roptence en 1951 con otro reparto totalmente diferente. De modo que el margen de maniobra de Jerónimo Mihura para realizar Los maridos no cenan en casa, emparedado entre la planificación previa de Marquina y la lógica libertad que reclaman sus protagonistas, avezados en el contacto diario con el público, debió de resultar mínimo. Cuenta eso sí, con la complicidad de los dos libretistas, pues Marquina es un viejo compañero de generación y Muñoz Román es un condiscípulo que ha ingresado al mismo tiempo que él en el Cuerpo de Correos.

El planteamiento, por tanto, no puede estar más claro. De Jerónimo se demanda que sea un Norman Z. McLeod al servicio de los Marx o un Mario Mattoli al de Totò. Un director, en fin, que deje espacio a los cómicos para que estos puedan desarrollar sus bien conocidas rutinas y su capacidad de construir las situaciones a partir de sus propios personajes. Sin embargo, Zori, Santos y Codeso no son capaces de crear ese ambiente de caos irreversible que impera en las cintas de los Marx y de Totò. Y Jerónimo no necesita correr en pos de ellos para alcanzarlos.

El movimiento está marcado por el propio argumento: Arturo (Santos) y Carlos (Zori) son dos maridos que se pasan el día –y la noche, claro- de farra, sin que sus dos sufridas esposas –Rosalía (Tony Soler) y Lola (Carolina Jiménez- se enteren de la misa la media. Su compañero de juergas es Enrique (Codeso), propietario de un bar y comprometido con Pilar (Lucía Prado), aunque tiene en su casa viviendo a una chica y a su madre. Todo se complica cuando Pilar y su madre –la de Pilar- (Matilde Muñoz Sampedro) se presentan en casa y, a pesar de la estratagema urdida por Arturo, todo termina descubriéndose. Las mujeres se refugiarán entonces en El Espinar, una finca donde los hombres tienen prohibida la entrada, pero a la que accederán los tres amigos lanzándose en paracaídas.

Tras disfrazarse como tres favoritas de un jeque que las ha dejado por otra, vuelven a las andadas con la doncella de la institución (Concha Velasco), a la que no dudan en empujar en un columpio. Ante tamaña demostración de lascivia, los chicos reciben un nuevo escarmiento antes de regresar a sus casitas, de donde ya no podrán salir ni con la excusa de un consejo de administración.
Amante del slapstick desde su juventud, Jerónimo aprovecha el lanzamiento en paracaídas de los muchachos sobre la finca donde reposan las mujeres lejos de los hombres que las traen a mal traer, para intentar algo en esta línea. Pero son escenas que aparecen a ramalazos, como el ballet de los reyes de la baraja –propiciado por un sueño- o el número musical que sirve para contar el encuentro entre Enrique y Pilar. Las plantillas se van sucediendo así en las pantallas, sin solución de continuidad, al servicio de las gracias de los tres comediantes y de la belleza de las mujeres, lo que nos da ocasión para ver en acción a una jovencísima Concha Velasco, en el papel de doncellita de la finca de reposo.

La otra intervención sorpresa es la de un Fernando Fernán-Gómez con barba postiza en el papel de Ramírez, unas especie de Ernesto wildeano, que estábamos tentados de creer que no fuera más que una entelequia creada por los maridos para justificar sus juergas. Con este guiño se cierra una cinta que, como diría Tono, “no es una película más, sino una película menos”.

domingo, 6 de agosto de 2017

jerónimo mihura (14)


Tras la debacle de Muchachas de Bagdad, Jerónimo regresa a Madrid, donde dirige para Perojo Maldición gitana (1953), adaptación en blanco y negro de la comedia fantástica de Carlos Llopis El más acá del más allá. Pepe Alfayate estrenó la obra en el Teatro Cómico de Madrid la última semana de noviembre de 1952, plena de acontecimientos teatrales para muchos protagonistas de este cuento que les estamos contando: en el Español, el Teatro Español Universitario pone en escena Tres sombreros de copa y Alfredo Marqueríe dirige El abanico de Goldoni, en versión de Rafael Sánchez Mazas, mientras que en el Reina Victoria, Tina Gascó protagoniza El remedio en la memoria, comedia dramática de López Rubio. De todos los palos de la comedia que se tocan en los escenarios madrileños, el registro de Carlos Llopis es, probablemente, el más accesible al gran público y el que el crítico de la Hoja del Lunes, aplaude sin reservas: “el asunto no es nuevo; los tipos, tampoco; las situaciones, menos. Pero... todo ello está revestido de un especial ropaje de farsa irónica y sátira grotesca verdaderamente extraordinarios. El público se entregó desde las primeras escenas”.

La versión cinematográfica se plantea a mayor gloria del cómico argentino Luis Sandrini, que Perojo se había traído a España del viaje a Sudamérica que ha realizado con Miguel Mihura. No es extraño pues que Perojo encomiende a su antiguo ayudante, en excedencia por el cierre de Emisora Films, la dirección de la película. El argumento versa sobre el nuevo matrimonio de un violinista argentino, Alejo (Sandrini), que todos los primeros de mes recibe un telegrama de la madre de su difunta mujer en el que renueva la “maldición gitana” del título. Desde ese momento el violinista no da una a derechas. Su prometida, Elvira (Elena Espejo) también tiene madre, lo que está a punto de dar al traste con la boda, aunque la buena de doña Alfonsa (Julia Caba Alba) le pinta un futuro de color de rosa y Alejo acepta encantado el matrimonio. Pero apenas celebrada la ceremonia las cosas cambian, y madre e hija se encargan de hacerle la vida imposible. Él quiere triunfar en Madrid como músico con una opereta, pero la suegra está empeñada en que se deje un bonito mostacho de guías enhiestas y sea el director de la banda de Almendralejo, que viste mucho. El repentino fallecimiento de su antigua suegra (“una jartá de gazpacho en malas condiciones”) cambia el rumbo del destino, ya que, muy a su pesar, debe lograr la felicidad de su yerno si quiere alcanzar el Más Allá. En tanto que todos le toman por loco, a Alejo comienzan a irle bien las cosas.

Más allá del estilo cómico de Sandrini —hablar balbuceante, ojos saltones, nuez prominente— hay una serie de elementos en la película que hablan de las excelente dotes de Jerónimo Mihura como realizador. Una escena no dialogada en la que Alejo pretende alcanzar por la escalera a su novia, que trabaja como ascensorista en unos grandes almacenes, tiene un ritmo digno de comedia americana. O la secuencia con el psiquiatra más psiquiatra de todos los psiquiatras, interpretado con maestría —como siempre— por Félix Fernández, resulta tronchante a fuerza de acumular preguntas absurdas que, previo golpe de martillito para los reflejos, Alejo debe recordar pero no contestar. El diagnóstico es claro: “un obsesivo de la ultratumba”. Cuando el violinista huye del psiquiatra desquiciado, el doctor sale corriendo tras él: “¡Las quinientas! ¡Las quinientas!”. Pero acaso la situación más codornicesca se produzca cuando la encargada de vestuario de la revista que Alejo va a estrenar se muestra incapaz de distinguir los vestidos de odalisca de los de bombero. Finalmente todo se soluciona llamando al bombero del teatro “para que dé su opinión, porque como aquí no hay odaliscas…”.

El final, melodramático, incluye el atropello de Elvira para que la felicidad de Alejo sea completa y pueda liarse con la vedette. Sin embargo, éste, arrepentido, le pide al espíritu que la salve aunque sea a costa de volver a la situación anterior. Elvira sobrevive pero el teatro se quema, el Greco que habían vendido por una millonada resulta ser falso, y el empresario que les había prestado la casa regresa de un viaje ultramarino y se encuentran en la calle. Todo lo cual no es impedimento para la felicidad de Alejo: “no tengo trabajo, no tengo dinero, pero seremos felices en Almendralejo”. Bajo la mirada orgullosa de su mujer y su suegra Alejo dirige la banda de música del pueblo con su enorme bigotazo, en tanto que doña Encarna ríe en el Más Allá porque ha cumplido su venganza.