domingo, 8 de mayo de 2022

melodramas con impronta religiosa en la década de los sesenta

La casa de la Troya (1959) es la cuarta adaptación de la célebre novela estudiantil de Alejandro Pérez Lugín. En esta ocasión, los talluditos actores que interpretan a los joviales y enamoradizos universitarios torpedean una película que, en cualquier caso, nace vieja. Es curioso que tratándose de un melodrama en toda regla, Arturo Fernández cifrara en esta película su primer contacto con la alta comedia. Rafael Gil lo llamó a raíz de su interpretación en Un vaso de whisky (Julio Coll, 1959) y esto supuso, según él mismo, su salida del circuito barcelonés y su integración en la industria madrileña, aunque siguiera teniendo un pie puesto en Cataluña. Argumentaba el actor asturiano que al desarrollarse la cinta en un ambiente juvenil y alegre, el balance se decantaba de ese lado. 

Cariño mío / Die Liebe ist ein seltsames Spiel (1961) es una coproducción hispano-alemana, fruto evidente del cruce entre ¿Dónde vas, Alfonso XII? (Luis César Amadori, 1958) y la serie Sissi (Sissi, Ernst Marischka, 1955-1957). De la primera proceden Vicente Parra, Mercedes Vecino y Tomás Blanco. De la segunda, un romanticismo ñoño y los paisajes idílicos centroeuropeos rodados en Eastmancolor con esmero por Cecilio Paniagua. Si además, la aristócrata española Fabiola de Mora y Aragón acaba de casarse con el rey Balduino de Bélgica, no son necesarios más mimbres para armar un cesto, a cuya realización se aplica Gil con aplicación caligráfica. Durante la primera hora, Cariño mío desarrolla la trama del rey moderno de un país centroeuropeo (Parra) que se hace pasar por plebeyo ante una joven hija de un multimillonario (Marianne Hold), que también se finge modesta secretaria. Luego, las revueltas proletarias en el reino de Kronberg obligan al rey a renunciar a su amor, y la chica, dolida porque cree que todo ha sido una aventura, se retira a su casona en el campo castellano. Pero, tras un baile de cuento de hadas, muy apropiadamente denominado "de las princesas", el rey toma conciencia de su situación como hombre enamorado, ciudadano y rector de los destinos de su pueblo. Y así es como, desoyendo los consejos de sus ministros, decide acudir en persona al homenaje al soldado desconocido y a la misa solemne en la catedral. El monarca se gana en estos actos al pueblo que irrumpe en la plaza, pero los revolucionarios no se resignan a perder la partida y arrojan una bomba contra él. Entre los detenidos está, Carlos (José Luis Pellicena), el hermano de Verónica. El padre de ambos (Manolo Morán) le pide a la joven que interceda ante el rey para obtener su perdón. Es en esta segunda parte donde la película gana algo de vuelo dramático. A las vistas turísticas de Alemania y de España les siguen actos oficiales que Gil rueda con la debida pompa. Algo menos de fuerza tienen las acciones revolucionarias: tópicas en las intrigas de los líderes y pobres cuando adquieren protagonismo las masas. Dos momentos resultan, no obstante, significativos. El primero es la puesta en abismo que propone Gil en la escena en la que Verónica y su hermano se encuentran por primera vez. Preocupado por si le han seguido, Carlos obliga a su hermana a entrar en un cine donde ponen una película en color tan cursi y romanticona como la que estamos viendo, pero en la pantalla irrumpe el blanco y negro del noticiario que informa de las huelgas y manifestaciones en las calles de Kronberg. El segundo tiene lugar en la catedral, cuando el rey Miguel, herido en el atentado se arrodilla ante el altar. El cuadro que preside la capilla representa la escena bíblica del velo de la Verónica, conectando espiritualmente al monarca con su amada a pesar de que les separe medio continente. 

Este recurrir a la imaginería religiosa como recurso melodramático es frecuentísimo en la filmografía de Gil de estos años, aunque para ello deba quebrar la intención inicial del relato. Tal sucede, por ejemplo, en La casa de la Troya o Rogelia (1962). Rafael Gil volvió a adaptar esta novela de Palacio Valdés con la mexicana Pina Pellicer y la reformulación del asunto en clave de melodrama de redención con un fuerte componente religioso, del que carece Santa Rogelia / Il peccato di Rogelia Sanchez (Roberto de Ribón, 1939). Era ésta una de las producciones que iban a arrancar en España la última semana de julio de 1936. No es extraño que terminara rodándose en Italia cuando algunos de los proyectos previos a la Guerra Civil se pusieron en marcha gracias a los acuerdos firmados por el ministro mussoliniano de Cultura Popular, Dino Alfieri, y Dionisio Ridruejo, responsable aún de Prensa y Propaganda de los vencedores de la contienda. Edgar Neville, que estaba en Italia embarcado en la preproducción de Frente de Madrid (1939), ejerció labores de supervisión.

La adaptación de Gil retoma para ello algunos personajes suprimidos en la adaptación previa, como el aristócrata crápula (Félix de Pomés) y su hija (Mabel Karr), a la que una enfermedad mortal impide procesar. Hasta ese momento hemos podido seguir la boda de Rogelia (Pina Pellicer) con el brutal Máximo (Fernando Rey), la venganza de Pedro (Andrés Resino) y el amor que surge entre ella y el médico que se encuentra accidentalmente en la aldea (Arturo Fernández). Cuando Máximo dispara contra él, Rogelia lo cuida y. al ser condenado Máximo a presidio por intento de asesinato, la pareja escapa a París donde tienen un hijo. Luego, el trabajo de Fernando les devuelve a Madrid, donde Rogelia teme que se puedan encontrar con algún conocido. Las líneas generales de la acción son similares hasta este punto. Difieren las dos versiones en la utilización del color, en la utilización de abundantes exteriores naturales y en otros tantos aspectos que dotan de modernidad aparente a la cinta. Pero el componente fuertemente religioso —tradicional y oscuro— de la novela de Palacio Valdés hace que Gil vuelva a un terreno que ha frecuentado durante la década anterior. Alentada por el ejemplo de Cristina, Rogelia renunciará al amor y a su hijo y emprenderá un vía crucis de humillaciones para purgar el pecado de su adulterio junto a su marido a los ojos de Cristo, en un penal ceutí.

No se le puede negar el tino a Gil al organizar en 1965 la adaptación cinematográfica de La vida nueva de Pedrito Andía en torno al protagonismo de Joselito. "El pequeño ruiseñor" descubierto por Antonio del Amo tiene a la sazón veintitantos años, pero sigue pareciendo un niño. Sólo su voz de pajarillo cantarín se ha agravado un poco, provocando una sensación continua de extrañamiento con respecto al personaje que debe guiar el relato y ganarse la simpatía del espectador. Desde luego, verlo trasegando güisquis y poniéndose faltón con los camareros puede resultar una experiencia traumática para quien recuerde al dulce niño de "Campanera y Doce cascabeles. De ahí que el afortunado casting se convierta en un arma de doble filo.

El falangista Rafael Sánchez Mazas había publicado esta novela en 1951, lejos ya de su momento de mayor gloria política, debida a su amistad con José Antonio Primo de Rivera y a las dramáticas circunstancias que vivió durante la Guerra Civil. Pero —y algunos se lo reprocharon— se trata de un relato "de aprendizaje" que nada tiene que ver con Eugenio o proclamación de la primavera, de Rafael García Serrano, por traer a colación el ejemplo de otro falangista de primera hora. La novela de Sánchez Mazas es, antes que el drama íntimo de Pedrito, la evocación nostálgica de una época, la de la burguesía vizcaína de principios de los años veinte. Y ése es el ambiente que busca reproducir Gil gracias a una esmerada labor de localizaciones, decoración, vestuario y dirección de actores. Para que la fotografía del húngaro afincado en Italia Gabor Pogany hubiera acompañado, habría sido preciso que prescindiera de unos cuantos zooms retóricos, que hoy le sientan a la película como a un Cristo una pistola.

La excusa argumental que sustenta esta evocación de los buenos viejos tiempos es el reencuentro de Pedro (Joselito) con su prima Isabel (Karin Mossberg), después de que ella haya pasado un tiempo en un internado inglés. A pesar de la diferencia de estatura, Pedro se enfrenta con el judío inglés Billy Adamson (Jaime Blanch), que se ha propasado con la muchacha en un banquete de bodas al que asisten las dos familias. El castigo será pasar unas semanas en la casa familiar, en Andía. Allí tontea con Edurne (Concha Goyanes). Joselito vuelve para bailar un aurresku ante Isabel —y cantar, de paso, unos versos en euskera— antes de que ella le desengañe y le diga que no puede bailar con él porque todos los invitados están pendientes de la falta de armonía de la pareja que forman. Pedrito cae entonces enfermo y, en su delirio, ve a Isabel como una mujer sofisticadísima e inalcanzable, pero jura curarse por si ella le siguiera queriendo y promete a la Virgen de Begoña subir descalzo al santuario si le concede ese bien. La crisis es, por tanto, también espiritual y Gil buscará en la resolución fotografiar el milagro de un amor tan puro que todo lo vence. Lástima que ni el reparto ni la mojigatería del planteamiento acompañen.

María Jesús (de nuevo Concha Goyanes) está leyendo precisamente esta novela en Camino del Rocío (1966). Es la tercera adaptación de la novela póstuma de Alejandro Pérez Lugín La virgen del Rocío ya entró en Triana. Con el mismo argumento, cada una se rueda en una década y todas son hijas de las preocupaciones de su tiempo. Aunque José Antonio (Paco Rabal), el enamorado platónico de Esperanza (Carmen Sevilla), es el administrador del cortijo y las faenas de la ganadería tienen cierta presencia en la trama, Gil parece más interesado el subtexto religioso, que asoma en ocasiones. No es sólo que Esperanza haga una promesa a la virgen que cumplirá durante la romería del Rocío, sino que cuando Alberto (Arturo Fernández), el señorito calavera que corteja a Esperanza, incendia el cortijo José Antonio se salva milagrosamente de morir abrasado cuando encuentra una estampa de la virgen entre las llamas. De remate, el arrepentimiento postrero de Alberto tiene lugar a la vista de la Blanca Paloma.

La mujer de otro (1967) es un extraño melodrama que Gil realiza a partir de un guión que encomienda a José López Rubio y a Torcuato Luca de Tena, autor de la novela homónima en que se basa el libreto. Extraño porque bascula sobre la pasión, la culpa y el pasado en un juego que, durante el primer tramo, Gil concreta únicamente a través de la planificación y la música, con unos excursos a la juventud y la infancia de Ana María (Marta Hyer) sostenidos mediante el manido andamiaje de la fotografía en blanco y negro. Salvo por eso, Gil se ciñe a la descripción del ambiente de la alta burguesía madrileña que sirve de marco al reencuentro entre Ana y Andrés (John Ronane, doblado por Paco Rabal), el pintor que la dejó plantada para triunfar en París. Cuando se reencuentran en una galería de arte, Andrés es el único que parece interesado en reavivar el rescoldo del viejo amor de juventud, pero cuando ella empieza a tomar la iniciativa, parece repentinamente abrumado por el sentido de culpa. Cierto es que Ana no siente mayor interés por los negocios de su marido (Ángel del Pozo), pero su obsesión amorosa provoca la reticencia de Andrés, casado con Alicia (Elisa Ramírez). Hay una tercera pareja en juego, Pepa y Santiago (Analía Gadé y Alberto Dalbés), que cobrará importancia en el relato según la implicación de Pepa en instituciones de caridad la lleve a acoger en uno de sus comedores al padre de Ana (Fosco Giachetti), que la abandonó cuando era niña. También en esto las leyes del melodrama se imponen. Las tres mujeres toman la iniciativa, en tanto que los hombres adoptan papeles secundarios. Sólo el padre, ex-militar africanista, sobrelleva con dignidad la pobreza y tendrá un papel determinante en la vuelta de Ana María al orden burgués, donde el amor y la pasión carecen de importancia frente al sacrosanto deber de la maternidad.

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