domingo, 30 de junio de 2024

klimovsky, el estajanovista (12)

La noche de Walpurgis / Nacht der Vampire (León Klimovsky, 1970) es una de las entregas más exitosas de la saga del lobishome Waldemar Daninsky (Paul Naschy): más de un millón de espectadores sólo en el mercado español. No es ajeno a ello el trabajo de estilización que realiza Klimovsky tanto en el terreno del color —una sangre roja que bebe de productos previos de la británica Hammer Films— como mediante la utilización de la cámara lenta en los encuentros con la condesa Wandesa Darvula de Nadasdy (Patty Shepard). El personaje había comparecido por primera vez en La marca del hombre lobo (Enrique L. Eguiluz, 1968), título en el que Juan Manuel Company cifra el nacimiento del fantaterror o, en su terminología, el "subterror español". ["El rito y la sangre: Aproximaciones al subterror hispánico", en Equipo Cartelera Turia: Cine español, cine de subgéneros. Valencia: Fernando Torres, 1974, págs. 17-76.] La noche de Walpurgis constituiría el inicio de la tercera etapa del filón, la de consolidación de las trayectorias de los principales artífices del género: "Jacinto Molina, Javier Aguirre, Amando de Ossorio y el propio Klimovsky". [Ibidem, pág. 26.]

El doctor Hardick (Julio Peña), un decidido racionalista, realiza la autopsia de Waldemar Daninsky, al que se región acusaba de convertirse en hombre-lobo y cometer horrendos crímenes en las noches de plenilunio. Las supersticiones populares en plena carrera espacial le resultan incomprensibles. Por eso decide extraerle las balas de plata del pecho. En cuanto lo hace, Daninsky vuelve a la vida. Dos estudiantes (Gaby Fuchs y Barbara Capell) viajan al norte de Francia para encontrar la tumba de la condesa húngara Wandesa Darvula de Nadasdy. A pesar de que Elvira, una de las estudiantes, está comprometida con un policía (Antonio Resino), no puede evitar enamorarse de Waldemar. Por tanto, si ella empuña la cruz de Mayenza que han arrancado del pecho del cadáver de la condesa y se lo clava en el corazón al hombre-lobo en una noche de plenilunio podrá descansar por fin de su maldición. Pero antes, Daninsky deberá enfrentarse a la condesa-vampiro, que también ha vuelto a la vida con el monje Verdún y que, en la noche de Walpurgis, alcanzará su máximo poder.

El realizador reconoció haberse inspirado en La chute de la maison Usher (El hundimiento de la casa Usher, Jean Epstein, 1928). [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 20.] Sin embargo, estas escenas, plenas de sugerencias, alternan con los largos segmentos expositivos habituales en los guiones de Jacinto Molina, donde este hace gala de su erudición sobre la brujería, la Inquisición y otros temas históricos relacionados con el fantastique. También en la columna del debe, una ambientación que deja bastante que desear: los paisajes estivales de la sierra madrileña casan mal con la ubicación de la acción en Bretaña o Normandía. ¿Qué fue entonces lo que atrajo al público? Sin duda, las decapitaciones, las sugerencias  de lesbianismo, los zarpazos, el apunte de unos desnudos femeninos que sólo se pudieron ver en la doble versión foránea, claro, y un envoltorio decididamente pop en el que Klimovsky busca el correlato de la fantasía de Naschy.


Fruto de su buena relación con Naschy en La noche de Walpurgis, Klimovsky se pone al frente del rodaje de Doctor Jekyll y el hombre lobo (1972), sexta entrega del ciclo licantrópico con una nueva variante: es el doctor Jekyll el encargado de curar al lobishome gracias a un suero que consigue anular temporalmente su alter ego licantrópico, pero sólo para transformarlo en un tipo sádico y entregado a sus más bajas pasiones: míster Hyde. No son las únicas alusiones al género, puesto que la localización transilvana propicia también las referencias a Drácula e, incluso, a los campesinos que queman el castillo de Frankenstein y el mismo nombre de la heroína evoca al divino Marqués. La acción arranca cuando Imre (José Marco) y su joven esposa Justine (Shirley Corrigan) viajan a Transilvania en viaje de novios. Ella no tarda en quedar viuda porque un grupo de lugareños asesina a su marido para robarle el coche. Cuando están a punto de violarla, aparece Waldemar (Naschy), que la salva y la lleva a su castillo. Ella, agradecida, le propone que la acompañe a Londres, donde su amigo Henry Jekyll (Jack Taylor), nieto de aquel que hiciera célebre Robert Louis Stevenson, acaso disponga de un método para curarle. Éste no puede ser más enrevesado: le inoculará el suero que lo convierte en Hyde, de manera que esta segunda personalidad anule la licantrópica, y luego le inyectará un antídoto que desactive al siniestro Hyde. Pero los celos de Sandra (Mirtha Miller), la ayudante del doctor, darán traste con el plan, embarcándose con Hyde en una orgía de sadismo en la que Justine será la víctima inocente. No obstante, ya ha pasado casi una hora de película cuando llega este momento. El largo prólogo y las primeras correrías del hombre lobo transilvano en Londres han servido para que asistamos a la primera transformación en la exótica localización de... un ascensor. No menos sabor bizarro tiene la estampa de Hyde paseándose con capa y sombrero de copa por los clubs de striptease del Soho. Una transformación estroboscópica aporta novedad a los procedimientos habituales en el género y Klimovsky consigue insuflar cierto lirismo en algunas secuencias aisladas, a tenor con el romanticismo enfermizo con el que siempre trató Paul Naschy a su personaje más amado.

La base de un género debe ser siempre el público al que ese género pertenece instintivamente y España es tierra de creencias, fanatismos y supersticiones, un género que respondiera a esas mismas supersticiones y creencias sería, lógicamente, natural. Pero no existe. Si hubiera un género auténtico de cine de terror español, inspirado en lo vernáculo español, ya no existiría este problema de mezclar mitologías de distinto signo en una película. [...] El unir a varios personajes fantásticos en una sola películas es producto un poco de la sociedad de consumo en que vivimos. Se hace una película de éxito con el Hombre Lobo y otra con el Dr. Jekyll que también funciona económicamente y se los junta en un solo film para vender más de lo que vende el vecino. [Juan Manuel Company: Op. cit., pág. 41.]

Las palabras de Klimovsky dejan traslucir cierta desazón con esta cinta. Por entonces, está concentrado en levantar con Naschy un proyecto que no llegará a la pantalla: ¡Yo... vampiro! (La venganza de Drácula). A decir del propio Klimvsky la idea habría surgido de su larga relación con Vampyr (La bruja vampiro, Carl Theodor Dreyer, 1932) en cuya restauración habría trabajado en Alemania en los tiempos de la creación de la Filmoteca y de la que conservaba un guión de rodaje. [Antonio Cervera: "Veremos... Dr. Jekyll y el hombre lobo", en Terror Fantastic, núm. 10, julio de 1972, págs. 37-38.] José Luis Salvador Estébenez ha estudiado el guión registrado por Naschy y lo vincula a la fórmula de coproducción hispano-alemana de La noche de Walpurgis, además de servir de esbozo a algunos temas desarrollados en El gran amor del conde Drácula (Javier Aguirre, 1972). [José Luis Salvador Estébenez: "Naschy invisible: Los guiones no rodados", en Paul Naschy / Jacinto Molina, la dualidad del mito. Vial Books, 2017, págs. 317-320.]

Hablamos de La saga de los Drácula (1972) a raíz de su proyección en Super-8 en la Casa Encendida de Madrid. Toca ahora ubicarla en la filmografía de Klimovsky y, en concreto, en el subgénero fantaterror. Ésta es la primera de las que dirige para firma barcelonesa Profilmes.

Me hicieron una propuesta económica —recordaba Ricardo Muñoz Suay— y me dieron carta blanca para alternar los rodajes entre Madrid y Barcelona. Como yo había hecho La noche de Walpurgis con León Klimovsky y había ido muy bien, hablé con Paul Naschy con Carlos Aured, que había sido el ayudante de dirección, e hicimos El espanto surge de la tumba y, a continuación, La saga de los Drácula, La noche de las muertas y La noche del terror ciego. Se hacían cuatro películas por año.[Esteve Riambau: Ricardo Muñoz Suay: Una vida en sombras. Barcelona: Tusquets / IVAC la Filmoteca, 2007, pág.471.]

La cinta de Klimovsky parte de un guión de Juan Tébar y Emilio Martínez Lázaro que se esconden bajo el seudónimo comanditario de Lazarus Kaplan. Es probable que las ideas más novedosas de la película procedan de su libreto, en el que José Abad ha apuntado la doble influencia polanskiana de The Fearless Vampire Killers (El baile de los vampiros, 1967) y Rosemary’s Baby (La semilla del diablo, 1968). [Rubén Higueras Flores (ed.): Cine fantástico y de terror español, de los orígenes a la edad de oro (1912-1983). Madrid: T&B Editores, 2014, pág. 219.] De la práctica de Profilmes proceden, en cambio, el apretadísimo plan de trabajo y la práctica de la doble versión con desnudos femeninos para la exportación.

La saga de los Drácula, aclaraba Klimovsky...

es la historia de una familia que debe cuidar de no perder su descendencia porque les falta el elemento fecundo y se trata de la descendencia de una familia de vampiros. Es la lucha por conseguir esta descendencia y posee en cierto modo una especie de humor acre. Y tiene un final que yo creo que es extraordinario, tal vez por la audacia con que fue hecho, que es el nacimiento del nuevo vampiro. [Antonio Gregori: Op. cit., pág. 21.]

En cuanto a la puesta en escena, el rojo se adueña de la mesa durante las comidas familiares, y adquiere pleno sentido en el penúltimo plano de la película, pero una inadecuada colorimetría en la digitalización de la película complica —¿o acaso se debiera a un deficiente tratamiento en el original?— convierten los efectos de noche americana en extraños días, con lo que las incursiones en exteriores de los no muertos comprometen gravemente uno de los códigos del mito vampírico.


El libreto de Paul Naschy para La rebelión de las muertas (1973) es un batiburrillo de referencias, con el asesinato de Sharon Tate como motivo principal de inspiración. En plena fiebre de hippismo y fervor por los gurús de la India, Krisna (Paul Naschy) y su ayudante Kala (Mirta Miller) ofrecen consuelo espiritual a las gentes crédulas de la alta sociedad londinense. Elvire (Romy), cuya prima ha muerto asesinada, es una de ellas. A la cita con el santón le acompaña el escéptico doctor Redgrave (Vic Winner). El gurú les invita a unirse a la comunidad que va a montar en una mansión en el campo. Esa misma noche, un tipo con una máscara grotesca que en el prólogo resucitó a la prima de Elvire mediante un rito vudú entra en su casa con la muerta viviente, asesina a su familia e intenta acabar con su vida. La intervención de la policía la salva en el último instante. Estos sucesos precipitan su marcha a la "casa del diablo", la mansión de Krisna. El jefe de estación (Luis Ciges) le ha informado de la leyenda de satanismo que guarda el lugar y la primera noche Elvire sueña que su anfitrión es el mismísimo Satán, con patas y cuernos de macho cabrío. Semejante cóctel recibe un tratamiento visual por parte de Klimovsky notablemente homogeneizador. El uso continuo de grandes angulares y de la cámara lenta, amén de un humor de cariz grotesco y un evidente regusto a serial, confieren unidad a una producción que se encuentra entre las más imaginativas de Klimovsky y de la productora catalana Profilmes. 

 


 

 No estoy, por tanto, de acuerdo con Adrián Sánchez Esbilla cuando le reprocha a Klimovsky su falta de interés en la película. En cambio, no se me ocurre análisis más acertado de la cinta que el suyo:

Ni Klimovsky ni Naschy eran escrupulosos con el reciclaje, así que recuperan directamente de La noche de Walpurgis a las vampiras que atacan al ralentí; aquí zombis de tradición clásica, pre-Romero, que se mueven al ritmo de la monstruosa banda sonora de Juan Carlos Calderón. Por otro lado, su hibridación (revoltijo) de satanismo, ocultismo y sexy se corresponde con la temática de otras piezas de horror barato. [...] El cine español de géneros, después de todo, estaba plenamente incorporado a la internacional del exploit. [Adrián Sánchez Esbilla: "La rebelión de las muertas", en José Luis Salvador Estébenez (ed.): Paul Naschy / Jacinto Molina, la dualidad del mito. Vial Books, 2017, pág. 80.]

La partitura groove de Juan Carlos Calderón resulta tan ajena a la narración como de costumbre en la filmografía de Klimovsky, aunque en esta ocasión quede justificada por la localización londinense. De todos modos, esto no es nada comparado con la musiquilla de archivo de La orgía nocturna de los vampiros (1973), que no desentonaría en una comedia playera. Una vez más, la evidencia de que las localizaciones donde se desarrolla la acción están en la sierra madrileña y no en los Cárpatos es un hándicap contra el que debe luchar el realizador, a tenor de un presupuesto que se adivina bastante exiguo. La presencia en la pareja de guionistas de Antonio Fos garantiza algunos toques de humor negro genuinamente cafre.

El conductor del autobús que transporta a la servidumbre de un castillo de Transilvania fallece repentinamente. Como aún quedan más de cien kilómetros hasta el castillo, los viajeros deciden desviarse del camino y pasar la noche en un pequeño pueblo llamado Tolnia. Sin embargo, aunque el fuego está encendida y la comida a punto, el pueblo está deshabitado. El viajero que ha sustituido al conductor (Indio González) se queda de guardia y, cuando abandona la posada, es atacado por un grupo de zombis. Pero por la mañana todo parece normal. Boris (José Guardiola) les explica que la noche anterior estaban en el cementerio, despidiéndose de uno de sus paisanos. Cuando ordena al posadero conseguir carne para los viajeros asistimos a otro acto salvaje: un gigante (Fernando Bilbao) armado con un hacha le amputa la pierna al herrero para echarla en el puchero. Los viajeros se ven obligados a aceptar la hospitalidad de una mujer a la que todos llaman la Señora (Helga Liné). Entre ella y los habitantes del pueblo van dando cuenta, uno a uno, de los viajeros. Apenas quedan el viajante, la doncella (Dianik Zurakowska), a la que éste espía por las noches, y la institutriz (Charo Soriano) con su hija pequeña. La presencia de la niña parece orientar la lectura del relato como si fuera un cuento de hadas, con su ogro, su bruja y sus héroes armados de ingenuidad y osadía, pero la inconstancia en la focalización del punto de vista arruina esta posibilidad. Klimovsky trabaja entonces sobre pequeños momentos, confiando el diseño general al ambiente, e intentando resolver algunas escenas mediante recursos de planificación y montaje.

El estajanovismo da sus frutos. En marzo de 1973 la revista Terror Fantastic anuncia: "Veremos... 3 películas de Klimovsky". Incluye fichas técnico artísticas y los argumentos detallados de sus películas para Profilmes con Ibáñez Menta y Naschy al frente de los respectivos repartos, y la más reciente producción de José Frade. [Antonio Cervera: "Veremos... 3 películas de Klimovsky", en Terror Fantastic, núm. 18, marzo de 1973, págs. 26-31.] Por entonces lo entrevista Augusto Martínez Torres en su libro-encuesta Cine español, años 60. [Madrid: Anagrama, 1973, págs. 67-68.] Klimovsky debe pronunciarse sobre la crisis que afecta al cine español por el impago de las subvenciones automáticas:

Oigo hablar de crisis en el cine desde que estoy en él, hace veinticinco años. Pero si algo debo subrayar en la crisis de estos últimos años son: una censura arbitraria con descarado favoritismo para los films extranjeros, cuya consecuencia es que hacemos un cine rosado para niños tontos, que parece ser la tónica que aplauden nuestras autoridades, Y un incumplimiento absoluto de todas las formas de subvención y apoyo estatal con las que debía contar nuestra industria del cine.

La trama de El mariscal del infierno (1974) es, a grandes rasgos, la siguiente: el mariscal Gilles de Lancré (Paul Naschy), repudiado por el rey, es empujado por su bella amante Georgelle (Norma Sebre) a la práctica de la nigromancia y la alquimia. Gaston de Malebranche (Guillermo Bradeston), un antiguo compañero de armas, llega a su feudo y no tarda en ponerse al frente de una cuadrilla de proscritos para combatir sus tropelías. Se trata de una nueva producción de Klimovsky y Paul Naschy para la casa barcelonesa Profilmes, para la ocasión asociada con la argentina Orbe Producciones. De ahí el doble protagonismo y la esquizofrenia genérica del guión del propio Jacinto Molina. Por un lado, la biografía apócrifa del siniestro Gilles de Rais, los detalles de sadismo y todo lo relativo a la nigromancia y la alquimia. Por otro, la película de capa y espada, deudora argumental de Robin Hood con sus duelos a espada y su lucha contra la tiranía. Si en el primer registro la cinta podría considerarse una más de las producciones de Naschy para Profilmes, en el segundo un excesivo mimetismo no hace sino ahondar el abismo que separa a El mariscal del infierno del modelo hollywoodense.

En El extraño amor de los vampiros (1975) se propone la enésima revisión del mito vampírico a partir de un guión de Carlos Pumares y Juan José Daza: Catherine (Emma Cohen) ve como su hermana (Amparo Climent) muere de consunción. Ella también está afectada por la misteriosa enfermedad, por lo que se traslada a una casona en las afueras del pueblo. Allí vive sumida en el morbo romántico mientras el criado (Rafael Hernández) se entrega a la lujuria. Una noche, se presenta en la casa el conde Rudolf von Wurtermberg (Carlos Ballesteros), un vampiro que se enamora perdidamente de ella. Catherine acepta una invitación a un baile que tendrá lugar en el castillo del conde y asiste al sacrificio de un lugareño con cuya sangre los vampiros sacian su sed ancestral. Al descubrir que su hija ha estado entre vampiros, el padre de Catherine decide profanar las tumbas del cementerio local y acabar con ellos.

Klimovsky opta por un romanticismo sin ambigüedades en el desarrollo de la acción medular. Sin embargo, antes de llegar a ella usa y abusa de escenas anecdóticas —muchas de ellas dedicadas a mostrar la anatomía de los personajes femeninos— que en poco contribuyen a una continuidad argumental ya difícil en el guión. Para colmo, fragmentos musicales de la más diversa condición van encadenándose sin orden ni concierto. Su inveterada maestría para crear ambientes turbadores con materiales de saldo no rinde los oportunos frutos en esta ocasión y, salvo contados momentos entre Emma Cohen y Carlos Ballesteros, la cinta nunca termina de definirse.

El agotamiento del ciclo fantaterrorífico se aprecia claramente en el número decreciente de espectadores que pasan por taquilla. Del millón largo de La noche de Walpurgis a los apenas setenta y cinco mil de El extraño amor de los vampiros; más de medio millón vieron Dr. Jekyll y el hombre lobo, en torno a cuatrocientos mil, La rebelión de las muertas, y algo mas de trescientos mil, La orgía nocturna de los vampiros. Sin embargo, las ventas al exterior y los reducidísimos plazos de rodaje de Profilmes convirtieron estas películas en productos sumamente rentables para la firma.

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