domingo, 6 de octubre de 2024

el fin del franquismo según paul naschy

Durante la Transición Paul Naschy decidió mojarse. A pesar de que el terreno en el que sentía más cómodo era el fantástico, sus incursiones en el giallo y el poliziesco le habían aproximado a la realidad europea del momento; siempre desde una perspectiva netamente exploit, claro. Pero el “final biológico” del franquismo —según el eufemismo de entonces— le decidió a abordar la situación política española al menos en tres ocasiones.

Agotado en 1975 el ciclo Procines, Paul Naschy se embarca en la creación de una serie de empresas de vida efímera que sirven de soporte a aventuras personales en las que suele asumir las funciones de productor, director, guionista y, por supuesto, intérprete. Janus Films, con la que ha trabajado en la década de los setenta, deja a paso a Dálmata Films y Acónito Films, que a principios de los ochenta sirven de soporte a su, a la postre, catastrófica aventura japonesa. En esta maraña de marcas queda un poco emboscada Horus Films, con la que produce dos títulos de transición en los que es dable comprobar el proceso de diversificación que ha emprendido al pasar a la dirección. A la mitología propia —Waldemar Daninsky, Alaric de Marnac…— y ajena —míster Hyde, la momia de Amenhotep…— vienen a añadirse en esta etapa personajes de muy diversa condición, entre los que ocasionalmente se reservará uno periférico a la trama principal. Tal es el caso de Madrid al desnudo (Jacinto Molina, 1979), la primera producción de Horus Films en la que encarna a Ramón, el chófer de don Baltasar (Fernando Fernán-Gómez), un poderoso hombre de negocios. Las historias cruzadas de sus amigos, socios, familia y amante (Rosanna Yanni) deberían servir, al menos sobre el papel, para poner al descubierto una sociedad hipócrita regida por el dinero, el sexo y el tráfico de influencias. Cine de denuncia, por tanto, próximo al que pueda realizar en Italia, por ejemplo, Carlo Lizzani con Roma bene (La gran bacanal, 1971), estrenada en España en junio de 1978.

Madrid al desnudo está basada en la novela homónima de Eduarda Targioni, quien también se corresponsabiliza del libreto cinematográfico junto a Naschy. Targioni es una periodista de origen turinés que colabora habitualmente en el semanario Sábado Gráfico. Hasta entonces ha publicado otras cinco novelas en la editorial Planeta en las que la descripción de los entresijos del poder político y económico se da la mano con las dosis de morbo y sexo admisibles por la censura en cada momento. Madrid al desnudo, editada en 1977, insiste en el retrato de cierto sector del tardofranquismo en el que decadentes aristócratas, artistas de éxito y hombres de negocios corrompidos mantienen relaciones con mujeres ambiciosas que se valen de su atractivo para escalar en la pirámide social. “Describo lo que veo; no tengo la culpa de que en nuestra época reine la sexomanía”, declaraba entonces la autora. [Eduarda Targioni, en la solapa de Madrid al desnudo. Barcelona: Editorial Planeta, 1977.]

Desde el mismo título la película proclama la ambición de poner al desnudo los entresijos de toda una ciudad, aunque sólo se desnuden los personajes femeninos. Bueno, y Naschy, pero sus vergüenzas quedan púdicamente ocultas tras la oportuna rama de un árbol. Se ve en esta situación después de que unos maleantes lo asalten y le propinen una paliza. Esta secuencia, inexistente en la novela, permite al director coreografiar una escena de acción y sirve de guiño al ciclo Daninsky, pues el despertar del chófer en el bosquecillo remite a otros tantos momentos en los que el bueno de Waldemar vuelve a abrir los ojos después de una noche de excesos licantrópicos.

Hay otra serie de detalles que remiten al mundo de Naschy en una película, por otra parte, tan ajena a su universo: el reparto —incluida la escena de cama con Silvia Aguilar—; el hecho de que Letamendía (Alfredo Calles) pretenda demostrar su buena forma física ante su amante levantando una mesilla mediante la técnica de arrancada; algún comentario malicioso añadido sobre las relaciones entre el dramaturgo metido a guionista (Francisco Vidal) y el director cinematográfico de éxito (Pepe Ruiz)… Por lo demás, si algo podemos decir de la adaptación es que es fiel a la letra de la novela. La mayoría de las secuencias se corresponden con otros tantos capítulos del libro y respetan escrupulosamente el diálogo de Targioni, a la que el crítico literario de La Vanguardia reprochaba que reprodujera “palabras y frases que más que escritas por una señorita, parecen provocadas por la embriaguez de un carretero rufianesco”. [Pablo Vila San-Juan: “Un libro interesante: El precio de un hombre”, en La Vanguardia Española, 21 de diciembre de 1972, pág. 63.]

Desaparecen algunos episodios intermedios y la historia del aborto protagonizada por el hijo de don Baltasar (Emilio Siegrist), que, en cambio, clausura el relato dedicado a un anarquismo de salón en el barrio marginal de San Blas, eso sí, en el Mercedes de papá que conduce Ramón.

En el apartado de escenas adicionales, una persecución voluntariosamente cómica protagonizada por un detective travestido (Rafael Hernández) y otra abiertamente escatológica en la que el alcohólico Hidalgo (Pastor Serrador) muere entre ventosidades en los servicios del club que sirve de punto de encuentro a los amigos. Salvo por su duración, esta situación no desentona con aquella otra, procedente de la novela, en la que Amanda (Yelena Samarina), la mujer de un miembro del Opus Dei (Fernando Hilbeck), se orina encima durante un cóctel celebrado en honor del presidente de una multinacional estadounidense.

La publicidad de la novela insistía en que se trataba de un relato en clave: “El famoso director de un periódico, el no menos conocido autor de teatro, el importante financiero, el fatuo galán de Bilbao… […] Casi todos ellos se mueven en nuestra misma realidad y casi todos se han enfurecido absolutamente ante este relato”. [De la solapa de Madrid al desnudo. Barcelona: Editorial Planeta, 1977.] Los casos más flagrantes son los de la actriz Katiuska (Catherine Basseti), trasunto indisimulado de Nadiuska, y el director de un periódico interpretado por Agustín González copiando hasta el último detalle la caracterización de Emilio Romero, hasta entonces influyentísimo director del diario sindical Pueblo y cuyos amores interesados con Sara Lezana eran notorios.

Olvidada hoy la clave, el valor añadido del morbo se esfuma. Fruto de un tiempo en el que “el guión exigía” el despelote, Madrid al desnudo se nos presenta entonces como un catálogo de desnudos más o menos integrales: el ya mencionado de Silvia Aguilar, los de Carmen Platero, Yolanda Ríos, Paula Patier, Ana Nuño, Catherine Basseti, uno más, velado y de espaldas, de Rosanna Yanni. La pragmática puesta en escena da primacía a esta exhibición del cuerpo femenino asociado a la mirada masculina, particularmente subrayada en el caso de Ramón y su amigo Braulio (Blaky) cuando desnudan con la mirada a Juanita (Silvia Aguilar), pero presente también en la mayor parte de las secuencias que se articulan en torno a la rijosidad o la impotencia masculina y a la conciencia femenina del valor de la entrega del propio cuerpo en términos de rendimiento económico, dentro y fuera del matrimonio.

Carmen Platero, en el papel de una bailaora de físico rotundo que se acuesta con el influyente periodista por las puertas que le puede abrir, se muestra especialmente consciente del doble filo del papel que representa y de su condición de actriz en una película de estas características. La maniobra pone en evidencia las contradicciones de un discurso que se pretende feminista —Juanita proclama que el hijo que le ha hecho Ramón es suyo y sólo suyo y Nena Castro que a ella no la desnuda más que quien ella quiere— pero se organiza desde la mirada lasciva de los machos en celo. O Eduarda Targioni se sintió satisfecha con este tratamiento o había obligaciones contractuales que se nos escapan, porque colabora también en el guión de El caminante (Jacinto Molina, 1979).

Como si de una película de Iquino de cinco lustros atrás se tratara, Comando Txikia - Muerte de un presidente (José Luis Madrid, 1977) se cierra con un ditirambo a propósito de la labor policial, cuya modélica investigación —a pesar de que no se ha conseguido detener a ninguno de los autores del atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco— los libretistas afirman haber seguido escrupulosamente a la hora de construir el guión y se abre con un panegírico de Carrero como hombre de estado cuyo sacrificio ha servido para instaurar la democracia en España. Por si todo esto no fuera suficiente, una locución de tono grave se encarga de conferir dramatismo a la información contenida en los informes policiales al tiempo que intenta mantener cierta asepsia burocrática en la narración de los hechos. Especial relevancia adquiere la descripción de las cualidades de la Goma-2, amparada en la asesoría del ingeniero de Minas y técnico en demoliciones y explosivos José Ignacio Arango Casero, cuyo cometido queda acreditado en los títulos de cabecera.

Al contrario que Operación Ogro / Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979), que se postulaba como una reflexión sobre la pertinencia de la lucha armada desde la naciente democracia con algunos personajes-símbolo, la cinta de José Luis Madrid discurre por cauces genéricos de ilustración de la crónica negra. La inclusión de Paul Naschy como uno de los personajes principales —es el único que realiza en Madrid alguna actividad y ésta es además, la halterofilia, deporte del que el propio actor era campeón y que propicia, de paso, la inclusión de metraje documental sobre aizkolaris y levantadores de piedras en el País Vasco— orienta también la lectura en estos términos. Solución tan legítima como cualquier otra, es boicoteada desde el interior por una ambigüedad en la elección de punto de vista que hace que en los compases iniciales, durante el planteamiento del secuestro, asistamos a las labores de vigilancia del comando no sólo desde la óptica de los terroristas, sino también desde la del guardaespaldas e, incluso, desde la de la futura víctima.

La apuesta por el espectáculo queda evidenciada por las escenas que alternan los ensayos del secuestro en un descampado con imágenes viradas a sepia en las que el espectador puede contemplar el desarrollo de acciones que luego no tendrán lugar y, por supuesto, en la explosión final, conocida por cuantos acudieran a ver la película, de modo que el suspense no se basa en qué va a pasar sino en cómo se va a resolver el momento crítico. Como éste apenas tiene una duración de unos cuantos fotogramas, el realizador recurre de nuevo a la alternancia entre los preparativos para la huida de los etarras y la presencia de la cámara en el interior del coche del ya presidente del gobierno en sus últimos minutos de vida.

Y sin en Comando Txikia la víctima es Carrero, en El francotirador (Carlos Puerto, 1978) es. como su propio título indica, nada menos que el Caudillo. El éxito de The Day of the Jackal (Chacal, Fred Zinnemann, 1973) inspiró sin duda a Carlos Puerto a concebir una versión celtibérica del argumento del magnicida con base real. En vez del general De Gaulle, el Caudillo; en lugar de los Campos Elíseos, una demostración sindical del Primero de Mayo en el estadio Santiago Bernabeu; en vez de un asesino a sueldo británico, un relojero de pueblo cuya hija ha muerto atropellada por la comitiva en la que viaja Franco para pasar un tranquilo día de pesca. Por lo demás, las fuerzas clandestinas interesadas en la acción, el rifle con mira telescópica, la necesidad de conseguir un pasaporte, el mutismo del protagonista… resultan idénticos. La principal particularidad es que nos encontramos ante una película de Paul Naschy y el thriller político discurre por cauces inesperados, porque el argumento de El francotirador se desarrolla por caminos más o menos previsibles sólo durante la primera mitad del metraje. Lucas (Naschy) se desplaza a Madrid a fin de consumar su misión. Se instala en la pensión de doña Flora (Carmen de Lirio), donde convive con un viejo rijoso (Carlos Casaravilla), un nostálgico de los viejos tiempos (José Nieto) y un jovencito rojeras (Pep Munné), que, no se sabe muy bien porqué, envía a Lucas a hacerse unas fotos de pasaporte al estudio de un pornógrafo (Antonio Vilar). Alguien le sigue, pero no es la policía, sino un grupo terrorista vasco innominado cuyo cabecilla (Ernesto Martín) le propone que colaboren, puesto que su fin es el mismo. Por supuesto, Lucas se niega porque es un lobo solitario y no un mercenario a sueldo de nadie. Llegado este punto se produce un giro en la acción, pero también en el tono de la película... Una noche Lucas acude a un club de alterne y conoce a Ángela (Blanca Estrada). Pasan la noche juntos, pero no mantienen relaciones sexuales porque el atormentado relojero lo único que busca es un poco de calor humano. Sin embrago, a partir de su siguiente encuentro la fogosidad de Lucas resultará irreprimible y Ángela sentirá por él un amor tan intenso que, cuando él le propone que se casen, una vez que haya cumplido su misión, ella se derrite. Las declaraciones apasionadas de amor eterno alternan con los encuentros eróticos en el burdel, mientras el resto de las chicas, incluida la madame (Elisa Montés) contemplan con envidia la inmensa fortuna de su compañera. De la ejecución del atentado, que Lucas ha preparado meticulosamente, apenas le preocupa ahora otra cosa que la consecución de un pasaporte para que Ángela pueda acompañarle en su fuga, una vez haya logrado la paz espiritual gracias a la ejecución del hombre que fue el causante de la muerte de su hija.

Carlos Puerto hace uso de las imágenes de No-Do con desigual fortuna. Si en el tramo final la tensión se diluye al tener la sensación de estar asistiendo a una edición del noticiario en la que los insertos corresponden a la acción principal, es al principio, con la introducción de dos planos de Francisco Franco pescando en un río, cuando nos parece encontrarnos ante un serial selvático en el que los cocodrilos y las fieras salvajes se desenvuelven en un universo paralelo al de los intérpretes de la película.

El texto sobre Madrid al desnudo formó parte de José Luis Salvador Estébenez (ed.):
Paul Naschy / Jacinto Molina: La dualidad de un mito. Vial of Delicatessen, 2017.

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