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domingo, 5 de enero de 2025

lou carrigan, del quiosco a la sala de programa doble

 No importa morir / Quel maledetto ponte sull’Elba (León Klimovsky, 1969),
adaptación de la novela homónima de Lou Carrigan publicada en 1962 por Ediciones Manhattan

El 29 de julio de 2024 fallecía Lou Carrigan, uno de los más fértiles escritores de novelas de a duro. Antonio Vera Ramírez, que tal era su verdadero nombre, había nacido en Barcelona noventa años antes. Estudió Comercio y entró a trabajar en un banco, antes de darse cuenta de que podía vivir de la máquina de escribir, que no de la pluma. Manhattan, Rollán, Bruguera y, más tarde, Ediciones B, recibían semanalmente sus originales, centrados habitualmente en los filones del western, el policial, el de hazañas bélicas, la ciencia-ficción o el espionaje. En este último género, alcanzó inmensa fama en Brasil, donde llegó a publicar a lo largo de treinta años quinientos títulos protagonizados por la periodista y agente ZZ7 de la CIA, Brigitte “Baby” Monfort. [Lou Carrigan: “My Loved Spy”, en Lou Carrigan: http://www.loucarrigan.com/?page_id=9]

A decir de Fernando Eguidazu...

su cualidad más estimable es la agilidad de la escritura, el tono dinámico que imprime a sus relatos, con abundantes rasgos de humor, mujeres despampanantes y dosis generosas de erotismo. Quizá el defecto que se le pueda achacar es precisamente su excesiva facilidad, que le hace hacer con alguna frecuencia en el humor demasiado fácil y elemental y una cierta vaciedad. [Fernando Eguidazu: Una historia de la novela popular española (1850-2000). Sevilla-Madrid: Ulises / Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2020, págs. 728-729.]

La primera novela de entre las suyas llevada al cine fue No importa morir / Quel maledetto ponte sull’Elba (León Klimovsky, 1969), adaptación de la obrita homónima publicada en 1962 en la colección “Casco de Acero” de Ediciones Manhattan.

Pero el grueso de su filmografía lo constituyen producciones de Ignacio F. Iquino, escritas por el propio Iquino y firmadas también por Juliana San José de la Fuente con su seudónimo habitual de Jakie Kelly. En la transición de los sesenta a los setenta el de Valls factura cuatro títulos en cuyos créditos se asegura que están inspirados en novelas innominadas de Lou Carrigan.

La banda de los tres crisantemos / Tre per uccidere (Ignacio F. Iquino, 1969) adapta la novela Tierra de hombres, publicada en 1962 como número 7 de la colección “Chicago” de Ediciones Manhattan; Veinte pasos para la muerte / Saranda (Manuel Esteba, Antonio Mollica, 1969) se inspira en Quemado, número 1 de la colección “Western Club” de la editorial Rollán en 1964, reeditado por Bruguera en los ochenta en la colección “Bisonte”; La diligencia de los condenados / Prima ti perdono... poi ti ammazzo (Juan Bosch, 1970) está basada en El hombre y el miedo, número 16 de “Western Club”; Un colt por cuatro cirios / La mia colt ti cerca… quattro ceri ti aspettano (Ignacio F. Iquino, 1971) es la versión libre —con trueque genérico incluido— de Juega un G-Man (1965), número 2 de la colección “Los Intocables”, de Rollán.

Los buitres cavarán tu fosa / I corvi ti scaveranno la fossa (Juan Bosch, 1971) toma como base Siempre acuden los buitres, editada en 1970 con el número 1095 de la colección “Extra Oeste” de Rollán, aunque en esta ocasión asume la parte española de la producción Miguel de Echarri y no Iquino. [Carlos F. Heredero y Antonio Santamarina: Biblioteca del cine español. Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 2010, págs. 157-159.]

No soy el primero en acercarme a este asunto, desde luego. Pablo Fernández realizó una panorámica exhaustiva sobre las adaptaciones de novelas de a duro, organizando en torno a sus autores el capítulo “Puerta a lo desconocido: La novela popular española frente al cine de género”, en Javier G. Romero (ed): Bolsilibro & Cinema Bis [Mieres: VTP Editorial, 2012, págs. 109-119], prologado por el mismísimo Lou Carriagn. Carlos Díaz Maroto se ha encargado de reseñar algunas de sus novelas en Universo Bolsilibro y le dedicó un sentido y documentado obituario. Otro blog, Bolsi & Pulp, dedicó una entrevista al autor centrándose precisamente en su relación con el mundo del cine y la Asociación Cultural Hispanoamericana de Amigos del Bolsilibro (ACHAB) ha reunido estas seis novelas en un único volumen bajo el título Cinema Carrigan. No obstante, el carácter parcial o generalista de estos artículos les impiden profundizar un poco más en los mecanismos formales e industriales que operan en estos trasvases entre distintos medios asociados a la cultura popular. Vamos a ello...

Aunque no le gustaba demasiado el género, Iquino debutó en el western como productor y director con Oeste Nevada Joe / La sfida degli implacabili (1964). El mercado manda. Le siguieron Un dólar de fuego / Un dollaro di fuoco (Nick Nostro, 1965), Cinco pistolas de Texas / Cinque dollari per Ringo (Juan Xiol Marchal, 1965) —una producción de la aragonesa Moncayo Films que Iquino acaba asumiendo— y Río maldito / Sette pistole per El Gringo (Juan Xiol Marchal, 1966). Luego hay un impasse con comedias protagonizadas por Cassen, Mary Santpere y Kiko, antes de recalar en las novelas de Lou Carrigan.

En nuestra primera entrevista —recordaba Antonio Vera— el señor Iquino me propuso la compra de los derechos cinematográficos de Juega un G-Man. Posteriormente, satisfecho de mi trato personal y de mi trabajo colaborando con él en el guión de la película, me fue proponiendo la compra de los derechos de otras novelas, en cuyos guiones también colaboré. [Bolsi & Pulp: http://encontretuslibros.blogspot.com/2008/02/entrevista-lou-carriganpunto-e-sus.html]

Según Àngel Comas, Iquino tenía muchas esperanzas puestas en la adaptación de Tierra de hombres y por eso habría asumido personalmente la dirección y puesto más recursos de los habituales para poder recrear adecuadamente los exteriores estadounidenses de los años treinta: “Iquino puso mucha ilusión y muchos recursos confiando en sus posibilidades comerciales. El director achaca su fracaso a la censura, que le cortó algunas secuencias. Se hizo doble versión”. [Àngel Comas: Ignacio F. Iquino, hombre de cine. Barcelona: Laertes, 2003, pág. 277.] En alguna otra ocasión hemos apuntado que la popularidad de The Untouchables (Los intocables, 1959-1963) y películas como The St. Valentine’s Day Massacre (La matanza del día de San Valentín, Roger Corman, 1967) y Bonnie and Clyde (Bonnie y Clyde, Arthur Penn, 1967) fueron el acicate para la activación del filón gangsteril en España e Italia.

El título de trabajo de La banda de los tres crisantemos fue Tres crisantemos llamados Clyde, en alusión indisimulada a la película de Penn. Tanto es así, que uno de los lectores del guión, cuando éste es sometido a censura previa, el 2 de septiembre de 1968, insiste en lo que de "bonniecladyano" hay en la trama. El libreto es rechazado de plano, debido a que "no quedan suficientemente reprobadas las actuaciones delictivas de los jóvenes y, lo que es peor, la película remata con una aureola romántica totalmente inaceptable en el conjunto argumental". [Archivo General de la Administración, caja 36/05235.] En esta primera versión, el libreto culmina con los amantes tiroteados por la policía cuando intentan huir del motel en el que se han refugiado. [Archivo General de la Administración, caja 36/05515.]

Hasta cinco versiones se presentarán a censura previa antes de que le sea concedido a Iquino el permiso para rodar la película. En las últimas, la acción sucede ya al sur de la frontera y con una partida de mexicanos como responsables de la muerte de la pareja protagonista. La cuarta versión aún mantiene el tono romántico, al exclamar Katherine antes de expirar: "¡Cuando empezábamos a vivir...!" En ella, la chica había exigido a Owen que entregara todo el dinero del botín a su hermano Frank, a fin de empezar su nueva vida libres de la maldición. Sin embargo, tampoco este final satisface a los censores y, en la versión definitiva, autorizada con reservas el 30 de abril de 1969, Owen se quedará con una parte del botín para que sus crímenes pasados no queden impunes de cara a la censura. Por eso, las últimas palabras de Katherine son "Ese dinero nos costará la vida.... Ese dinero, ese dinero..." [Archivo General de la Administración, caja 36/05533.]

A pesar de ésta y otras modificaciones, José María Cano, uno de los censores, observaen su informe que el guión se presenta "como afeitado" e incluye la siguiente advertencia:

Se evitan detalles descriptivos de violencia y erotismo, pero erotismo y violencia persisten con posibilidad de hacer una película que haya de prohibirse por acumulación de brutalidad y lascivia. [Archivo General de la Administración, caja 36/05325.]

A Iquino, auténtico experto en dobles versiones semejantes admoniciones le entran por un oído y le salen por otro. Finalmente, la cinta cuenta la historia los tres hermanos Olinger —Owen (Dean Reed), Frank (Daniel Martín) y Cliff (Luis Duque)— y su banda de atracadores. Después de un atraco a un banco en el que Cliff resulta herido, se refugian en Strongville, el pueblo en el que su tío el sheriff (Ramón Durán) los crió a base de golpes. En la primera versión del guión, para escándalo de los censores, el parentesco era directamente paterno-filial, un tema carísimo a Carrigan.

Los Olinger y sus secuaces se instalan en el prostíbulo de Margot (Lina Canalejas) y toman como rehén a la mujer del alcalde hasta que el médico (Gustavo Re) opere a Cliff. Catherine (Krista Nell), otra chica adoptada por el sheriff, está enamorada de Owen, lo que da pie a una subtrama semincestuosa que Iquino se preocupa en subrayar, no como el carácter “anormal” de Frank, apenas sugerido por su sadismo con las mujeres. Porque más allá de lo que pudiera “exigir el guión”, el cineasta se centra en incluir como sea escenas con desnudos femeninos: la primera aparición de María Martín es emblemática en este sentido. La copia internacional, que es la que hoy resulta accesible, incluye escenas de cama, violaciones y desnudos gratuitos en tal cantidad que la continuidad narrativa queda descalabrada. Para colmo, Iquino introduce varios insertos de archivo de una cesárea y un parto, y flashbacks en sepia, rodados a cámara lenta y con filtros difusores, explicando el pasado de la familia, lo que produce aún más arritmias. ¿Estaría menos trompicada la versión sin desnudos estrenada en España e Italia? No hay modo de saberlo. Las escasas reseñas hablan simplemente de una realización rutinaria, de fuertes dosis de violencia y del reaprovechamiento del poblado del Oeste de los Balcázar, con mínimas modificaciones, como escenario de la América rural de los años treinta.

El final, en la playa, reconduce el drama hacia el enfrentamiento cainita entre los dos hermanos, pero cuenta con un estrambote surrealista: Owen y Catherine perseguidos a la orilla del mar por una cuadrilla de revolucionarios que pasaban por allí casualmente.

Iquino reincidirá como realizador y adaptador del corpus corriganiano en Un colt por cuatro cirios. Ya hemos dicho que la base es una novela que relata las hazañas del FBI —los G-Men titulares— de la que nada hemos podido averiguar, así que nos ceñiremos a lo que cuenta la película una vez birlibirloqueado el género criminal por el western: “El ayudante de dirección, José Ulloa, explicaba que un día Iquino le entregó una de las mencionadas novelas baratas de gangsters, encargándole que la transformase en una del Oeste: coches por caballos, ametralladoras por pistolas, night clubs por saloons, etc.” [Àngel Comas: Op. cit., 2003, pág. 279.]

Quedan huellas de su origen, claro. Más allá de su ambientación texano-fronteriza, lo que nos encontramos es un juego del ratón y el gato entre los miembros de la banda de Oswald (Cris Huerta) por el botín de un atraco. Farley (Antonio Molino Rojo), harto de que su mujer (María Martín) le ponga los cuernos con Rogers (Mariano Vidal Molina), otro miembro de la banda, roba el botín y huye a México. Todos salen en pos de Farley, al que alguien asesina. Los delincuentes sospechan de Rogers, que pide ayuda a Steve (Robert Woods), un amigo de la infancia que ahora ejerce de sheriff; entre los dos buscarán al asesino. La película —imagino que también la novela— tiene su centro de gravedad en esta historia de amistad más allá del lado de la ley en el que se encuentre uno, con la perturbadora propina de que Roger sea un psicópata que estrangula prostitutas. Por si estos tres vértices —Steve, Rogers, Oswald— fueran poco, el sheriff toma bajo su protección a la mujer de Farley y a una hija de su primer matrimonio (Olga Omar). Para proporcionarles cierta complejidad, la mujer es una exprostituta y la hija es alcohólica.

Entre los personajes anecdóticos, el ayudante del sheriff interpretado por Indio González y el enterrador borrachín y gangoso a cargo de Luis Ciges, cuyas intervenciones se encuentran en un registro completamente ajeno al del resto del elenco. Por lo demás, todo el guión son idas y venidas sin otro propósito que propiciar persecuciones, peleas y tiroteos. En plan ahorrativo, Iquino recicla las actuaciones en el saloon de Un dólar de fuego y se saca de la manga un regimiento de Caballería, procedente de Cinco pistolas de Texas, que nada tiene que ver con la trama.

 

Apenas terminado el rodaje de La banda de los tres crisantemos, con exteriores en Fraga —con el Cinca travestido de Río Grande—, Esplugas City y Barcelona, Iquino pone en marcha en las mismas localizaciones y de nuevo con el protagonismo de Dean Reed, Veinte pasos para la muerte. En esta ocasión delega la dirección en Manuel Esteba. A pesar de que el libreto se dice inspirado en una novela de Lou Carrigan, Iquino asume “argumento, guión y diálogos” en tanto que Jakie Kelly y el italiano Guido Leoni se habrían hecho cargo del “guión literario”.

Una cartela sitúa el inicio de la acción el 9 de abril de 1865, con la rendición del ejército Confederado que pone fin a la Guerra de Secesión. Los hermanos Kimberly convencen a Aleck Kellaway (Alberto Farnese) de que les ayude a asaltar una columna del ejército nordista para robarles un cargamento de dinero y poder reanudar la guerra. Pero los hermanos Kimberly son dos facinerosos en absoluto patriotas y no tienen otro interés que apoderarse del dinero. Kellaway mata a uno y entrega al otro. De regreso a su hogar para abrazar a su hija Deborah, encuentra a un mestizo de india e irlandés enterrado vivo. Lo rescata y lo lleva a su casa. Unos años después, Mestizo (Dean Reed embetunado) —Saranda en Italia, Quemado en la novela original— está enamorado de Deborah (Patty Shepard), pero Kellaway se niega a que su hija se case con un mestizo porque aspira a convertirse en alcalde del pueblo. Él mismo se ha enamorado de Hazel (Maria Pia Conte), que en realidad es la amante de un Clegg Kimberly (César Ojinaga) y éste busca de venganza por los años que ha pasado en prisión. El western sobre el clásico tema del ajuste de cuentas y la cobardía deviene, en virtud de estos elementos argumentales, en melodrama sobre el racismo, las relaciones paterno-filiales y la lealtad. También en esta ocasión se producen importantes cambios en el paso de la novela a la pantalla. Desaparecen Ned Hilton, el revólver más rápido del sudoeste, y su esposa, "la hemosísima Ludmila", inesperados aliados en el enfrentamiento final entre Quemado y Kellaway con la banda de Clegg Kimberly. Hay en cambio en la novela un acendrado sentido de la lealtad y el respeto, independientemente de las muescas que cada cual luzca en su Colt. Las mujeres son para Lou Carrigan compañeras fieles dispuestas a todo con tal de complacer a su hombre. Sólo Maxine —Deborah en la película— atiza los celos de Quemado/Mestizo porque sabe que su amor es imposible mientras su padre aspire a la alcaldía: los ciudadanos nunca aceptarían que la chica se casara con el hijo de una chiricahua.

El protagonismo de Mestizo en la película convierte a Hazel en una vamp de manual, en tanto que en el texto de origen es ella quien confiesa a Maxine su amor por Aleck y su pasado, entregándose a Clegg sólo para que el hombre al que ama tenga tiempo de organizar su defensa. En la cinta, será Mestizo quien alerte a Kellaway de su perfidia, lo que provoca el desencuentro entre ambos hombres. En la película, los malentendidos sentimentales —Kellaway cree que Hazel está enamorada de él, Mestizo piensa que Deborah le ha traicionado— sirven como hitos dramáticos, que permiten prolongar la tensión unos metros de película más hasta el enfrentamiento final en el que Mestizo deberá tomar partido  por Kellaway o por Clegg, algo que nunca se plantea en la novela. Para colmo, el clímax tiene lugar en un pueblo oscense abandonado, localización tan inadecuada como exótica en un western, lo que provoca un nuevo —y suponemos que indeseado— efecto de extrañamiento.

El final propuesto por Lou Carrigan se decanta por el romanticismo lacónico: "Verano. Texas. "Quemado Ranch". Un hombre. Una mujer. Un beso... para empezar". [Lous Carrigan: Quemado. Barcelona: Ediciones B, 1988, pág. 92.]

La ambigua autoría de Antonio Mollica, que firma como “Ted Mulligan”, y Manuel Esteba, que tuvo sus más y sus menos con Iquino [Àngel Comas: Op. cit., 2003, pág. 366], tampoco parece pesar demasiado en el resultado final, un western con atractivos visuales tan parcos como su presupuesto puntuado por sendas escenas discursivas en las que se explican el pasado de Mestizo y el de Hazel. Eso sí, hay un par de momentos de violencia que la productora italiana se ofreció a cortar para obtener el nihil obstat para todos los públicos: cuando el prometido de Hazel intenta sacarle los ojos a Mestizo en la primera pelea en el río y el estrangulamiento de uno de los secuaces de Clegg (Antonio Molino Rojo) por parte del protagonista. [Italia taglia: Expediente de censura del 28 de abril de 1970]. Pero esto resulta pura ganga en el género al modo post-Leone.

Burlando levemente la cronología, hemos dejado para el final los dos títulos dirigidos por Juan Bosch a partir de novelas de Lou Carrigan. Uno en IFI y otro en Midega, coproducidos ambos por el italiano Luciano Martino...

Harto de dirigir comedias para Iquino, Bosch le pide que le deje dirigir un western, género al que es aficionado y al que cree que puede aportar algo de creatividad. Iquino le propone que adapte una novela de quiosco y entre las que lee, a Bosch le llama la atención El hombre y el miedo. Se trata de un relato ambientado en un único decorado, una estación de postas de Wells Fargo, donde un grupo de bandidos retiene a los viajeros de una diligencia. El sadismo de Quinton Monaway, el jefe de la partida, incluye ahorcamientos inconclusos y completos, el reventarle mediante sendos disparos los dos hombros al escopetero de la diligencia, la orden a una vieja dama de que se desnude para solaz de los bandidos, amenazas de violación varias, la amputación de las orejas y el corte del cuello cabelludo a otro personaje, amén de ejecuciones sin más, por supuesto. Frente a la historia matriz del pistolero retirado que no se atreve a volver a empuñar las armas por temor a no ser tan rápido con la mano izquierda como lo fue con la derecha, son estos episodios de violencia extrema lo que termina calando en el ánimo del lector, aunque los más pasados de vueltas quedan fuera de la adaptación cinematográfica.

Bosch se pone en contacto con Antonio Vera y arman el guión que luego firmarán Iquino y Juliana San José, por la parte española, y Luciano Martino por la italiana. Martino es el propietario de Devon Film, que coproduce con IFI la cinta. Pero apenas comienza el rodaje, Bosch se cae del guindo cuando comprueba que en algunas jornadas de trabajo tiene que rodar más de cuarenta planos. A pesar de ello, La diligencia de los condenados demuestra algo más de concisión que las películas anteriores producidas por IFI a partir de novelas de Lou Carrigan. En lugar de acumular peripecias, la historia queda claramente planteada en los primeros minutos: Tony Stevens (Bruno Corazzari) y sus secuaces han sido detenidos por violación y asesinato y serán juzgados en cuanto llegue un testigo. La partida de Sartana (Fernando Sancho) —reelaboración de acuerdo con las convenciones del subgénero del villano de la novela— retiene a los pasajeros de la diligencia: saben que uno de ellos es el testigo, pero no cuál. Para averiguarlo, los conducen a la parada de postas de Walton, pero éste es en realidad el expistolero Wayne Sonnier que tiene cuantas pendientes con Stevens. Unos breves flashbacks en blanco y negro van pautando el metraje como premonición del enfrentamiento final entre ambos.

Las cosas no terminan de resultar porque hay algunas situaciones inconsistentes y los personajes son meros arquetipos, pero por lo menos no entran en continua contradicción con su propio carácter. Por momentos parece que la planificación está dispuesta a secundar el punto de vista del hijo del pistolero retirado —la larga sombra de Shane (Raíces profundas, George Stevens, 1953), claro—, avergonzado por lo que interpreta como cobardía de su padre, cuya vida anterior tiene mitificada. Y aunque al final esta subtrama sea la que proporciona a la película su happy end tras el inevitable tiroteo, lo cierto es que Bosch apenas deja esbozada la idea sin acabar de explotarla. Tampoco la tensión del huis clos termina de fraguar: la partida de cartas y algunos cambios de tornas demasiado bruscos resultan derivativos y restan fuerza al motivo central.

En mi debut en el cine de caballistas o de cowboys sin vacas —recordaba Bosch— me encontré con un mundo totalmente desconocido para mí. Hasta aquel momento había hecho películas de acción y comedias, pero el género del western era totalmente diferente. Descubrí, por ejemplo, que el actor que más ensayaba y calculaba las distancias para pegar un falso puñetazo siempre acababa KO en la segunda toma. Aprendí que el galán que más presumía de conocer a los caballos no tenía ni puñetera idea y era seguro que acabaría en tierra, desmontado. Todos los villanos querían morir gloriosamente a base de planos enfáticos, inacabables... les encantaba morirse.
La caída de un especialista desde un tejado se pagaba a mil pesetas el metro (de altura), con derecho a un ensayo. La caída de un caballo al galope, a tres mil pesetas. La caída con el caballo incluido, cinco mil. Las repeticiones se cotizaban aparte. Aquellos especialistas eran la gente más sacrificada y romántica que he conocido en el cine, y eran los que se llevaban siempre la peor parte. [Ángel Comas: Joan Bosch: el cine i la vida. Valls: Cossetània Edicions, 2006 págs. 101-104.]

La demostración de puntería de Sartana —tres relojes arrojados al aire que han de ser destrozados con sendos disparos antes de que lleguen al suelo— fue realizada con una escopeta por el propio Iquino como el último plano que rodaba en sus estudios del Paralelo, circunstancia en la que Bosch quiso ver una diáfana metáfora de rebelión contra el paso del tiempo.

Luciano Martino le ofrece a Bosch trabajar directamente para él, puenteando a Iquino, pero el director aún realiza en IFI Abre tu fosa, amigo... llega Sábata / Si già cadavere, amico... ti cerca Ringo (Juan Bosch, 1970), a partir de un guión original de Sauro Scavollini. A estas alturas, Iquino está ya en fase de supervivencia. Cierra sus estudios en el Paralelo y trabaja con presupuestos cada vez más escasos. La relación con Bosch se ha deteriorado y éste decide aceptar la propuesta del italiano. Midega, la productora de Miguel de Echarri, director del Festival de San Sebastián, actúa ante la administración española para legalizar la coproducción. Bosch ha entablado buena amistad con Antonio Vera y decide recurrir a él para levantar el nuevo proyecto, con mayoría italiana y rodaje en el poblado del Oeste de los estudios Elios Films, a las afueras de Roma.

Según Bosch, la productividad del novelista se debía a un método taylorista de producción. Dedicaba un día a planear el asunto y tomar notas sobre el argumento. Al día siguiente se sentaba a la máquina de escribir eléctrica —presumía de su velocidad como mecanógrafo— y escribía toda la mañana y, después de comer, de tres a cinco. Por la tarde se iba al gimnasio a practicar karate. El diez días había terminado una novela con sus correspondientes copias al papel carbón. Él mismo gestionaba los derechos de edición y las reediciones. Después de su colaboración en Los buitres cavarán tu fosa, Bosch intento convencerle de que probara como guionista, pero el novelista rechazó la oferta, a pesar de la mejora que podía suponer en sus ingresos, porque no quería renunciar a su independencia. [Àngel Comas: Op. cit., 2006, pág. 117.]

Ambos toman el argumento de la novela Siempre acuden los buitres y titulan el guión Los buitres cavarán tu fosa. Esta vez Lou Carrigan figura como coguionista con Bosch y Roberto Gianviti, pero, al menos en la versión internacional, Bosch consta como autor del argumento, sin ninguna alusión a la novela, de de cuyo decurso, por otra parte, se aparta en numerosos incidentes. En la adaptación se dramatiza el prólogo sobre los asaltos a las diligencias de la compañía Wells Fargo y la contratación que justicieros que persigan a los asaltantes en lugar de limitarse a defender los envíos de oro y plata desde California a la Costa Este. En el texto original es una suerte de nota histórica sobre la creación del departamento de detectives de la compañía, cuyo detonante fueron los treinta asaltos perpetrados por "Black Bart" entre 1875 y 1883. James B. Hume fue nombrado responsable de seguridad en 1882. [W. Turrentine Jackson: "Wells Fargo: Symbol of the Wild West?", en The Western Historical Quarterly, núm. 3, 1972, pág. 185.], en tanto que en la película, la escena sirve para presentar a los dos principales rivales en la captura, vivo o muerto, de Glenn Kovacs (Frank Braña): los cazadores de recompensas —los “buitres” del título— Jeff Sullivan (Craig Hill) y Pancho Corrales (Fernando Sancho). Luego, el libreto se atiene a la literalidad de los incidentes y los diálogos de la novela.

Sullivan rescata a Dan Barker (Ángel Aranda) de un campo de trabajos forzados para que le conduzca hasta Kovacs y a partir de entonces se entablará una partida entre los dos cazarrecompensas por hacerse con su presa. El mexicano no dudará en torturar a Barker atándolo con alambre de espino en una de esas escenas de sadismo extremo al que ya nos ha ido acostumbrando la deriva manierista del spaghetti-western. Es una de las influencias del subgénero en las novelas de Lou Carrigan. En otros casos, se atiene a los patrones de la novela popular y es en varios de estos momentos cuando el libreto diverge de su base literaria. Valga lo dicho para toda la subtrama novelística de Camelia y su padrastro, curandero y violador. Camelia se convertirá en el "interés romántico" de Jeff Sullivan y el happy end conducirá a ambos a Texas, nueva tierra de promisión. Sullivan es un rural —un ranger del estado sureño— que ha emprendido la aventura con una falsa identidad, otra de las señas de identidad de la novela de quiosco.

Además, Jeff Kovacs es su hermano y pretende llevarlo ante la justicia antes de que Pancho Corrales decida que es más fácil cobrar la recompensa con él muerto; el argumento de los hermanos en distintos lados de la ley es, una vez más, uno de los artificios más socorridos de la novela bélica, del Oeste o policial, en una transposición, acaso inconsciente, del reciente enfrentamiento civil. En la adaptación de Bosch, Barker es el hermano de Kovacs y Sullivan lo rescata del campo de trabajos forzados para que lo conduzca hasta él. Camelia se convierte en la irlandesa Susan y se enamora de Barker, no de Sullivan. A este le queda el papel de pistolero irredento: dispara repetidamente contra Kovacs porque éste mató a su mujer. Tras liquidar también a Corrales deposita a Barker en brazos de su amada y se pierde en el horizonte. En resumen, el guión prescinde de alguna trama secundaria derivativa y refuerza la principal con recursos distintivos del western mediterráneo, igual de tópicos a estas alturas que los de las novelas a destajo.

Algunas situaciones se reciclan casi literalmente de La diligencia de los condenados, como la del intento de violación y el asesinato del padre cuando intenta defender a su hija. En cuanto a rasgos estilísticos de interés, destaca sobre todo la ausencia de flashbacks, que habían sido signo distintivo de las adaptaciones corriganianas de Iquino, y la focalización en el punto de vista de determinados personajes en algunas escenas. Valga como ejemplo la pelea de Sullivan y Barker, en la que cada golpe queda reflejado en la mirada de Susan (Maria Pia Conte), enamorada del segundo, lo que la lleva a empuñar un rifle y disparar contra el cazarrecompensas. No es mucho, pero destaca por contraste con las rutinarias realizaciones de Iquino.

A pesar de estas gollerías, Bosch consigue terminar la película por debajo del presupuesto inicial, lo que propicia su vinculación al cine italiano durante los dos siguientes años en los que factura hasta seis títulos en cuyos créditos aparece como John Wood. Tras su regreso a la producción netamente española en 1975, dará a luz su obra maestra en el género, la epigonal La ciudad maldita / La notte rossa del falco (1978) que ya no es una adaptación de alguna novelita de Carrigan, sino de Red Harvest, de Dashiell Hammett.

El tema de la venganza y las cuentas pendientes del pasado constituyen la materia prima argumental del western mediterráneo. En los basados en las novelas de Lou Carrigan podemos advertir además un interés cardinal por los vínculos familiares, ya sean éstos entre padres e hijos o entre hermanos. También la presencia en los guiones de hijos adoptivos, madrastras y hermanastros, en unas relaciones no consanguíneas y a menudo interraciales que marcan el comportamiento de los personajes. Todo ello se incardina en unas tramas argumentales deudoras de arquetipos mil veces replicados: la sombra del pasado que empuja a la venganza, las alianzas traicionadas en pos de un botín, el pistolero que no quiere volver a utilizar las armas, los representantes de la ley sitiados por los facinerosos, los hermanos enfrentados cual nuevos Abel y Caín... Todas tienen ilustres precedentes en el cine estadounidense y se reciclan habitualmente en tebeos y novelas de quiosco. En este aspecto, tanto da que estemos en Chicago que en el Lejano Oeste: las tramas son perfectamente intercambiables. Conviene resaltar, eso sí, la prevalencia de localizaciones fronterizas con México, influencia de José Mallorquí adoptada por el cine rodado en España por afinidad cultural y facilidades de ambientación.

Él propio Antonio Vera resumía así su impresión —acaso edulcorada por el paso del tiempo— sobre estas adaptaciones:

Tengo un buen recuerdo de mi relación con el cine partiendo de mis novelas, y puedo decir que en todo momento fui tratado de modo cortés y respetuoso por los productores y directores de las películas basadas en novelas de mi creación. En ocasiones, el director se permitía hacer algunos cambios argumentales y ambientales que incluso un par de veces llegaron a resultarme muy chocantes, pero que acepté porque entendía claramente que su intención era mejorar la película, al menos desde el punto de vista comercial, y en ese aspecto sabía mucho más que yo sin la menor duda. [Lou Carrigan: “¿Cine de género?”, en Javier G. Romero (ed): Bolsilibro & Cinema Bis. Mieres: VTP Editorial, 2012, pág. 7.]

domingo, 14 de marzo de 2021

la trilogía de la mala vida y otras denuncias iquinescas


Actualizado el 6 de agosto de 2025 

Tras una serie de comedias con Castro Sendra “Cassen”, Mary Santpere y José Luis “Kiko” Carbonell, y algún western tardío, Iquino coge al toro por los cuernos y se lanza por la senda del cine de denuncia, inspirado probablemente por la buena recepción popular que este tipo de películas de explotación están teniendo en Italia. Se trata de abordar temas considerados tabú hasta ese momento, como el aborto y la prostitución y situarlos en primer plano. Un poco, salvando las distancias, lo que ha hecho Summers con los embarazos adolescentes y la educación sexual en Adiós, cigüeña, adiós (Manuel Summers, 1971). Son tres títulos realizados entre 1973 y 1975 que Iquino bautiza como la “trilogía de la mala vida” en la que pretende diseccionar “los turbios ambientes de las grandes ciudades”. [La Vanguardia Española, 13 de diciembre de 1975, pág. 56.] Aunque los temas enunciados en los títulos sean un poco reductores, en las películas cabe prácticamente todo lo que pueda ser motivo de escándalo para los biempensantes: el suicidio, el proxenetismo, la violencia de género —que entonces no se llamaba así, claro—, la homosexualidad culpable, la corrupción de menores, el narcotráfico y el consumo de estupefacientes... A quien quiera escucharle le dice que es una obligación que siente como católico. Es una dualidad presente en esa parte de su filmografía como director y productor —Los gamberros (Juan Lladó, 1954), Juventud a la intemperie (Ignacio F. Iquino, 1961)— que ya ha planteado con anterioridad como censura de la realidad inmediata.

La nueva etapa se inaugura con el rodaje de Aborto criminal (Ignacio F. Iquino, 1973). No es el primer título para un proyecto, que, dada su naturaleza, sufrirá bastantes encontronazos con la comisión censora. Todos se fueron resolviendo a base de tensas negociaciones, de supresión de diálogos —el alegato final del fiscal está cubierto con música, sin que podamos escucharlo—, de una más que probable doble versión en las que Iquino estaba ya curtidísimo y, en el pulso definitivo, de la obtención del Interés Especial. Había sido éste uno de los cambios que José María García Escudero había introducido en las Nuevas Normas para la Cinematografía de 1964, al desaparecer la antigua clasificación que preveía un premio de Interés Nacional traducible en permisos de importación para películas particularmente afines a la ideología del Régimen. El Interés Especial implicaba otro 15% de subvención automática por taquillaje a sumar al 15% que obtenía cualquier película española, doble valoración a la hora de computar la “cuota de pantalla” y un anticipo de un millón de pesetas. Accederán a estos beneficios las películas de ambición artística —especialmente cuando faciliten la incorporación a la profesión de los titulados en la Escuela Oficial de Cinematografía—, las que obtengan un premio relevante en cualquier festival internacional de categoría A, las especialmente destinadas a la infancia, y las que, ofreciendo “suficientes garantías de calidad, propugnen valores morales, sociales y políticos”. Bueno, pues por la gatera de este último ítem se cuela Iquino, que consigue el Interés Especial para Aborto criminal de acuerdo con una normativa cuya censura prohíbe “la justificación del divorcio como institución, del adulterio, de las relaciones sexuales ilícitas, de la prostitución y, en general, de cuanto atente contra la institución matrimonial y contra la familia” [“Normas de censura cinematográfica”, amén de “la acumulación de escenas o planos que en sí mismos no tengan gravedad y creen, por la reiteración, un clima lascivo, brutal, grosero o morboso”, según la Orden del 9 de febrero de 1963, BOE, núm. 588 de marzo de 1963, págs. 3929-3930].

En sus rifirrafes con la comisión, suele esgrimir como aval su propia obra y, en este caso, el afán documental y moralizante que le guía. Los casos elegidos tienen voluntad globalizadora: Rosa (Patrizia Reed), la burguesa adúltera que decide abortar después de que su marido (Francisco Piquer) haya asesinado a su amante (José Luis Pellicena); Loli (Jackie Lombard), la prostituta a la que la obliga a hacerlo su chulo (Simón Andreu); Menchu (María Renó), la hija caprichosa y juerguista de una viuda de la alta burguesía; y Ana (Emma Cohen), cuyo ingreso en el hospital a raíz de las complicaciones surgidas de la intervención clandestina puntúan a modo de flashback la acción en paralelo con la investigación del comisario Roland (Máximo Valverde), empeñado en desentrañar la trama abortista. Un titular del diario Pueblo dará cuenta del resultado de su labor: “Aborto criminal: 128 años de prisión para las dos mujeres que lo realizaban, 8 para sus cómplices, y para las 27 mujeres que abortaron, 4 años de prisión a cada una”.

Octavi Martí habla de una nueva veta en el cine hispano en la que Iquino iría de la mano de José Antonio de la Loma y vincula la estructura de la película a los esquemas iconográficos popularizados por la fotonovela y las revistas “del corazón”:

Vemos así cómo las secuencias acostumbran a terminar con una frase fuerte o importante, cómo la gente rica es corrupta y se pasa la vida en fiestas mundanas, cómo la pobre Emma Cohen, joven proletaria que siente gran amor por la empresa donde trabaja, es engañada y se abusa de su inocencia, cómo la burguesía liberal —José Luis Pellicena— reniega de la clase a que pertenece sin renunciar a los privilegios de su situación, cómo unos presumibles estudiantes se drogan y hacen —se supone— el amor libre, vemos, en fin, un mosaico completo de la sociedad catalana —no se olvide que la acción sucede en Barcelona— y de los peligros que la acechan. [Ocatvi Martí: “¿Nuevo cine español?”, en Dirigido por, núm. 13, mayo de 19734, pág. 36.]

Sin embargo, la misma estructura de acciones entrelazadas y saltos atrás en el tiempo para relatar la seducción de Ana por parte de un hombre casado (Manolo Zarzo)  con una mujer paralítica que no puede darle hijos desdice la vocación documentalista de la cinta —Iquino recurre de modo puntual al rodaje con cámara oculta, como ya hiciera en Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950)— y pone en evidencia el recurso a la intriga y al melodrama a cuyos registros genéricos se ciñe el relato. Pero es que Iquino va formalmente mucho más allá. Por un lado, la banda sonora consiste en unos enfáticos arreglos de piezas de Bach por parte de Enrique Escobar que se incorporan a la diégesis dinamitándola desde dentro al interrumpir el uso naturalista del diálogo. Por otro, Iquino y el compaginador de la trilogía, Antonio Cánovas, recurren a un montaje de atracciones en el que reiteraciones de una misma acción y planos ralentizados rodados con grandes angulares alternan con fragmentos sincopados e insertos exentos —una pierna ensangrentada— ajenos a la acción en tiempo presente, que buscan crear un impacto en el espectador. Destaca por su brutalidad el inserto de un trabajador perforando la calzada con un martillo neumático en montaje paralelo con los manejos de las abortistas. Frente a este tipo de estrategias, las citas a Clockwork Orange (La naranja mecánica, Stanley Kubrick, 1971), que los espectadores españoles sólo podían ver allende los Pirineos, la bisexualidad del personaje interpretado por Pellicena, el suicidio de Ana o los fines de semana de sexo, canutos y rock’n’roll de Menchu, resultan juegos de niños. Menchu es precisamente el único personaje que tiene ocasión de arrepentirse y lo hace al modo católico, en una confesión telefónica con Roland en la que Iquino pone en boca de uno de sus personajes la moraleja que los censores quieren escuchar para consentir semejante acumulación de vicio:

—Ahora daría toda mi vida por haber sido una chica decente.  En la cárcel trataré de recordar todas las oraciones que aprendí de niña y deseo que mi condena sea muy larga para que cuando la haya cumplido pueda andar por el camino de la verdad.

Ironiza Paco Umbral en el filo de la incorrección política de entonces:

Cien mil abortos anuales se producen en España, según informa Enrique Costas. Y eso, pese a la melodramática película de Iquino y Emma Cohen denunciando el problema. Espero que muy pronto salga premiada en los concursos una novela de abortos, e  incluso que se instituya un premio para novela con aborto. Se lo sugiero a mi amigo Lara. [Francisco Umbral: “Crónica de Madrid: El Socavón”, en Diario de Navarra, 20 de abril de 1974, pág. 9.]

No sabe uno si premios de novela, pero un año después se estrena No matarás (César Fernández Ardavín, 1974), en la que el alegato antiabortista protagonizado por Tony Isbert y la debutante Ángela Molina  adquiere carácter de melodrama romántico al modo de Love Stoy (Love Story, Arthur Hiller, 1970) en lugar de la denuncia iquinesca.


Pero dos millones de espectadores respaldan la sensacionalista propuesta de Iquino, que no se duerme en los laureles.

—Se ha dicho que en Aborto criminal ha tratado usted con ligereza un tema muy serio. ¿Qué piensa usted al respecto?
—Yo no he querido hacer una película científica sino presentar unos casos alrededor de! aborto. Ello puede servir para ilustrar a bastantes personas, para cumplir en cierto modo, una misión aleccionadora.
—¿Cuál es el tema de Chicas de alquiler en Costa Fleming?
—Trata de la prostitución. Una historia enfocada de un modo muy valiente, sin concesiones ni a derecha ni a izquierda. Expresándome de un modo libre por completo. Creo que Chicas de alquiler en Costa Fleming tiene una mayor dimensión que mis anteriores películas. [Ángeles Masó: “Iquino, la película número 82: Otro tema con  gancho”, en La Vanguardia Española, 31 de marzo de 1974, pág. 57.]

En efecto, Chicas de alquiler (Ignacio F. Iquino, 1974) iba a titularse inicialmente Chicas de alquiler en Costa Fleming, tirando de la etiqueta que se ha puesto de calle a principios de los setenta para hablar de los bares de alterne de la trasera de la nueva Castellana, donde se habían instalado los militares estadounidenses destinados en la base aérea “de utilización conjunta” de Torrejón de Ardoz.; unas calles a las que el codornicista Ángel Palomino ha dedicado su novela Madrid Costa Fleming en 1973, un auténtico best seller. Iquino se traslada a la capital para contar una historia de vidas frustradas por la prostitución y el tráfico de drogas, con protagonismo coral de cuatro mujeres de distinta edad y condición: Marta/Isabel (Nadiuska), la baqueteada profesional que colabora en el menudeo con su narcochulo (Máximo Valverde); Carmen (Silvia Solar), la heroinómana cuya única ambición es reunir dinero para irse a vivir al campo; Ana (Alice Arnó), embarazada y retirada provisionalmente del ambiente por su hermana (Pepa Ferrer) —simplemente amante en la versión internacional—, una pintora lesbiana; y Elisa (la debutante Yvonne Sentís), la chiquilla huida de la represión del mundo rural a la que la ciudad sólo le ofrece el recurso de la prostitución. Como alivio cómico, la relación de la doncella de una de las chicas con un fontanero en celo (Montserrat Sagués y Alberto Fresco).

Mediado el metraje, entra en juego el personaje de don Carlos (Alfredo Mayo), que no busca un servicio para sí mismo, sino para su hijo (Tony Isbert), que ha quedado paralítico practicando un nuevo deporte de nieve y vive sumido en una misantropía de la que le sacará la inocencia de Elisa:

—Nunca debí dejar aquello —dice ella refiriéndose al pueblo—. Aquí hay demasiada gente sin escrúpulos.
—Me gustaría enseñarle la otra cara de Madrid, la de la gente decente que trabaja para triunfar —replica el chico.

Pero nada de todo esto asoma a la pantalla porque Iquino no está dispuesto a perder un solo segundo de carnaza. La de los dos jóvenes es una de esas subtramas de fuerte sabor melodramático que el realizador gusta de incluir en estos potentes cócteles, aunque en esta ocasión evite todo alarde formal. Unos anodinos flashbacks ilustran algunos antecedentes —la introducción de Carmen en el proceloso mundo de las drogas, el accidente del hijo de don Carlos...—, redundantes con el relato en off de lo que estamos viendo. Al final, dos de las chicas encuentran la redención y las otras dos un final trágico o el castigo por sus errores en el desenlace de la trama criminal.

Obtener una película de denuncia válida para su venta al exterior no es tarea fácil. Iquino se embarca en una de sus habituales dobles versiones y ofrece a Emma Cohen cincuenta mil pesetas más por desnudarse para la versión foránea. Pero llegado el momento de realizar las escenas de cama, Emma Cohen se planta. La discusión alcanza niveles alarmantes y la actriz obtiene un certificado médico que acredita que no puede rodar debido a la situación de estrés en que se encuentra. El director-productor decide entonces rodar de nuevo todas las escenas ya filmadas con Silvia Solar.  Por si las dobles versiones fueran poco, Nadiuska desvela que de algunas escenas la hubo triple, porque en una de las de desnudos se encamaba con un negro y había que rodar una tercera escena alternativa “para los países donde molestan los negros”. [Pancho Bautista: Carne de cine. Sevilla: Imprenta Raimundo, 1975, pág. 134.] Entrevistado por Maruja Torres en pleno fregado, Iquino da su versión del asunto:

—Ocurre que estoy haciendo una película y la hago pensando que la censura ha anunciado una apertura: Por ese  motivo yo ruedo algunos planos dos veces.
—¿Cómo dos veces?
—Sí, con más o menos sexy.
—¿Pero has rodado o no pornografía?
—Es incierto, totalmente incierto.
—Sin embargo, se dice que no haces doble, sino hasta triple versión, y que de esta última todo lo que ruedas lo mandas directamente a París, donde lo revelan.
—Es falso, es infundio. [...]
—¿Ha hecho Nadiuska pornografía en tu película?
—No, no, nada en absoluto. Y, mira, yo soy la persona que ha hecho la película más católica del mundo, El Judas, soy católico y por tanto soy incapaz de hacer pornografía. [Maruja Torres: “El affaire Iquino- Emma Cohen”, en Nuevo Fotogramas, núm. 1333, 3 de mayo de 1974.]

Olga Spiegel da fe notarial de que en el barcelonés cine Comedia el público se toma a chufla el afán denunciatorio de Iquino:

No basta con las buenas intenciones, si las hay, y que a estas alturas estos temas deben abordarse con más seriedad porque o se ofrece un estudio del problema, o se opta por una comedia en serio, pero en lo que no se puede quedar uno es en esa especie de tierra de nadie por la que se pasean Nadiuska, Silvia Solar, Ivonne de Santís [sic] y otras bellezas a tener en cuenta por los esfuerzos que hacen en complacer al respetable. [Olga Spiegel, en La Vanguardia Española, 15 de mayo de 1975, pág. 60.]

Y César Santos Fontenla pone en contexto este último tramo de la filmografía de Iquino en relación con el resto de su carrera:

En última instancia, tanto Aborto criminal como su secuela, Chicas de alquiler, son películas mucho más retrógradas y "sub" que las que su autor realizara hace quince, veinticinco años, sin hablar de su portunismo, de su absoluta deshonestidad, de su sucio juego con el espectador al darle moralina por pornografía, o viceversa —el sentido de la estafa depende del espectador, aunque estafa haya en cualquier caso— y, por supuesto, de la nula calidad de sus productos, que no resisten el menor análisis. [Cesar Santos Fontenla, en Informaciones, 28 de noviembre de 1974.]

Tanto el guión como el montaje y la fotografía contribuyen a hacer de Las marginadas (Ignacio F. Iquino, 1975), la última entrega de la trilogía, una película hermética. La incorporación al relato de las mujeres que van a ser sus principales protagonistas se realiza sin orden ni concierto, sin proporcionar al espectador el más mínimo dato no ya sobre el entorno del que surge la carne de prostíbulo y puticlub —algo que debería de ser consustancial al planteamiento de denuncia con el que Iquino lanza la película—, sino que un montaje abrupto, que a ratos se recrea en los cuerpos de las protagonistas y otras veces nos hurta sus motivos, y un trabajo de cámara construido a base de zooms y panorámicas continuas que impide que nos hagamos una idea cabal del espacio donde se desarrolla la acción, terminan confluyendo en un caos narrativo donde el espectador debe rescatar unos cuantos nombres y circunstancias biográficas. María José y Karin (Silvia Solar y Monika Kolpek) son dos mujeres con la vida resuelta que deciden dejar de lado y utilizar su casa para dar acogida a una serie de chicas maltratadas por la vida. Están Consuelo (Analía Gadé), que tuvo que abandonar el pueblo porque estaba liada con un hombre casado y la presión ambiental le resultaba insoportable; Cristina (Ágata Lys), que ha llegado a la ciudad para ganarse la vida honradamente pero que sólo recibe propuestas deshonestas y termina aceptando la de don Fernando (Eduardo Fajardo); Marga (Laly Soldevila), con graves problemas de salud; Pepa (Marina Ferri), embarazada y alcohólica; Rosa (Diana Lorys), con úlcera de estómago y a la que su chulo (Simón Andreu) maltrata... Los dos personajes masculinos mencionados son los únicos que tienen algo de relevancia en un retrato colectivo que intenta conciliar solidaridad femenina y un moralismo más que convencional. Es como si Iquino hubiese escrito el guión con las ideas sobrantes de Chicas de alquiler y hubiera ideado la trama de las redentoras para proporcionarle alguna seña de identidad propia aparte de la localización.

Prueba de la confianza de Iquino en el producto es la contratación de la consagrada Analía Gadé y la prometedora Ágata Lys para interpretar dos de los papeles principales. Ninguna de las dos volvería a repetir con él.

Agotada la fórmula del relato sociológico a base de protagonismo coral y tras el paréntesis cómico que supone La zorrita en bikini (Ignacio F. Iquino, 1976),  Iquino se embarca en dos proyectos gemelos en los que aúna progresivo despelote femenino y una nueva denuncia, a su modo, de los vicios de la burguesía. La normativa censorial ha sufrido cambios en febrero de 1975 que incluyen la admisión de tres nuevos supuestos: las lacras individuales y sociales; el delito, cuando no suponga una divulgación inductiva de medios y procedimientos; y, por último, el desnudo, siempre “que esté exigido por la unidad total del film”. [Orden del 19 de febrero de 1975 por la que se establecen normas de calificación cinematográfica.]

El proyecto de Fraude matrimonial (Ignacio F. Iquino, 1976) se remonta a la época de Aborto criminal, cuando Iquino lo presenta a censura previa precisamente con el título de Los increíbles vicios. Argumenta entonces...

A primera vista la lectura de Los increíbles vicios puede llevar a los lectores [censores] la duda de si se debía o no autorizar su conversión en imágenes. Sin embargo, su desenlace positivo, con un intenso contenido de enseñanza, de advertencia y, en definitiva, la realización, con mi larga experiencia y mi exacto sentido del límite, harán que lo que en principio pareciese imprescindible ser vetado resulte incluso aconsejable. [AGA, carta de Iquino del 31 de agosto de 1973.]

El fraude titular consiste en que un hijo de la alta burguesía con un complejo de Edipo galopante se ha casado con una joven estudiante da arquitectura para encubrir su homosexualidad. El veterano crítico de La Vanguardia, que a buen seguro comulgaba ideológicamente con Iquino, pone en contexto la película:
Después de haber explorado en sus últimos filmes problemas humanos, como Aborto criminal, implicados en la sociología, y otros que alternan el costumbrismo y la tesis moral, en los que se aborda el complejo problema de la prostitución, Ignacio F. Iquino se ha metido ahora por recovecos psicológicos, biológicos y sociales más profundos: nada menos que un turbio y sombrío complejo de Edipo, con unas complicaciones homosexuales que degeneran en un drama. Este filme, Fraude matrimonial, es la historia de Julio, un joven hijo de una rica familia, educado y tutelado por su madre viuda, mujer imperativa y absorbente, que ha destruido, sin quererlo, la personalidad de su único vástago.

La trama podía haber dado bastante más de sí. El problema es hondo y trascendente, pero Iquino se ha mostrado esta vez muy inferior al tema. O mejor dicho, lo ha empequeñecido, limitado y simplificado hasta hacerlo casi insignificante. [...]
Iquino no ha estado en esta ocasión a la altura del tema que ha abordado. La película está realizada bellamente. La ambientación, en lugares de un encanto fantástico —entre otros las seducciones maravillosas de los parajes de Rupit—, es espléndida, pero Iquino no ha sabido o podido dar al personaje [de Julio] una matización de acuerdo con sus complejidades anímicas y psíquicas. [...]
La pobre muchacha que se casa con Julio —y que sufre su fraude matrimonial como un calvario— es más vivaz, más rica de expresiones, y sobre todo, de una rara belleza, que Iquino se encarga de mostrárnosla al desnudo —desnudo integral— en varias ocasiones, dando así a. la cinta un aire más bien erótico y pornográfico que psicoanalítico, que es lo que le corresponde en realidad. La actriz que encarna esta figura es una mujer joven, Patrizia Adriani, sumamente atractiva, una italiana que hace sus primeras armas en el cine, pero que es quien supera a todos largamente. [Antonio Martínez Tomás, en La Vanguardia Española, 7 de enero de 1977, pág. 41.]

La madrileña Asunción García Moreno, alias Patricia Adriani, en su presentación en la pantalla, protagoniza el primer desnudo femenino frontal en una película de Iquino, pero aún los primeros planos de los sexos no han sustituido a los rostros de los intérpretes como a partir de La caliente niña Julietta (Ignacio F. Iquino, 1981). La máscara (Ignacio F. Iquino, 1977) lleva por subtítulo “la revolución sexual de una adolescente”. Si la cinta anterior era un melodrama sobre la homosexualidad masculina, ésta lo es sobre la femenina con un final igualmente trágico. Una vez más, Steve McCoy, el alter ego iquiniano en tareas de guionista, pone en boca de la profesora de gimnasia (Rosa Valenty) de la que se ha enamorado su alumna (de nuevo Adriani) la moraleja:

—He llegado a comprender que no habrá futuro para nosotras. La única esperanza es buscar un nuevo horizonte, siempre un nuevo horizonte. [...] Hay algo en la vida de las personas como tú y como yo que corroe y envenena, ¿comprendes? Sería necesario que la humanidad aceptara vernos tal cual somos, que nos ayudasen.
—Pueden ayudarnos, Brigitte. ¿Por qué no?
—¿Ayudarnos? ¿Quién? [...] Nadie, Diana. La gente cuando hable de nosotras lo hará en un tono de burla y de desprecio. Es muy difícil encontrar a alguien con verdadera comprensión. No te hagas ilusiones. La máscara... y ocultas tras ella vivir. Unas veces gozando y otras, muchas más, conteniendo las ganas de llorar.

En dos ocasiones en esta antepenúltima etapa recurre Iquino a profesionales de probada solvencia para que realicen sus proyectos. Uno de ellos es La dudosa virilidad de Cristóbal (Juan Bosch, 1975), planteada como nueva cinta de denuncia sobre el tráfico de recién nacidos a la que las trabas censoriales terminaron llevando por el derrotero de la comedia sexy. El otro es Y ahora, ¿qué, señor fiscal? / Muchachos de barrio (León Klimovsky, 1977), una de las cuatro coproducciones entre España y México acordadas por el Banco Nacional Cinematográfico de México y el Banco de Crédito Industrial español con la mediación de Cinespaña. El supuesto caché de la película procede de que sea una adaptación de una novela publicada al filo de la muerte de Franco por el jesuita José Luis Martín Vigil, que había progresado bastante en su diagnóstico de los problemas juveniles desde la inaugural La vida sale al encuentro, de mediados de los años cincuenta. Durante la Transición se mueve en terrenos que lindan con la denuncia social y la mera explotación, presentando chaperos, yonquis y tipos marginales sin abandonar nunca cierto tono redentorista que sitúa las dos adaptaciones cinematográficas de sus novelas —ésta y Chocolate (Gil Carretero, 1979)— en un punto equidistante entre el regeneracionismo de José Antonio de la Loma y el romanticismo lumpen de Eloy de la Iglesia. La réclame de la novela de Martín Vigil...

El país ha cambiado, la juventud también. Pero, ¿y las estructuras? Atreverse a atentar contra los convencionalismos vigentes durante siglos entraña riesgos obvios todavía y no suele quedar impune fácilmente. Contra viento y marea se sigue manteniendo medidas extremas en que si hay error —y siempre puede haberlo— no quedan soluciones de recambio. He aquí, pues, una novela polémica y valiente. [ABC, 7 de enero de 1976, pçag. 30.]

... transita por los mismos senderos que las denuncias cinematográficas de Iquino, así que no es raro que éste recogiera el guante. Parece que Klimovsky y él tuvieron sus más y sus menos durante la producción y que Iquino terminó haciéndose cargo del final del rodaje y del montaje, por lo que podemos incluir Y ahora, ¿qué, señor fiscal? en el ciclo. El mayor despropósito es un rótulo que sitúa la acción en 1962. Puede que la abolición de la pena de muerte en España en 1978 influyera en la decisión o acaso el matrimonio de penalti de Jose y Paloma —los mexicanos Valentín Trujillo y Leticia Perdigón, protagonistas de otro drama juvenil azteca: La otra virginidad (Juan Manuel Torres, 1975)— pareciera un argumento demasiado añejo para situarlo en 1977, pero lo cierto es que no se hace el más mínimo esfuerzo de ambientación, vestuario ni caracterización por sacar la película de la época contemporánea a su rodaje. En todo caso, podría ir por ahí la utilización de un anacrónico 600 en la primera escena, en lugar del impepinable 1430. Jose es amigo del barrio de El Mangas (Ricardo Masip), un chapero con cuya hermana, Rosa (Verónica Miriel), Jose ha tenido relaciones antes de enamorarse de la dulce Paloma y de que el padre de ésta (Joan Borrás) intente hacer de él un buen burgués. Pero el espíritu rebelde de Jose, su carácter violento ante la injusticia, le ponen siempre al borde del abismo. La película se articula en torno a una serie de flashbacks a requerimiento de la abogada (Silvia Solar) defensora de Jose, que se enfrenta a una condena a muerte, porque, anhelantes de nuevos horizontes, Paloma y Jose deciden emigrar a Alemania, aunque para financiar el viaje tengan que cometer un pequeño robo en casa de la tía de la chica (Susana Mayo). Después de que todo haya salido bien, El Mangas vuelve a la casa a por más dinero y termina asesinando a la mujer y violándola.
Las diferencias de clase y los peligros de querer saltarse sus barreras son el motor de la acción, pero el planteamiento es en todo momento romántico. El habla de los personajes, que en las películas de José Antonio de la Loma constituye una de sus principales señas de identidad, queda aquí edulcorado hasta lo indecible:

—Eso del pudor lo veo enfermizo. [...] Hay belleza en el cuerpo humano... en el cuerpo joven, quiero decir. Si amas, ¿por qué cerrar los ojos? —proclamará Paloma al ser interrogada por la abogada sobre su primera experiencia sexual.

Y Klimovsky e Iquino ofrecen al espectador varios desnudos frontales femeninos avalados por esta argumentación. Ricardo Masip cubre el cupo masculino, pero sólo fugazmente y de espaldas, de modo que la incursión explícita en la necrofilia es seguramente lo más transgresor de La otra virginidad, que en primera instancia pretendió titularse en España nada menos que Orgasmo sobre una muerta. A falta aún de la etiqueta administrativa S —se estrena en los últimos días de 1977— Iquino utiliza en la promoción la de la Iglesia católica: “gravemente peligrosa”. [ABC, edición de Andalucía, 24 de diciembre de 1977, pág. 51.]

Por fin, el 1 de diciembre de 1977 se publica en el Boletín Oficial del Estado el Real Decreto por el que se suprime la censura cinematográfica y en cuyo perámbulo se especifica que...

La cinematografía, como un componente básico de la actividad cultural, debe estar acorde con el pluralismo democrático en el que está inmersa nuestra sociedad. Es requisito indispensable para esta actualización adaptar el vigente régimen jurídico de la libertad de expresión cinematográfica a la nueva ética social resultante de la evolución de la Sociedad española.

Poco antes, el artículo sexto del Real Decreto 30171/1977, de 11 de noviembre, por el que se regulan determinadas actividades cinematográficas especificaba que “cuando por su temática o contenido pudieran herir la sensibilidad del espectador medio, la administración podrá acordar que la película sea calificada con un anagrama especial y con las advertencias oportunas para el Visado de Películas explica con mayor detalle que se considera “S”.

Serán clasificadas para salas especiales las películas cuya temática sea, principal o exclusivamente, el sexo o la violencia. Se entenderá que una película tiene por objeto exclusivo el sexo cuando, con fines de especulación comercial, contenga escenas o secuencias que describan la realización de actos sexuales de manera directa y real a la vista del espectador sin suposición alguna. Se entenderá que una película tiene por objeto exclusivo la violencia cuando constituya una incitación a la misma.
En este nuevo entorno se va a desenvolver la filmografía de Iquino a partir de este momento.

 

 

Emmanuelle y Carol (Ignacio F. Iquino, 1978), clasificada S, lleva al terreno de la explotación pura y dura —con aliño interracial además— el argumento de la homosexualidad. Las que empiezan a los quince años (Ignacio F. Iquino, 1978) —autorizada “exclusivamente para mayores de 18 años”—, el de la prostitución adolescente con un nuevo guiño al lesbianismo en la escena de clausura, cuando una de las protagonistas abandona el reformatorio haciendo un corte de mangas a las instituciones:

—Me encerraron por gustarme los hombres. Y ahora salgo y me gustan las mujeres.

Iquino, que había glorificado como productor la labor de las escuelas de reforma en Los cobardes (Juan Carlos Thorry, 1959), pega un volantazo de ciento ochenta grados y utiliza en la propaganda las estrategias que tan fructíferas se han demostrado en el lanzamiento de sus películas de lo que él denomina “filme denuncia”.

 Pero hay que volverse a Los violadores del amanecer (Ignacio F. Iquino, 1978), clasificada S, para encontrarse con un título en elque sensacionalismo y denuncia comparezcan tan descarnadamente en íntima comunión. El arranque no puede ser más brutal. Cuatro jóvenes en un coche abordan a una joven en un descampado, la llevan a la casa de la abuela de uno de ellos y allí la violan. Tres violaciones más jalonan el metraje de la película. Iquino rueda estas escenas como José Antonio de la Loma las persecuciones de coches. Pero, a pesar de la inclusión de un reportaje con reivindicaciones a favor de los derechos de la mujer, la planificación favorece repetidamente la exposición de su cuerpo desnudo, en tanto que el montaje subraya la violencia de las acciones de los hombres. Uno de los protagonistas, sometido por la policía a un careo con su padre, se justifica por la falta de educación una educación sexual adecuada. Lo que para él —y probablemente para Iquino, que firma el guión con el seudónimo de Steve McCoy— significa que debió habérselo llevado “de putas” en la pubertad. Con idéntico criterio, ante el suicidio de una de las chicas a la que la beatería de su familia empuja a llevar adelante el embarazo fruto de la violación, el consejero espiritual de la tía, un sacerdote, afirma categórico que un aborto a tiempo hubiera salvado su vida, en abierta contradicción con el final de Ana en Aborto criminal apenas cuatro años antes. Pero al cine de explotación tampoco puede exigírsele coherencia ideológica.

La basura está en el ático (Ignacio F. Iquino, 1979) es una nueva vuelta de tuerca a los “vicios de la burguesía” ya desgranados en Fraude matrimonial y La máscara. “¡Una feroz crítica social”, proclaman los anuncios en prensa. Por entonces los equipos de Iquino se reducen al mínimo y prácticamente todo queda en sus manos, en las de su compañera, Juliana San José de la Fuente, alias Jackie Kelly como guionista, y en las del músico —y también montador desde Los violadores del amanecer— Enrique Escobar, alias Henry Soteh. Los motivos, como reconocería años después, eran puramente económicos. En 1987 afirmaba que en el momento en que acometió la producción de Aborto criminal debía a los bancos cincuenta millones de pesetas y obtuvo cien de beneficio. “Con Chicas de alquiler, cien millones más, y con La caliente niña Julieta, ¡una millonada! Total, que me recuperé”. [Félix Flores: “Iquino, del cine erótico a una historia de Cataluña”, en La Vanguardia, 15 de febrero de 1987, pág. 49.]

A finales de la década de los setenta Iquino ha rodado ¿Podrías con cinco chicas a la vez? (Ignacio F. Iquino, 1979). Esta mezcla de comedia vodevilesca y desnudos femeninos dominará la penúltima etapa de su carrera como director, sobre todo, a partir de la implantación de la clasificación S. De hecho, la legislación del cine X en España, en 1983, coincide con el fin de IFI Producción, la empresa con la que viene operando desde 1971. Las tres películas postreras que dirige para Conexión Films, cuya titular es Juliana San José, transitan ya por otros cauces genéricos.