domingo, 15 de abril de 2018
ramón torrado (2)
La común procedencia galaica de los hermanos Torrado, del productor Cesáreo González y, por qué no, del Caudillo, propicia la aparición de un ciclo regionalista ajeno a las hechuras clásicas del sainete madrileño o andalucista. Ramón Torrado dirige de esta suerte tres cintas en las que los elementos melodramáticos y los paisajes marinos predominan sobre todo lo demás.
En El emigrado (Ramón Torrado, 1946) se relata la rivalidad de los hermanos Ibarrola desde la misma infancia. José Mari (Alfonso Estela) es el consentido de su madre (Carmen Sánchez) a pesar de llevar una vida de crápula que pone en entredicho el buen apellido de la familia. En cambio, Ignacio (Raúl Cancio) ha tomado el puesto de su padre en la naviera y es un avezado patrón de trainera. Marichu (María Asquerino), la prima de ambos, se compromete con José Mari porque piensa que de ese modo conseguirá devolverlo al buen camino. Ignacio, que también la ama, decide poner tierra por medio, no sin antes firmar un flete para Casablanca en el que José Mari ha introducido clandestinamente un cargamento de armas por cuenta de un tahúr al que debe dinero (Arturo Marín).
Es así como Ignacio y su fiel criado Josechu (Manolo Morán) llegan al Brasil y entran en contacto con un plantador de café apellidado Wills (Alberto Romea). Éste tiene una hija díscola y caprichosa (la italiana Miriam Day) que tontea con su primo Jaime (Jorge Mistral). Sin embargo, encontrará el amor verdadero junto a Ignacio, quien está a punto de ser nombrado consejero de la empresa. Sin embargo, Jaime, empujado por los celos, averigua la auténtica identidad de Ignacio y revela a su tío las cuentas que tiene pendientes con la justicia española por contrabando.
Bajo la atenta mirada de un sacerdote (Félix Fernández) que, además, es tío de los chicos, El emigrado propone el perdón del fuerte como único camino hacia la reconciliación con el débil. Previamente, éste se ha sometido a un proceso de redención mediante la beneficencia, lo que –de un modo que no queda explicado en la película- le ha conducido a las puertas de la muerte. Eso sí, sin abandonar nunca su posición de privilegiado industrial. No en vano, él es el heredero del nombre del patriarca y se lo ha transmitido a su hijo. La continuidad de la gran burguesía vasca, castellanoparlante y afín a la sublevación militar, queda pues salvada.
Al tiempo, el argumento de Adolfo Torrado y la película de su hermano Ramón proponen sendos universos folklorizantes a ambos lados del Atlántico. Tan inverosímil resulta hoy la Guipúzcoa de las regatas de traineras, los espatadantzaris a ritmo de melodía de Jesús Guridi y el bacalao al pilpil, como la selva amazónica de bolsillo, con jaguares de archivo de película de Tarzán y bailarina imitando a Carmen Miranda. La desternillante mirada colonial sobre Latinoamérica pone en entredicho la supuesta autenticidad de la ambientación vascongada.
Con Mar abierto (1946) por primera vez Ramón Torrado deja de lado la comedia con ribetes más o menos dramáticos y se embarca en un melodrama en toda regla… con abundantes toques de comedia. Corre ésta por cuenta, sobre todo, del inevitable Xan das Bolas y de su habilidad para retorcer el idioma y enrevesar los acentos hasta lo inverosímil. Así que lo que luego hará Torrado con Andalucía –La niña de la venta tiene no pocos puntos de contacto argumentales con Mar abierto-, lo hace aquí con Galicia. Él mismo se reserva un papel episódico en el relato marco, en el que vemos a Carmiña, ya anciana, subir hasta la cumbre de una peña para dejar su cotidiano ramo de flores a los pies de la Virgen que obró el milagro gracias al cual ha sido feliz durante toda su vida. Torrado, que siempre tuvo afición a la pintura, aparece en el papel del aficionado, que, pipa en ristre, pinta el cuadro de la Virgen.
Don Andrés (José María Lado), patrón de pesca, sufre la maldición de que padre (Carlos Casaravilla) e hijo (Jorge Mistral) le roben a dos de las tres mujeres de su vida. A la primera se la arrebató la muerte. Casado en segundas nupcias con Carlota (Calucha de Castroamor), descubre con horror que el empresario de unos astilleros al que ha salvado de un naufragio y cuidado en su casa, se fuga con ella. Años después, empobrecido y agotado por el alcohol, se entera de que el pretendiente de su hija Carmiña (Maruchi Fresno), no es otro que el hijo de aquél, que se ha hecho pasar por un sencillo mecánico de embarcaciones. El amor entre los jóvenes es puro, pero la maledicencia de un usurero encaprichado con la chica (Fernando Fernández de Córdoba) y la sombra del pasado le empujan a ejecutar su venganza contra el joven. La intercesión de la Virgen, que obra un milagro, evita el fatal desenlace.
Un pazo gallego es el principal decorado en el que se desarrolla Sabela de Cambados (Ramón Torrado, 1949). Eduardo (José Mistral) marcha a estudiar a la universidad compostelana. En el pazo de los marqueses de Soñeiro, queda su prima Tonucha (Amparito Rivelles), enamorada perdidamente de él. También su madre, Sabela (María Fernanda Ladrón de Guevara), a la que el marqués (Rafael Bardem) desatiende desde hace tiempo con sus continuos viajes a Madrid y la frecuentación de su prima Julia (Margarita Alexandre).
De América vuelve Juan de Mourente (Fernando Fernández de Córdoba), que partió a la emigración para conseguir fortuna que le hiciera digno de Sabela. En cambio, no regresa Eduardo, enamoriscado de una cantante. La visita de Juan y Tonucha a Santiago de Compostela logra que Eduardo se comprometa con su prima, pero Mercedes (Carolina Giménez), vecina del pazo, no deja de coquetear con él. Y así, en este doble juego de mujeres abandonadas -la marquesa y su marido ausente, dispuesto a pignorar el pazo, y los de Eduardo con cuanta chica mona se le pone a tiro al mes de casado- se va desarrollando la intriga.
Sabela de Cambados puede considerarse la cumbre del torradismo cinematográfico. El argumento de Adolfo Torrado se ciñe a una sentimentalidad melodramática que termina ahormándose a la ortodoxia de la tradición después de haber bailado al son del boogie-woogie. Truculencias familiares, hijos que siguen los malos pasos de sus progenitores, mujeres sufridas por cuenta de otras interesadas y casquivanas, chistes en lengua vernácula, redención y perdón… Todo cabe en este drama en el que los excesos melodramáticos quedan siempre suavizados por el buen gusto.
Por su parte, Ramón Torrado se dedica a exaltar su tierra a base de romerías y bailes populares, sin excesos de estilo, sin grandes alharacas en la dirección de actores, repartiendo con buen criterio el juego entre los secundarios –Xan das Bolas, Félix Fernández…-. Cine popular, en fin, cuyo moralismo impide que hoy pueda uno disfrutar de él como sin duda lo hicieron los espectadores en su tiempo.
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