La frase "la vida es maravillosa" -recordaba José Luis Dibildos- era un homenaje a Pedro Lazaga, que la decía siempre, porque veía el lado positivo de las personas y las cosas. La película es una especie de exaltación de la bondad y del optimismo vital. [Francisco Javier Frutos y Antonio Lloréns: José Luis Dibildos: La huella de un productor. Valladolid, Semana Internacional de Cine, 1998, pág. 26.]La vida es maravillosa (1956) es una extraña comedia-dramática en la filmografía de Lazaga, afín en tono a otras comedias humanistas de estos años como El hombre que viajaba despacito (1957) o El hombre del paraguas blanco (1958), dirigidas ambas por Joaquín Luis Romero Marchent. A diferencia de éste, Lazaga trabaja en color y busca siempre motivos en los que sacar partido al cromatismo. Además, hace un uso bastante infrecuente de la duración de los planos, prolongando la acción sin cambiar la posición de la cámara, como en la escena en la que el peregrino devora la cena de la familia de Mercedes. En las secuencias de El Molino barcelonés, esta duración provoca una incomodidad que reproduce con mucha fidelidad el descubrimiento por parte de Eugenio del mundo en el que se desenvuelve su hermana. Si no resultara sacrílego, diríamos que hay mucho de bressoniano en el planteamiento y la resolución formal de estas secuencias. Parecida técnica utiliza en la recreación de los números. Aunque no asistimos a ninguno relacionado específicamente con las variedades, sí que podemos contemplar desde el palco que ocupan Eugenio y Nicolás las actuaciones musicales de Gardenia Pulido, Carmen González, Johnson y Lydia y Maruja Blanco y las Estrellas del Molino. El punto de vista distanciado y, de nuevo, la duración de los números, les confiere una extraña cualidad documental, ajena a la habitual función de interludio espectacular que pudieran tener en una producción de Iquino, por poner un ejemplo.
Eugenio Jalón (Germán Cobos), habitante un tanto ingenuo de un pequeño pueblecito de Castellón, viaja en compañía de Nicolás González (Antonio Prieto), un charlatán que pasa por el pueblo cada tanto vendiendo plumas estilográficas, a Barcelona donde vive su hermana Julia (Elena Espejo). Durante el viaje ocurren algunos incidentes desagradables debido a su buena fe y al llegar a Barcelona se encuentra con que Julia trabaja en el Molino, pero no como artista, según le había contado, sino dedicada al alterne. Juntos regresarán a Benicarló donde Eugenio había conocido a Mercedes (Ángela Caballero) al rescatar a su hermana de morir ahogada durante el viaje de ida. Entre los personajes excéntricos que Eugenio se encuentra por el camino, merece una mención especial el pícaro peregrino encarnado por Manuel Alexandre, un cometido breve pero resuelto por el intérprete con una riqueza de matices y una gracia que lo hacen inolvidable.
En El Molino, Julia baila español y americano, un poquito de puntas, baila y recita. Esto último, también poco. Pero ella, que ha pasado por la academia de baile de La Sevillanita y se ve que está preocupada por su futuro, lo que quiere ser es "maquietista". O sea, "artista polifacética". Por ahora tiene que conformarse con bailar junto a un marinero que canta con un ukelele y participar en la pasarela del fin de fiesta con un vestuario que adivinamos retocado para que pudiera pasar el filtro censor en 1955. Con todo, La vida es maravillosa se puede considerar un retrato del alterne en el Paralelo en la década de los cincuenta, todo lo ingenuo y melodramático que se quiera, sí, pero también más fidedigno de los que hemos visto hasta ahora, merced a las estrategias desarrolladas por Lazaga.
Roberto el diablo (1957) es la primera “comedia cómica” de Lazaga. O sea, la primera planificada con la intención exclusiva de provocar la carcajada del respetable. Y lo hace a partir de estrategias tanto limpias como espurias. Entre las primeras podemos incluir el guión de Antonio Guzmán Merino –en el que no es difícil adivinar apuntes autobiográficos-, historia de Montescos y Capuletos en un pueblecito de la sierra granadina. La rivalidad familiar no se debe a viejas rencillas familiares, sino que don Pablo, el boticario (Roberto Rey), es liberal de Romanones, y don Pedro, el cacique (José María Lado), conservador de los de don Antonio Maura, a los que en el pueblo llaman “los mauritanos”. La toma del poder por parte de éstos lleva a Roberto (Germán Cobos), eterno estudiante de Derecho, a la secretaría del ayuntamiento. Esta circunstancia le aleja aún más de Pepita (María Mahor), la hija menor de don Pablo, de la que está perdidamente enamorado.
El romanticismo desaforado de la pareja imposible, la oratoria vacua de sus progenitores y las quisicosas del cortejo amorosos a principios del siglo XX son otros tantos motivos para la sátira amable, que Luis G. Berlanga había manejado con mejor pulso a partir de un argumento de Edgar Neville en ¡Novio a la vista! (1954). En cambio, la interpretación burlesca de un galán un tanto limitado, como Germán Cobos, y el recurso al gag de repetición –por cuenta de las tres hermanas ennoviadas de Pepita- y al slapstick –carreras y caídas de Roberto- no terminan de funcionar por su delicado ensamblaje en el bastidor de la sátira de costumbres.
Una vez más, eso sí, Lazaga arriesga en el apartado formal. La planificación recurre sistemáticamente al gran angular y al contrapicado, una técnica desacostumbrada en una comedia de este tipo, en la que se suele tender a la invisibilidad. Los tradicionales efectos de puntuación, como fundidos y encadenados, son sustituidos por brevísimos barridos de cámara montados a corte, lo que proporciona gran dinamismo al relato, pero también extrañamiento en el espectador medio, poco habituado a los alardes formales. También en cuanto al cromatismo prosigue Lazaga el camino iniciado en La vida es maravillosa, aunque recurre a una paleta menos extrema, salvo en el caso del vestuario de las tres hermanas de Pepita o en los mítines políticos, donde el color gana protagonismo.
En El fotogénico (1957), Antonio (José Luis Ozores) es el telegrafista del pequeño pueblo de Solera del Río. Aunque doña Palmira (Ena Sedeño), su profesora de canto, se hace ilusiones con respecto a él, el joven está enamoradísimo de la cancionista Carmen Reyes (Lolita Sevilla), a la que se pasa el día escuchando por radio. Tanto es su embelesamiento con la estrella, que sueña que la fotografía dedicada cobra vida y le invita a compartir con ella este mundo de fantasía -entre Giorgio de Chirico y un Gene Kelly telegrafista- que se encuentra al otro lado del marco. Su segunda inmersión en el mundo de la fantasía será mucho más real. La propuesta de participar en un concurso de "caras nuevas" le proporciona la ocasión de viajar a Madrid y entrar en los estudios CEA. Después de lidiar con el portero y de encontrarse en cada puerta un cartelito de "Prohibido el paso", accede por fin al plató donde la artista de sus sueños rueda "Carmen la bandolera", una película folklórica al uso que Lazaga ni siquiera se preocupa por parodiar. Las siguientes estaciones del enredo son una emisora radiofónica y un hotel de lujo. En cada ocasión Antonio es confundido con otra persona y Carmen termina echándole con cajas destempladas. Sin embargo, ante la posibilidad de perder un sustancioso contrato para una película en compañía de su novio, el famosísimo "cantor de la pantalla" -pero, por lo visto, absolutamente desconocido en España- hacen que Carmen y su representante (Antonio Ozores) le pidan al aspirante a astro cinematográfico que se haga pasar por su prometido.
Desde su debut en El último caballo (Edgar Neville, 1950), José Luis Ozores se ha consolidado como uno de los más importantes actores cómicos de la pantalla española; probablemente, el más popular de la década. Pedro Lazaga se pone a su servicio y se ciñe a su modo de entender la comedia, con grandes dosis de patetismo. Una vez solventadas, gracias a la habilidad del guión, las inserciones musicales de Lolita Sevilla, es Peliche quien ocupa el centro del encuadre. En las escenas que comparte con su hermano, Lazaga los encuadra en plano medio y les deja improvisar, seguro de que el resultado será siempre más eficaz que cualquier retruécano previsto en el libreto.
El aprendiz de malo (1958) es una película del clan Ozores dirigida por Lazaga. Buena parte de la familia Ozores-Puchol encarna los principales papeles, cuando Mariano aún no dirige y alterna su labor como guionista con las de realizador televisivo. Toca ahora deslindar cuál es la parte de la película que corresponde a cada cual. Lazaga está más presente en los primeros compases de la cinta, cuando la necesidad De Casto (José Luis Ozores) de conseguir un uniforme para poderse colocar como portero de un cine de Madrid, le llevan a planear el secuestro de un niño siguiendo el modelo de una película americana. Una escena cocinada a fuego lento en la que el aprendiz de secuestrador va tachando lo que no procede del secuestro que ha visto -la avioneta, el camión, el coche, la rubia, la casa en Manhattan, la finca aislada...- y anota lo que queda a su alcance -una bici, un capacho y un pueblo de la sierra madrileña- proporciona el tono de la parodia, como más adelante lo hará en Sabían demasiado. También la calibración de la fortuna de los padres del niño a secuestrar de acuerdo con las condiciones de sus niñeras.
En cambio, la comedia ternurista que sobreviene desde el momento en que Casto se ve obligado a hacerse pasar por el padre del niño recién secuestrado, en un pueblecito de la Arcadia rural de la que pretendía escapar emigrando a la capital, es territorio de los hermanos Ozores. Alojado temporalmente en casa de Eurípides y Rosita (Antonio Ozores y Julita Martínez), Casto conoce a Jacinta (Elisa Montés) de la que se enamora perdidamente. Entretanto, el mayordomo (José María Lado) de la casa de Carlitos pide a la niñera y al resto del servicio que, en ausencia de los padres del niño, no digan nada a la policía pues corren el riesgo de ser despedidos. En realidad pretende cobrar un abultado rescate por la liberación del niño, toda vez que el infeliz de Casto sólo ha pedido las dos mil quinientas pesetas que le cuesta el uniforme.
Casto es heredero de El malvado Carabel, de Wenceslao Fernández Flórez, cuyos textos adapta en estos mismos días Mariano Ozores para la televisión. Los personajes excéntricos encarnados por Manuel Alexandre y José Luis López Vázquez (doblado por Víctor Ramírez) suponen un cruce entre ambos tipos de humor. Por lo demás, la trama del inocente secuestro infantil lo mismo podría haberla escrito Rafael J. Salvia que Vicente Coello.
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