domingo, 7 de julio de 2019

lazaga 101 (5)


El ciclo guerracivilista es una suerte de guadiana en la filmografía de Lazaga. Se desarrolla a lo largo de más de dos décadas y abarca desde la propia contienda -que aparecerá también como motivo secundario en Las siete vidas del gato (1971) o en Cinco almohadas para una noche (1974)- hasta el maquis o las peripecias soviéticas de la División Azul, en la que el mismo Lazaga fue voluntario involuntario. 

La patrulla (1954) supone su ingreso en el "cine oficial". El reconocimiento a su labor con el premio al mejor director en el Festival de San Sebastián de 1954 y la asignación a la película del Interés Nacional -con su consuiguiente recompensa económica- van a marcar tanto la lectura futura de su filmografía como los caminos que escogerá o descartará a medio plazo.

Enrique (Conrado San Martín), proyecto de abogado, y Vicente (José María Rodero), escritor en ciernes, van a darle a la familia de un compañero la noticia de que el muchacho ha fallecido a causa de los disparos de un francotirador la misma noche en la que el ejército franquista entra en Madrid. Lucía (Marisa de Leza), la hermana del chico, les ha gustado a ambos. Luego, se reúnen con los otros dos compañeros de patrulla. Paulino (Antonio Almorós) no quiere volver al pueblo a destripar terrones y Matías (Julio Peña) teme el reencuentro con su mujer después de tres años de ausencia. Los cuatro acuerdan reencontrarse en diez años en el mismo lugar para ver que ha sido de sus vidas.  Sin embargo, Enrique decide volver a empuñar las armas para luchar contra el comunismo en la Unión Soviética. Parte hacia la estepa rusa como voluntarios de la División Azul, en compañía del hijo de Matías (Carlos Larrañaga). Enrique termina en un campo de concentración junto a un andaluz (Julio Risacal), un aragonés (Germán Cobos) y un madrileño que se pasa el día soñando con regresar a España (Adriano Domínguez). Mientras tanto, el tarambana de Paulino se ha metido en negocios sucios, que han propiciado su detención y Vicente se ha convertido en reportero y, al tiempo que hace averiguaciones sobre el paradero de sus antiguos compañeros, se acerca a Lucía.

Con el regreso de los últimos divisionarios a España a principios de 1954, el tema de la División Azul está de plena actualidad. Los falangistas José María Sánchez Silva y Rafael García Serrano escriben a cuatro manos un guión de urgencia en el que se postula una vez más la continuidad del franquismo en su lucha contra el comunismo, lo que convierte a España en aliado natural de Estados Unidos. Dicho vínculo queda explícitamente establecido cuando el piloto del avión estadounidense en el que Enrique escapa de la Unión Soviética expresa su admiración por el heroísmo español. Con todas las ingenuidades inherentes al argumento, y sin orillar en lo más mínimo su intención propagandística, Lazaga opta por una mixtura genérica que va del cine de campos de concentración al género bélico y de la comedia romántica al policial pasando por el melodrama al estilo de The Best Years of Our Life (Los mejores años de nuestra vida, William Wyler, 1946). El director se muestra especialmente afortunado a la hora de encarar los tramos que tienen que ver con el contrabando de antibióticos y los combates en la nieve, asistido por nieblas y brumas que hablan más alto que todas las proclamas de la turbiedad moral en que se desenvuelve el relato. El otro elemento recurrente es la música, con una cajita que simboliza el amor entre Enrique y Lucía, y un sinfín de himnos patrióticos y canciones cuarteleras, que van pautando su clima emocional.

En El frente infinito (1956) el padre Herrera (Adolfo Marsillach) llega al frente sin haber ejercido nunca antes el ministerio. Vuelve de Roma y se encuentra con que su quinta ha sido movilizada y que, tras una instrucción militar mínima, debe ejercer entre curtidos combatientes a los que sus prédicas sobre la oración y su consuelo espiritual importa bien poco. Herrera no bebe, no juega, de mujeres ni hablar y, para colmo, siente un miedo cerval a los bombardeos. Por suerte, le han puesto de asistente a un muchacho espabilado, apellidado Molina (Jesús Colomer), con el que curita aprenderá tres o cuatro marrullerías con los naipes y se iniciará en la bebida. Desdibujados el resto de los personajes -el comandante Espinosa (José Sancho Sterling), el teniente Martín (José Marco), el capitán Ibáñez (Ramón Durán), médico de la unidad-, queda como antagonista principal el capitán Estrada (Gerard Tichy), ex-legionario, donjuán descreído, dispuesto a arrebatar la inocencia a una enfermera (Josefina Güell) con tal de ganar una apuesta. Poco a poco, el páter conseguirá ganarse el respeto de todos. Primero, cuando no interrumpe una misa de campaña bajo el intenso bombardeo enemigo. Luego, por su comportamiento heroico en el frente, cuando acompaña a los hombres en una difícil misión para proporcionarles el último consuelo.

El frente infinito
es una película anómala dentro del ciclo religioso que constituye uno de los principales filones del cine español de principios de la década de los cincuenta. Como Cerca del cielo (Domingo Viladomat, 1951), mezcla al elemento clerical en los avatares de la Guerra Civil. Sin embargo, en lo que luego supondrá una de las características del cine bélico de Lazaga, se centra en los aspectos más cotidianos de la vida de los combatientes, incidiendo en aspectos como las relaciones sexuales y otras necesidades fisiológicas en una visión muy poco épica de la guerra. Incluso, el miedo del protagonista es algo patente, físico, por mucha redención que haya al final. Esta vertiente casi escatológica y algunas torpezas narrativas -la voz en off que intenta describir los sentimientos del personaje durante el arranque...- condenaron a la película a una pobre calificación oficial y a un estreno tardío, puesto que en Madrid no se estrenó hasta tres años después de su realización.

La cartela que se presenta al principio de Torrepartida (1956) nos invita a la interpreración moral de la historia en clave guerracivilista y, al tiempo, califica al fenómeno de la resistencia armada al franquismo desde el interior -o sea, el maquis- como mero "bandolerismo". La estrategia planteada en el guión es doble. Por un lado, dos hermanos representan los dos bandos en liza: Ramón (Javier Armet), vencedor de la Guerra Civil, es ahora el alcalde del pueblo, enclavado en la serranía de Albarracín; Manuel (Germán Cobos), vive en su misma casa pero está integrado clandestinamente en la partida de maquis comandada por Rafael (Adolfo Marsillach). Ambos representan la eterna estampa de Caín y Abel, republicano y franquista, respectivamente. Uno y otro están enamorados de María (Nicole Gamma). La otra dupla de opuestos es la que reúne / enfrenta a Rafael, un tipo sádico y sin escrúpulos, con el capitán de la Guardia Civil de Teruel (Enrique Diosdado), hombre recto y cabal, defensor del orden establecido. El momento en el que él y Ramón se estrechan las manos acordando la detención de Ramón, "antes de que sea demasiado tarde", sella el acuerdo entre el poder civil y el militar. El capitán no se atiene a chantajes y habrá de cumplir con su deber a pesar de que los de la partida de Rafael han secuestrado a su hijo. Las dudas de Manuel, presentes desde el principio, son, antes que ideológicas, morales, lo que premitirá su redención final.

Lazaga aprovecha el color y la pantalla ancha para realzar unos escenarios naturales que, como en Cuerda de presos, tienen un protagonismo capital. Además, en su primer acercamiento al formato anamórfico, demuestra un muy atinado sentido de la composición, huyendo del estatismo al que tan proclive es el procedimiento en manos inexpertas y aprovechando las oportunidades que se le ofrecen para ahondar en las relaciones entre los personajes sin rehuir el género de aventuras y el western en los que se enmarca la peripecia. Más allá de su evidente carga ideológica y de la malevolencia en la representación del maquis -reforzada por la torpe actuación de Adolfo Marsillach- las principales virtudes de Torrepartida se dirimen en el terreno de la puesta en escena.

Sobre un argumento de Rafael García Serrano compone Pedro Lazaga el tríptico sobre la Guerra Civil, La fiel infantería (1959). Tríptico porque los trea actos canónicos se presentan nítidamente separados. El segundo, en el que se narran las historias sentimentales de un grupo de combatientes en la retaguardia, es el que tiene mayor entidad narrativa y a él le corresponde el grueso del metraje. En cambio, el primero y el tercero tienen lugar en el campo de batalla y es en ellos donde más brillan las virtudes de Lazaga como narrador. La película se despliega con brillantez. Los militares realizan un meticuloso asalto a una posición… para robar unas gallinas. Instantes después, el lugar será bombardeado por un enemigo invisible. Uno de ellos muere, otorgando un contrapunto dramático a la comicidad inicial de la escena. No obstante, la situación, las barbas de varios días y los ajados uniformes muestran una situación muy alejada del cromo heroico que hasta ese momento habían presentado las películas del ciclo dedicado a “la Cruzada”. Las localizaciones desérticas, la paleta apagada que maneja Manuel Berenguer y la tendencia de García Serrano a utilizar un lenguaje más crudo de lo habitual son otros tantos componentes que sitúan a La fiel infantería en un lugar periférico y privilegiado de la filmografía sobre la Guerra Civil. El falangismo de primera hora del escritor, otorga marchamo de autenticidad a la operación de cara a la siempre vigilante censura. No en vano, el autor de Eugenio o la proclamación de la primavera había escrito:
Yo sirvo en la literatura como serviría en una escuadra. Con la misma intensidad y el mismo objetivo. Cualquier otra cosa me parecería una traición. [Citado por Julio Rodríguez Puértolas: Historia de la literatura fascista española. Tres Cantos, Akal, 2008, pág. 302.]
La transición al segundo acto tiene lugar mediante las cartas que las mujeres –esposas, madres, novias, hermanas…- envían a los combatientes. Luego, las escenas de éstas en la retaguardia: preparando con ilusión el baile, esperando al novio con el que deberían de haberse casado en julio de 1936. Éste es el caso de Elisa (Analía Gadé), quien espera impaciente al comandante Félix Goñi (Arturo Fernández). José (Enrique Ávila) liga con Lucía (Paloma Valdés), la doncella de la casa. Y Poli (Tony Leblanc) tira contra todo lo que lleve faldas. Sin embargo, Paloma (Mabel Karr), la taquillera del cine Fémina, terminará por error en brazos del tímido Silvestre (Jesús Puente). Julia (Laura Valenzuela), la hermana de Miguel (Julio Riscal), conoce a Andrés (Ismael Merlo), catedrático de Historia en la vida civil. Miguel tiene que aprovechar el permiso para examinarse de Historia con el padre de Nicky (María Mahor), un auténtico hueso. Las escenas cómicas alternan así con las melodramáticas. La partida inesperada para el frente, propicia la separación de las dos parejas principales. Julia corre hasta la estación como una heroína romántica cualquiera y Félix se seprara de Elisa en el reflejo de un espejo, igual que la vimos a ella la primera vez, ante su traje de bodas. El matrimonio no ha sido más que una ilusión efímera. Lazaga no olvida su pasado formalista y aborda la escena de la boda de Elisa y Félix desde una estilización enfática, que pretende sacar el máximo partido del formato anamórfico del mismo modo que lo hace para otorgar espectacularidad a las acciones bélicas.

El clímax tendrá lugar durante el asalto a Cerro Quemado, donde el combate se plantea en términos estrictamente militares, no ideológicos. Este vaciamiento corre paralelo a la deslocalización geográfica, con la imaginaria cidad de Atarbe como metonimia de una España fija en el tiempo, inmovilizada en una serie de tradiciones en las que la guerra es sólo un accidente. Todo ello propicia la cartela conciliatoria que cierra la cinta, aunque, desde el punto de vista de los vencidos, sólo podía ser tomada como una afrenta más.

Dice el proverbio que unos cardan la lana y otros se llevan la fama. La celebridad de La fiel infantería ha oscurecido un tanto los logros de Posición avanzada (1965), que Lazaga dirige cinco años después sobre un argumento de Ángel del Castillo. La acción comienza a orillas de un río donde Juan Ruiz (Manolo Zarzo) ha reconstruido su vida trabajando en una presa. Su hijo encuentra un casco agujereado en alguna acción durante la Guerra Civil, unos quince años atrás. Juan revela entonces que conoce al que lo llevaba y lo vio morir, como a otros compañeros. Su mujer (Ángela Bravo) le reprocha que le cuente al chico “esas cosas”, pero el caudal de los recuerdos fluye ya incontenible. Retrocedemos entonces al momento en que el pelotón es destinado al frente. Entre sus compañeros destacan: Vélez (Enrique Ávila), el cabezón, dueño del casco; el cabo Pando (Marcelo Arroita-Jáuregui); el filósofo Martí (Manuel Tejada), de convicciones liberales; el tímido Leandro (Jesús Colomer)… Todos ellos están a las órdenes de un alférez bisoño (Manuel Manzaneque) y del veterano sargento Ayuso (Antonio Ferrándiz), construido a imagen y semejanza de cualquiera de los que pueblan el ciclo dedicado a la caballería de John Ford. Apenas hacen el relevo en “Villa Sartén”, que es como se conoce al tramo de trincheras que recorre el río frente al enemigo, el sargento propone una pequeña tregua a los del la otra orilla. Se procede al intercambio de provisiones, a la pesca con explosivos en el río y al intercambio de información entre quienes son del mismo pueblo. Es ésta situación la que ha hecho ver a algunos en la película de Lazaga un antecedente de La vaquilla (Luis G. Berlanga, 1985), cuando la realidad es que el guión de Berlanga llevaba dando tumbos por las covachuelas de la censura desde principios de la década de los cincuenta. Sin embargo, la tranquilidad va a durar bien poco. Los paisanos de la otra orilla van a ser relevados por las Brigadas Internacionales y los brigadistas ni respetan la tregua ni se avienen a razones. Cuando por fin se produzca el enfrentamiento definitivo el sargento lo expondrá con diáfana claridad en la arenga a sus hombres:
-¡A por ellos, que son pocos y no hablan español!

La supuesta reconciliación que la película esgrime como argumento en el marco de las celebraciones de los “25 Años de Paz” pasa por la tergiversación del origen de las fuerzas enfrentadas. Catalanes, cántabros, sorianos… entre los que anhelan la paz en ambos bandos y un puñado de sanguinarios comunistas procedentes de Francia y Alemania como enemigos a exterminar. La partitura de Antón García Abril, interpretada a la guitarra por Regino Sáinz de la Maza, intenta apuntalar esta misma idea. Juan cruzará el río para poner a salvo a su mujer y a su hijo recién nacido, pero regresará una vez cumplido su cometido, haciendo bueno el juicio del sargento que nunca ha creído que estuviera en su ánimo desertar. Es la única mujer que aparece a lo largo de todo el metraje, al contrario que en La fiel infantería, donde los amores y desamores de la retaguardia constituían el meollo del metraje.
Pero la interpretación torticera de la naturaleza del conflicto no agota la película.

Rodada en Superscope y en blanco y negro, Lazaga y el operador Cecilio Paniagua convierten las panorámicas horizontales y travellings a lo largo de las trincheras en el principal recurso para describir las relaciones dentro del propio grupo con el enemigo. Cobrará así inusitado valor expresivo una panorámica vertical que muestra un fusil que se eleva al cielo en brazos de uno de los fallecidos o el largo movimiento que cierra la película descubriendo los cadáveres de los miembros de la escuadra, cuya acción heroica no se ve recompensada con la victoria.

Con El ladrido (1977) Lazaga vuelve al territorio de Cuerda de presos (1955). No sólo al geográfico, puesto que la historia discurre en Asturias, sino al genérico, adaptando los modos del western a una temática genuinamente española. Por el camino, ésta se vacía de contenido. La novela de Óscar Muñiz que el propio Lazaga adapta presenta a dos miembros del maquis, que intentan salir de España tres cometer un atraco en una fábrica y matar a un miembro de las fuerzas del orden en su huida. Aquí, salvo por la frialdad con que uno de ellos dispara contra un número de la Guardia Civil y su interés en pasar a Francia, la situación opera en el vacío, ajena a un contexto político que en 1978 resulta totalmente obsoleto.

El western, el noir e, incluso, ese tipo de ficciones criminales rurales que en Francia se llevaron repetidamente a la pantalla con el título de L'Auberge rouge, sirven de patrón a la historia de estos dos fugitivos (Manuel Tejada y Juan Luis Galiardo) que buscan refugio en un caserío aislado en el que trabajan como aparceros un calzonazos (Antonio Ferrandis) y una mujer ambiciosa, una lady Macbeth de andar por casa (Lina Canalejas). Para descompensar el frágil equilibrio sustentado primero sobre las amenazas y luego sobre el dinero, el matrimonio tiene una hija (María Luisa San José) que es un ángel de lascivia.

Frente a las composiciones plásticas de Cuerda de presos, que buscan integrar las figuras en el paisaje, El ladrido muestra el estilo manierista del último Lazaga. Las panorámicas, los zooms, los travellings y los cambios enfáticos de foco se combinan en un contínuum en el que el espacio termina disolviéndose en un subrayado constante de detalles que adquieren valor significante o lo pierden a tenor del movimiento adelante y atrás de la manivela del objetivo de focal variable. En consecuencia, el montaje se reduce a una serie de cortes netos en los que predomina, antes que cualquier raccord de movimiento o miradas, el fluir de los encuadres en los que nada permanece estable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario