domingo, 21 de julio de 2019
lazaga 101 (7)
Al principio de su carrera como director Lazaga realiza varios ejercicios de estilo. Antes de sufrir un voluntario encasillamiento como estajanovista de la comedia -en muchas ocasiones con especial fortuna- prueba con toda suerte de géneros en cuyos estandarizados códigos medirse a sí mismo como narrador. Ésta es una de las claves en las que podemos leer La frontera del miedo (Pedro Lazaga, 1958).
Un avión que realiza un vuelo Atenas-Roma-Barcelona-Madrid la noche del 24 de diciembre se estrella en un punto perdido de Soria. En él viajaban diversos personajes: un médico procedente de un congreso (José María Rodero); una azafata (Elvira Quintillá) a punto de casarse con el piloto; un griego despistado que resulta ser un experto en ajedrez (Antonio Ozores); y una estrella de cine (Marisa de Leza) con su representante (Rafael Alonso). Pero el drama principal es el protagonizado por Mercedes (Analía Gadé), obligada a viajar con un antiguo novio que se ha convertido en un asesino (Luis Peña), provocando así los celos y deseos de venganza de su prometido (Rubén Rojo).
La película resulta tan convencional y moralista como el argumento propiciaba. Además del reparto, su principal interés es que supone la primera colaboración de Pedro Lazaga con la productora de su amigo el guionista y productor José Luis Dibildos, Ágata Films, justo antes de embarcarse en una serie de cintas corales que supusieron un considerable éxito de público y dieron lugar al filón denominado "comedia desarrollista". Consignemos que Lazaga se muestra casi siempre por encima del material literario sobre el que trabaja, buscando soluciones visuales ingeniosos a los problemas que le plantea el rodaje en unos pocos escenarios limitados y la visible falta de presupuesto para acometer un proyecto de tal envergadura.
Casi una década después vuelve Lazaga a enfrentarse a los códigos de la intriga. Lo hace en El rostro del asesino (1965), que realiza para la productora aragonesa Moncayo Films.
El decorado del viejo caserón solitario, la tormenta, el vapor de las termas y la partitura de Antón García Abril nos sitúan desde el principio en las coordenadas de un relato de intriga con deriva terrorífica. Podríamos hablar, incluso, de un proto-giallo en el que Víctor Monreal intentara emular la estilización y el colorido de las obras sesenteras de Mario Bava apuntan en esa dirección aunque luego se imponga el férreo código del caserón abandonado y los “diez negritos” agathacristianos.
El escenario elegido es un viejo balneario. Los propietarios son Román (José María Caffarel) y su mujer, Margarita (Katia Loritz), una actriz de revista mucho más joven que él, que vive amargada y alcoholizada en este retiro indeseado. Los otros habitantes del lugar son Pablo (Adriano Domínguez), un criado enigmático que se pasa el día espiando las riñas del matrimonio, y un siniestro entomólogo (Marcelo Arroita-Jáuregui). Un heterogéneo grupo de viajeros se ven obligados a pasar allí la noche; el río se ha desbordado por la tormenta y la carretera está cortada. Entre ellos se encuentra Carlos (Germán Cobos), un ingeniero que se fija inmediatamente en Lydia (Paloma Valdés), una joven que viaja con su abuela (Julia Delgado Caro); Suárez (Fernando Sancho), un ex-delincuente; un coronel retirado (Jorge Rigaud); Barrios (Agustín González), un viajante o vendedor de algo; Elena (Perla Cristal), una morfinómana que viaja con un hombre (José María Ferrer) que lleva consigo un maletín repleto de dinero. Durante la cena se produce una discusión entre ellos y el maletín cae al suelo y se abre. Todos ven su contenido. Para distender el ambiente, Margarita decide ofrecer al público una canción, que interpreta con una linterna y las luces apagadas. Cuando alumbra al hombre del maletín, éste ya es un cadáver. Cualquiera de ellos puede ser el asesino. A partir de ese momento comienza una investigación en la que parecen llevar la voz cantante el coronel y el profesor. Aún habrán de sucederse varios crímenes más hasta que se escalrezca, en la última escena, quién es el verdadero culpable.
Lazaga y Víctor Monreal relegan en este caso el zoom a las ocasiones contadas en las que intentan con él algún efecto expresivo y se dedican a mover la cámara con desplazamientos que llaman la atención sobre sí mismos, acentuados por la utilización sistemática de grandes angulares y composiciones que aprovechan la profundidad de campo. El resultado final es una película en la que el realizador se desentiende de lo que cuenta –manido y previsible por mil veces contado- y se centra en el modo de hacerlo. El esquematismo de los personajes –ayunos de cualquier atisbo de caracterización psicológica- resulta, en lugar de un inconveniente, una ventaja a la hora de afrontar este planteamiento. No obstante, los cronistas de la producción de Moncayo Films afirman que Lazaga y José María Palacio manipularon el guión de Emilio Alfaro García hasta dejarlo irreconocible y atribuyen los méritos de la resolución formal a Monreal, que "efectúa un sugerente trabajo de creación de espacio dramático mediante el empleo de grandes angulares y composiciones diagonales que contribuyen a resaltar los interiores góticos y a dotados de la máxima expresividad", amén de resaltar el "frecuente uso de filtros, manipulaciones cromáticas, dominantes azules y rojas" y el juego con la profundidad de campo" en tanto que Lazaga habría hecho de todo ello "un ensayo virtuosista en el que sometía a prueba algunos de los incipientes recursos expresivos propios de la moda cinematográfica del momento". [Javier Hernández Ruiz y Pablo Pérez Rubio: Moncayo Films. Zaragoza, Ayuntamiento de Zaragoza, 1996, pág. 90.]
Rodada a finales de 1964 y distribuida finalmente por Iquino, El rostro del asesino se estrena en Zaragoza en enero de 1966, pero no llega a las pantallas madrileñas hasta el otoño de 1969 en programa doble con El tesoro de Makuba (José María Elorrieta, 1967).
Algunos estudiosos plantean la intervención de Lazaga en la realización de La mansión de la niebla / Quando Marta urló dalla tomba (Francisco Lara Polop, 1972) a tenor de la producción de Mundial Films, el guión de Luis G. de Blain y el protagonismo de Analía Gadé, como otras cintas que el de Valls realizó este mismo año 1972 para la productora de Paco Lara Polop. Al no aparecer Lazaga acreditado, no se atreve uno a incluirla en su filmografía, pero no está de más mencionarla como una de las pocas incursiones genéricas estrictas más allá de sus territorios de caza habituales.
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