domingo, 28 de julio de 2019

lazaga 101 (8)


Las Muchachas de azul (1957) son las bellas dependientes de unos grandes almacenes madrileños. Según el guión de Noel Clarasó y el productor José Luis Dibildos todas buscan al marido ideal. Lolita (Licia Calderón) tontea con el estudiante Julio (Antonio Ozores), Olga (Vicky Lagos), apasionada de la automoción, termina enamorándose de un taxista (Tony Leblanc), Carlos (Leo Anchóriz) ayuda a Pilar (Lucía Prado) a repasar la lista de los reyes godos, y Ana (Analía Gadé) intenta por todos los medios que se le declare Juan (Fernando Fernán-Gómez), el encargado del departamento de Deportes. Los líos entre las chicas casaderas y los candidatos al matrimonio constituyen la trama de esta comedia desarrollista de un humor tan blanco que, a ratos, produce rubor. Pero son cosas de estos tiempos de escepticismo. Tiene uno que situarse en 1957 y ver la vida con las gafas del optimismo con las que escribieron la cinta sus guionistas.

Estábamos en que Ana lleva dos años casi saliendo con Juan sin que éste se declare. Al final, después de varios desencuentros y de que Ana le dé celos con su amigo Álvaro (José Luis López Vázquez), Juan telefonea a la pensión para declarar que está dispuesto a casarse con ella y que si Ana no le corresponde incendiará la casa. Aturullada, Ana pregunta que dónde está el fuego. Los enanitos y los payasos desfilan con sus cubos y sus jarros de agua, para terminar lanzándose por la rampa que los bomberos han colocado en el balcón de la pensión y que conduce a Ana a los brazos de Juan. La exigencia de realismo de Lazaga -que llevará a los intérpretes a plantarse durante la producción de La frontera del miedo (1958) debido a la dureza del rodaje- exige Analía Gadé que ella misma interprete la escena, a pesar del riesgo evidente, para poder tomar en continuidad todo el descenso desde el balcón hasta el abrazo final.

También se llama Ana la protagonista de la siguiente comedia que Lazaga dirige para José Luis Dibildos, Ana dice sí (1958). Aquí, Juan (Fernando Fernán-Gómez) es un vivalavirgen que ejerce de crápula en Madrid a costa de la supuesta herencia que recibirá de su tío Patricio. Pero al morir éste, Juan se entera de que ha sido desheredado a favor de su prima Ana (de nuevo Analía Gadé). Sin un duro, viaja a la Costa Brava y empieza a rondarla, aunque ella está dispuesta a casarse con Andrés (Antonio Ozores) a pesar de la amenaza del tío, que en un codicilo estipula que en caso de celebrarse el matrimonio con tal botarate perderá su fortuna. Además, Andrés es la presa elegida por la dinámica Olga (Laura Valenzuela). La construcción de este personaje se articula en torno a un fenómeno de inversión convencional: amante de la mecánica, piropea a Andrés, se atreve a amenazarle con que algún día será suyo, emplea cualquier triquiñuela para besarle y en un momento reconoce de sí misma que “parece un señor”. Situación que evoca una doble viñeta de Herreros en La Codorniz "Evolución de la especie", que se abre en su parte superior, situada en 1943, con un motorista que conduce una potente motocicleta y detrás, con el pelo al viento, viaja una señorita. Una década después –viñeta inferior– ella con pantalones, alpargatas y gorra deportiva conduce una Vespa, en tanto que el novio, aún con bigote, se ve ahora reducido a la condición de paquete. La misma escena, calcada, tiene lugar en Ana dice sí con Olga y Andrés. En un lugar solitario de la costa ella dice que la motocicleta se ha estropeado y que tienen que parar para arreglarla. El vuelco es absoluto cuando Andrés, con toda lógica, adopta la pose de señorita ofendida que asegura que ese truco es muy viejo. Pero el personaje auténticamente codornicesco es Vicky (Elisa Montés), arquetipo de chica moderna que espeta animosamente a cualquier hombre que le caiga en gracia un desconcertante “¡Qué turista eres!”.

La dirección de Lazaga va un poco más allá que la corrección en la puesta en escena de algunos gags, con la utilización de la banda sonora en un sentido no realista, con la lectura en off de las cartas del tío Patricio, la utilización de un magnetófono para la escucha del testamento en la que el finado conversa con sus herederos y apostilla sus comentarios o la recreación de la banda sonora que lleva a cabo Juan cuando pretende favorecer el idilio de Ana y Andrés pinchando en un tocadiscos románticas melodías al efecto y colocando bajo el carrito de las bebidas unos pajarillos que aumentan el efecto bucólico.

La particularidad que presenta Luna de verano (1959) dentro de este ciclo de comedias desarrollistas es que en esta ocasión Jesús Franco interviene como guionista y delegado de producción. Acaso tal sea el motivo del doble protagonismo femenino con caracteres complementarios y contrapuestos, como más adelante ocurrirá en la filmografía franquiana en Tenemos 18 años (1959), Labios rojos (1960), El caso de las dos bellezas (1969) y Bésame, monstruo (1969).

Monique (Analía Gadé) y Colette (Laura Valenzuela) son dos amigas francesas que viajan a un curso de verano en San Sebastián para preparar su tesis. Ambas son independientes, jóvenes y tienen ganas de divertirse, pero mientras Colette pretende darle un enfoque social a su trabajo, Monique está enamorada de la tradición, la espiritualidad y la hidalguía españolas. Pasan la primera noche en Pamplona, en plenos sanfermines, y siguen camino de la capital donostiarra. Por el camino recogen a Miguel (Tony Leblanc), un autoestopista gorrón, y allí encuentran al profesor Larrabeiti (Fernando Fernán-Gómez), por el que las dos sienten una pasión irrefrenable. Miguel, empeñado en conseguir una beca para comer de gorra, se ofrecerá a darle clases de donjuanismo. Entretanto, ante la imaginación calenturienta de Monique el profesor Larrabeiti aparece como conquistador de las Américas, torero y cuanto tópico hispano haya a mano. Fantasías inanes que nada ponen en solfa y que sirven, simplemente, al juego vodevilesco de la comedia romántica.

En lo referente a Lazaga, Dibildos realiza el balance del ciclo en los siguientes términos:
Pedro tenía un gran dominio de la técnica y, por ello, ponía más atención en la cámara que en el actor. Había una cierta descompensación entre una buena forma y un contenido flojo. Por eso Lazaga fue siempre infravalorado en los cineclubs, aunque muy estimado de la industria. En este sentido, la comedia le dio equilibrio, porque le obligó a plantearse situaciones en las que todo el peso correspondía al actor. [Francisco Javier Frutos y Antonio Lloréns: José Luis Dibildos: La huella de un productor. Valladolid, Semana Internacional de Cine, 1998, pág. 40.]

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