domingo, 29 de septiembre de 2019

lazaga 101 (17)


Contra lo que pueda parecer, el extenso ciclo de cadetes en academias militares no fue una exclusiva de Ramón Torrado. Manuel Mur Oti, León Klimovsky o Agustín Navarro también incursionaron puntualmente en este territorio. Y, cómo no, Lazaga.

Los guardiamarinas (1966) se aleja tanto del modelo coral-juvenil de Quince bajo la lona (Agustín Navarro, 1959) como del patrón de la trinca de alumnos en una academia militar practicado por  Torrado desde Botón de ancla (1948). Desde su mismo inicio, la película de Lazaga se inscribe argumental y formalmente en el territorio del melodrama. Poco importan los abundantísimos fragmentos cómicos que recaen en Alfredo Landa o José Luis López Vázquez: son meros interludios en los avatares del díscolo caballero guardiamarina Enrique Andrade (Pepe Rubio) y su padre, el veterano contramaestre del buque-escuela Juan Sebastián Elcano (Andrés Mejuto). Como en el conflicto generacional también subyace uno de clase, el comandante Carlos Torres (Alberto de Mendoza) será el exponente de una oficialidad hecha a los tiempos de paz, cuando lo que Enrique admiraba en su padre era el espíritu de aventura, encarnado una vez más en la Guerra Civil y el mito de los "bous armados" promovido por el bando franquista y presente en otra película también protagonizada por Pepe Rubio y en la que lleva una vez más el nombre de Enrique: Cruzada en la mar (Isidoro Martínez Ferry, 1968). El alumno ejemplar es el ordenancista brigadier Miguel Montero (Manolo Zarzo), con el que Enrique mantiene un permanente enfrentamiento que se agudizará cuando Enrique pretenda seducir a Paloma (María Jesús Valdés), una amiga de Miguel. Claro que, a la hora del heroísmo, se verá de qué pasta está hecho Enrique.

No le busques tres pies... (1968) supone una falsa intrusión en el universo torradiano. En este caso, y Pedro Masó mediante, en el de los sofisticados pilotos de aviones a reacción en color y pantalla ancha. Pero en lugar de las aventuras cómico-dramáticas entrelazadas de tres caracteres complementarios, Lazaga –a partir del libreto de Masó y Coello- propone una historia de superación personal, de la conquista del autorrespeto y el amor. Miguel Aguirre (Axel Darna) renuncia a continuar sus estudios como piloto militar en la escuela de San Javier porque tiene miedo. Para sus padres (Mary Carrillo y Eduardo Fajardo) y su novia (Mary Francis) ha sido una decisión acertada. El único que se siente decepcionado es su hermano menor (Pedro Díez del Corral), que siente por él una admiración reverencial. Sin embargo, Miguel está dispuesto a demostrarle al teniente coronel (Alfredo Mayo) que es capaz de superar el miedo y convertirse en piloto de caza. Para lograrlo, llegará a robarle las joyas a su madre con tal de pagarse las horas de vuelo que le exigen para ctitularse como piloto civil y, de este modo, ingresar en el Ejército del Aire como piloto de complemento, de modo que el grado máximo que podrá alcanzar en su carrera militar será el de alférez. A pesar de ello, durante unas maniobras realizará una acción heroica que redondeará los aspectos folletinescos del argumento, lo que, ahora sí, sirve de vínculo con el ciclo de Torrado. La incorporación del hermano de Miguel a la siguiente promoción de pilotos militares refuerza una vez más el esquema de redención individual y transmisión familiar del espíritu militar, tan presente en el cine bélico fascista italiano.

La cinta –como alguna otra de Rafael Gil- es pura propaganda de reclutamiento, con una breve trama sentimental que sirve de excusa a un  publirreportaje sobre la tecnología militar norteamericana, con el F-104 como auténtica estrella del reparto y fetiche tecnológico. El breve segmento sobre las alarmas aéreas ya había sido narrado por Jerónimo Mihura en el cortometraje para No-Do Centinelas del aire (Pilotos de reactor) (1965). Es uno de esos momentos en los que Lazaga juega al doble juego de lo que está sucediendo –Miguel le muestra a su hermano los cazas- y lo que podría suceder –el simulacro de alarma-. El otro tiene lugar cuando Carlos (Manolo Zarzo) le cuenta a Miguel su relación con su novia, en la que lo que se nos muestra es absolutamente lo contrario de lo que dice.

Las estrategias de planificación de Lazaga en pantalla ancha siguen siendo altamente imaginativas para el cine español de la época. Además de las composiciones con los personajes agrupados y de a dos -con proliferación de composiciones en diagonal y elementos en primer término-, organiza la imagen mediante reencuadres siempre que se le presenta la ocasión e incluye algunos inhabituales primeros planos en perfil absoluto. Un enfático travelling circular sirve de subrayado a la bronca que el teniente coronel le echa a Miguel por abandonar su puesto. Mediante este recurso y con la colaboración de la experiencia bélica de Alfredo Mayo y su protagonismo en el ciclo del cine de Cruzada –sobre todo en Escuadrilla (Antonio Román, 1941)- Lazaga regresa a uno de sus temas favoritos: las heridas aún abiertas de la Guerra Civil.

No hay comentarios:

Publicar un comentario