domingo, 20 de marzo de 2022

maría félix llega a españa contratada por cesáreo gonzález

María Félix llegó a España en 1948 contratada por Cesáreo González por una cifra astronómica y paseó su belleza estatuaria por varias producciones nacionales y en otras internacionales de las que Suevia Films, la compañía de Cesáreo, se quedaba con la distribución en España y Latinoamérica. 

Para arrancar la maquinaria, el productor gallego la puso bajo la tutela de Rafael Gil en una producción costosísima —rodaje en Italia, embarcaciones varias y hasta un submarino— que adaptaba una novela de Vicente Blasco Ibáñez que ya había llevado al cine Rex Ingram antes de que el cine sonoro arrasara con todo lo anterior.

Mare Nostrum (1948) trae la acción de la novela a la II Guerra Mundial. La invasión nazi de Polonia inmoviliza al barco del capitán Ulises Ferragut (Fernando Rey) en Nápoles. En las ruinas de Pompeya conoce a una mujer misteriosa llamada Freya Thalberg (María Félix), cuya belleza supera a la de las estatuas de las diosas de la antigüedad clásica. La pasión enloquecida de Ferragut por ella, le hace aceptar la misión de minar para los nazis los puertos aliados en el Mediterráneo. El formidable equipo de canallas para los que trabaja Freya están encarnados nada menos que por Guillermo Marín, Porfiria Sanchiz y José Nieto. La Félix cumple con su papel de espía internacional como antes lo hicieran Garbo y Dietrich, pero Gil —excelente por otra parte en registros que le son más afines— no es Sternberg. Solvente en las escenas de acción, aplicadamente caligráfico en las melodramáticas, el director echa el resto en las apariciones —marianas, claro— de la estrella femenina, a la que se entrega por completo en el ineluctable final. Eso sí, con esta cinta España empieza a resituarse en el nuevo orden mundial en un momento en que el aislamiento internacional es total al colocarse finalmente el capitán del Mare Nostrum del lado de los aliados, aunque sea para vengar la muerte de su hijo.

Miguel Mihura discurrió la idea de su comedia Maribel y la extraña familia a partir de otro libreto suyo anterior que había constituido la base literaria de la segunda película de María Félix dirigida por Rafael Gil: Una mujer cualquiera (1948). Al principio de la cinta, la prostituta (María Félix) le pregunta al hombre (Antonio Vilar) si en la casa a la que la lleva hay alguien más y él contesta, con sorna, que su familia, que se la va a presentar. En Maribel Mihura decide llevar esta ocurrencia adelante. ¿Qué pasaría si este hombre de verdad viviera con sus tías y llevase a la prostituta a su casa convencido de que es una chica moderna, de esas a las que no les importa ir solas a las cafeterías?

El libreto de Una mujer cualquiera tenía un punto de partida como especial para la Censura: un hombre lleva a una prostituta a un chalet de Ciudad Lineal para que le sirva de testigo en un homicidio sólo aparentemente accidental relacionado con el tráfico de cocaína. Mihura quería titularlo “Una cualquiera”, pero el título no fue admitido. Tampoco determinadas alusiones al oficio que ejercía el personaje ni algunas relaciones extramatrimoniales previas a su caída. Éstas —el fallecimiento del hijo, el desamor del marido (Tomás Blanco), el via crucis de su descenso en la escala social— caen más cerca del melodrama que de la película de intriga y, al parecer, corresponderían a las exigencias de la estrella azteca para justificar no sólo moralmente al personaje, sino que eran la excusa para para lucir un vestuario que costó más que el guión. [Fernando Lara y Eduardo Rodríguez Merchán: Miguel Mihura en el infierno del cine. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1990, pág. 139.]

En el desarrollo argumental se trasluce el Mihura lector de Simenon y en algunos pasajes callejeros el ambiente del "realismo poético" a la francesa que en La calle sin sol (1948) constituía prácticamente el meollo de la cinta, pero la trama se va enrevesando cuando resulte que ella vive en la pensión de la prometida del asesino (Carolina Giménez). Mihura despliega entonces una extraña historia de amour fou en la que la belleza constituye una maldición casi bíblica para la mujer que ha sido agraciada con ella. Lo extraño es que Gil no saque el máximo provecho de ello multiplicando los espejos y demás atrezzo propio del melodrama y se limite a desarrollar este asunto mediante el diálogo:

—¡Buen miserable ese Luis! —concluye el comisario (Juan Espantaleón) en la escena final—. ¿Y cómo después de lo que hizo siguió usted con él y hasta llegaron a...? La verdad es que no comprendo nada.
—Cosas de mujeres, señor comisario. Para ustedes muy difíciles de comprender.

Cesáreo González reúne una vez más a María Félix con Gil para llevar a puerto La noche del sábado (1950), una adaptación de un drama de Jacinto Benavente que el director realiza junto a Antonio Abad Ojuel. La Doña encarna a una muchacha italiana que ayuda a la economía familiar bailando en el local que regenta su padre (Manuel Kayser). Cuando las cosas se ponen feas el padre envía a su hija directamente a que traiga un jornal a casa “haciendo la calle”. De alguno de estos encuentros casuales nació una niña llamada Donina que poco importa a la ambiciosa joven. Quiere la casualidad que esa noche se encuentre con un artista (José María Seoane) que, además de enamorarse perdidamente de ella, esculpe una bellísima escultura de la que se encapricha su amigo, el príncipe Florencio (Manuel Fábregas). Imperia, que así ha decidido llamarse la muchacha, tomando el nombre de la estatua, escala rápidamente puestos en la corte de Preslavia. El príncipe Miguel (Rafael Durán), hombre recto, ajeno a las intrigas palaciegas, también se prenda de ella. E Imperia va y viene de uno a otro hasta dar en Montecarlo, veinte años después, con el Cirque Jacob.

Las leyes del melodrama son inexorables. En este circo trabaja su hija Donina (María Rosa Salgado), convertida ya en mujer. Al principio, Imperia se siente atraída por algo inexplicable: el baile de la chica le recuerda su tierra y su juventud. No tarda en descubrir la auténtica identidad de Donina y en sentir un repentino amor materno que dará sentido a su dilapidada existencia. “¡Aquí muere hasta el apuntador!”, se decía antes cuando la cosa se liaba y sólo había manera de desliarla a base de mandobles, venenos y otras lindezas. Pues La noche del sábado termina más o menos así.

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