domingo, 30 de octubre de 2022

la antítesis del cine español de los años cuarenta

Al contrario que Rafael Gil, Luis Lucia o Juan de Orduña, Luis Marquina no es un “hombre de Cifesa”. Durante estos primeros años de la década de los cuarenta las trayectorias del cineasta y de la productora valenciana coinciden; luego, se separan. Santander, la ciudad en llamas (1944) es ya una producción de España Films. Félix de Pomés es don Pedro Bárcenas, un indiano enriquecido en México que vuelve a España tras escuchar por la radio la lectura del parte del 1 de abril de 1939 —“En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo…”—. Le anima la intención de “ayudar a la reconstrucción de la patria” con su capital. Durante el viaje en barco su imaginación vuela hasta España, pero es una imaginación con afán totalizador porque recorre, a golpe de imagen documental, paisajes, procesiones de Semana Santa, tradiciones, corridas de toros, gentes, la Virgen del Pilar… Todavía llega don Pedro a tiempo para presenciar en primera línea un Desfile de la Victoria. Lo que sigue luego es un melodrama salpicado con infructuosos intentos de emparejar, a base de maquetas, a la capital de la Montaña con San Francisco en la versión catastrofista de la cantarina Jeanette MacDonald.

Por esta época, en un momento de intensa actividad cinematográfica, Marquina se embarca como “asesor taurino” en el proyecto de Abel Gance de hacer una película protagonizada por Manuel Rodríguez “Manolete”. Problemas de liquidez impiden que el rodaje vaya más allá de unas pruebas iniciales, aunque el decorado de la plaza de toros de Ronda se mantiene durante varias semanas en los estudios CEA a la espera de que el productor reciba los créditos sindicales y bancarios que ha solicitado. [Julio Pérez Perucha: El cinema de Luis Marquina. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1983, págs. 67-70.]

Además, desde la creación en 1947 del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, Marquina forma parte del equipo docente, primero en la asignatura de Dirección y más adelante, hasta 1955, de la de Montaje. No obstante, saca tiempo para colaborar con su padre y con Antonio Mas Guindal en el guión de Serenata española (Juan de Orduña, 1947), para realizar Doña María la Brava (1948) —que no he podido ver— y para escribir y dirigir para Manuel del Castillo Filigrana (1949). Esta cinta es la quintaesencia de Antonio Quintero, Rafael de León y Manuel Quiroga en la pantalla. El terceto de compositores que dio sus más sonoros triunfos a la copla flamenca en la anteguerra y la posguerra, tenía en Concha Piquer, que no se prodigó demasiado en el cine, a una de sus intérpretes más señaladas. En su voz fueron éxitos: “Ojos verdes”, “Tatuaje”, “Antonio Vargas Heredia” o “Yo soy esa”.

La acción arranca en 1927, con la cantante gitana María Paz “Filigrana” (la Piquer) ya madura y desengañada de los hombres cosechando éxitos noche tras noche en un teatro bonaerense. Por vengarse del hombre que le destrozó el corazón, acepta la invitación del acaudalado Guillermo Harrison (Mariano Asquerino) y, al darse cuenta de que es un hombre cabal, le relata la historia de sus amores con el conde de Montepalma (Fernanda Granada). Un ballet al ritmo de unas sevillanas en las que se da la versión de la historia que corre por Sevilla durante la Exposición Iberoamericana de 1929, abisagra la cinta por mitad del metraje. Una elipsis nos traslada entonces a Sevilla en 1943, donde el conde de Montepalma ha perdido el palacio por sus muchas calaveradas. Ha sido Filigrana la que ha ido comprando sus deudas, a fin de vengarse del daño que le hizo. El amor entre el hijo de Filigrana (Miguel Gómez) y la hija del conde (Carmen Sevilla) supondrá la cicatrización de las viejas heridas.

Marquina rueda con afán clasicista, subrayando los efectos melodramáticos, como en la escena en la que Filigrana recuerda su humillación pública por parte del conde, en la que la voz en off, los filtros colocados en la cámara, la utilización del sonido y una puesta en escena que aísla a la protagonista o la muestra caminando a contracorriente de gentes vestidas de etiqueta, contribuyen a crear un clima de pesadilla.

Las dos últimas películas de Marquina han sido producidas por Manuel del Castillo, un vallisoletano de nacimiento, pero sevillano de adopción. Ha sido carpintero, viajante y corredor de seguros antes de ingresar en el mundo del cine como exhibidor y distribuidor a principios de la década de los treinta. Tras la Guerra Civil se convierte en uno de los productores de medio fondo, sin alcanzar el volumen de producción de Cifesa, Suevia Films o Emisora Films, pero con una labor continuada en un mundo en que las casas con una sola película eran abundantes. Su primera producción es Cancionera (Julián Torremocha, 1939). Luego establece acuerdos de producción con Cifesa, Suevia y CEA, lo que le permite mantener el ritmo de una película relativamente ambiciosa al año. Edgar Neville llega a un acuerdo con él para hacer en sucesión El crimen de la calle de Bordadores (1946) y El traje de luces (1947). Después de ésta, el alto costo de la producción histórica Doña María la Brava motivará que el rodaje de Filigrana sufra serios contratiempos, convirtiéndose en la última película de la marca del torreón.

Emilio Sanz de Soto resume del siguiente modo la trayectoria de Marquina en esta década:

Es difícil de captar y, menos aún, de definir el estilo de Luis Marquina. En las obras que de verdad le pertenecen, que son las menos, se nos aparece como la antítesis del cine español de los años cuarenta, enfático y altisonante. En él todo era reserva, sigilo. Dijérase que reflejaba la obra de un tímido. Ignoro si lo era, pero así me lo parece. Y este pudor no estaba exento de una cierta elegancia, detalle este siempre de agradecer, sobre todo en nuestro cine. Pero se echaba en falta el brío narrativo de los auténticos realizadores, que, curiosamente, era una de las características de su segunda y mejor película, rodada durante la II República, El bailarín y el trabajador (1936). Como le sucediera a muchos de su generación, la postguerra los desorientó; no era el mundo por ellos soñado, por muy hombre de derechas que fuera, pero tampoco podía identificarse con los intelectuales de izquierda, en su mayoría en el exilio. [Emilio Sanz de Soto: "1940-1950", en Augusto Martínez Torres (ed.): Cine español 1896-1983. Madrid: Dirección General de Cinematografía, 1984, pág. 113.]

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