domingo, 6 de noviembre de 2022

adaptaciones

En 1949 Luis Marquina realizaba una declaración de principios sobre las posibilidades de la novela en la pantalla:

La novela es la cantera lógica y normal de nuestro cine. Es en la novela donde el director de cine puede encontrar cuanto apetezca: ambiente, paisaje, psicología, acción, diálogo, lo que quiera. No concibo cómo a estas alturas de nuestro cine, cuando ya hasta se habla de su mayoría de edad, todavía no se han llevado al cine las novelas de Benito Pérez Galdós. Pero el productor manda; el director español no hace más que secundar las iniciativas del productor. [Cámara, núm. 146, 1 de febrero de 1949.]

Parece una proclama de la nueva etapa que está a punto de abordar...

Basada en una novela de Pedro Antonio de Alarcón y con diálogos adicionales de Wenceslao Fernández Flórez, la siguiente película de Luis Marquina relata una historia muy similar a la de La fierecilla domada, de William Shakespeare, sólo que invirtiendo el género de los protagonistas. Sin grandes alardes de producción, ajena al engolamiento de otras producciones históricas, El capitán Veneno (1950) se toma a chufla toda la prosapia del siglo XIX con la complicidad de un reparto en estado de gracia. Se lleva la palma, Fernán-Gómez en el papel titular, al que da la réplica una pizpireta Sarita Montiel y secundados por Manolo Morán en el papel de un senador de inflamada oratoria, José Isbert en el papel de un médico que nunca sabe a qué carta quedarse, Julia Caba Alba como criada respondona y gallega o Julia Lajos encarnando a una marquesa preocupada por el ringorrango.

A don Jorge de Córdoba (Fernando Fernán-Gómez), militar en la reserva por su afición al naipe y a la gresca, le conocen todos como “Capitán Veneno”. Si algo hay que le produzca más aversión que la disciplina es la familia y la institución familiar. Quiere la fortuna que una noche descubra un complot liberal en contra de Isabel II. Él se empeña en denunciarlo ante políticos venales sin que nadie le haga caso, de modo que termina haciendo frente a los revoltosos sin encomendarse a dios ni al diablo. Cuando recibe una herida en una pierna, lo recoge en su casa la joven Angustias (Sara Montiel). Es ésta hija de doña Teresa (Amparo Martí) y de un general carlista fallecido, cuyo reconocimiento de título y pensión le está costando a la señora viuda la pignoración de sus últimas joyas. Obligado a guardar cama en casa de las dos mujeres, el capitán Veneno caerá en las redes del amor, aunque la renuncia a sus principios no llegará sin librar antes cruenta batalla.

La cinta se resuelve en escenas largas y dialogadas, con breves y poco dinámicos interregnos de acción, como la insurrección republicana, pero destaca especialmente la desenvoltura en los diálogos de Wenceslao Fernández Flórez. Estos alcanzan notable fluidez en la primera mitad del metraje, más volcada hacia la comedia y permite al escritor numerosos giros galaicos en la rivalidad entre el capitán Veneno y la criada, ese “monstruo de Mondoñedo”.

Casi todas las críticas que reseñaron el estreno de Quema el suelo (1951) aludieron a lo literario de los diálogos y a lo artificioso de la situación de partida. Ocurre esto último con cierta frecuencia en el cine español de estos años, que cuenta con el hándicap de no poder llevar el adulterio hasta sus últimas consecuencias como motor de la intriga. Por si quedara alguna duda, el prólogo y el epílogo se sitúan en un convento al que padre e hijo acuden a pedir consejo. Un psiquiatra (Tomás Blanco) recibe en su consulta a un escritor (Gerard Tichy) que ha llegado a tal estado en su relación platónica con una desconocida (Annabella) que ha desarrollado la obsesión de asesinar al marido sea éste quien sea. No tardará en aclararse que los vértices del triángulo se circunscriben a estos tres personajes. Por supuesto, el marido es el propio doctor y será él quien, por celos, termine asesinando al escritor. Todas las evidencias están en su contra. El único modo en que se podría salvar de la máxima pena sería que su padre (Rafael Calvo), un eminente abogado, lo defienda. Pero el progenitor ha tenido a gala durante toda su vida el defender la justicia y si lograra la absolución de su hijo sabiendo que es culpable los principios que sustentan su existencia se vendrían abajo.

Uno de los lectores del guión para los trámites de censura previa subrayaba esta contradicción conforme a lo que el nacional-catolicismo consideraba reprobable y lo que no:

Puede admitirse una figura así en la pantalla pero tal y como está presentado resulta que el acto de Rafael disparando sobre el cínico amante de su esposa es absolutamente reprobable a juicio del recto D. Alberto cuando, desde el punto de vista humano y social, y dadas las circunstancias del hecho es perfectamente justificable o al menos merece ser defendido. [Expediente de censura en el Archivo General de la Administración, caja 36/04721.]

La solución al conflicto, que entonces acaso pareciera la única justificable por la moral nacional-católica, hoy adquiere un carácter tan disparatado que convierte el relato en un auténtico despropósito. Marquina se sacará la espinita de la película de intriga psicológica con Alta costura (1953), pero en esta ocasión la banalización de la moda de la psiquiatría, relativamente novedosa por entonces en España, y el sobado molde de drama judicial terminan por apagar el interés del espectador mejor predispuesto.

El realizador ha adaptado en esta ocasión la novela homónima de J.L. Cromwell publicada por Saturnino Calleja en 1947 en su colección de novela extranjera “La Nave”. Como traductor figura el joven Juan Luis Calleja, nieto del editor. Todo el mundillo literario debía estar en el ajo de que el supuesto autor foráneo era un mero seudónimo porque algunos reseñistas llegan a afirmar que la calidad de la versión española es tal que la obra se diría escrita en castellano e invitan a su autor a publicar sus propias obras. Parece que la novela era un fresco de la Europa de entreguerras con protagonismo coral, del que Marquina habría entresacado a los personajes que sirvieran para montar el armazón argumental. Según Julio Pérez Perucha, Calleja se quitó la máscara de Cromwell cuando la película llegó a las pantallas, denunciando el falseamiento de su obra literaria. Lo cierto es que el rodillo de créditos inicial salta en el momento en que va a aparecer el título de la novela y su autor para recuperarse cuando se presenta a Marquina como responsable de la adaptación y el guión técnico.

Amaya (1952) es una producción de la modesta firma Hudesa —apoyada por el PNV y por los estamentos oficiales— que terminó en manos de Cifesa. La casa valenciana la distribuyó como una cinta más de un ciclo de cine histórico que, a estas alturas, ya había tocado fondo en el interés del público y de las renovadas instancias oficiales.

“El fin será el principio” tal es el lema grabado en el brazalete de Amaya (Susana Canales), la hija del rey godo Ranimiro (Pedro Porcel) y de una descendiente de Aitor, fundador mítico del pueblo vasco. Amaya es el vértice de una intriga que lleva a Teodosio de Goñi (vasco y cristiano, José Bódalo) a enfrentarse con Íñigo García de Amezcua (cristiano y vasco, Julio Peña). Desautorizado el primero para convertirse en “caudillo” de vascos y godos por causa de un trágico parricidio, queda más o menos expedito el camino hacia su destino del segundo, figura crística, que aunará voluntades contra la invasión morisca. Por medio, alusiones legendarias a la fundación de Euskadi de la novela walterscottiana de Francisco Navarro Villoslada (1877), pasadas por el enfrentamiento entre cristianismo y paganismo de corte wagneriano que impregna el drama lírico de Jesús Guridi (1920). De éste se conservan íntegros en la película algunos fragmentos, como la ezpatadanza, resueltos por Marquina con técnicas que en El bailarín y el trabajador podían resultar adecuadas pero que aquí chirrían. Mejor pulso muestra en las escaramuzas bélicas y en la revuelta contra los godos promovida por los hebreos de la judería de Pamplona.

En manos de Marquina los elementos shakesperianos —Macbeth, Otelo...— se superponen a los motivos wagnerianos que inspiraban la ópera —Parsifal...— y, para añadir aún más complejidad al asunto, Amaya pasa de ser mera portadora del brazalete y, por tanto, personaje símbolo de una tradición, a convertirse en la encarnación misma del mestizaje consustancial a la lectura del mito en clave española. Por suerte para el peliculero la religión, que ya estaba en la base de la ópera, supone un dique de contención contra cualquier lectura heterodoxa que se pretenda hacer del texto.

Lo que no admite grietas es el estilo declamatorio de las inacabables escenas dialogadas, que se acumulan sin cuento para conformar un relato plúmbeo, con contadas escapadas al paisajismo —de la mano del operador Enrique Guerner— y a las escaramuzas bélicas. En cambio, la derrota del Guadalete queda elidida y resuelta en un plano general en el que, muerto —o desaparecido en una nebulosa mítica— don Rodrigo, Teodomiro, duque de la Bética, acepta la corona de los godos “porque no es de oro ni de hierro, sino de espinas” que habrá de lograr que “de cien reinos distintos, pero cristianos, vuelva a formarse la monarquía católica española” fórmula mediante la cual Marquina concilia su militancia monárquica con la ineludible profesión de fe en las esencias nacional-católicas del franquismo.

“No peligra el imperio, la religión peligra”, tal es la proclama de Amaya ante el ataque de las fuerzas musulmanas. El llamamiento es claro: los godos y los vascos que han abandonado los ritos paganos para abrazar la fe cristiana deben abandonar sus luchas intestinas y hacer frente al enemigo común. El guión de la cinta utiliza así parte de la feble intriga de la ópera de Guridi para reescribir la historia en clave contemporánea. Íñigo es el autoproclamado Caudillo que trae la paz entre dos facciones unidas en la fe para defender el solar patrio contra la amenaza extranjera.

En Así es Madrid (1953) José Luis Colina y Luis Marquina adaptan La hora mala, “comedia dramática de costumbres populares” de Carlos Arniches estrenada en el Teatro Eslava en 1921 que Marquina tenía previsto haber adaptado en el verano de 1936. Como le ocurrirá a la versión de La verbena de la Paloma de José Luis Sáenz de Heredia, rodada diez años después, la película de Marquina propone una especie de lapso en el continuo espacio-tiempo, de modo que podríamos catalogarla como “ciencia ficción de corrala madrileña”. Porque, si bien el presente de los protagonistas adquiere en algún momento visos de contemporaneidad, el resto de los personajes que habitan en el inmueble siguen sumidos en un pasado que se pretende inalterable.

Y, la verdad sea dicha, es en este universo paralelo hecho de retruécanos castizos y solidaridad lírica donde mejor funciona la película de Marquina, más allá de la trama criminal con redención final protagonizada por el pétreo José Suárez, la dulce Susana Canales y una bellísima Lina Canalejas.

Es en los intercambios, narrativamente estériles, entre José Isbert y José Orjas, Manolo Morán y Julia Caba Alba o su hermana Irene y Antonio Riqueleme donde Así es Madrid gana vuelo y podemos darnos un baño de espíritu arnichesco sin que la toalla de moralina con la que hemos de secarnos al final nos saque ronchas.

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