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domingo, 26 de enero de 2025

parábolas del tardofranquismo por alfonso ungría

No fue únicamente Carlos Saura quien se dedicó al cine metafórico durante el segundo franquismo para lidiar con las cortapisas censoriales. Alfonso Ungría optó por otro modelo de cripticismo. El hombre oculto (1970) es una parábola sobre la situación en España a finales de los sesenta, un poco en la línea de la coetánea Contactos (1971), de Paulino Viota. O sea, clandestinidad, hermetismo, despojamiento formal.

La chispa inicial del primer largometraje de Ungría es la publicación en el Boletín Oficial del Estado del 1 de abril de 1969 de la norma que declara prescritos los “crímenes” cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939, esto es, la fecha en que las tropas nacionales proclaman “alcanzados sus últimos objetivos” y finalizada la contienda. Empiezan entonces a salir a la superficie los “topos”, los republicanos que se enterraron en vida en zulos en el interior de sus propias casas tras ser derrotados en la Guerra Civil.

Hay algunas películas de estos años —entre ellas, La mano de madera (Augusto Martínez Torres, 1968)  y El desastre de Annual (Ricardo Franco, 1970)— que presentan a pequeños grupos de personas encerrados en viejos pisos sumidos en rutinas perfectamente absurdas. Es el resultado de la conjunción de los usos habituales del cine marginal en el entorno de una España claustrofóbica en la que Franco agoniza. No olvidemos que en 1969, a consecuencia de las protestas por la muerte del estudiante Enrique Ruano, se declara por primera vez desde la Guerra Civil el Estado de Excepción. Está contado en una práctica del primer curso de Dirección de la Escuela Oficial de Cine por Gonzalo García Pelayo: Mario (Terror y miseria) (1969). Estas réplicas del sesentayochismo adaptadas a la realidad de España culminaron con la expulsión de la mayoría de los alumnos de la Escuela y quienes empezaban a hacer cine por entonces quedaron abocados a la práctica del cine marginal.

Con otras coordenadas esto también se da en el cambio de década, por ejemplo, en Manderley de Jesús Garay, en Umbracle, de Portabella, en Aoom, de Gonzalo Suárez, y en las primeras películas de Augusto Martínez Torres y Emilio Martínez Lázaro. Todavía Los viajes escolares, de Jaime Chávarri, se mueve en este mismo terreno, aunque con intención de salir de la clandestinidad. La contrapartida son las películas libérrimas del propio Chávarri —como Ginebra en los infiernos, en Super-8—, El lobby contra el cordero, de Antonio Maenza, o Shirley Temple Story, de Antoni Padrós. Son producciones que se aprovechan de su carácter marginal para reivindicar una libertad absoluta, que, hoy en día, en tiempos de estructura aristotélica pasada por la batidora del manual de guión, resultan poco menos que ofensivas para la mayoría de los espectadores.

Tal es el clima en que se fragua El hombre oculto, con sus citas de Kafka y todo. La película representa a España en la Mostra de Venecia de 1970. Ungría proclama entonces, un tanto pomposamente, la filiación valleinclnesca de su proyecto:

Mi forma de expresión es el graznido, escupiendo la mugre que deforma la música de nuestras voces. Para narrar la cochambre —lo soterrado, el disimulo, las medias frases, las amenazas veladas, el susurro, el guiño cómplice, el rodeo, la desconfianza, la impotencia voluntaria— se utiliza una estética subnormal. (El odio del instinto, después vendrá la locura). Hago mi estética deforme para aquí y ahora, galería de espejos cóncavos y convexos, carcajada primitiva de transeúnte cotidiano. Y propongo al espectador la visión de este recorrido para morirse de risa. [Juan José Porto: “Alfonso Ungría habla de la película que ha representado a España en el Festival de Venecia”, en Libertad, 16 de septiembre de 1970, pág. 5.]

Parece como si después del encierro que supuso El hombre oculto, Ungría hubiera decidido hacer todo lo contrario. Tirarse al monte (1971), su segunda película se desarrolla íntegramente en exteriores, aunque los personajes sigan viviendo en la reclusión y la marginalidad.

En un paisaje tan agreste que resulta abstracto, una serie de personajes escapan de la sociedad y de los dos representantes del orden que deambulan por allí. Claro, que estos dos tipos —cruce de pareja de la benemérita sin tricornio y guardias forestales— incuban un huevo de basilisco, animal mitológico con forma de reptil de mirada letal y aliento venenoso. Y que la criatura que nace maldita por la mujer que da a luz (Yelena Samarina) se convierte inmediatamente en un adulto (José Renovales) aquejado por un vértigo metafísico. Por suerte, hay allí un labrador filósofo (Luis Ciges), que escribe consignas en las rocas. También una mujer entregada sin más al disfrute de la vida (Julieta Serrano). Y un barquero borracho (Andrés Mejuto) que cruza el lago a algún viajero despistado que no sabe que no va a ninguna parte. Y un homosexual (José Vidal) que lleva siempre a su alrededor, como mariposas, los insultos de las gentes de orden... Algunos llevan su marginación hasta el extremo: el barquero fabrica un aparato volador y se arroja con él al vacío. Otros, aceptan la integración: el homosexual termina alistándose en la legión. Otros, en fin, asumen como propia la lógica del capitalismo: la mujer en celo permanente se prostituye en la capital chuleada por el joven y ambos convencen a los habitantes del pueblo para que vayan a la ciudad a consumir y a ser explotados sin miramientos, mientras que ellos regresan al pueblo, dueños absolutos de un lugar deshabitado.

Ungría se muestra inmisericorde con el espectador. Las escenas carecen de progresión y la causalidad brilla por su ausencia. Por momentos, se entrega a la pura celebración performativa, como si ante una representación del Living Theatre nos encontráramos. El resultado es una suerte de comedia bárbara valleinclanesca influida por el Glauber Rocha de Cabezas cortadas (1970), película que el brasileño había rodado en España un año antes también con producción de Profilmes.

Realizada en 1976, Gulliver sufrió en carne propia los últimos coletazos de una Censura a punto de pasar a mejor vida. Por un quítame allá esa escena de sexo oral, la cinta quedó bloqueada administrativamente, sin permiso para ser estrenada. Su director, Alfonso Ungría, cuya carrera llevaba camino de convertirse en un rosario de desencuentros con el público recurre a la prensa para denunciar las presiones administrativas. 

¿Qué asustaba tanto a los censores? La adaptación a la España contemporánea de la obra de Jonathan Swift. Con el tiempo, Liliput y el resto de tierras visitadas por Lemuel Gulliver se habían ido descafeinando convirtiendo en temas infantiles apropiados para dibujos animados o efectos especiales la feroz sátira de Swift, que es también —no lo olvidemos— el pergeñador de aquel inolvidable panfleto titulado Una modesta propuesta para acabar con el hambre y la miseria en Irlanda en el que sugiere que los pudientes beberían de devorar a los hijos de los menesterosos.

Con la colaboración de Fernán-Gómez en el guión Ungría urde una parábola satírica en la que un delincuente, huido de la policía, se refugia en un pueblo abandonado que sirve de cobijo a una cuadrilla de treinta enanos que actúan en espectáculos cómico-taurinos. De ahí surgió precisamente la idea. Declaraba:

A mí siempre me habían asombrado aquellas corridas bufas que organizaba El Chino Torero con su troupe de enanos. Cuanto más empitonaba el becerro a los pequeños hombrecillos, cuantas más volteretas y golpes les propinaba, más crecían las risas, el jolgorio, del respetable público. ¿Fiesta bárbara? ¿Sadismo colectivo? No; más bien, descubrí que la desfiguración de una imagen (trágica, en este caso: “la cogida”) libera de la crueldad de su absurdo, y este descubrimiento gratificante se desborda en risa. [...] No tengo la menor duda del porqué, de entre los diversos sectores de marginados, los enanos son los que sufren la más, imposible integración social. ¿Se imaginan ustedes que un enano pudiera llegar a magistrado supremo, catedrático, presidente de la Generalidad o hasta ser elegido sumo pontífice? [...] Pues, eso. Es el único de los marginados que sólo con su presencia, a la cabeza de cualquier institución, haría tambalear sus cimientos. [El País, 19 de abril de 1979.]

El reparto incluye a los diminutos Enrique Fernández, José Jaime Espinosa, Rodolfo Sánchez, Mariano Camino, Isabel Fernández... y así hasta treinta liliputienses que en el cartel se promocionan como “grandes enanos”. Rememora el protagonista en un libro de conversaciones con Enrique Brasó que este fue uno de los problemas a los que hubo de enfrentarse la producción. El organizador financiero del asunto contaba con el sueldo de su estrella, pero pensaba que los salarios de los diminutos serían proporcionales a su tamaño. Craso error. Casi todos ellos ganaban sus buenos cuartos en el circo o con los espectáculos taurinos y renunciar a ellos durante más de un mes que duró el rodaje, requería compensaciones principescas. Por ello, concluye Fernán-Gómez, los productores tuvieron que seguir pagando pequeñas cantidades mucho tiempo después de acabado el rodaje. “Lo que más recuerdo, como cosa singular, es el haber visto que todos estos actores componían una especie d sociedad distinta dentro de nuestra sociedad. Y que se comportaban de otra manera. Vivían así”.

Martín “El Marquesón” (Fernán-Gómez) descubre que el diminuto empresario que explota a sus compañeros oculta a una mujer (Yolanda Farr). Con la ayuda de ésta el extranjero decide hacerse con el poder. Lo logra gracias al libre mercado: juego, alcohol, tabaco... Los oprimidos se alzan contra su antiguo jefe... sólo para colocar en su puesto al delincuente. Eso sí, en nombre de la civilización occidental y el progreso. La lectura entre líneas, en tiempos de la transición democrática, no podía ser más sarcástica. Menos nihilista acaso que aquella Auch Zwerge haben klein angefangen (También los enanos empezaron pequeños, 1970), que el director alemán Werner Herzog rodara en Lanzarote y que tantos puntos de contacto guarda con Gulliver.

El resultado es tan esperpéntico como cabía esperar y bastante más brutal, zafio y conscientemente feísta de lo esperado. Escenas como la de la felación o la violación de Rosa por parte de los enanos liberados de la opresión de su jefe son brutales hasta lo doloroso.

Los espectáculos puestos en escena por los pequeños en su cuartel de invierno son espectáculos taurinos —una parte del elenco procede de la troupe de “El Chino Torero”— y el vodevil arrepistado. Cuando Martín se haga con el poder intentará llevarles por la senda del teatro trascendente, los clásicos con lectura contemporánea y el toreo serio. Todo ello dará como resultado el ridículo más espantoso ante los empresarios teatrales (José Riesgo y Enrique Vivó), que buscan el espectáculo burlesco que asegure la taquilla, y, más grave, la cogida y muerte de uno de los toreros diminutos que provocará la venganza de los fenómenos en la línea canónica marcada por Freaks (La parada de los monstruos, 1932). El rótulo final dedica la cinta “a los marginados de cualquier condición, a los extranjeros de ninguna parte”, algo con lo que nos sentimos plenamente solidarios.

La cinta dirigida por Ungría se revela así como pieza clave en la evolución de Fernán-Gómez como cineasta. Una línea que enlazaría desde la zarzuelera Bruja, más que bruja (1977) hasta la desesperanza desaforada de Mambrú se fue a la guerra (1986). 

Gulliver se estrena con casi tres años de retraso en el coqueto cine Palace de Madrid, con sus butacas blancas y su terciopelo rojo, una vez enterrado el control estatal heredado del franquismo.

Dos versiones primigenias del comentario sobre Gulliver aparecieron en Circo Mélies.

domingo, 12 de enero de 2025

independientes en mayo del 68

Imagen del tráiler de La mano de madera 2024

La mano de madera (Augusto Martínez Torres, 1968) es uno de los más conspicuos ejemplos del cine independiente —o marginal, si alguien prefiere esta etiqueta— español. Rodada en 16mm entre 1966 y 1968 y con una duración final de unos setenta y cinco minutos, la película fue tomando forma mediante el procedimiento del incremento: tres segmentos conectados temáticamente conforman el todo.

Una joven conoce en la calle a un tipo que se las da de artista y pretende seducirla, pero ella ya tiene pareja. Un profesor de piano podófilo —que no pedófilo— regala unas botas a su alumna sólo para contemplar impotente cómo ella se marcha con un sacerdote. La hermana de un paralítico le atiende de la mañana a la noche: pide a un vecino que la ayude a bajar la silla de ruedas a la calle y cuando éste pretende violarla la cosa termina como termina. Las dos primeras historias se integran en la tercera, que actúa como relato marco mediante un lábil artificio narrativo.

La frustración sexual que subyace en los tres fragmentos se concreta en una mano de madera de las utilizadas en guantería, que funciona a la vez como fetiche erótico y como adminículo auxiliar de una religión sancionadora y castradora. Algunas imágenes y tramas reflejan una fuerte impronta buñueliana. Otras remiten a obras coetáneas, como El horrible ser nunca visto (Gonzalo Suárez, 1966) —la fotografía de Carlos Suárez y las derivas surreales de situaciones cotidianas—, el cine rodado en España por Adolfo Arrieta —que hace el papel de profesor de piano y prestó su cámara de 16mm al cineasta en ciernes Martínez Torres— o la posterior El desastre de Annual (Ricardo Franco, 1970) —la claustrofobia como metáfora de la represión—.

La cinta fue rodada al margen de cualquier permiso oficial y seleccionada para participar en el politizado festival de Pésaro de 1968, lo que obligó al equipo a realizar una sonorización de urgencia. Emilio Martínez Lázaro, que realizó Circunstancias del milagro (1968) con el mismo equipo e idénticos medios recordaba así el proceso:

Compré sencillamente dos mil pesetas de negativo (16mm Kodak 4X) y lo metí en una cámara Beauleiu prestada. Carlos Suárez, Luis Ariño, Augusto M. Torres y otros amigos y amigas entramos en casa de Cristina Almeida, y aprovechando una nevera muy grande que había al fondo del pasillo y otros elementos por el estilo, rodamos rápidamente unos cuarenta y cinco minutos. Con unas tijeras y al trasluz de una ventana, reduje la duración a la actual. Después le puse una locución en un magnetófono casero, y con una música muy bonita de Alban berg y otra de Dizzy Gillespie cociné el sonido en un local de aficionados. (Lo menos que podía pasar es que no se oyera nada. Disculpas). Corría el año 68. [Francisco Llinás (ed.): Cortometraje independiente español 1969-1975. Bilbao: Certamen Internacional de Cine Documental y de Cortometraje de Bilbao, 1986, págs. 91-92.]

En La mano de madera Martínez Torres decide utilizar las carencias a favor de obra y para ello deja de lado la sincronía, hace que una misma voz relate una conversación a dos y pide a Antonio Drove que doble a un personaje femenino.

En el certamen de Mannheim se presenta —¿parcialmente?— como un tríptico de largo metraje con otras dos producciones homólogas: la precitada Circunstancias del milagro y Querido Abraham (Alfonso Ungría, 1968). El conjunto, titulado Start, según figura en las colas de laboratorio que unen las tres piezas, forma parte del programa dedicado al Nuevo Cine Español junto a tres “clásicos” del ciclo así denominado y tres ejemplos de la Escuela de Barcelona. [https://www.iffmh.de/festival/history/1968/index_eng.html]

En 2019 La mano de madera se digitaliza en Filmoteca Española y el realizador procede a la creación de una nueva secuencia de créditos, a ligeros ajustes de montaje y a la resonorización de los fragmentos que iban acompañados de música.

domingo, 11 de junio de 2023

la buena caligrafía de josé maría forqué (10)

Alicia (Analía Gadé) discute con el primer actor (Saza) de una compañía que va representando el Tenorio por pueblos. Alicia, mujer liberada y acostumbrada a la vida nocturna de los cómicos, está harta de las exigencias del primer actor y de las burradas de los paletos. Un bache a la entrada de Torrecilla de los Infantes provoca una avería en su coche y ella se ve obligada a hacer noche en casa de los Bolante, madre (Milagros Leal) e hijo (Fernando Fernán-Gómez), que la toman por una monja. Sin embargo, la confusión se deshace rápidamente y Alicia seduce al hombre, que sigue siendo virgen a los treinta y siete años. El juego que propone Juan José Alonso Millán en La vil seducción (1968) —adaptada por él mismo de una comedia propia— se basa en una inversión de roles que ya había ensayado Miguel Mihura en Maribel y la extraña familia, cuya adaptación cinematográfica realizara Forqué al principio de la década. El personaje de la madre, empeñada en llevar a su hijo a los cabarets de Madrid para que encuentre una mujer digna de los Playboys que constituyen una de sus principales lecturas viene directamente de las tías de aquélla. Hay de nuevo la creación de un paleto que es una mezcla de encanto y cazurrería y que cae rendidamente enamorado de la chica que se le ofrece sin otro afán que el de no pasar la noche sola. Un tema de los que entonces se consideraban picantes y que tiene en el físico de Analía Gadé su baza principal. Como ella y Fernán-Gómez habían estrenado la comedia, la adaptación cinematográfica no se hizo esperar. Forqué hace un trabajo más que correcto y, ternurismo aparte, consigue una de las más afinadas comedias sexys de las que entonces empezaban a inundar las pantallas españolas:

En esta película había elementos que yo entendía muy bien, unos elementos marcadamente populares. Yo soy aragonés y creo que había cosas muy aragonesas en esta comedia. Además, me entendí muy bien con Analía Gadé y con Fernando Fernán-Gómez. En la película hay algo que merece ser destacado y es que significó un importante cambio de rumbo en la carrera artística de Analía Gadé, que, hasta entonces, sólo había hecho mujeres maravillosas, pero frías y lejanas. A partir de La vil seducción empezó a hacer personajes más apasionados, más directos e inmediatos. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid, Alianza Editorial, 2009, pág 235.]

Lou Bennett, organista estadounidense afincado en Europa, pasó largas temporadas en Barcelona y de ahí su participación en la banda sonora de Ditirambo (Gonzalo Suárez, 1967) y en La vil seducción, a la que incorpora una composición completa en la que destaca la bossa nova de la escena de la seducción en el palomar.

No debió ir mal la relación de Forqué con Alonso Millán, porque nada más terminar La vil seducción se mete en la adaptación de otra obra suya: Pecados conyugales (1969). En este caso, se trata de tres actos autónomos con esquema de alta comedia, tragedia grotesca y sainete. En los tres géneros esta versado Forqué y en Italia se están haciendo este tipo de películas de episodios con razonable éxito de público, así que, con este modelo en mente, se embarca en la dirección de ésta, en la que abundan los papeles de lucimiento para un elenco amplio. El primer episodio es el que iba en el estreno teatral situado en último lugar. Se trata de una alta comedia que en el escenario se titulaba “Torremolinos” y ahora toma el nombre de “La duda”. Una mujer frívola a más no poder (de nuevo Analía Gadé) toma como amante a un auténtico apolo (Arturo Fernández) al que pretende compatibilizar con su marido (José Luis López Vázquez), al que no quiere renunciar porque es el que aporta seguridad económica y prestigio social al matrimonio. “La ambición” muestra como una mujer (Esperanza Roy) termina convenciendo a su marido (Juanjo Menéndez) de que se queme a lo bonzo para reclamar un ascenso y obtener así un ascenso en el taller fallero en el que trabaja. “Los celos” es un sainete ambientado entre basureros —¿aquellos mismos de Un millón en la basura (1966)—. Uno de ellos (Manolo Gómez Bur) está empeñado en que su mujer (Julita Martínez) le engaña con un inválido (Zori) que la lleva de excursión en su cochecito con motor, en un guiño más que evidente a la película de Marco Ferreri y Azcona.

Según Florentino Soria, este último episodio sería lo mejor que Forqué habría hecho en comedia, a la par que Atraco a las tres (1962): "Se trata de un sainete esperpéntico, divertidísimo, un acierto completo de tono, situaciones, personajes y diálogo, todo ello aderezado por un grupo de excelentes actores". [Florentino Soria: José María Forqué. Murcia: Editora Regional de Murcia, 1990, pág. 105.]

domingo, 21 de octubre de 2018

selmier: actor, autor, asesino (4)

 

En el primer bienio de la década de los setenta Dean Selmier participa también hasta en cinco producciones estadounidenses o británicas rodadas en España con o sin participación española. En Patton (Patton, Franklin J. Schaffner, 1970) no aparece en los títulos de crédito pero tiene un papelito de un par de frases con George C. Scott. En Blow Away Selmier aprovecha este rodaje para hacer gala de sus viejas conexiones con Broadway y para poner en escena lo que es un rodaje de envergadura, no como aquéllos en los que ha participado en España hasta entonces:
Lentamente, el plano va tomando forma. Las cámaras se colocan en su posición, entran los sonidistas y luego los atrezzistas. Todos ellos son meticulosos, temperamentales y celosos ante cualquier invasión de sus dominios. Sobrevive el más espabilado, del cámara a los maquinistas, los mulos de carga del rodaje, y el jefe de eléctricos.
Hasta ahora no ha aparecido por allí ningún actor. Si son estrellas, están en sus caravanas, repasando el guión, haciendo crucigramas o practicando meditación. Scott… seguro que no hacía nada de eso. Estaría durmiendo. Es un tipo de una pieza. Seguro que tenía la escena estudiada desde hacía días. Su doble de luces está ahora en el decorado. Tiene la misma altura y complexión que Scott. Servirá para realizar los ajustes de luz y bloquear la posición de la cámara. Su trabajo es un chollo. Cuando aparece Scott me recuerda a un cangrejo de arena. Se coloca, aparta un poco de arena y regresa a su caravana. […]
Al verme se detiene.
—¿No te he visto antes?
—Claro —le digo. Se lo piensa.
—¡Ah, en Ballad of the Sad Café! No te había reconocido. Siempre andabas con el pequeño Michael. [Selmier y Kram: Op. cit. pág. 237.]
Cuando Patton llegó a Djebel Kouif, en Argelia, el 12 de marzo de 1943 se encontró, al parecer, un desbarajuste considerable y a la tropa bastante relajada en cuanto a la disciplina. Para ilustrar este punto, el guionista Francis Ford Coppola crea una escena en la que Patton tropieza con un solado tirado en mitad de un pasillo. Es el papel que interpreta Selmier, que pone su mejor cara de pasmado para explicar que sólo intentaba encontrar un sitio tranquilo para dormir. La respuesta del general es lapidaria: “Puedes volver a echarte, hijo. Eres el único en este cuartel que sabe lo que está haciendo”.


Poco más permanece en pantalla en la extraña Captain Apache (Capitán Apache, Alexander Singer, 1971), suerte de western autoparódico desde los mismos créditos de entrada y salida montados sobre sendas canciones interpretadas nada menos que por su protagonista: Lee Van Cleef. La producción corre a cargo de Benmar, una compañía británica con capital de donde lo hubiera organizada por el guionista Philip Yordan para aprovechar su experiencia en España junto a Samuel Bronston. El elenco hispano está integrado por José Bódalo y Elisa Montés en papeles de cierto peso, y Ricardo Palacios, Cris Huertas o Charly Bravo, habituales en este tipo de producciones. Selmier aparece brevemente en un archivo en el que el protagonista busca un informe secreto e intenta oponerse a sus desmanes, pero es inmediatamente acallado por un sargento.


Y aún menos suerte tiene en The Hunting Party (Caza implacable, Don Medford, 1971) y Man in the Wilderness (El hombre de una tierra salvaje, Richard C. Sarafian, 1971), donde figura en los títulos de cabecera, los personajes que interpreta se llaman respectivamente Collins y Russell, pero no hay manera de localizarlos en todo el metraje. En la segunda, su intervención habría tenido lugar en alguna de las escenas retrospectivas que recrean el pasado del superviviente interpretado por Richard Harris, rodadas en los madrileños Estudios Moro o en algunos exteriores en Soria, porque el rodaje principal se realizó en Arizona.


Take a Hard Ride / La parola di un fuorilegge... è legge! (Por la senda más dura, Antonio Margheriti, 1975) es el epílogo cabal a esta serie de presencias fantasmales. Selmier vuelve al Oeste nada menos que en Canarias, en un extravagante exponente tardío del género. Aparte de su exótica localización, pareciera que la película va a discurrir por caminos más o menos trillados cuando arranca con un sanguinario cazador de recompensas encarnado por Lee Van Cleef y un ranchero (Dana Andrews) que ha reunido una cuantiosa suma con la que quiere construir en Sonora (México) nada menos que… un falansterio. El hombre de confianza del ranchero (Jim Brown), un tahúr (Fred Williamson) y un experto en artes marciales criado por los indios (Jim Kelly) y una prostituta (Catherine Spaak) se aliarán para hacer que el dinero llegue a su destino, mientras el cazador de recompensas y varias recuas de villanos los persiguen. El caso es que los tres protagonistas masculinos son de raza negra. De este modo se configura un western atlántico —que no mediterráneo— que da una nueva vuelta de tuerca al filón blaxploitation al reunir a los tres protagonistas de Three the Hard Way (Los demoledores, Gordon Parks jr., 1974). La intervención de Selmier es mínima. En los primeros minutos de la cinta, entra en un saloon para poner sobre aviso al tahúr de que el dinero viaja hacia Sonora. Lleva bigote, se agarra a una columna, se inclina hacia adelante… suelta una información que nadie le ha pedido y se volatiliza. Es posible que hubiera una secuencia anterior que haya desaparecido del montaje definitivo.

El caso de Murders in the Rue Morgue (Asesinatos en la calle Morgue, Gordon Hessler, 1971) es ligeramente distinto porque aunque Selmier apenas tiene presencia en la cinta está allí con su amigo Michael Dunn, que encarna a uno de los personajes principales. Selmier novela su encuentro en España, adelantándolo a la primavera de 1968:
—¿Cuál será tu próxima película?
—Todavía no lo sé. Sólo me ofrecen basura, Películas de terror. Debería de hacer un remake de Blancanieves y los siete enanitos e interpretar yo solo a esos siete cabroncetes. ¿Qué te parece como tour de force? Estaría impresionante. Bueno, es una idea. Tengo que estudiarla.
—Creí que Ship of Fools te encumbraría.
—Esperaba que fuera así. Pero duró sólo un instante, como el barco. Estoy arrinconado por mi tamaño. Me parece que voy a tener que hacer un montón de televisión. [Selmier y Kram: Op. cit. págs. 218-219.]

La “basura” que le ha traído a España es una producción de la American International Pictures de Arkoff y Nicholson que ya había explotado la veta de Poe de la mano de Roger Corman a principios de los años sesenta. Una década después parecen dispuestos a resucitar el filón, pero con base en Londres y rodaje en España. La trama se aleja considerablemente del relato de Poe y lo toma simplemente como excusa para una obra de grand guignol representada por la compañía de Jacques Charron (Jason Robards) en un teatro parisino bautizado con el nombre del escritor bostoniano y en el que se están cometiendo una serie de sangrientos crímenes. Dunn encarna al acólito del siniestro René Marot (Herbert Lom), amante apasionado cuyo rostro quedó horriblemente desfigurado por el fuego. Selmier apenas aparece como figurante en el interior del teatro y tiene una intervención ligeramente más lucida en la primera secuencia tras los créditos, cuando avisa a los gendarmes de que el asesino está huyendo por el tejado del teatro.

Debe ser más o menos por entonces cuando Dunn y Selmier conciben juntos un western cuyo rodaje se llega a anunciar en el New York Times con el castizo título de Los paletos, así, en español. El articulista anuncia que será la primera película dirigida por Dunn, que se va a rodar a lo largo del verano de 1972 en los alrededores de Madrid y que la acción se sitúa en el Oeste americano después de la Guerra de Secesión. Una sinopsis de siete folios fue depositada en su día en el registro de la Propiedad Intelectual. La productora iba a ser Purple Adventure Productions, la marca del propio Dunn, y el guión era obra de Selmier y de Cass Martin, que había trabajado como actor en las dos primeras producciones en España de Benmar Productions. Dunn asegura que “habrá un montón de tiros y el mínimo de diálogo”. [A.H. Weiler: “Well-Dunn”, en The New York Times, 4 de junio de 1972.] 

En la filmografía de Selmier citada al final Blow Away se menciona otro proyecto con la participación de Michael Dunn, previsto para 1973 pero nunca realizado, que lleva por título The Name Is Rupert. [Selmier y Kram: Op. cit. pág. 273.] Dicho libreto fue registrado en abril de ese mismo año en el registro del copyright de la Biblioteca del Congreso estadounidense.

Dunn fallecerá el verano siguiente en Londres, aunque antes se ve implicado en varios proyectos, entre ellos y de nuevo en España, La loba y la paloma (Gonzalo Suárez, 1974).