domingo, 19 de enero de 2025

dos largometrajes en paso reducido de chávarri


Boceto de Iván Zulueta para el cartel de Ginebra en los infiernos

Antes de ingresar en la Escuela Oficial de Cinematografía, Jaime Chávarri rueda varios cortometrajes en 8mm: Blanche Perkins o Vida atormentada (1962), La nariz de Cleopatra [La peluca / La puerta / Un nuevo barniz] (1963) y Rotas las cuerdas del arpa (1964), producto, según él mismo de un empacho cineclubístico de Ingmar Bergman. [Rosa Alvares y Antolín Romero: Jaime Chávarri: Vivir rodando. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1999, pág. 35.] En todo caso, le habrían servido para practicar y para tomar cierta distancia irónica con sus futuros argumentos.

En 2013 recordaba las circunstancias de su primer largometraje en Super-8, Run, Blancanieves, run (1967):

Lo enfoqué como un pastiche. Siempre me apoyaba en un material preexistente, en este caso, un cuento infantil. Por otro lado, no era difícil asociar a Mercedes [Juste] con siete señores enamorados de ella. Mi Blancanieves era una heroína ingenua, pero con un punto "sucio", porque, para triunfar, dejaba abandonados a sus enanitos. Run, Blancanieves, Run suponía también soñar con un mundo lleno de encanto, como el del "cinema", término que utilizaba en el film con cierta ironía, aunque fascinado por él. Pero ya empezaba a intuir su dureza. [...] Los carteles que aparecen en Run, Blancanieves, Run están copiados de los que utilizaba la productora de Griffith para los rótulos. Los originales tenían una orla parecida, que yo simplifiqué. Lo del cine mudo tenía una explicación: como director, yo necesitaba empezar de cero, comenzaba a balbucear en un mundo desconocido. No podía sonorizar las películas y, en vez de jugar a hacer cine moderno mudo, prefería hacer cine mudo antiguo. Me servía para aprender qué pasaba con los tamaños de plano, hasta dónde se podía entender aquello sin carteles, o en qué lugar debería ponerlos para que se comprendiera la acción. Todos esos trucos me hicieron aprender mucho sobre narrativa. [Ibidem, pág. 34.]

A lo largo de poco más de una hora, Run, Blancanieves, run desarrolla la historia de esta joven ambiciosa que, una vez convertida en estrella, decide regresar a su casa con los siete compañeros que la acogieron de niña, entre los que se encuentran Iván Zulueta, Antonio Drove o Manolo Marinero. Por supuesto, el centro de atención es Mercedes Juste, musa y núcleo generatriz a la vez, en el papel titular. La cámara la sigue, convirtiéndose todo lo demás en secundario. Es su presencia lo que sirve de nexo a las secuencias, casi siempre de carácter episódico, acorde con la discontinuidad de un rodaje entre amigos. Chávarri se lanza incluso a registrar un striptease o una escena de cama que jamás hubieran pasado la censura de haber sido la suya una película comercial. La relación que con el cinema establece la cinta es doble: por un lado, la distancia irónica y mitificadora del cine de Hollywood -el gran estudio es la Biblioteca Nacional y las estatuas de Alfonso X el Sabio y San Isidoro representarían a los próceres del cinematógrafo-; por otro, la realidad del cine español, ejemplificada por una producción ignota en la que hace un papel la actriz Gisia Paradís.

Como un preludio de los temas que traerá a colación en su siguiente largometraje en Super-8, el papel de la madre del gran productor que impide que su hijo contrate a la aspirante a actriz está interpretado por Marichu de la Mora, la madre del propio Chávarri.

El recurso a los relatos clásicos, a la iconografía hollywoodense y a una sensibilidad camp, el profundo sentido autoirónico que preside todo el metraje establecen un vínculo que no se suele traer a colación entre Run Blancanieves, run y Shirley Temple Story (Antoni Padrós, 1976), en la que Rosa Morata encarna el papel titular.

Tras esta experiencia en formato largo, Chávarri se lanza sin red a la realización de una de las películas más interesantes del cine español de los años sesenta: Ginebra en los infiernos (1969). Que esté rodada de nuevo en formato subestándar, que sus intérpretes sean amigos y compañeros de la Escuela de Cine, que el doblaje artesanal no permita una sincronización afinada de los diálogos, no obsta para que Ginebra en los infiernos resulte tan sugerente como turbadora.

Mercedes Juste, Iván Zulueta y Antonio Gasset componen un triángulo amoroso al modo del ciclo artúrico, sí, pero también de afectos y dependencias mutuas, cuyo desequilibrio culminará en tragedia. Toby (Gasset) es un tipo que se entrena como boxeador, pero jamás lo hará porque su combate es contra las sombras del pasado. Iván (Zulueta) comparte con él piso y amores y, sin embargo, le impide ver más allá de sí mismo. Ginebra (Juste) es el ideal femenino y termina recluida en una falsa clínica donde debe curarse de un mal ilusorio gracias a un proceso de amnesia inducida. Zulueta bromea en su boceto para el cartel al presentarla como una película "de Jaime Chávarri en Technidolor".

Las citas de Vincente Minnelli, Alfred Hitchcock o Fritz Lang nunca parecen postizas. La inconsciencia del director no se puede tildar ineptitud o insolencia. El amor por sus personajes se traduce en deseo que el Super-8 recoge en estado puro, sin la mediación del equipo técnico y la parafernalia de un rodaje profesional, por modesto que éste sea. Es difícil encontrar una película en que la adecuación entre lo que se quiere narrar y los medios para contarlo resulten tan coherentes.

Después de treinta y tantos años de invisibilidad, los dos largometrajes en Super-8 de Chávarri fueron proyectados en la Mostra de Cinema Periférico (S8) de La Coruña en 2013.

2 comentarios:

  1. Muy interesante, gracias, no conocía estas dos películas. Ahora lo difícil será poder verlas

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  2. De Ginebra, al menos, hay una nueva digitalización y se pasará próximamente en filmotecas. Los temas musicales utilizados suponen un inconveniente para su publicación en plataformas o edición en formato físico.

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