Entrevistado a pie de obra durante la
postproducción de Distrito Quinto
(Julio Coll, 1956), Coll, que ha sido crítico teatral en la revista Destino
durante un buen puñado de años y ha participado en algunos guiones, entre ellos
el seminal de Apartado de Correos
1001, responde a la pregunta sobre su interés por los “bajos
fondos”.
Porque en
ellos —responde Coll—
he encontrado unos tipos, que al mismo tiempo que son vehículo para darle
amenidad a la anécdota, con su agudeza para mentir, me han permitido dar cuenta
de la facilidad con que se nos puede engañar en la vida en todos los terrenos.
No estamos pues lejos de Los bajos fondos de Gorky y de su
adaptación por parte de Jean Renoir, por mucho que no sea ésta referencia
habitual a la hora de enjuiciar la película. La misma miseria, idénticos sueños
rotos.
Nunca es
demasiado tarde (Julio Coll, 1956), su debut como director, arranca como un clásico
noir pero pronto deriva hacia el
drama moral, como anuncia su título. Jorge (Gerard Tichy) participa en un
atraco a una fábrica durante el que muere el vigilante nocturno. Denuncia
entonces a sus cómplices y regresa con el dinero del botín a su pueblo. Allí le
aguardan sus hermanos, Isabel (Margarita Andrey), la mujer a la que abandonó
hace doce años, y un hijo al que su hermano mayor está dispuesto a reconocer
casándose con la chica. Jorge intenta hacerse digno de su apellido y de su hijo
casándose con Isabel y entregándose a la policia, pero sus cómplices han
escapado de la policía y vienen a buscarle al pueblo.
La primera película como director de Coll muestra ya algunas características de su cine: cierta tendencia al fomalismo, esmero compositivo y diálogos eminentemente teatrales, un tanto rígidos para el medio cinematográfico. También la presencia en un papel secundario de un primerizo Arturo Fernández, que terminará por convertirse en protagonista de algunos de los títulos del ciclo policial barcelonés.
Para su primera producción con la marca Juro
Films, Coll adapta libremente una obra teatral de José María Espinàs titulada Es peligroso hacer esperar. En lugar de
“airearla”, que es lo que tradicionalmente se hace con cuanta comedia y drama
de ponen a tiro del adaptador, Coll opta sabiamente por circunscribir la acción
al piso, jugando con el ritmo obsesivo de los relojes hasta crear una pieza
claustrofóbica y enfermiza. El exterior, las calles del Distrito Quinto del
título, apenas se vislumbran desde una terraza donde David “El Bobo” (Jesús
Colomer) cría palomas, eco incuestionable de On the Waterfront (La ley
del silencio, Elia Kazan, 1954). El piso de Miguel (Pedro de Córdoba) y
Tina (Linda Chacón), punto de reunión de cinco atracadores que acaban de
perpetrar un robo en una fábrica, no deja de ser trasunto del clima que se
respiraba en España en aquellos momentos. O así, al menos, es dable
interpretarlo ahora. Los censores coincidieron con estas apreciaciones pero no
les satisficieron demasiado. Uno de ellos escribió que el guión eran“noventa
minutos metidos en un ambiente de asfixia moral, entre tipos humanos
repulsivos, en un medio cinematográficamente desagradable”.
Tales admoniciones llevaron a Coll a realizar
varias supresiones y a introducir una cartela en el que se avisa al espectador
de que sólo la Conciencia y la Religión —así, con mayúsculas— pueden salvar al hombre del crimen. Mientras esperan la llegada del jefe de la
banda (Alberto Closas) empiezan a aflorar los temores y esperanzas de cada uno
de los delincuentes. En todas sus escenas Closas manda. Había llegado de Buenos
Aires, donde su familia se exilió siendo él apenas un mozalbete, pisando firme
en el teatro. Para enfrentarse a él, Julio Coll llama a un actor al que ha
visto también desenvolverse en el escenario como galán joven en la compañía de
Conchita Montes. Apenas tiene tablas cinematográficas, es asturiano y se llama
Arturo Fernández:
Julio Coll era
un hombre con una visión... Se adelantó, en su forma de dirección, en todo... Era
un hombre muy meticuloso. Estéticamente: los encuadres, los actores, todo.
Ensayabas hasta la saciedad y, qué duda cabe, eso lo agradecía.
Si la fotografía y el montaje son elementos
claves en la construcción de una pieza de género, la definición ambiental viene
dada casi siempre por la música. También en esto el criminal barcelonés ostenta
signos distintivos. El gerundense Xavier Montsalvatge, músico de formación
clásica y compañero de Coll en la revista Destino, proporciona una
partitura sinfónica de resonancias jazzísticas y se permite licencias
populares, como la inclusión de una armónica. Para Un vaso de whisky
(Julio Coll, 1959) realizará arreglos y variaciones a partir de un tema de José
Solá, lo que provocará una polémica entre ambos. Lo cierto es que a partir de
este momento, Solá “es”, musicalmente, el género que nos ocupa. Suyas son las
composiciones —desiguales a gusto de uno— para las producciones de Germán
Lorente: A sangre fría
(Juan Bosch, 1959), Regresa un desconocido (Juan Bosch, 1961) y No dispares contra mí (José María Nunes, 1961), al tiempo
que sigue colaborando con Coll en películas con ribetes criminales pero ajenas
a nuestra aproximación como Los cuervos (Julio Coll, 1962) y La
cuarta ventana (Julio Coll, 1963). Solá tiene una formación musical
elemental, pero su orquesta trabaja en los mejores locales nocturnos de
Barcelona a mediados de los años cincuenta. Solá acompañará en todo el ciclo a
Arturo Fernández cuando éste asuma, ya trasladado a Madrid, el papel de policía
corrupto en El salario del crimen (Julio Buchs, 1964). Se trata de algo
totalmente insólito en el cine español hasta pocos años antes, cuando Berlanga
certificaba que uno de sus guiones había sido prohibido porque un número de la
Benemérita marraba un tiro y los censores arguyeron que no se podía poner en
duda la puntería de la gloriosa Guardia Civil.
En Un
vaso de whisky Coll cuenta con el mismo equipo que había
colaborado con él en Distrito Quinto para confeccionar no ya un policial, sino un ambicioso drama sobre las
consecuencias de nuestros actos a partir de un envoltorio de noir. Los escenarios —cabarets,
gimnasios pugilísticos, tabernas...— y la música —el combo jazzístico de Solá— recrean la iconografía del cine criminal barcelonés pero sólo para
apuntalar la tesis de que la responsabilidad por una villanía acaba atañendo a
seres inocentes que caen cual las fichas de dominó de los títulos de crédito.
Para el gigoló Víctor (Arturo Fernández) las mujeres son únicamente fuente de
divisas o promesa un futuro sin preocupaciones. Su afán predatorio no conoce
límites. Arrastra a un estudiante de Medicina (Carlos Larrañaga) en sus
correrías nocturnas, conduce al alcoholismo a su antigua amante (Yelena
Samarina) y enamora a la ingenua propietaria de un hotel en la Costa Brava
(Rossana Podestà). Un inspector de policía (Jorge Rigaud) asiste sentencioso a
la caída de las fichas de dominó.
Divertimento policial es ya La cuarta ventana (Julio Coll, 1961), que se presenta como la película de las tres hermanas Penella, esto es: Elisa Montés, Terele Pávez y Emma Penella. Las tres son chicas de alterne en el Club La Pachanga y por un quíteme allá usted un tarro de crema lleno de cocaína son detenidas por la policía que las sigue discretamente. Cuando llegan a casa, las pilinguis se encuentran a una pobre muchacha que ha intentado suicidarse al verse abandonada por un saxofonista (Leo Anchóriz). Las peripecias de las chicas en busca del canalla cubren todo el metraje, cuyo principal aliciente es la complicidad de las actrices.
Fuego / Pyro… The Thing Without A Face (Julio Coll, 1963) escapa por adscripción geográfica -la mayor parte de la acción tiene lugar en un pueblo de la costa lucense- y genérica al objetivo de este repaso. No obstante, presenta en el primer acto algunos elementos de cine negro canónico, con un ingeniero adúltero y una amante vengativa y un tanto pirómana. El hecho de que esté producida por Sidney Pink para American International Pictures termina alejándola por completo de nuestro ámbito de interés. Tampoco caben aquí Los muertos no perdonan (Julio Coll, 1963) o en Persecución hasta Valencia / Il sapore della vendetta (Julio Coll, 1970), una estilizada intriga internacional sobre estupefacientes con escala en una Barcelona de postal repleta de gánsteres y hippies, auqnue el encuentro de su protagonista con uno de los intermediarios tiene lugar en el mismo frontón en el que jugaba a pelota la protagonista femenina de Apartado de Correos 1001, de la que Coll había sido coguionista.
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