A sangre
fría (Juan Bosch, 1959) figura en los títulos de
crédito de la copia disponible como Trampa al amanecer. Se debe esta
anomalía al estreno de la película de Richard Brooks con idéntico título
español que llevó a la distribuidora norteamericana a pedir, incluso, la
destrucción de la cinta de Bosch. Por suerte prevaleció el sentido común y hoy
podemos disfrutar de una de las cintas más interesantes del ciclo.
La película comienza con una espléndida
obertura por una carretera de la que la cámara devora kilómetros con el
acompañamiento de un tema de corte jazzístico de José Solá. Luego veremos que
es la huida de los cuatro malhechores tras la muerte de Enrique (un Fernando
Sancho en un registro totalmente inesperado). La acción propiamente dicha de
abre con planos de situación de un barrio en el extrarradio barcelonés. Un
autobús se detiene en lo que podría ser la última parada de su trayecto frente
a un cine de barrio, acaso en implícita declaración de intenciones. Estos
planos sirven de prólogo a la presentación de Carlos (Larrañaga) y su novia
María (María Mahor). Carlos fuma indolente, tumbado en la cama, cuando recibe
una llamada de Isabel (Gisia Paradís). María muestra su desaprobación porque
sabe el tipo de negocios que Carlos se trae con Enrique, el marido de Isabel.
Carlos es ambicioso: uno de los primeros frutos del éxodo del campo al
extrarradio barcelonés que anunciábamos al hablar de Camino cortado. Para empezar tiene una moto que es la
admiración de todos los chavales del bloque y que le permite desplazarse al
centro de Barcelona: una Barcelona de motocarros, vespas y biscuters en la que
aún no ha hecho su aparición el seiscientos.
Enrique es un toxicómano e Isabel una femme
fatale en toda regla. Van a dar un golpe con un tal Manuel (Arturo
Fernández), recién regresado de Italia, en la fábrica que dejó Carlos. Se
encuentran con él en un frontón, local que junto con el canódromo, el parque de
atracciones y los teatros de variedades sirven de escenarios de ambiente turbio
y al tiempo reconocible de muchas películas del ciclo. El golpe, un herido, la
huida. La investigación policial apenas interfiere: la confrontación de unas fichas,
el levantamiento de un cadáver...
La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, John Huston, 1950) y Atraco perfecto
(The Killing, Stanley Kubrick, 1956) son referencias perfectamente
rastreables. La película puede parecer mimética y, sin embargo, lleva a su
terreno la plantilla norteamericana —herido durante el atraco, huida, estación
de servicio abandonada en la carretera camino de la frontera, tiroteos...— pero
también hace uso de esquemas del polar,
aunque nunca alcance el grado de estilización de las obras de Melville o la
frialdad de José Giovanni.
Regresa un desconocido cuenta con un guión de Juan Bosch y Ángel G. Gauna —ayudante de
dirección en A sangre fría— sobre argumento del primero, que también
dirige. Tiene todos los elementos propios del filón que nos ocupa: producción
de Este Films, rodaje en los estudios de Iquino, fotografía de Aurelio G.
Larraya, música de Solá —para la ocasión con una partitura jazzística de
influencias latinas—, e interpretaciones de Arturo Fernández, Carlos Mendy, Jorge
Rigaud y Luis Induni, todos ellos doblados. Las voces José María Oviés y de
Miguel Ángel Valdivieso contribuyen al matiz uniformador de la producción.
Comienza la película con una clásica —por no
decir tópica— intriga. Una pandilla de tipos de la alta sociedad y parásitos de
la misma se embarca en una timba en la que Juan Valdés (Arturo Fernández) acusa
a Pardo, un vivalavirgen venezolano (un sorprendente Osinaga), de hacer
trampas. En la pelea que se genera a continuación Pardo resulta muerto accidentalmente.
Valdés pretende entregarse a la policía pero Ignacio (Jorge Rigaud) y sus
invitados temen el escándalo. Proponen entonces recurrir a un delincuente
habitual, Mario (Rafael Navarro), que se hará cargo de hacer desaparecer el
cuerpo.
Todo ocurre en casa de Laura (Edith Elmay), lo que proporciona la
mínima trama amorosa imprescindible en la historia. Pero ahora Valdés debe
pagar un alto precio. Después de tres años en la cárcel Ignacio le propone
vengarse de Mario. Juan quiere volver a ver a Laura. Este segundo acto es
únicamente un ir y venir para el elaborado golpe final: el robo de las joyas y
el dinero de una transacción que Mario va a realizar en un hotel, con la
complicidad de Ignacio y de Andrés (Luis Induni), su viejo compañero de
prisión. El tiroteo en el sótano del hotel y la última escena en la cabaña de
la playa con Andrés malherido son dos de los momentos cumbres del tercer acto.
La cabaña de pescadores con las redes en primer término sirven expresivamente a
la situación de los personajes, igual que una escena nocturna anterior por
callejuelas solitarias con farolas tambaleantes. Ignacio se confiesa con Juan:
—Me asustaba tener
que acabar mis días en los barrios bajos, incomprendido, degradado entre gente
sucia con mentalidad de ratero. Y ahora, sin embargo, temo algo todavía peor: a
mis años duele descubrir que lo que hemos ansiado como ideal no es más que un
espejismo.
La película finaliza con Juan caminando por la
playa hacia la sirena del coche de policía en una imagen sólo empañada por la
necesidad de subrayar el camino hacia la regeneración.
El ambiente de alta sociedad y el tono
crepuscular dictado por la edad de los personajes, la aleja de los presupuestos
veristas de la anterior obra de Bosch, embarcado en paralelo en una serie de
películas playeras —El último verano (Juan Bosch, 1961), Bahía de
Palma (Juan Bosch, 1962)— que marcan la pauta de futuras interpretaciones
de Arturo Fernández.
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