Crimen (Miguel Lluch, 1963) es un drama rural basado en un hecho de la
crónica negra. Escapa así al filón criminal catalán, de raíz eminentemente
urbana.
El señorito Carlos (Julián Mateos) es el hijo
de un terrateniente (Luis Induni). El chico se ha encaprichado de una muchacha
del pueblo (Sonia Bruno), en cuya casa pasa consulta don César (Víctor Valverde),
el médico del pueblo. Cuando ambos planean casarse, el señorito Carlos decide
raptar a la chica y, al resistirse ésta, la asesina después de que su sicario
haya estrangulado a la madre. El médico es acusado del doble crimen y un juez
(Fernando Sancho) llega al pueblo para investigar el caso. Pero el silencio
impuesto por los amos del pueblo es impenetrable.
La investigación judicial da lugar a algunas
escenas excesivamente explicativas, en las que los guionistas intentan colar de
matute algunas tesis reformistas, pero prima la descripción de la miseria y el
análisis de las relaciones de poder en el medio rural, tanto más sangrante aún
por cuanto la acción se sitúa en la España desarrollista de 1964. No es extraño
por ello que la calificación oficial fuera una modesta segunda categoría, que
hizo que la película pasara desapercibida en su estreno barcelonés, en febrero
de 1965, y que tardara en llegar a Madrid siete años.
No es que El
precio de un asesino (Miguel Lluch, 1963) llegara a las pantallas tardía y
malamente —que sí— es que había nacido tarde. Esta producción de Iquino se estrena en el
verano de 1965 en programa doble, pero había sido realizada dos años antes,
casi contemporáneamente a Crimen con
la que comparte equipo técnico y cuarteto protagonista: Víctor Valverde, Julián
Mateos, Margarita Lozano y Fernando Sancho. En esta ocasión el guión viene
firmado por el propio Iquino y por el falangista Federico de Urrutia,
incorporado tardíamente a la factoría IFI. De ahí que nos encontremos con una
de aquellas historias que hacían furor quince años antes: dos hermanos
enfrentados no sólo por la ley de los hombres, sino por la de dios. Javier
(Valverde) es el brazo ejecutor de un grupo terrorista que tiene su cuartel en
Francia pero opera en Barcelona. Miguel (Mateos) es un seminarista que cree que
hay que predicar con el ejemplo y que ante la petición de ayuda de Beatriz
(Lozano), la amante de su hermano, deja de lado los hábitos para hundirse en el
infierno de crimen a fin de convencer a Javier de que aún es posible el
arrepentimiento. Claro, que a la altura de 1963 el anticomunismo de este tipo
de fábulas quedaba un poco trasnochado y Urrutia e Iquino hacen que la
organización criminal no sea un grupo terrorista del otro lado del Telón de
Acero, según era costumbre, sino un comando que opera en la guerra
franco-argelina.
Un poquito de acción, otro tanto de misoginia,
un chorrito de tópicos, cuarto y mitad de ra-ta-tá de ametralladora, un
pellizquín de trascendencia y tres o cuatro localizaciones menos eficaces que
en otras películas del ciclo criminal barcelonés, forman un cóctel de muy baja
graduación que no redime el esforzado trabajo de planificación orquestado por
Lluch, el titulado de la Escuela de Cine Víctor Monreal como responsable de la
iluminación, el cámara Juan Gelpi y el veterano Ramón Quadreny a la moviola.
La
chica del autostop (Miguel Lluch, 1965) es una
película estándar de la factoría Iquino. Lo es por el protagonismo de Olga Omar en cuyo cuerpo se encarna
un erotismo que será la seña de identidad de Iquino cuando cultive ese mismo
filón. Y también por la presencia de la Barcelona popular como escenario
privilegiado y omnipresente del relato. Éste recicla la idea de partida de Peccato che sia una canaglia
(La ladrona, su padre y el taxista, Alessandro Blasetti, 1954): una muchacha
criada en un ambiente marginal, que aprovecha la proximidad de la playa para
robar, en compañía de sus cómplices, a tan incautos como rijosos conductores.
Claro que Víctor Valverde no es Marcello Mastroianni ni Olga Omar es Sophia
Loren. Pero a Iquino tampoco le importa demasiado. El argumento sirve para
fustigar una vez más a la juventud descarriada —y, de paso, a unos progenitores
ausentes—, para mostrar a Olga Omar embutida en unos ceñidos vaqueros o
tumbándose en la cama cubierta sólo por el sujetador, y para lanzar a un
efímero grupo pop denominado “Los Atlas”, cuyos dos únicos temas puntúan
machaconamente la banda sonora.
La realización de Miguel Lluch no resulta tan
eficaz como la fotografía del malogrado Víctor Monreal, un alumno de la Escuela
Oficial de Cinematografía empeñado en traer aires nuevos a la cadena de montaje
de Iquino.
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