La “comedia lírica de costumbres populares” de Antonio Quintero y Pascual Guillén se hizo centenaria en el teatro Pavón a finales de los años veinte. Rafael Farina la repone en 1952 en el coliseo de la calle Embajadores demostrando que la fórmula —la riña de los dos cantaores por la mocita a base de coplas y facas— es eterna.
Un largo prólogo asienta dialécticamente los postulados teóricos que sustentan el experimento. Un indiano que ha regresado a la patria para encontrarse con la copla enfangada en los colmados, la repudia como ponzoña del espíritu y lepra sentimental de la España cañí. Un marqués rumboso y espléndido contraargumenta que la canción hay que buscarla, no en la taberna a la que viene a morir, sino donde nace, en el campo y el hogar familia. La acción —mejor le cuadra inacción pues todo, incluso los cantes, sucede dentro, fuera de la vista del espectador— se traslada entonces a un campo de trigo pintado en los mismos tonos sombríos que la taberna, donde Gabriel (Farina) y Pepe Luis (“Porrina de Badajoz”) se enfrentan por fandanguillos y la navaja del primero encuentra el cuerpo del otro. Los cuadros teatrales se suceden al hilo de la escapada: una mina, un campamento gitano... La película sólo levanta el vuelo cuando más estrictamente musical se muestra. El registro desnudo de los dos cantes interpretados por “La Paquera de Jerez” vale lo que no vale el resto. La película, como mero artefacto industrial, es insalvable así que flaco favor le haría uno extendiéndose sobre la trama inexistente o su supuesto carácter vanguardista.
La clasificación oficial no puede ser peor: tercera categoría, lo que excluye a la cinta de cualquier tipo de ayuda. Ni el prestigio oficial de Sáenz de Heredia logra salvar el negocio del naufragio. El 20 de octubre de 1956 Chapalo Films, la productora familiar, presenta un recurso en la Dirección General de Cinematografía. No se trata de solicitar la revisión de la clasificación infamante, sino de intentar salvar, por lo menos, la calificación por edades —para mayores de dieciséis años—, lo que merma considerablemente su público potencial. El argumentario remite a la autorización para la reposición del espectáculo teatral en 1953 y al hecho de que se hayan suavizado mediante la autocensura las relaciones entre Gabriel y Mariquilla. De nada vale. Los censores se ratifican en su primer dictamen. Alguno se explaya tildándola de “mejicanada sin Aceves Mejías” y la mayoría hace explícita su opinión de que es necesario prohibir su exportación.
En Madrid, se estrena en el Monumental Cinema en julio de 1959, época de saldos cinematográficos. Asegura Jerónimo Mihura que fue “un experimento que hicimos rodando con dos cámaras, como si fuera en el teatro, Sáenz de Heredia y yo para Chapalo Films. Queríamos hacerla en una semana, pero tardamos dos. [... ] Era muy malo, muy malo. Fue una tontería. He hecho 16 películas y sólo una españolada, ésta, y ninguna histórica”.
Ni Jerónimo obtiene gran satisfacción con estos trabajos, ni su situación personal ayuda. La enfermedad de su madre se agrava y el éxito de su hermano en el teatro le obliga a hacerse cargo de la situación familiar. Jerónimo abandona progresivamente el cine para replegarse en el funcionariado: así como en la década de los veinte había buscado estabilidad con su plaza en Correos, ahora la encuentra en No-Do.
No hay comentarios:
Publicar un comentario