La versión cinematográfica se plantea a mayor gloria del cómico argentino Luis Sandrini, que Perojo se había traído a España del viaje a Sudamérica que ha realizado con Miguel Mihura. No es extraño pues que Perojo encomiende a su antiguo ayudante, en excedencia por el cierre de Emisora Films, la dirección de la película. El argumento versa sobre el nuevo matrimonio de un violinista argentino, Alejo (Sandrini), que todos los primeros de mes recibe un telegrama de la madre de su difunta mujer en el que renueva la “maldición gitana” del título. Desde ese momento el violinista no da una a derechas. Su prometida, Elvira (Elena Espejo) también tiene madre, lo que está a punto de dar al traste con la boda, aunque la buena de doña Alfonsa (Julia Caba Alba) le pinta un futuro de color de rosa y Alejo acepta encantado el matrimonio. Pero apenas celebrada la ceremonia las cosas cambian, y madre e hija se encargan de hacerle la vida imposible. Él quiere triunfar en Madrid como músico con una opereta, pero la suegra está empeñada en que se deje un bonito mostacho de guías enhiestas y sea el director de la banda de Almendralejo, que viste mucho. El repentino fallecimiento de su antigua suegra (“una jartá de gazpacho en malas condiciones”) cambia el rumbo del destino, ya que, muy a su pesar, debe lograr la felicidad de su yerno si quiere alcanzar el Más Allá. En tanto que todos le toman por loco, a Alejo comienzan a irle bien las cosas.
Más allá del estilo cómico de Sandrini —hablar balbuceante, ojos saltones, nuez prominente— hay una serie de elementos en la película que hablan de las excelente dotes de Jerónimo Mihura como realizador. Una escena no dialogada en la que Alejo pretende alcanzar por la escalera a su novia, que trabaja como ascensorista en unos grandes almacenes, tiene un ritmo digno de comedia americana. O la secuencia con el psiquiatra más psiquiatra de todos los psiquiatras, interpretado con maestría —como siempre— por Félix Fernández, resulta tronchante a fuerza de acumular preguntas absurdas que, previo golpe de martillito para los reflejos, Alejo debe recordar pero no contestar. El diagnóstico es claro: “un obsesivo de la ultratumba”. Cuando el violinista huye del psiquiatra desquiciado, el doctor sale corriendo tras él: “¡Las quinientas! ¡Las quinientas!”. Pero acaso la situación más codornicesca se produzca cuando la encargada de vestuario de la revista que Alejo va a estrenar se muestra incapaz de distinguir los vestidos de odalisca de los de bombero. Finalmente todo se soluciona llamando al bombero del teatro “para que dé su opinión, porque como aquí no hay odaliscas…”.
El final, melodramático, incluye el atropello de Elvira para que la felicidad de Alejo sea completa y pueda liarse con la vedette. Sin embargo, éste, arrepentido, le pide al espíritu que la salve aunque sea a costa de volver a la situación anterior. Elvira sobrevive pero el teatro se quema, el Greco que habían vendido por una millonada resulta ser falso, y el empresario que les había prestado la casa regresa de un viaje ultramarino y se encuentran en la calle. Todo lo cual no es impedimento para la felicidad de Alejo: “no tengo trabajo, no tengo dinero, pero seremos felices en Almendralejo”. Bajo la mirada orgullosa de su mujer y su suegra Alejo dirige la banda de música del pueblo con su enorme bigotazo, en tanto que doña Encarna ríe en el Más Allá porque ha cumplido su venganza.
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