domingo, 20 de octubre de 2019

lazaga 101 (20)


La primera película en que Pedro Lazaga dirige al popularísimo cómico Paco Martínez Soria y la que sirve para establecer el molde que irán repitiendo a lo largo de los años es La ciudad no es para mí (1965). Según la costumbre de tantas cintas de la época, arranca con un prólogo en el que se dan mitad en guasa, mitad en broma, una serie de datos estadísticos sobre la automoción en una gran ciudad, para el caso, Madrid: tantos millones de habitantes, tantos vehículos, tantos baches... El bullir ciudadano tiene su correlato en la puesta en escena con esta locución ametrallada y la utilización de la cámara rápida. En este vértigo, José Sazatornil “Saza” es un anónimo ciudadano medio que vive el acelerado ritmo de la ciudad. Cuando va a coger el coche, el locutor le interpela:
—Espere, hombre. ¿Adónde va?
—A la otra oficina —contesta Saza, con la llave en la mano.
—¿Tiene dos empleos?
—No, señor. Cinco. Si no, ¿de dónde iba a sacar para el televisor, la nevera, el colegio de los niños y el Seat?
—Pero así no va a llegar a viejo.
—Y a usted, ¿qué le importa? —le espeta Saza.
—Tiene usted razón, perdone.
—Perdonado.
Saza monta en su 600 D y se pierde entre el fragor del tráfico madrileño.

El turismo es un gran invento (1967) recupera el frenético montaje inicial, ahora por cuenta de las vacaciones en la playa. En esta ocasión no es Saza, sino Jesús Guzmán, el requetepluriempleadísimo quien mete a la familia en el 600 para viajar hasta la costa donde embucha las raciones de paella a pares, pues tampoco allí tiene tiempo para nada. Después de este prólogo, el afán de Benito (Paco Martínez Soria), alcalde de Valdemorillo del Moncayo, de convertir el pueblo en un polo de atracción turística, resulta, como poco, delirante. No obstante, emprenderá en compañía del secretario del ayuntamiento (José Luis López Vázquez) y gracias a la financiación del terrateniente local (Rafael López Somoza) un viaje de prospección a Marbella. Allí ambos caen bajo el hechizo de Helga (Ingrid Spaey) y sus Buby Girls, lo que ocasiona importantes contratiempos al secretario con su señora (Margot Cottens) cuando regresa al pueblo. Tras meses de espera para que les reciba el ministro de Información y Turismo, el pueblo acabará recibiendo la visita de las Buby Girls y anunciando la construcción de un Parador Nacional de Turismo con la bendición del cura (Valentín Tornos). Se concilian de este modo modernidad y tradición en un cóctel que mantiene intactas las esencias patrias. Gracias a esta fórmula milagrosa la sangría de la emigración queda cauterizada como prueba el regreso de uno de los que había marchado a la ciudad (Erasmo Pascual jr.) para casarse con Piluca (Margarita Navas), que había planeado irse a servir a Barcelona y ahora formará una familia en Valdemorillo del Moncayo.

La filmografía conjunta de Martínez Soria y Lazaga pasará por la puesta al día de temas ya probados en el escenario. Sólo El turismo es un gran invento y Abuelo made in Spain (1969) parten de argumentos y guiones de Masó y Coello. Ocho veces más dirigiría Lazaga a Martínez Soria en producciones de Filmayer, que, en su mayor parte, son adaptaciones de textos dramáticos que ya habían conocido el éxito en el escenario. La ciudad no es para mí es una adaptación de la obra homónima de Fernando Ángel Lozano, en el siglo, Fernando Lázaro Carreter. ¿Qué hacemos con los hijos? (1967) adapta la obra homónima (1959) de Carlos Llopis, un autor del que también versionarán La cigüeña dijo sí (1951) con el título de El padre de la criatura (1972). El otro autor reincidente es Alfonso Paso, del que Juan Jubilado (1971) se convierte en Estoy hecho un chaval (1976) y Cosas de papá y mamá (1960) en El abuelo tiene un plan (1973). La situación cómica de partida de esta comedia, estrenada en el teatro Infanta Isabel el 8 de abril de 1960 por  Isabel Garcés y Manuel Dicenta, estaba basada en una tradicional inversión de roles: una mujer y un hombre ya maduros, viudos e hipocondríacos a causa de la soledad, se encuentran en la consulta de un doctor que fomenta que se relacionen porque cree que la mejor cura para sus males es el optimismo. Pero, ay, los hijos de ambos, compañeros de trabajo para colmo, ven con malos ojos tantas ganas de vivir y tanto romance. Del éxito escénico se sigue la inmediata adaptación al cine con Isabel Garcés retomando el papel titular y Ángel Garasa en el de su provecto enamorado: Prohibido enamorarse (José Antonio Nieves Conde, 1960). Doce años después, la obra volvería a la pantalla con el título de El abuelo tiene un plan (Pedro Lazaga, 1973), aunque ahora la Garcés interpreta el papel de Elena al servicio de la comicidad de Paco Martínez Soria, que encarna a Leandro. El guión de Vicente Coello, Mariano Ozores, Juan José Daza se dice “inspirado en una comedia de Alfonso Paso”, quien comparece en el papel del doctor Bolt y se dirige directamente a los espectadores, como sucedía en la comedia original, para poner el énfasis en que la soledad no se cura con antibióticos, sino con ilusiones. Los familiares de los tortolitos de la tercera edad se multiplican: dos parejas de hijos para Lorenzo (Manolo Zarzo-Elvira Quintillá y Maruja Bustos-José Sacristán), que se ve obligado a convivir con ellos, y una hermana de Elena (Guadalupe Muñoz Sampedro), con lo que ella ya no es viuda, sino soltera. De todos modos, las escenas clave tienen lugar entre la pareja protagonista: la cita a ciegas en el bar, con malentendido del perrito que se le escapa a Elena y el gag reiterado del camareo impaciente (Emilio Laguna); el primer encuentro íntimo en el nidito de amor íntegramente decorado en verde por él, que ha tomado al pie de la letra una afirmación inocente de ella y sirve a la transposición literal del chiste del "viejo verde"; el rapto con Leandro disfrazado de fontanero y la consiguiente inundación en un momento de slapstick en el que momentáneamente el diálogo pasa a segundo plano; y, de remate, la hilarante escenificación de la honra mancillada y su reparación en un hotel del Escorial ante el creciente escepticismo del camarero (Valeriano Andrés), que funciona por mera repetición mecánica en un bien estructurado clásico gag en tres tiempos.

De la generación del primer tercio de siglo, La educación de los padres (1929), de José Fernández del Villar, llega a la pantalla como Hay que educar a papá (1970), y Anacleto se divorcia (1932), comedia antirrepublicana de Muñoz Seca y Pérez Fernández, como El alegre divorciado (1975). Por último, ¡Guárdame el secreto, Lucas! (1977), en la que Dionisio Ramos reprisa un argumento de Abati y Reparaz, como base argumental para ¡Vaya par de gemelos! (1977). Este mismo año se ha estrenado en el Eslava y Dionisio Ramos, gerente de la compañía de Martínez Soria, aprovecha para remachar un clavo que, a tenor del cambio político, considera necesario afianzar:
Creo que debe existir un teatro de divos, como debe existir un teatro experimental, político o social. El fenómeno de Martínez Soria es sencillo: es un actor dotado de unas condiciones fabulosas para este tipo de género teatral, popular y directo. Tiene una afición desmedida y no ha engañado nunca al público. Si algún espectáculo se ve con seguridad es el de Martínez Soria, que imprime a cada personaje una gran personalidad. [“La clásica temporada de Paco Martínez Soria”, en El País, 18 de febrero de 1977.]
Y es que, desde su regreso a la pantalla tras concluir su relación con Iquino a finales de los cincuenta, Martínez Soria no hará otra cosa que trasladar a la pantalla el tipo que ha fijado en el escenario: un hombre maduro, sabio a base de cazurrería, que las caza al vuelo y que debe utilizar métodos expeditivos —incluido el jarabe de palo— para inculcar un poco de sentido común a las nuevas generaciones —habitualmente sus descendientes directos— cegados por el brillo del desarrollismo. Lazaga busca el correlato de estos argumentos con una realización abundante en zooms y montajes sincopados, orquestada alrededor de repartos corales que, precisamente por su propia naturaleza, remiten al primer actor que ocupa el centro del encuadre y que representa invariablemente las virtudes tradicionales frente a los vicios de la modernidad. Si en el otro filón coetáneo que representa paradigmáticamente esta dualidad -el protagonizado por Conchita Velasco y Manolo Escobar- cabe un margen de negociación sobre los valores en juego y un cierto gatopardismo -"cambiar todo para que nada cambie"-, el ciclo Martínez Soria se constituye en emblema del patriarcado. Así lo confirma Ernesto Pérez Morán en su análisis temático del cine tardofranquista:
Y si hay un actor que ejemplifica el poder patriarcal, ése es Paco Martínez Soria. [...] En ¿Qué hacemos con los hijos? la jerarquía del padre es indudable, estando legitimado para maltratar a su descendencia (cuando su hija es víctima de abusos le espeta que "debería partirte la cabeza, pero me iba a doler más a mí que a ti"), algo que se repite en El calzonazos, en el momento en que se lamenta de no haber arreado a tiempo un buen guantazo a su hija. Y es impagable el instante en que el Marcelino de Abuelo made in Spain llama a una de sus hijas "coneja" en alusión a su capacidad procreadora y a otra la acusa de "zorrear", en una prolongación de los símiles animales ya vistos al tratar otros personajes femeninos y que también en este filme encuentran una síntesis familiar cuando el protagonista interpretado por Martínez Soria se refiere a su familia como "un rebaño". [Ernesto Pérez Morán: "La familia, núcleo del Cine de barrio", en El cine de barrio tardofranquista: Reflejo de una sociedad. Madrid, Biblioteca Nueva, 2012, pág. 387.]

Como bien han señalado cuantos se han acercado con un mínimo afán crítico a este tramo de la filmografía de Martínez Soria, lo relevante no es tanto que esto sucediera en el último decenio del franquismo, sino la popularidad de estas mismas fábulas en las postrimerías de la segunda década del siglo XXI. Sólo en parte tiene ésta que ver con la realización de Lazaga. Hay una secuencia en ¿Qué hacemos con los hijos? en la que Alfredo Landa está llamando por teléfono desde una cabina y Paco Martínez Soria se acerca a ella. Va dando vueltas alrededor de la misma al tiempo que Landa va girando para evitar que le vea la cara. Los giros propician que el cable del teléfono se le enrolle en el cuello hasta que la cosa termine casi en estrangulación. Es un gag perfectamente resuelto "en tiempo y forma", como manda el lenguaje jurídico, y en el que el realizador se apoya en el juego de los actores, sí, pero también en su propia habilidad para sacar el máximo partido de una situación cómica.


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