domingo, 1 de diciembre de 2019

lazaga 101 (26)


La producción de Mundial Film y la participación en el guión de Luis G. de Blain, invitaban a encuadrar Black Story (La historia negra de Peter P. Peter) (1971) con el díptico jardieliano, por mucho que en esta ocasión se trate de un argumento original de Santiago Moncada. Pero la recreación continua de las fantasías de sus personajes hace que encuentre mejor acomodo junto a El amor empieza a medianoche (1974).

La primera es una comedia negra que juega a la metaficción, en la línea de How to Murder your Wife (Cómo matar a la propia esposa, Richard Quine, 1965) o la posterior Le magnifique (Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo, Philippe de Broca, 1973). Arranca con una parodia de serial o del cine de gánsteres, al modo que Lazaga ya había practicado en Sabían demasiado (1962), pero ahora en colores rabiosamente pop. El agente secreto Peter P. Peter (López Vázquez) consigue salvar su vida y la de su bella compañera (Mary Francis) de una explosión de gas y ordena a la policía que intercepte el coche de la mujer que ha intentado asesinarlos (Analía Gadé). En realidad, Pedro Ortúzar (López Vázquez) es un escritor de novelitas de a duro, con una vida de lo más prosaica y una secretaria, Carlota (Mary Francis), enamorada de… su talento. Todo lo contrario que Beatriz (Analía Gadé), mantis devoradora con la que se ha casado apenas olvidadas sus respectivas viudedades y que mantiene un idilio con un pintor bohemio (Manuel de Blas). No por ello el escritor logra la tranquilidad porque le vigilan un perro sanbernardo con un micrófono y la metomentodo tía Ágata (Mercedes Prendes), quien, como su tocaya, escribe novelas policiacas sin descanso, aunque no haya conseguido publicar ninguna. A partir de ahí, las ensoñaciones y fantasías de los personajes se multiplican y el humor negro se va adueñando de la pantalla, hasta convertirla en una tira de chistes macabros.

En la segunda se produce un nuevo encuentro de la pareja protagonista en el camposanto. Elena (Concha Velasco) y Ricardo (Javier Escrivá) se conocen en el sanatorio donde sus respectivos cónyuges están a punto de expirar. Pero mientras el marido de ella le recomienda que rehaga su vida cuanto antes, la mujer de él promete arrastrarlo por los pies al otro mundo si hace alguna vez el amor con otra mujer. Luego, coinciden también en el cementerio donde inician una conversación que termina en matrimonio fulminante. Pero durante el tercer aniversario el naufragio es evidente y los amigos de Ricardo no dejan de cortejar a Elena. Entre ellos, está Javier (Fernando Guillén) un psiquiatra al que ella acude para confesarle sus problemas matrimoniales y que concibe esperanzas de conquistarla. En su vida irrumpe entonces Andrés (Chris Avram), un hombre acusado de estafa al que Ricardo toma como ayudante por recomendación de su jefe. La volcánica imaginación de Andrés le hace fantasear con un romance con Elena. Tampoco Ricardo se queda atrás y cuando Elena se le ofrece se ve a sí mismo como un reo camino del patíbulo en el que ella le espera con el hacha. Y aún hay más, el detenido al que tiene que defender con la asistencia de Arana (Saturno Cerra) está acusado de asesinar al amante por un delito de adulterio en una situación análoga a la que se encontrará él cuando Elena, al fin, decida acostarse con Andrés. A partir de ese momento la fantasía, la declaración del reo y la realidad se entremezclan sin solución de continuidad.

Acaso sea esta construcción fragmentaria lo más interesante de la película, en un juego de cajas chinas al que Lazaga recurre en numerosas ocasiones a lo largo de su filmografía. Las voces interiores, las apariciones, los relatos y los delirios de los personajes se materializan en la pantalla en un juego al que sólo le haría falta un poco más de coherencia en la elección del punto de vista para que la satisfacción fuera completa, porque en esta ocasión el final contiene las suficientes dosis de humor y lirismo como para que, si es capaz de superar el empalago de la moraleja y la atosigante melodía de Antón García Abril, el espectador quede razonablemente satisfecho.

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