Orden: FX 18 debe morir / Coplan agent secret FX-18 (Maurice Cloche, 1964), la segunda entrega de las aventuras cinematográficas del agente FX-18, Francis Coplan, está protagonizada por Ken Clark y, por aquello de que la acción sucede en Mallorca, se apunta al negocio Procensa. Los elementos para conseguir la nacionalidad, por lo demás, son mínimos: Juan Julio Baena como director de fotografía, papeles sucintos o secundarios para Roberto Camardiel, Ramón Centenero y la algecireña Aida Power. Como es habitual en este tipo de operaciones, firma el guión un hombre de la casa, Joaquín Bollo Muro. Comas explica el cómo:
La base de los guionistas era italiana y nuestro trabajo consistía, sobre todo, en adaptar los guiones al castellano para que fuera más comprensibles por nuestro público y aportar todo lo que se nos ocurriera en este sentido. [Ramón Comas a Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid, Cátedra, 2009, pág. 475.]De modo que lo más hispano del asunto resultan ser las bellas localizaciones en Formentor, la breve visita a la cartuja de Valldemosa y una secuencia de acción ambientada en unas cuevas que probablemente sean las de Artà. Lo demás es una multiplicación de personajes, ya que no de peripecias emocionantes. FX-18 (Clark) se hace acompañar por dos agentes (Amédée Domenech y Centenero) y de una agente (Jany Clair) que se hace pasar por su mujer aunque luego no tenga otra función que la de suspirar por el apuesto protagonista y dejarse espachurrar en un molino para que éste la salve. También hay dos chicas en el yate de los malvados (Margit Koscis y Cristina Gaioni) y un sinfín de traidores y colaboradores del servicio secreto francés que surgen de debajo de las piedras mallorquinas cuando conviene a la situación. Un cigarrillo que en realidad es una cerbatana que lanza dardos envenenados y una pistola que dispara contra quien aprieta el gatillo son los artilugios de los que se valen unos y otros. El macguffin es un transmisor que permite conectarse con un satélite artificial mediante el que los soviéticos tienen controlado todo el Mediterráneo.
En Francia la recepción crítica no es especialmente benévola:
Comparada con la excelente serie de James Bond, esta película es de una gran mediocridad. El humor, el brío, la inspiración: todo con lo que cuenta el director británico Terence Young, le falta a su colega francés Maurice Cloche. En contraste con el elegante y desenvuelto Sean Connery (James Bond), Ken Clark (Coplan) es una especie de Tarzán brutal y de apariencia tan primitiva que uno se está preguntando constantemente si podrá entender y desentrañar la complejidad (relativa, por otra parte) de su misión con agente secreto. Con la excepción del bravo Amédée Domenech (dejó el rugby por el cine y ha asumido su papel de “duro” con eficaz buena voluntad), los demás concuerdan con el ambiente general de la película y con su vulgaridad. [Le Monde, 5 de noviembre de 1964.]
Lo cierto es que las escenas en las que Fondane, el personaje interpretado por Domenech, reparte mamporros están entre lo más socorrido de la cinta, lo cual tampoco es decir mucho. Los paisajes mediterráneos y el despliegue final de medios aéreos hacen subir su cotización en cuanto a medios de producción, no así en las dosis de emoción y entretenimiento, que quedan bajo mínimos. Las de erotismo fueron también convenientemente rebajadas a causa de la censura española. Cuando Coplan acude al domicilio de Carla Menatti (Astrid Caron) en Roma para averiguar si el asesino de la cerbatana es el especialista en curare Noreau (Daniel Ceccaldi), se la encuentra en la bañera. En la pelea con el asesino que tiene lugar a continuación hay dos planos fugaces de la mujer desnuda, que sale de la bañera para arrearle con un taburete.
Es muy dudoso que dichos planos figuraran siquiera en la copia presentada a la comisión censora. En la copia doblada en inglés, en la que Coplan atiende por el apellido de Crabtree, también faltan.
Un humor un tanto ingenuo y la preeminencia de las peripecias aventureras en detrimento de las la intriga y los elementos más fantasiosos son dos de los signos distintivos de las cintas de euroespías a la francesa, que Procensa asume sin chistar.
Otra cosa será el díptico compuesto por Operación Mogador / Password: Uccidete agente Gordon (Sergio Grieco, 1966) y y Rififí en Ámsterdam / Rififi ad Amsterdam (Sergio Grieco, 1966), ya que en ambos títulos asume el liderazgo en la producción la italiana Claudia Cinematográfica de Gino Mordini y se pone al frente del equipo Sergio Grieco con su seudónimo de costumbre para estos menesteres: Terence Hathaway. Grieco, que ya ha dirigido a Ken Clark en algunos pseudo-Bonds para Fida Cinematográfica, acepta el encargo de Mordini para hacer lo propio con Roger Browne, un actor estadounidense que ha hecho fortuna en Italia interpretando nada menos que al dios Marte en Vulcano, figlio di Giove (Titán contra Vulcano, Emimmo Salvi, 1962) y en Marte, dio della guerra (Marcello Baldi, 1962).
La secuencia de precréditos de Operación Mogador no remite al propio género, sino que supone un calco apenas alterado por la localización norafricana de la escena de la avioneta en North by Northwest (Con la muerte en los talones, Alfred Hitchcock, 1959). Pero You Play to Win, el tema interpretado por Carol Danell durante los títulos de crédito en la estela del Goldfinger de Shirley Bassey no deja lugar a dudas del terreno en el que nos movemos. Tras la muerte del agente, Gordon llega a París donde recibe el encargo de localizar a Rudy Schwartz (Miguel de la Riva), coreógrafo del ballet Mogador, y probable enlace de una banda dedicada al contrabando de armas europeas para el Vietcong. La empresaria del ballet es una tal señora Kastiadis, paralítica y aficionada al juego. En su casa, descubre un telegrama que anuncia el debut de la compañía en una sala de fiestas de Trípoli. Para entonces y a pesar de que se hace pasar por un agente de espectáculos, Gordon ya ha tenido tres peleas a puñetazos con los sicarios de la Kastiadis y se ha encamado con una cantante (Francesca Rosano), que, antes de desaparecer, le indica que su contacto es la tercera vedette del ballet, Amalia Sánchez (Rosalba Neri).
La intervención de Comas en el guión, junto a Gian Paolo Callegari y a Lucio Battistrada garantiza que los diálogos tengan algo de sabor local: los “pies planos” mencionados en italiano se convierten en el libreto español en la Guardia Civil. Porque, tras la sempiterna persecución por la medina y los muelles de Trípoli, la acción se traslada a Madrid. Como en otras películas del filón así queda justificada plenamente la coproducción. Aquí las cosas se desmadran un poco desde el momento en que el ballet se encuentra acantonado en un chalé que la señora Kastiadis tiene en las afueras de la capital. El juego de las apariencias se multiplica: Gordon se disfraza de repartidor del mercado para colarse en la propiedad, Karin —que utiliza como arma secreta una barra de labios que dispara un rayito láser animado— se desvela como inesperada aliada de Gordon —la Unión Soviética y Estados Unidos se asocian contra China, que está detrás de la operación— y, en un último triple salto mortal la señora Kastiadis resulta ser nada menos que el invisible jefe (Franco Ressel) travestido. De todos modos, a estas alturas la cinta no ha logrado aún levantar el vuelo y ni la pelea en la plaza de toros vacía ni la tortura del somier que traslada descargas eléctricas a Karin en combinación
Si en Operación Mogador era un coreógrafo neurótico que se atiborraba a fármacos para mitigar el estrés que le ocasionaba saber que el agente americano había escapado con vida de una celada, aquí de la Riva recibe unos billetes de Vladek por los servicios prestados, “para sus vicios”. Queda a la imaginación del espectador la interpretación del alistamiento inmediato de dos jovencitos a la fiesta. En cualquier caso, resulta extraño que el actor, amigo personal de Comas, encarne a dos tipos tan alejados del sólido personaje del caballista en la decena de westerns que ha interpretado en el último año y medio.
Hasta que la acción se traslada a España y se empantana un poco, la película funciona como un mecanismo de relojería. Un atraco perfecto en los canales de Ámsterdam, una emboscada en el parque de Keukenhof —como quería Hitchcock, entre tulipanes y molinos de viento—, una persecución por el puerto de Rotterdam y la torre Euromast… Todo con un magnífico uso de los exteriores apenas afeado por un molesto zoom recursivo que habrá que cargar en la cuenta del operador español Eloy Mella, porque en otras películas realizadas por Grieco por estas mismas fechas no resulta tan invasivo.
—Los Estados Unidos quedarán aislados. Sólo si me llama a su lado, señor presidente, sólo si el Pentágono se decide a atacar usando este rayo exterminador tendremos la oportunidad de romper el cerco y dominar el mundo, como corresponde a la nación más poderosa. ¡No creo en la paz! ¡No creo en la democracia! ¡Sólo creo en mi rayo de la muerte!
En esta ocasión nos encontramos con cinco minutos más en la copia española: una secuencia en la que Oriana le tiende una trampa a Rex y le lleva a escuchar flamenco al Sacromonte para que sus socios le peguen una paliza en el descampado. Claro, que entonces descubren que el cofre que contenía los diamantes, está lleno de cristales tallados. La agente francesa, que se está enamorando como una tontuela del fornido americanote, le deja marchar. En cambio, la versión española sufrió una vez más la inquina censorial y se dejó entre los descartes un inocente final de escena en el que la ayudante de Ethel Fischer, una princesa mexicana (Angela Alargunsolo), le cuenta Rex la pasión necrófila de la viuda por el científico.
—Una historia de amor y de muerte —puntualiza Rex—. Prefiero las que tiene final feliz.Los exteriores malagueños se ruedan a principios del verano de 1966 y en agosto la película ya está en las pantallas italianas. En Barcelona se estrena un año después en el Capitol, “Can Pistoles”, en programa doble con un western, pero a los cines madrileños de sesión continua no llega hasta la canícula de 1969. Seguramente por ello es la más desagradecida en la taquilla de todo el lote de espías chez Procensa, con casi ciento cincuenta mil espectadores menos que su película gemela: Operación Mogador. Lógicamente, pasó desapercibida para la crítica. Antonio Martínez Tomás la menciona de pasada en La Vanguardia Española [25 de octubre de 1967] después de haber agotado la tinta en ditirambos para Gli uomini dal passo pesante (Las pistolas del norte de Texas, Albert Band, 1965).
—Yo también —replica la princesa, al tiempo que se incorpora y le besa para demostrar que no habla por hablar.
Resultaba previsible que la inflación que sufrió en Europa el filón del espionaje diera lugar a una deriva paródica. Chinos y... minifaldas / Der Sarg bleibt heute zu (Ramón Comas, 1968), penúltima película en la exigua filmografía de Comas, es uno de los ejemplos más conspicuos: producción modesta, variedad de localizaciones internacionales, erotismo apto para menores y grandes dosis de autoironía. No podía ser menos cuando se recurre a un guión -el primero- del veterano escritor de novelas de a duro, Miguel Oliveros, alias Keith Luger, que cuenta entre su producción con novelitas como Un sheriff en vacaciones, Matadme si podéis y, sobre todo, la citadísima Muy alto, muy rubio, muy muerto, que también llevó a los escenarios.
La principal característica de Chinos y minifaldas es pues, su desparpajo. La segunda, un machismo galopante, que hoy causa cierto sonrojo a los mismísimos admiradores del Bond de Sean Connery. Las chicas en minifalda se van acoplado al grupo que se forma alrededor de los dos agentes del contraespionaje francés Paul (Adrian Hoven) y Bruno (Barth Warren) conforme viajan de París a Hong-Kong, de allí a Nueva York y vuelta a París. Chinas (Claudia Gravy, nacida en el Congo Belga), francesas (la alemana Karin Feddersen) o sajonas (la rondeña Tere del Río), todas caen rendidas al recibir los besos apasionados de los superagentes, a la misma velocidad que los chinos caen abatidos como... chinos. Porque ése es el chiste.
El macguffin es el ácido ribonucléico contenido en un frasquito de perfume, que el diabólico doctor Kung (George Wang) piensa inyectarle al Secretario de Defensa estadounidense a fin de provocar un conflicto mundial. Ya se sabe que, a río revuelto...
En este caso las estrategias de coproducción resultan más oscuras que en las anteriores películas de Procensa. La presencia del teutón Adrian Hoven al frente del reparto y con participación en la producción a través de Aquila Film Enterprises GmbH parece evidente aunque las bases de datos germanas multiplican los créditos de esta nacionalidad en puestos subalternos del equipo y atribuyen la banda sonora a Jerry van Rooyen en lugar de a Umiliani, que figura en la versión española. La censura alemana da su beneplácito el 20 de septiembre de 1967 y nueve días después está en las salas, autorizada para mayores de dieciocho años. Por otra parte, el resto de créditos italianos quedan circunscritos a trabajos de segunda unidad. Los títulos de la copia española en ningún momento aluden a la participación foránea, aunque en las bases de datos consta como coproductora Ticino Film y el título Morte in un giorno di pioggia, pero ni una ni otro consta que pasaran censura en Italia. Por último, la cinta no accede al proceso de calificación en España hasta marzo de 1968. En Barcelona se estrena en julio, en Sevilla en agosto y a Madrid no llega hasta el 14 de abril de 1969. El recensionista de ABC en la capital hispalense reprocha a Comas su desidia —“la dirección es endeble, y se advierte que Ramón Comas pasa la mano en algunas escenas con tal de evitarse quebraderos de cabeza”— y resume así la línea declinante de interés:
Adelantemos que su título responde plenamente al contenido; hay chinos y minifaldas —éstas reducidas a su mínima expresión, con la correspondiente generosa exhibición de anatomía— en cantidades masivas. El film tiene un planteamiento original, con las secuencias de un ataúd sobrevolando París, para decaer en su transcurso y terminar en un plano totalmente vulgar. [A. C., en ABC, edición de Andalucía, 23 de agosto de 1968.]
Comas se excusa en que asumió la realización porque Joaquín Bollo no sabía cómo meterle mano al asunto —“no se entendía muy bien con los actores y tampoco le gustaba mucho el tema”— y, de hecho, sólo viaja a París.
Yo no llegué a ir a Hong Kong ni a Nueva York porque caí enfermo con una hepatitis. Fueron sólo los actores con un cámara porque sólo había que rodar escenas de subirse o bajarse de un taxi, el resto lo hicimos casi todo en Madrid. [Ramón Comas a Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madríd, Cátedra, 2009, pág. 475.]El 28 de marzo de 1967 Procensa le retira los poderes otorgados a Comas dos años antes. Simón Blasco fallece el 13 de junio de 1968 tras sufrir durante dos años una enfermedad que le mantiene apartado de la actividad cinematográfica en este último tramo. En 1965 habían producido La ley del colt / La colt è la mia legge (Alfonso Brescia, 1965), su cinta más exitosa con casi un millón y medio de espectadores. Agotados en 1969 los plazos del crédito bancario con el que la productora se ha puesto en marcha, se lanzan a la aventura de rodar tres westerns simultáneos con protagonismo de Miguel de la Riva y dirección del irunés José María Zabalza, cuya vilipendiada Entierro de un funcionario en primavera (José María Zabalza, 1958) ya distribuyera Discentro.
Comas dirigirá todavía para Sello Blanco la coproducción hispano-lusa El padre Coplillas (Ramón Comas, 1968), una vez más con el protagonismo de Juanito Valderrama. Luego ingresa en TVE. Se deja en el cajón de los proyectos más ambiciosos no realizados sendas adaptaciones teatrales: Baile en capitanía de Agustín de Foxá y Tres sombreros de copa de Miguel Mihura.
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