Quedamos pues que, establecida provisionalmente la filmografía industrial de Julio Buchs, su tarea como director y guionista abarcaría los siguientes títulos:
Ciudad Universitaria de Madrid (1953)
Hidroeléctrica Española 1957 (1957)
Fefasa 1957 (1957)
Cepsa 1957 (1957)
Oro blanco en Granada (1958)
Hidroeléctrica Española 1958 (1959)
La ruta del Alberche (1959)
SNIACE 1960 (1960)
Contrapunto español (1960)
Unión Eléctrica Madrileña 1960 [¿Salto de Castrejón?] (1960)
ZINSA 1960 (1960)
Barreiros 1961 (1961)
[Caravana Pegaso] (1962)
Sevillana de Electricidad 1962 (1962)
Salto de Castrejón 1962 (1962)
Unión Eléctrica Madrileña 1963 (1963)
Piedra de toque (1963)
Cepsa 1964 (1964)
El pecador y la bruja (1964)
El salario del crimen (1964)
Mestizo (1965)
Buscando petróleo para Epaña (1966)
Barreiros 66 (1966)
El hombre que mató a Billy el Niño (1966)
Encrucijada para una monja (1967)
Cuidado con las señoras (1968)
Superargo, el gigante / L'invincibile Superman (Paolo Bianchini, 1968), sólo guión
Las trompetas del apocalipsis / I caldi amori di una minorenne (1969)
Los desesperados / Quei disperati che puzzano di sudore e di morte (1969)
Una señora llamada Andrés (1970)
El apartamento de la tentación (1971)
Alta tensión / Doppia coppia con regina (1972)
Sevillana 73 (1973)
Mal de ojo / Malocchio (Eroticofollia) (Mario Siciliano, 1975), sólo guión
Sólo nos quedaría, entonces, repasar las películas de ficción en las que intervino en estas dos tareas creativas. A la primera de ellas, Piedra de toque (1963), ya le dedicamos nuestra atención hace unas semanas cuando repasamos las películas rodadas durante el franquismo en lo que entonces era la Guinea Española. Sólo resta mencionar el carácter industrial y temáticamente ambicioso del debut de Julio Buchs. También algunos artificios narrativos de los que es doblemente responsable, puesto que también firma el guión. A pesar de que son las conversaciones a dos —sobre todo las de Carlos (Arturo Fernández) con Dora (Susana Canales) y el padre Antonio (William Marshall)— las que sirven para hacer avanzar la acción, Julio Buchs se esfuerza en narrar mediante imágenes y sonidos. Es aquí donde adquieren especial relevancia las sucesivas tomas del protagonista en la selva, pero también, aunque sea de un modo subliminal, las de iglesias o edificios oficiales ante los que pasan el jeep de Carlos o el destartalado camión de Elena (Ángela Bravo).
La relación de Carlos y Dora queda asociada desde el primer momento a un tema musical romántico que irrumpe en la banda sonora de tambores africanos para subrayar la nostalgia del protagonista y reaparece cuando ella se presenta en Guinea, precediendo su irrupción en campo. Contra lo que el espectador pudiera imaginar, se trata de una música diegética, pues ella se ha traído el pick-up con el disco de 45 rpm. Al final, la ruptura definitiva entre ambos quedará simbolizada por la rotura del disco.
Ante la expectación levantada por su alternativa en el cine de ficción, su segunda película, El pecador y la bruja (1964), resulta decepcionante. El pecador es un donjuán de vía estrecha (Javier Armet) dedicado preferentemente al material foráneo y la bruja es su vecina del piso de abajo (Mara Cruz), una beata empeñada en redimirlo. Él tiene un grupo de palmeros (Manolo Gómez Bur, Ángela Bravo, Luis Morris y Laura Granados) que le siguen el juego y apuestan sobre sus conquistas y ella unos padres separados (Matilde Muñoz Sampedro y Antonio Garisa). Los dos arquetipos quedan parigualmente malparados, de acuerdo, suponemos, con lo que ocurría en Un roto para un descosido, la comedia de Alfonso Paso que adapta la película. Espolvoreados por aquí y por allá chistes de actualidad sobre un infierno lleno de comunistas soviéticos o la dudosa virtud de una alemana que no sabe de qué lado del muro de Berlín quedarse. Buchs no logra mantener el ritmo de una comedia sobrada de moralina y chata en su intención satírica, con dos protagonistas que carecen de atractivo además de resultar profundamente antipáticos. Lo único rescatable de esta comedia sin ángel es el gag de repetición protagonizado por la pareja interpretada por José Orjas y Pilar Gómez Ferrer.
Tras este borrón, Buchs hijo regresa por todo lo alto con uno de los títulos más destacados del ciclo criminal español: El salario del crimen (1964).
A Mario (Arturo Fernández) se le ofrece inesperadamente la ocasión de pasarse al lado oscuro. Es policía, ha ido a registrar el piso de un camarero (Luis Marín) dedicado al menudeo de cocaína, y durante su escapada se ha precipitado al vacío. Sólo el sabe que bajo el colchón había unos cuantos paquetes de droga y una abultada cantidad de dinero. Cuando "El Abuelito" (Manuel Alexandre), el compañero de Mario, entra a comunicarle la noticia, sobre el camastro ya sólo está la droga. Y es que Mario, hombre recto donde los haya, hijo de un comisario fallecido en acto de servicio y atormentado por la muerte de un compañero cuando iban a detener al jefe de la banda (Alberto Dalbés), ha conocido durante la investigación a Elsa (Françoise Brion), propietaria de una casa de modas, mujer refinada de gustos caros, cuyo ritmo de vida no puede seguir con su modesto estipendio como policía. Y así, lo que ha comenzado como un policial procedimental al uso, pega un volantazo en plena marcha que no extrañaría en la cinematografía francesa o estadounidense, pero que supone una auténtica novedad en el género criminal español de estos años, harto proclive a la glorificación de las fuerzas de seguridad. Y si así no fuera, ahí estaba el aparato censorial para controlar cualquier desmán. Queda el entuerto mitigado por un final aleccionador y en ello se cifra probablemente el que la película consiguiera realizarse y estrenarse a pesar de que Mario, para satisfacer las demandas de Elsa, cometa un atraco a un banco y, en el curso de la acción mate —bien que involuntariamente— al director de la agencia (José María Caffarel). Además, el subdirector (Manuel González Díaz) lo reconoce cuando es convocado para realizar la investigación, pero se guarda la información a fin de chantajearle. El ambiente se enturbia aún más cuando descubrimos que el traficante al que persigue desde un principio Mario está escondido en el sótano de la casa de Elsa y, aunque el diálogo se encargue de aclarar que se trata de su hermano, todo nos invita a pensar en un trueque similar al que la censura española organizó a costa del doblaje de Mogambo (Mogambo, John Ford, 1953).
Algunas fuentes catalogan erróneamente El salario del crimen como coproducción hispano-italiana: la cinta es exclusivamente española y así lo atestigua su equipo y un reparto repleto de rostros conocidos que apenas intervienen en un plano exento, durante los interrogatorios. En Italia se estrenó tardíamente, en 1967, con cartel y título de pseudo-Bond —Agente Ted Ross, rapporto segreto— por mucho que la trama no respondiera para nada a los esquemas del filón.
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