Encrucijada para una monja / Violenza per una monaca (1967) supone el regreso de Julio Buchs a los planteamientos industriales, temáticos y moralistas de Piedra de toque (1963).
Las fuerzas independentistas del coronel Isaku (Wilhelm P. Elie) avanzan hacia la capital del Congo Belga. Por el camino, van exterminando a cuanto colono europeo se les cruza por delante. Los miembros de la familia de sor María (Rosanna Schiaffino) están preocupados por las noticias que les llegan a través de la televisión y los periódicos. Y no es para menos, porque cuando Isaku llega a la misión donde se crió les advierte que, o se marchan, o asuman las consecuencias y, aunque intenta defenderlas de los incontrolados, sor María del Sacramento (Rosanna Schiaffino) termina siendo violada en la selva. Sor María regresa entonces a Bélgica, junto a su familia: un padre comprensivo (Andrés Mejuto), pero siempre a merced de lo que diga su mujer (Margot Cottens), una hermana egoísta (Mara Cruz) y un hermano que no quiere saber nada de la familia (Lorenzo Terzon); símbolo cada cual de una mácula de la burguesía. También la espera un médico (John Richardson) que siempre ha estado enamorado de ella. Ahora se le presenta la oportunidad de postularse como marido, porque sor María está embarazada y desde Roma le proponen que decida si quiere seguir en las misiones y entregar a su hijo a una institución religiosa o abandonar los habitos y dedicarse a la crianza.
El Sindicato Nacional del Espectáculo le concedió el premio a la mejor película del año ex aequo con El amor brujo (Francisco Rovira Beleta, 1967). En Madrid se estrenó en cinco salas, autorizada sólo para mayores de dieciocho años, y permaneció ciento sesenta días en cartel, en tanto que la cinta de Rovira Beleta sólo aguantó catorce. Vieron Encrucijada para una monja casi tres millones de espectadores, así que podemos hablar de ella como de un auténtico taquillazo; el mayor de Julio Buchs en toda su carrera. En la revista Razón y Fe podemos leer por cuenta del estreno: “presenta un tema inédito y singularmente peligroso, pero que está realizado con sinceridad y dignidad, sin una sola concesión al mal gusto”, pero quienes han querido ver en ella un irrelevante exponente tardío del cine de estampita no pueden andar más errados: el tercer acto sirve para plantear la solución más evidente —que hubiera conducido la película al despeñadero del folletín— al dilema moral, para luego rechazarla e instalarse en el melodrama religioso, aunque esto ponga en evidencia la falsedad intínseca del personaje del médico, al que el británico John Richardson tampoco es capaz de dotar del más mínimo interés.
Encrucijada para una monja encaja a la perfección en esa doble moral que caracterizaba a la familia Reyzábal, productores de la cinta a través de su marca Ízaro Films. Buchs hijo ha entrado en su órbita a partir de la realización de El salario del crimen (1964) y en su seno se desarrollará la mayoría de su filmografía, generalmente con Julián Esteban como jefe de producción. Por tanto, podemos ir abriendo boca para la siguiente entrega al grito de "¡Viva Escandinavia!".
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