domingo, 25 de septiembre de 2022

las dos revoltosas de díaz morales

 
La Revoltosa es un sainete lírico en un acto, cuya partitura es la más recordada de las que compuso Ruperto Chapí. Tanto es así que se repuso innumerables veces desde su estreno en el mítico Teatro Apolo en 1897 y que en menos de cinco décadas conoció otras tantas adaptaciones cinematográficas. Dos de ellas fueron dirigidas por José Díaz Morales. Ya hemos contado alguna vez que este periodista toledano se instala en México al comenzar la Guerra Civil y se curte como guionista y director en el cine de género. En 1948 regresa a España con el productor Guillermo Calderón e intenta establecer una producción continuada, bien a través de la filial española de Producciones Calderón, bien a través de la marca Intercontinental Films, perteneciente al periodista Joaquín Romero-Marchent. Surgen así en rápida sucesión: El capitán de Loyola (1948), Paz (1949) y la primera versión sonora de La Revoltosa (1950). Esta última se convierte en un éxito de taquilla inesperado cuando se mantiene durante semanas en cuatro sesiones diarias en el popular cine Postas.

El argumento no tiene más misterio porque es el de la célebre zarzuela... Mari Pepa quiere a Felipe, pero es una coqueta empedernida. Felipe quiere a Mari Pepa pero le devoran los celos. Los hombres de la corrala en la que vive Mari Pepa van de cabeza con ella. Sus legítimas planean un escarmiento. En la noche de verbena se resolverá el entuerto. 

Los problemas de la adaptación surgen de la brevedad del sainete lírico que le sirve de base argumental. Para engrosar la magra trama del sainete y proporcionarle intriga y variedad escenográfica y espectacular, los guionistas recurren a una triple estrategia. Por una parte, la subtrama de Manolo, el hermano de Mari Pepa, y el prestamista don Leo sirve para crear un suspense en clave policial y un rival individualizado para Felipe en la consecución del amor de la planchadora, más allá de los requiebros de los vecinos de la corrala, cuyo chasco final constituía el clímax de la pieza teatral. Por otra, el maestro Parada compone al menos dos cantables originales que Mari Pepa interpreta en la intimidad de su casa, mientras realiza las faenas domésticas. Son, por tanto, números que no hacen avanzar la trama, que traducen para el espectador los anhelos de la protagonista, pero que, sobre todo, hablan del estatuto estelar que ha alcanzado Carmen Sevilla en apenas dos años.

La espectacularidad presenta a su vez una triple vertiente: realista, irónica y onírica. La primera está presente en las dos canciones mencionadas, en la escena en que Felipe y un compañero acuden con dos chicas a un café cantante y en la introducción en la trama de una escena en la verbena, que en lo argumental remite a La verbena de la Paloma, el sainete de Ricardo de la Vega y Tomás Bretón con el que se medía La Revoltosa, y en lo cinematográfico a la adaptación realizada por Benito Perojo en 1935, uno de los mayores éxitos del cine republicano. La vertiente irónica —intertextual y metalingüística, para los aficionados a los palabros— surge cuando Felipe lleva a Mari Pepa y a su tía al Apolo a ver precisamente La Revoltosa. Es una idea que Ladislao Vajda llevará hasta sus últimas consecuencias en la adaptación de otra zarzuela: Doña Francisquita (1952). En el escenario, María de los Ángeles Morales y Luis Murillo interpretan un popurrí de duetos mientras que en el patio de butacas Felipe y Mari Pepa se cogen la mano:

—¡Qué lástima que no sea esto realidad! —se lamenta ella.
—Tú no lo has querido —se lamenta él.

Pero la irrealidad ya se ha instalado en el relato. Su apoteosis tendrá lugar no ya en el mundo de la escena, sino en el de los sueños. Felipe sueña con los ojos abiertos un ballet simbólico, coreografiado por el bailarín Vicente Escudero, lo que busca entroncar la película con una tradición que va de la vanguardia parisina de los años veinte al triunfo del baile español en los teatros de Nueva York al principio de la década siguiente. La elección fue ciertamente polémica —algunos la tildaron de “surrealista”— y Díaz Morales la rueda sin demasiado sentido, acumulando acciones, bailarines y decorados, pero sin terminar de armar un todo coherente, dinamitado además por la inserción de planos de recurso de Felipe durmiendo en su cama.

En cuanto al reparto, el buen resultado económico de Jalisco canta en Sevilla (Fernando de Fuentes, 1948) invitaba a ofrecer el protagonismo femenino de esta operación transnacional a Carmen Sevilla, pero para encarnar a Felipe el actor elegido inicialmente es Ángel Picazo. Por uno de esos azares de las fechas libres o la compatibilidad de caracteres, el papel termina en manos de Tony Leblanc.

Las tres películas que Díaz Morales dirige en España son otros tantos prototipos, ajenos por su condición de tales al cine en serie que practica en México. Si antes de viajar a España llevaba un par de años especializado en cine de cabareteras, al regresar a México hará alguna película más para Producciones Calderón, pero en seguida se vinculará a Argel Films, la productora del cantante de origen santanderino Emilio Tuero. El grueso de su producción en esa etapa son tramas de intriga criminal bien sazonadas con canciones. Mediada la década vuelve a la órbita de los Calderón y realiza una serie de películas cuyos argumentos giran en torno a la juventud y el rock and roll.

En un momento en el que los hermanos Balcázar mantienen vínculos con México, convocan a Díaz Morales para que realice una nueva versión de su gran éxito español, ahora en Eastmancolor. Es un momento de transición en el cine ralizado en Barcelona debido al reciente incendio de los estudios Orphea Film, así que los productores deciden montar sus propios estudios en Madrid —en el número 30 de la calle Bravo Murillo—, donde se rodará la película. [Rafael de España y Salvador Juan i Babot: Más allá de Esplugas City. Barcelona: Universitat de Barcelona, 2005, págs. 53-55.] Como productor asociado actúa Enrique Herreros, en el momento en que aún representa a una Sara Montiel contratada por los Balcázar.

Para reprisar los papeles que habían hecho casi quince años antes. Díaz Morales vuelve a recurrir a Tomás Blanco (don Leo), Antonio Riquelme (Tiberio), Paquito Cano (Atenedoro) y Manuel Arbó (el patrón de Felipe). El principal papel masculino queda encomendado al galán Germán Cobos y el femenino a la debutante Teresa Lorca, María Teresa del Santo en la vida civil.

Pero Mari Pepa no tiene ya un hermano crápula, sino un padre perdis (Antonio Vico), lo que sostiene la trama policial —robo, pignoración, chantaje— con situaciones análogas a las anteriores. Gana peso el papel de amigo gracioso del galán (Manolo Gómez Bur) y el de la chavala con la que Felipe intenta darle achares a la coqueta, una Mónica Randall a la que aún se acredita con su verdadero nombre: Aurora Julià.

Díaz Morales firma de nuevo el guión definitivo con el equipo anterior, al que se suma José Antonio de la Loma, como responsable literario de los Balcázar. Sobre la versión precedente, Díaz Morales abrevia el prólogo, se desentiende de ballets oníricos y rueda el célebre dúo —doblan a los protagonistas Ángeles Chamorro y Tomás Álvarez— con un par de funcionales tiros de cámara en la Plaza Mayor de Madrid, como si la pareja se viera a sí misma en esta escena emblemática. Y aquí es donde se produce el desajuste. Los abundantes exteriores en el Madrid de los Austrias y en la Morería casan mal con los primeros planos de los actores y los forillos teatrales. En esta ocasión, la labor en color del operador Francisco Marín no resulta afortunada: la discontinuidad queda acentuada por los saltos de escala entre planos, porque Díaz Morales suele pasar de planos bastante generales en los que las localizaciones priman sobre los personajes a primeros planos cerrados de estos iluminados y maquillados como si estuviésemos en el estudio de un retratista. Las lágrimas de glicerina ni siquiera tienen el encanto de lo kitsch.

La película se encuentra con otro inconveniente añadido en el momento de su estreno, en diciembre de 1963. Llega a las pantallas madrileñas al mismo tiempo que la nueva adaptación de La verbena de la Paloma, en la que José Luis Sáenz de Heredia recurre a las estrategias del musical contemporáneo, establece puentes entre presente y pasado y pone al día el trabajo zarzuelístico. Algunos críticos llegan a hablar de “obra redonda” y de “versión definitiva”. [Gabriel García Espina, en ABC, 10 de diciembre de 1963, pág. 83] Las comparaciones son odiosas, pero el recurso de Díaz Morales a fórmulas ya conocidas aburre a los críticos, más pendientes del desembarco de los primeras producciones del Nuevo Cine Español que José María García Escudero, flamante director general de Cinematografía, pretende promocionar. Aunque las nuevas normas aún no están vigentes, La Revoltosa recibe una pobre calificación en Segunda B, cuando la anterior se había hecho acreedora nada menos que al Interés Nacional.

Aunque todo el mundo ha echado las campanas al vuelo sobre el futuro de Teresa Lorca en el cine español, lo cierto es que se traslada a Yugoslavia para rodar un par de adaptaciones de novelas de Karl May dirigidas por Robert Siodmak, y surge el flechazo con el actor francés Gerard Barray, coprotagonista de las mismas junto a Lex Barker. La pareja se casa en la primavera de 1965, tienen una hija y ella abandona el mundo del espectáculo. [Fernando Montejano: “Gerard Barray y Teresa Lorca (matrimonio feliz) vienen a Madrid en busca de auténticos amigos”, en Diario de Burgos, 30 de octubre de 1968.]

En cualquier caso, en la filmografía de Díaz Morales esta nueva incursión en España sólo supuso un paréntesis, acaso una ocasión para volver a ver a algún viejo amigo.

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