domingo, 11 de septiembre de 2022

ver a vera (y 2)

 

Tras dedicarse al atletismo y al periodismo deportivo en Francia, el martiniqués Max-Henri Boulois se instala en España a principios de los años setenta y emprende una carrera como compositor y cantante de afro-rock. Hombre inquieto, se pasa al cine, pero no sólo como actor por su físico imponente, sino también como guionista, compositor, productor y, más tarde director. Llegan así a la pantalla Super Bwana (Ricardo Vázquez Sesé, 1976) y tres cintas de acción dirigidas por el mismo y producidas con su marca MB Diffusion: Fuerza mortal (1980), Black Jack (Asalto al casino) (1981) y Otelo (Comando negro) (1982).

VV interviene en Black Jack, cuyo argumento gira en torno a un atraco al casino de Santander preparado por un aristócrata inglés (Peter Cushing). Su caballo de Troya para sacar el dinero del casino después del atraco es el cantante Dynamite Duke (Max B), que va a actuar allí con ocasión de la Nochevieja, cuando la recaudación alcanzará los diez millones de dólares. Pero lo que inicialmente parecía una película de atracos perfectos deriva, tras una serie de incidentes un tanto erráticos y algunos interludios cómicos, en la toma de rehenes por parte de los sanguinarios atracadores y en los intentos del comisario Cárdenas (Hugo Stiglitz) por evitar una masacre. De este modo, la cinta evoca situaciones bien presentes en el imaginario contemporáneo, como la masacre de las Olimpiadas de Múnich en 1972, el rescate de los rehenes en el aeropuerto de Entebee en 1976 o la entonces aún recientísima crisis de los rehenes en Teherán. Para reforzar esta relación se desvela que uno de los rehenes (António Vilar), premiado por sus investigaciones médicas, es uno de los ideólogos nazis de la “solución final”. La oferta de asilo que ofrece Israel tendría como único objeto capturarlo. Sólo en el tercer acto recupera el protagonismo Dynamite Duke.

VV es Sandra, la relaciones públicas del casino. Su papel se reduce a la presentación de un par de actos en el local y a ejercer de rehén en traje de noche. Su diálogo estará en torno a las seis u ocho líneas, pero es que una vez empieza la ensalada de tiros el personaje desaparece de la película sin que sepamos siquiera qué ha sido de él.

Lo mejor de Black Jack es su “exótica” localización en Santander —lo que provocó no poco debate en la ciudad— y su condición de cinta de acción europea, con el imprescindible Alain Petit a cargo de las escenas de acción y las persecuciones automovilísticas. La omnipresente partitura del “autor” funciona en ocasiones, pero en otras satura. Los excursos cómicos —sobre todo los protagonizados por Brian Murphy, el míster Roper televisivo— no encuentran su sitio en el metraje.

Hacia 1984 VV asegura estar trabajando en películas de terror y acción en Italia y Estados Unidos. Una de ellas podría ser Gorilas a todo ritmo / Freddie of the Jungle (Sebastián Almeida y Josi Konski, 1981), rodada en Florida. De los cientos de parodias de Tarzán y otras películas selváticas, es probable que ésta esté entre las cinco más idiotas. Helene Holden (VV) reportera de un diario de Miami sedienta de aventuras recibe el encargo de buscar a un cómico estadounidense llamado Freddie Dean (Frankie Mann) que desapareció en África Ecuatorial veinte años atrás. Para dar con él y con su hijo contará con la ayuda del aventurero tuerto Jack Riley (Frank Braña). O sea, que estamos en el terreno de The African Queen (La reina de África, John Huston, 1951) y de Las minas del rey Salomón de Rider Haggard, pero en clave paródica: el mejor rastreador de África es un indio americano (Russell Bates) y el compañero del aventurero un tartaja, Bunny (Alejandro de Enciso). Además la falta de prejuicios en cuanto a cualquier verosimilitud es digna de un serial de la Republic: fieras de archivo, templos griegos en mitad de la selva, hombres disfrazados de gorilas, tribus de amazonas... Por una vez, VV se ciñe a las reglas del juego y asume el protagonismo de esta aventura con chascarrillos infantiles a la que, no obstante, aporta alguna exhibición epidérmica. Es probable que la autoparódica Tarzan the Ape Man (Tarzán, el hombre mono, John Derek, 1981), protagonizada por Bo Derek, tuviera algo que ver en el asunto. En cualquier caso, los desnudos femeninos se disparan cuando Helen y Freddie llegan al poblado de las amazonas.

En su única incursión en el largometraje de ficción, La desconocida (1983), el director de fotografía y documentalista José Andrés Alcalde, se decanta por un mejunje genérico en el que lo mismo caben unos gamberros cormanianos que unas pinceladas de destape; eso sí, la película se adscribe al filón parapsicológico, entonces tan en boga... Luis (Antonio Vico), Ana (Leticia Cano) y Candy (Taida Urruzola) han decidido pasar sus vacaciones dedicados a experimentos parapsicológicos en las proximidades de un pueblo en el que hubo algunas desapariciones misteriosas en el pasado, entre ellas la de un pintor. Para que las parejas cuadren, Candy se ha venido con Dani (Valentín Gascón), su novio. Es éste un tipo descreído, más preocupado por “haber mantenencia y ayuntamiento con hembra placentera” que por los enigmas. Los cuatro se instalan en unas tiendas de campaña y no pasa mucho tiempo antes de que sean acosados por unos moteros comandados por un tal Andrés (Charly Bravo). Así que los incidentes terrenales —broncas discotequeras— y misteriosos —el inexplicable borrado de una cinta magnetofónica en la que se había grabado una psicofonía— se van alternando. Las cosas terminan de enredarse cuando, mediado el metraje, Ana reciba una llamada para que regrese a casa y ante el trío restante aparezca, surgida de la noche, Laura (VV), una mujer enigmática con una cultura vastísima y extraños poderes. En casa del médico rural (José Canalejas), Luis descubrirá que el cuadro que dejó atrás el pintor desaparecido es un retrato de Laura.

El final sugiere al espectador que VV es una extraterrestre que cada tanto aterriza en el planeta Tierra para abducir a un incauto, un papel —entre la seducción, la sabiduría y el misterio— en el que la actriz parece sentirse mucho más cómoda que en las películas de acción en las que se ha fogueado en los últimos tiempos.

Otro de los productos que podrían adscribirse a la supuesta internacionalización de VV es Leviatán (Monster Dog) (Claudio Fragasso, 1984). Rodada en un estudio de Arganda y en Torrelodones —que debe pasar por Estados Unidos—, con un reparto español y con estatus de producción oficial cien por cien hispana a cargo de Carlos Aured, la cinta destaca por la presencia al frente del reparto del cantante estadounidense de glam-rock Alice Cooper. En la versión internacional figuran como productores ejecutivos Helen y Eduard Sarlui, especialistas en este tipo de producciones psicotrónicas destinadas a nutrir el floreciente mercado del vídeo doméstico en Estados Unidos y Europa. En Italia y Estados Unidos se estrenó directamente en vídeo. En España, obtuvo la licencia de exhibición en salas en 1988, cuatro años después de su realización y en paralelo con otro título rodado back to back con Leviatán y mediante idéntica fórmula: Cosmos mortal (Deran Sarafian, 1985).

Exploitation descarada de The Howling (Aullidos, Joe Dante, 1980) y Cujo (Cujo, Lewis Teague, 1983), Leviatán asume desvergonzadamente su condición de pastiche al presentar a una estrella de rock, Vincent Raven (Cooper), que regresa a su pueblo natal con la directora de una cadena dedicada a los videoclips (VV) para rodar el de su último tema. Pero una jauría de perros está atacando a los seres humanos por aquella zona. Ya ocurrió veinte años atrás y entonces el padre de Vincent, que sufría de una enfermedad similar a la licantropía, fue asesinado por sus paisanos. En el presente, Ángela (Pepita James), la actriz del vídeo, tiene visiones o pesadillas en las que sus compañeros aparecen como zombis ensangrentados y Vincent convertido en lobishome. Además, una pandilla de supersticiosos garrulos comandada por Charly Bravo está dispuesta a meterle una bala en el corazón al cantante. Con estos mimbres se va devanando la trama a base de sustos, persecuciones y tiroteos. El tercer acto se articula en torno a la huida de la casa de los tres únicos supervivientes y su clímax es la transformación de Vincent en licántropo. Una transformación poco convincente, al parecer por ciertos problemas que tuvo el monstruo creado por el especialista Carlo de Marchis. [Roberto Curti: Italian Gothic Horror Films (1980-1989). Jefferson: McFarland and Company, 2019, págs. 130-133.]

Es entonces cuando VV adquiere auténtico protagonismo. Hasta ese momento, sólo ha tenido una escena de lucimiento: mientras Vince estudia un viejo libro sobre licantropía, ella pronuncia su texto más largo en toda la película, todo un monólogo shakespeariano:

—¡Mierda, Vince! El año 2000 está ya a la vuelta de la esquina. Yo soy directora de una cadena de vídeos y tú eres la mejor estrella biosintética del momento. Vivimos y respiramos computadoras. El olor de los transistores nos resulta muy familiar. Vendemos imágenes como si fuéramos robots hambrientos de dinero... ¿Y a ti te preocupan los hombres-lobos? 

Rodada por Sebastián D’Arbó como un paréntesis en mitad de su trilogía parapsicológica, Acosada (El hombre que regresó de la muerte) (1985) es una película de intriga según el molde de Les diabolilques (Las diabólicas, Henri-Georges Clouzot, 1955). Harta del carácter tiránico de su marido, Marta (VV) decide asesinarlo y hacerlo pasar por un suicidio. Se sale con la suya, pero al poco tiempo comienzan a ocurrir una serie de hechos extraños y de crímenes que la convencen de que él ha vuelto a la vida. Como la policía no cree en explicaciones sobrenaturales y tampoco quiere delatarse, recurre a un detective (Martín Garrido) para que le ayude a averiguar lo que sucede y no volverse loca. Al final, el guionista Luis Murillo le da una vuelta al argumento de Boileau y Narcejac sacándose de la manga un trasplante providencial.

Lo malo de Acosada es que resuelve a toda velocidad el planteamiento y luego se alarga en un segundo acto eterno tocado con una sola tecla. Si fuera sólo que las situaciones resultaran más o menos reiterativas, pase, pero esto no hace más que poner en evidencia el inverosímil comportamiento de la policía y de la propia Marta. Todo ello unido a la pobreza de medios y a la torpeza de D’Arbó como realizador dan como resultado un nuevo patinazo en la carrera de VV a pesar de que en esta ocasión sea la protagonista absoluta.

El vivo retrato (Mario Menéndez, 1986) supone un salto importante en su carrera. No tanto por la calidad de la película, un tanto apegada a la estética cortometrajística, como por el perverso sentido del humor de la propuesta. Financiada desde Avilés y subvencionada por el Ministerio de Cultura, merced a la Ley Miró, la cinta narra desde el futuro la alianza de dos contrabandistas (César Sánchez y Paco Hernández) con una prostituta (VV) y un científico de la Alemania nazi (el saxofonista Andreas Prittwitz) naufragado en Asturias para poner en marcha un negocio de clonación de seres humanos. El negocio va viento en popa gracias a la colaboración de la Iglesia Católica y de las monjitas dedicadas a recoger hembras descarriadas, que servirán de vientres de alquiler. Al principio, los adoptantes se conforman con que el niño se parezca a un hijo fallecido durante la Guerra Civil, pero luego empiezan a pedir Errolflynnes y Clarkgables. El propio científico tiene con la prostituta un hijo, Gustavo (VV), que es “el vivo retrato” de su madre. Transcurridos cuarenta años, La Cigüeña Bondadosa es una organización que funciona viento en popa proveyendo a gentes pudientes de toda España de niños que se ajusten estrictamente a sus expectativas. Pero la muerte de una gestante pone a los viejos contrabandistas en la tesitura de huir. 

Lástima que el presupuesto y una puesta en escena algo más imaginativa no acompañaran la propuesta argumental. El lucimiento de VV en un doble papel es más una cuestión conceptual que una realidad. Su hierática actuación como Gustavo resulta poco convincente, pero tampoco se le pide más. Es el único “nombre” en un reparto en el que realizan colaboraciones Luis Eduardo Aute, Juan Cueto y otros intelectuales asturianos.

En los buenos viejos tiempos de la radio en España, La diputada (Javier Aguirre, 1988) hubiese sido un folletín radiofónico de los firmados por Guillermo Sautier Casaseca y María Luisa Alberca. Hay en el delirante guión del periodista Germán Álvarez Blanco la misma voluntad de hacer pasar la pacotilla sentimental como melodrama engarzado en un dilema ético. La coartada para dignificar el tinglado es nada menos que la manipulación de las estructuras políticas por parte del poder financiero y un maquiavélico creador de imagen (Javier Escrivá). Es él quien selecciona a la candidata por Sevilla de un recién creado Partido Popular Progresista que entrará, elecciones mediante, en un gobierno de coalición con el PSOE de Felipe González. La elegida es Begoña Ansúrez (VV), triunfadora en el mundo de la moda, madre de dos hijos e insatisfecha esposa de Ramón (José María Blanco), cariñosísimo, comprensivísimo, pero emasculado a raíz de una misteriosa operación a la que se alude con medias palabras. No es extraño pues, que apenas llegada a Madrid caiga en brazos del semental Albors (Juanjo Puigcorbé), un periodista de investigación, dispuesto a sacar a la luz una nueva intentona golpista por parte de los militares.

Las intrigas en el propio partido y la conveniencia de llevarla a la secretaría general del mismo para que dispute la presidencia en las siguientes elecciones desencadenan una serie de acciones y reacciones que culminarán en un pleno del Congreso donde la diputada debe poner al tiempo la hipocresía de su propio partido y el conflicto moral que supone defender la nueva ley de interrupción del embarazo para una adúltera. Todo el entramado de denuncia ideológica queda desactivado desde el primer momento en este universo cerrado que se rige por las leyes del Amor, la Fidelidad, la Maternidad, la Verdad... Conceptos mayúsculos y eternos, en cuyo entorno la manipulación de las elecciones, la reforma agraria o un golpe militar suponen meras contingencias argumentales.

Tampoco está exenta de ambición Pasión de hombre (1989). Como ya dimos cuenta de ella al revisar la carrera de José Antonio de la Loma, me limito a citar el párrafo en el que hablaba de VV:

Estamos, por tanto, ante una operación highbrow, que lucha a brazo partido por conciliar la alta cultura que utiliza como referente y el carácter pompier de la caligrafía de De la Loma. El personaje de VV, que más parece una parodia que un remedo de la Sara Montiel más amanerada, termina de boicotear el mecanismo desde su interior.

Una mañana, mientras hace footing en un parque, Daniel (Agustín González) ve como un hombre mayor (Antonio Gamero) apuñala a un jovencito que se burla de sus intenciones de mantener relaciones con él. Cuando su mirada se cruza con la del asesino, escapa, pero se deja olvidado un libro de poemas de Walt Whitman en un banco del parque. Aunque su amante, Miriam (VV), intenta que olvide el asunto, a partir de ese momento Daniel se siente perseguido por un extraño y la situación se va volviendo más kafkiana cada vez. El final de la película nos devuelve al punto de partida, aunque ahora las tornas han cambiado merced al poder de la imaginación o a la necesidad de autocastigo de Daniel. La estructura zigzagueante que propone Testigo azul (Alucinema) (Francisco Rodríguez, 1989) al invitarnos a que nos sumerjamos en la fabulación obsesiva del protagonista admite tanto el coqueteo con el género fantástico como las salidas de tono humorísticas. Es en este aspecto donde cobra especial relevancia el papel de abuela de Miriam interpretado con una convicción desarmante por Conchita Montes. Correctamente arreglada en las escenas que se desarrollan en lugares públicos, pero con el pelo disparado en la intimidad, se muestra admonitoria con su nieta y brutal con el amante de ésta, sin perder nunca el pulso esperpéntico de un personaje salido del búnker del barrio de Salamanca.

En 1988 la película es seleccionada para la sección Panorama del Festival de Berlín y representan a España en la selección oficial del Imagfic-88, en el que Agustín González logra el premio a la mejor interpretación masculina.

La perestroika gorvachoviana favoreció a finales de la década de los ochenta la puesta en marcha de la primera coproducción hispano-soviética de la historia. Y para dirigirla, nada mejor que un chileno, claro. Lo cierto es que Sebastián Alarcón se encontraba en una posición inmejorable en la Unión Soviética, donde había estudiado dirección cinematográfica. En 1977 rueda el docudrama Noch nad Chili sobre el golpe militar en Chile contra el gobierno de Salvador Allende. La cinta obtuvo el Premio Especial en el X Festival Internacional de Cine de Moscú. El tono adoptado en Mi ministro ruso / Ispanskaya aktrisa dlya russkogo ministra (1990) es mucho más ligero: bascula entre la comedia romántica y la sátira. Miguel / Mikhel (Sergey Gazarov) es un profesor de educación física aficionado al cine y obsesionado por España, el país del que procedía su padre y al que regresó dejándolos abandonados a su madre y a él. Para poder colarse en las fiestas del Foro del Cine por la Paz, un amigo suyo lo presenta como ministro del ramo de una de las repúblicas soviéticas. Es así como conocerá a Ángela (VV) una actriz que forma parte de la delegación española. A ella le gustaría hacer Anna Karenina, pero él le cuenta su propia historia. La lógica de la comedia de enredo quiere que ambos queden emplazados en la Sevilla pre-Expo para firmar el contrato de coproducción con un empresario español (Germán Cobos) en el Festival de Huelva y que él pueda al fin tener una charla aclaratoria con su padre. Sólo el giro final —nadie es lo que afirma ser— nos permite comprender el comportamiento de Ángela a lo largo de todo el metraje, así que VV aparece como un arquetipo, más que como un personaje.

Más allá de su presencia en algunos festivales, Mi ministro ruso debió tener una carrera prácticamente inexistente en las salas españolas y sus pases televisivos en Canal Sur —la productora por parte española, Tartessos Films, estaba radicada en Huelva— fueron recibidos por la prensa diaria con comentarios sarcásticos.

Tampoco la cinta ítalo-suiza Family Express (Georges Nicolas Hayek, 1991) se estrenó nunca en España. Es Italia sí y la acogida fue menos que tibia. Hay una única reseña que repiten todas las fuentes consultadas:

En Family Express Peter Fonda, el único nombre destacado del reparto, se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo; Maurizio Latini y Victoria Vera prestan sus agradables rostros a unos personajes inconsistentes y los posibles efectos cómicos quedan anulados por la falta de un ritmo adecuado. [Alessandra Levantesi, en La Stampa, 3 de junio de 1991.]

Después de dos décadas alejada de las pantallas, VV regresa en un papel de madre de tres adolescentes en el cortometraje Muñecas (Paco Pérez, 2011). Luego, vuelta al silencio cinematográfico.
Andrés Velasco, que la dirigió en dos películas a finales de los setenta, apuntaba una interpretación a este silencio:

Victoria es una chica que siempre ha pensado que ha sido maltratada por el cine y que se merecía un lugar mucho más relevante en el mundo de la interpretación y eso no lo ha tenido. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 747.]

En fin, que parece que la única película que la hubiera permitido sacar un poco la cabeza de la riada psicotrónica en la que se ha convertido su filmografía fuera a ser Asignatura aprobada (José Luis Garci, 1987). Remite impepinablemente el título a la primera película de Garci, Asignatura pendiente (1977). Por en medio, una década, unas cuantas películas y un Oscar de Hollywood. Bueno... y el desengaño. En 1977 había urgencia por recuperar el tiempo perdido aunque fuera a costa de epigramas y diálogos en los que se transparentaba Garci sentado a la máquina de escribir. Una década después sólo queda eso. Las dos primeras secuencias son una declaración de principios: el monólogo a cámara del dramaturgo José Manuel Alcántara (Jesús Puente) para contar su exilio en Gijón tras su divorcio y el fracaso de su última comedia; y el cuento liricoide que improvisa sobre la marcha cuando no encuentra lo que había escrito para su colaboración radiofónica diaria. Poco importa que el resto de las escenas sean dialogadas; no dejan de ser monólogos a dos voces. Los del escritor que ha de aprender a convivir con la soledad, pero también los de su amiga Lola (Teresa Gimpera), siempre enamorada de muchachos de veinte años, los de su hijo “posmoderno” (Eduardo Hoyo), que quiere vengarse por el abandono, o los de su examante y protagonista de sus últimas comedias... Éste es el rol encomendado a VV. Por fin un papel dramático en el que puede demostrar que es una actriz de una pieza hablando de productos de limpieza para el inodoro, como se encarga de subrayar la irónica reseña de la película firmada por Octavi Martí en El País [3 de mayo de 1987.]. En La Vanguardia [1 de junio de 1987, pág. 25.], José Luis Guarner concluye su crítica con la siguiente afirmación: “No sería justo silenciar el mérito de los actores y su entrega absoluta a sus papeles, especialmente por parte de Jesús Puente y Teresa Gimpera”. Sólo Pedro Crespo, en ABC [24 de abril de 1987, pág. 80.], dice al menos que VV “alcanza momentos de convicción”.

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