domingo, 28 de abril de 2024

klimovsky, el estajanovista (3)

En 1956 Klimovsky aborda por primera vez la comedia, un género que va a copar buena parte de su filmografía hasta 1962. De la coproducción hispano-azteca Un indiano en Moratilla / Dos mexicanos en Aragón (1958) ya escribimos cuando analizamos el filón mistermarshallista. Vamos con las demás...

Viaje de novios (1956) es la película germinal de la "comedia desarrollista" española. Como buena parte del género está producida por la marca de José Luis Dibildos, Ágata Films. Protagonizan Fernando Fernán-Gómez y Analía Gadé como una pareja casada por poderes que comparte su luna de miel con otras parejas de recién casados y un amigo pelmazo. El argumento bebe directamente de las fuentes de la comedia screwball pero adaptado al clima moral de la España anterior al Plan de Estabilización. Dibildos recuerda que, a pesar de su ingenuidad, la película tuvo sus más y sus menos con la censura. El encontronazo se concreta en veintidós cortes sobre el guión aprobado. Los más pintorescos atañen al adjetivo “maravillosas” aplicado en el libreto a unas piernas de mujer. Al guión atribuye los errores de la película el crítico de ABC, que alaba la interpretación, destacando la versatilidad de Fernán-Gómez y la estupenda pareja que componen Manuel Alexandre y Elvira Quintillá, pero arguye que algunos efectos cómicos de buena ley —entre los que incluye el clásico tartazo— a fuer de repetidos pierden fuerza cómica.

En El hombre que perdió el tren / Marcelino perdió el tren (1957), Klimovsky demuestra una total falta de sintonía con el material que se trae entre manos. Ni las interpretaciones están entonadas ni las escenas tienen el dinamismo que requeriría una comedia brillante como la que le servía el guión de José Santugini. Éste no deja de tener ciertos inconvenientes, sobre los que volveremos más adelante, pero está claro que Klimovsky no termina de cogerle el pulso al asunto. El argumento juega con la confusión de identidades: un agente de seguros pierde el tren que debe llevarle a Madrid y de resultas de ello debe permanecer en la pequeña capital de provincias de Alcona, donde es confundido con un prohombre de la localidad desaparecido tiempo atrás. Maximino López, agente de seguros de la compañía Menfis es un pobre desgraciado. Cuando lo conocemos, en un colmado de un villorrio llamado Valdemorillo intenta conseguir la renovación de la póliza del propietario de la tienda de ultramarinos, pero en Valdemorillo nadie quiere asegurarse y Maximino viaja con poco ánimo y peor suerte a la capital de la provincia, Alcona, donde debe enlazar con el tren a Madrid y a un futuro igual de gris que su pasado. Pero el autobús tiene una avería y Maximino pierde el enlace. Para entretener el tiempo en Alcona sólo se pueden hacer dos cosas: visitar la catedral y el Lago Romántico. Maximino toma un coche hasta la ciudad pero el taxista (Erasmo Pascual) comienza a hacer visajes de espanto apenas le ve. Para el coche con una excusa ante la farmacia y le cuenta al boticario (Mariano Ozores padre) que Francisco Bastiña ha regresado a Alcona y quiere visitar la catedral. Pero resulta que ese mismo día y hora, la mujer Francisco Bastiña, Elena (Rosita Arenas), después de dos años de luto riguroso y medio de alivio, está a punto de contraer matrimonio con Ramón Zaíllo (Tony Leblanc). La gente se espanta al verle. Corren hasta la iglesia e interrumpen la boda de Elena. Los vecinos le han confundido con Francisco Bastiña, médico eminente, músico aficionado y hombre de gran éxito entre el elemento femenino. Elena, que se creía viuda, vuelve a casa convencida de que Maximino es su marido, que ha regresado de una de sus juergas. El hombre con el que le confunden murió hace tres años, pero él, que ha llevado siempre una vida mediocre, tiene que decidir si a lo mejor ésta que se le ofrece ahora no merecerá más la pena que la suya. Los enredos se acumulan: el novio compuesto y sin novia hace de las suyas, él recibe un banquete homenaje y los responsables del seguro de medio millón de pesetas que ha cobrado Elena por el fallecimiento de su marido reclaman la devolución. A pesar de ello, el amor ha nacido entre ambos y Maximino se muestra dispuesto a casarse. Elena le recuerda que ya están casados. Cuando regresan a casa por la noche, Maximino decide irse sin decir nada. Pero Elena se ha enterado de su verdadera identidad.

En algunas filmografías figura como película exclusivamente española aunque otras bases de datos dan el título mexicano —Marcelino perdió el tren— y la productora Oro Films, que en esos años participa en algunas coproducciones como el díptico de El Coyote. La presencia de Rosita Arenas y Armando Calvo, afincado desde la década anterior en México, parece confirmar este extremo. Como acabamos de ver, el título de estreno en México fue Marcelino —y no Maximino— perdió el tren. Acaso el nombre de Maximino pareciera poco viril para el recio mexicano y el probable doblaje ayudó a redondear la operación.

El guión pasa censura previa el 10 de septiembre de 1957: Su “asunto disparatado” y el “carácter cómico del argumento” disuaden a los censores de cargar contra el libreto, puesto que les parece inofensivo. El 13 de febrero de 1958 la película se proyecta para la Junta de Clasificación y Censura, que la autoriza para mayores de 16 años y le da una clasificación de Primera B. En general los censores se quejan de lo convencional de la trama pero todos coinciden en que está desarrollada con habilidad. La película no se estrena en Madrid hasta tres años después de su realización.

En pleno cambio de registro, al tiempo que se recicla en ¿Dónde vas, Alfonso XII? (Luis César Amadori, 1958), Paquita Rico deja atrás su etapa de folklórica y lo intenta con una comedia fantástica a ritmo de cha-cha-chá realizada por Klimovsky: ¡SOS, abuelita! (1959). Sólo han pasado tres años de matrimonio y Raúl (Gustavo Rojo) ha decidido llevarse la cama a otra habitación, dejando sola en el dormitorio conyugal a la atribulada Clemen (Paquita Rico). Su abuelo (Jesús Tordesillas) y el extenso servicio de la casa (Erasmo Pascual, Josefina Serratosa, Aníbal Vela hijo...) se solidarizan con ella, ante lo que les parece un auténtico despropósito. Siguiendo los consejos de su psiquiatra (Tomás Blanco), Clemen organiza una gran fiesta en casa, pero su empeño en cantar habaneras del tiempo de su abuela y en servir refrescos sin alcohol, hace que los invitados abandonen la casa como las ratas un barco que naufraga. Sola en la biblioteca, pide ayuda a la efigie de su abuelita. Ésta cobra vida, abandona el retrato y le propone un cambio. Ella conseguirá que Raúl vuelva con Clemen, en lugar de seguir a Fernanda (Marcela Yurfa) al extranjero, donde sí que existe el divorcio.

El pie forzado de la doble interpretación de Paquita Rico —poco apta para la comedia sofisticada y pobremente dirigida— es el principal hándicap de ¡SOS, abuelita!. El resto del reparto "juvenil", los decorados... todo tiene un aspecto relamido y un poco cursilón, como contagiado del personaje de Clemen. Al mismo tiempo, la supuesta transgresión encarnada en el de la abuelita, no da para mucho más que para beber champán, fumar tabaco rubio y no respetar los semáforos. Así que Klimovsky se aplica a intentar sacar partido de la comedia física... sin mucha fortuna. Queda entonces el interludio musical, resuelto sin demasiado dinamismo, pero fiel reflejo de los sueños de la España desarrollista: alta costura francesa, automóviles y scooters italianos, salones de belleza estadounidenses. 

Aunque no sea la adaptación de una comedia teatral, Un bruto para Patricia (1960) lo parece. Andrés (José Suárez) es un camionero que todo lo resuelve a puñetazos. Igual le da utilizar tan expeditivo método para recuperar las dos mil pesetas que le debe un quídam que cuando Carlos de Carvajal (López Vázquez), el abogado de oficio, expresa su incredulidad sobre el hecho de que no haya sido él quien le haya pegado al tipo los cuatro tiros por los que le han acusado de su muerte. Carlos y su hermana Patricia (Susana Campos) pertenecen a una buena familia totalmente arruinada. Tanto es así que, al volver de su visita a la prisión, Carlos se encuentra con que les están embargando los muebles. La solución es que Patricia se case con Andrés, que heredará una gran fortuna en dólares antes de que le ejecuten si ha contraído matrimonio. Pero apenas ha tenido lugar la ceremonia unos malhechores confiesan haber cometido ellos el crimen y Andrés sale libre. Mientras Carlos tramita la anulación para que su hermana se pueda casar con el badulaque de Adalberto (Pastor Serrador), Andrés le cae en gracia a la acaudalada tía de los Carvajal (Guadita Muñoz Sampedro). Para acabar de enredar las cosas, Lina (María Martín), prima de los Carvajal y aficionada a los dólares, hace todo lo posible por pescar a Andrés.

El argumento avanza a golpe de diálogo y fiado al contraste de los dos ambientes en los que se resuelve todo: el sofisticadísimo de los Carvajal y el sainetesco de Andrés y sus amigos. Las situaciones tontorronas y las interpretaciones mostrencas tampoco ayudan a que esta comedia alicorta levante el vuelo, por mucho que el Eastmancolor y las localizaciones propongan cierta asimilación del modelo desarrollista que Dibildos desarrolla en estos años y para el que Klimovsky había dirigido Viaje de novios. Y es que, desde mediados de la década de los cincuenta, el realizador argentino parece ir haciéndose cargo de los proyectos que no les cuadran en la agenda a Pedro Lazaga o Ramón Torrado, directores de tirón popular a los que al menos se les supone cierta eficacia a la hora de organizar una comedia o de sostener una intriga. En Horizontes de luz, Klimovsky se ve forzado a hacer de émulo de Agustín Navarro y su Quince bajo la lona (1958), o la revisitación en clave de comedia juvenil de las cintas de Torrado que tienen por escenario academias militares. El escenario elegido es la escuela de vuelo sin motor de Monflorite y sus estereotipados protagonistas quedan definidos de un plumazo en los primeros minutos: Chus (Antonio Ozores), hijo de papá; Andrés (Julio Núñez), el romántico solitario; Luis (Julio Riscal), el tenorio del grupo; Carlos (Jorge Martín), el muchacho vigoroso y sano; y Felipe (Torrebruno), el veterano simpático y cantarín. Entre bromas pesadas, competencia por las sobrinas del coronel (Marta Padován y Elena María Tejeiro), nociones básicas de vuelo y algunas canciones va devanándose la madeja del argumento, hasta que Luis intenta lucirse haciendo acrobacias sobre el lugar en el que acampan unas extranjeras. El rescate del accidentado restablecerá el espíritu de sana camaradería que, por otra parte, nunca ha dejado de reinar entre los alumnos-pilotos. Las clases de vuelo proporcionan ocasión para algunas panorámicas paisajísticas desde el aire de una belleza convencional.

Escuela de seductoras (1962) es la primera producción de Fénix Films, la cooperativa montada por Arturo Marcos, que ya llevaba dos décadas bandeándose en el campo de la distribución e invirtiendo en proyectos de su amigo Eduardo Manzanos. Klimovsky acepta el encargo de llevar adelante un guión de José Manuel Iglesias y José María Elorrieta que toma como excusa argumental la comedia de Aristófanes Lisístrata. Pero aquí la huelga sexual de las mujeres para conseguir la paz sólo tiene lugar en el tercer acto y de un modo bastante descafeinado, como corresponde al nacionalcatolicismo que aún imperaba en la censura cinematográfica en 1962.

Toda la primera parte de la película está dedicada a mostrar los métodos de seducción que desarrolla en su academia Lisístrata (Mary Carrillo). Son alumnas destacadas: Teresa (Marta Padován), que pretende cazar a su tiránico jefe (Ismael Merlo); Margot (Conchita Bautista), empleada de unos grandes almacenes y admiradora de un apocado escaparatista (Manolo Gómez Bur); Alicia (Susana Campos), asistente de un científico materialista (Ángel del Pozo) que cree que la luna no es más que el satélite de la Tierra y no una bola colgada en el cielo nocturno apara deleite de los enamorados; y la pobre Filiberta (Gracita Morales), a la que todos engañan hasta que encuentra su auténtico poder. Las lecciones y los ejercicios prácticos, amén del amplio elenco de alumnas, propicia una construcción viñetística que Klimovsky no se preocupa en disimular; es más, parece potenciarla tratando cada microescena como si de un chiste autónomo se tratara y apretando el acelerador para que el espectador no tenga un minuto de respiro y caiga en la cuenta de la inanidad de cuanto está viendo. Claro, que entonces llega el tramo final y hay que armar todo el entramado de la fábula y su moraleja: las imágenes de archivo de la Asamblea General de las Naciones Unidas —algunas convenientemente dobladas— alternan con planos rodados ex profeso en los que los representantes de todos los países argumentan que deben volver a sus hogares para poner la colada o dar el biberón a sus bebés. No es el obligado ayuno sexual lo que impulsa a los hombres a proclamar la paz en plena Crisis de los Misiles, sino la conciliación familiar. La censura pidió que se suprimieran de esta secuencia “los planos y frases de Kennedy y Krushev”, aunque en las copias que podemos ver hoy en día dichos planos están en su lugar. [Teodoro González Ballesteros: Aspectos jurídicos de la censura cinematográfica en España. Con especial referencia al período 1936-1977. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1981. pág. 284.]

Arturo Marcos, asegura que a pesar de las carencias de presupuesto con las que se rodó, la película supuso un negocio redondo gracias a la subvención oficial y los adelantos de distribución, además de estrenarse en un buen local, uno de los Roxy, aunque fuera en la calle Fuencarral y no en la Gran Vía. [Arturo Marcos Tejedor: Una vida dedicada al cine: Recuerdos de un productor. Salamanca: Junta de Castilla y León, 2005, pág. 90.]

A principios de la década de los sesenta, emparedadas entre los wésterns de regusto clásico rodados en España por Michael Carreras o Joaquín Luis Romero Marchent y la eclosión del spaghetti-western, nos encontramos con las piezas artesanales del género facturadas por Ricardo Blasco, Ramón Torrado, José María Elorrieta o León Klimovsky. Son, en su mayoría, películas de indios y vaqueros que trasladan a la pantalla los tópicos de las novelas que quiosco de José Mallorquí y Marcial Lafuente Estefanía —salvando las distancias— y surten de producto al creciente número de salas con programas en sesión continua que copan la oferta de ocio en nuevos y viejos barrios de las ciudades de la España desarrollista.

Como suele ocurrir en la revista desde el estreno de La Gran Vía en el Teatro Apolo en 1886, la actualidad juega un papel capital en este tipo de espectáculos. En 1953 se han firmado los acuerdos comerciales y militares que permiten a la depauperada sociedad española acceder a la ayuda económica estadounidense a cambio de que el gigante militar establezca una cuádruple cabeza de puente en el Mediterráneo, gracias a las bases llamadas eufemísticamente “de utilización conjunta” de Morón, Rota, Zaragoza y Torrejón de Ardoz. En esta base aérea de las proximidades de Madrid aterrizará en diciembre de 1959 Ike Eisenhower —el primer presidente de Estados Unidos que visita España— para que Franco se dé un baño de masas recorriendo en su compañía todo Madrid en coche descubierto. La llegada de los militares norteamericanos a la capital ha supuesto una pequeña convulsión en las costumbres y la aparición de un barrio alrededor de la calle Doctor Fleming y del emblemático edificio Corea que se convertirá en símbolo de modernidad y desmelenamiento.

Esta contraposición entre tradición y modernidad está en la base de Torrejón City. Leblanc protagoniza una historia plena de tópicos westerniles donde los anacronismos compiten con las continuas alusiones a la vida cotidiana española: el retrato de Abraham Lincoln comparte pared con el de Cúchares, los clientes del saloon juegan al mus y en Alcalá de Henares, de donde procede Tom el Bueno, la democracia es una rebatiña entre Cánovas y Sagasta. Las cintas emblemáticas del género, como The Great Train Robbery (Asalto y robo de un tren, Edwin S. Porter, 1903) o High Noon (Solo ante el peligro, Fred Zinnemann, 1952), comparten criterio de referencialidad con lo que Tom el Bueno lee “para coger el sueño”, una aventura de “El Guardián del Oeste”, una de las historietas que incluían los tebeos de la colección Águila Blanca de la editorial del diario mexicano La Prensa. O sea, un batiburrillo de aúpa con el que, no obstante, el espectador de 1962 podía sentirse plenamente identificado. Otras cosa son las arritmias que tan heterogéneo muestrario producen en el relato y que hoy en día desequilibran considerablemente su eficacia narrativa. La presencia de Garisa en el papel del tío de la chica —Tío Sam, faltaría más— emparenta el empeño de Klimovsky con Una isla con tomate (1962), una vía por la que Leblanc volverá a transitar en sus cada vez más numerosas intervenciones televisivas, pero que en el cine apenas tendrá eco en La dinamita está servida (Fernando Merino, 1968), tomando como referencia iconográfica Bonnie and Clyde (Bonnie y Clyde, Arthur Penn, 1967).

La reseña de Torrejón City, reproducida aquí parcialmente, se publicó completa en La Abadía de Berzano.

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