Actualizada el 09/12/2023
El mistermarshallismo es una veta propia de la cinematografía española derivada del éxito en el Festival de Cannes de Bienvenido, míster Marshall (Luis G. Berlanga, 1953). Sus principales características son la utilización de una pequeña comunidad como sinécdoque de España; la puesta en cuestión de los valores tradicionales ante la "amenaza" de la modernidad, representada por el que viene de fuera; la utilización de repartos corales que ejemplifican diversos matices en la posición local; y, desde el punto de vista genérico, la apropiación autoconsciente de algunos códigos de la "españolada" o del costumbrismo. De hecho, podemos encontrar este espíritu ya latente en El andén (1952), segunda película dirigida por el escritor y productor Eduardo Manzanos, aunque no se estrenara en Madrid hasta 1957. Anterior a la cinta de Berlanga, se diferencia de ella sobre todo por su vocación decididamente lírica, antes que humorística. El argumento surgió en las mesas del Café Gijón y tanto sus virtudes como sus defectos residen en este origen...
Don Javier (Jesús Tordesillas) es el jefe de estación de Vallina, un pueblo en el que el andén de la estación constituye centro de reunión y motor económico de la ciudad. Todos los días se el pueblo entero se reúne allí para contemplar el paso raudo del Talgo, que nunca ha parado allí. Don Marcos (Félix Dafauce), el propietario de la serrería, se ha encargado de que los mercancías lleguen hasta el bosque, pero ahora peligran los puestos de trabajo de los carreteros que se encargaban antes del trasporte. El más consciente de los riesgos que entraña el progreso es Manuel (José Bódalo), que ve peligrar su futuro junto a Pilar (Marisa de Leza), a quien corteja el ingeniero venido de fuera (Fernando Rey). Éste es el nudo dramático central, en el que se concitan la tradicional historia romántica con el conflicto entre tradición y progreso. Don Javier es el fiel de la balanza, el sentido común, el intento de conciliación entre los extremos en tensión. Pero a don Javier le ha llegado la edad de la jubilación forzosa.
Los créditos de El bandido generoso (José María Elorrieta, 1954) resultan un tanto ambiguos al acreditar el "argumento" —como si fuera original— a Pedro Sánchez Neyra y Pablo Sánchez Mora. Lo cierto es que los comediógrafos habían escrito este “romance grotesco en tres actos” para Casimiro Ortas, que lo presentó con indiscutible éxito de público en el madrileño teatro Pavón en la primavera de 1934. La comedia se mantuvo tres meses en cartel, salió de gira veraniega y llegó a Barcelona en septiembre. Y si los críticos no le encontraron demasiada sustancia, todos hicieron constar que el público reía a mandíbula batiente con las ocurrencias de los autores y, probablemente, las “morcillas” de Ortas. ¿La historia? Por una serie de circunstancias, un prolífico sacristán de pueblo llamado Generoso debe hacerse pasar por un sanguinario bandolero a fin de que los turistas se acerquen por aquellos parajes y se dejen los cuartos en la fonda local. Entre ellos, llega una actriz que se enamora del típico bandido español y, en pos de ella, su ex, un peligrosísimo gangster.
Luis Lucas y José Gallardo adaptan el argumento al momento de su realización y al coprotagonismo de Antoñita Moreno a fin de incluir tres o cuatro cantables de ésta y un par de intervenciones del ballet español de José Toledano. Como suele pasar en estos casos, la parodia de la españolada se queda a medio camino El otro pie forzado es la presencia en el elenco de Zori, Santos y Codeso (el alcalde, su hijo golfo y el tabernero), Lepe y Heredia (el sargento de la guardia civil y el pregonero), Gustavo Re e Irene D’Astrea (un periodista italiano y la estrella hollywoodense), o sea, la nómina casi completa de la revista española de mediados de la década de los cincuenta. Armado el elenco, sólo queda poner al frente a Manolo Morán y a Rosario Royo como el sacristán y su señora, y dedicarse a espolvorear la trama con actuaciones musicales y chistes contemporáneos, con alusiones —vejatorias, claro— al cine neorrealista, al contrabando de tabaco americano o a un gangsterismo chicagüense ya periclitado hace años. Las reuniones de las fuerzas vivas, las ilusiones crematísticas de los del pueblo, la superchería y la intervención de la folclórica tienen sin duda que ver con el éxito de la película de Berlanga e, incluso, prefiguran Los jueves, milagro / Arrivederci, Dimas (Luis G. Berlanga, 1957). Sin embargo, la película de Elorrieta recibe una pobre calificación oficial, tarda tres años en estrenarse, lo hace con diez minutos menos que a su paso por censura y, aún entonces, pasa totalmente desapercibida para la crítica.
De Zacatín de la Sierra nos trasladamos a Castilviejo, la localización imaginaria de ¡Aquí hay petróleo! (1956). De la película ya hablamos cuando repasamos la trayectoria de Rafael J. Salvia como realizador. Baste decir ahora que la alternancia entre foráneos de negocios, turistas de diversa procedencia y compatriotas hechos a la modernidad allende los Pirineos o, incluso, en las ciudades más abiertas a los aires desarrollistas, en esta ocasión es una compañía de prospecciones petrolíferos estadounidense y que los hispanos que trabajan para ello parecen más americanos que los de allá, como el napolitano de Renato Carosone o el Alberto Sordi de Un americano a Roma (Un americano... de Roma, Steno, 1954), que en todas partes cuecen habas.
La rana verde (José María Forn, 1957) apela a un buen puñado de recursos procedentes del cine de la disidencia. De los señoritos calaveras de Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1956) a las fuerzas vivas que pretenden poner el pueblo en el mapa de Calabuch / Calabuig (Luis G. Berlanga, 1956), de la narración de Fernando Rey que abre y cierra el relato, procedente de Bienvenido, míster Marshall, a la burla del rodaje del cine de cartón-piedra de Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga, 1951). En resumen, el guión del propio Forn es un compendio de temas y recursos bardem-berlanguianos, que deberían sostenerse sobre una espina dorsal de novelita romántica lo que provoca un desajuste irresoluble.
Antes de entrar en harina, un narrador nos cuenta los entresijos de la vida provinciana en Cimera de los Infantes: las ganas de medrar o enriquecerse de unos y otros, las rencillas entre los viejos republicanos del Círculo Cultural y la gente de orden, las maniobras para hacerse con un puesto en el ayuntamiento una vez fallecido el cacique y alcalde sempiterno... La Rana Verde es el bar donde se reúnen los señoritos de, unos vitelloni mesetarios. Su objetivo son las chicas que vienen a los cursos de verano en el castillo, hijas de buenas familias que les permitirían hacer un enlace ventajoso. Los principales interesados en estas relaciones son sus padres, que constituyen las fuerzas vivas de la ciudad: el secretario del ayuntamiento, el aristócrata, el farmacéutico, el propietario del hotel local y el del silo. De este modo, un plantel de veteranos, a cuya cabeza se encuentra un pletórico Félix Fernández, dan la alternativa a jóvenes valores varoniles y femeniles. Una vez planteados estos intríngulis, la cosa se centra en las gamberradas de los muchachos y los sueños románticos de las chicas, aunque finalmente todo queda centrado en el intento de seducción de Elena (Elena Espejo, productora de la cinta) y Elvira (Elvira Quintillá), por parte de Tony (José María Rodero) y Enrique (Javier Escrivá). El primero pretenderá llevar el plan de seducción hasta sus últimas consecuencias y Enrique tomará conciencia de la canallada que están a punto de cometer, con lo que el final moralizante queda asegurado.
De Castilla a Cataluña... El protagonista de Juanillo, papá y mamá (Julio Salvador, 1957) es un chaval lleno de imaginación que se ve a sí mismo como el héroe de mil fantasías heroicas. Todas ellas vienen a suplir la ausencia de una madre fallecida en la indigencia y de un padre alcohólico. En los sueños de Juanillo (Miguel Ángel Rodríguez), el chalé de Eduardo (Conrado San Martín) adquiere la condición de palacio real y Luisa (Lina Rosales) es una mezcla de reina y hada buena. Pero, a causa de un desengaño amoroso, Eduardo no se ha decidido a pasar por la vicaría con Luisa y esto es motivo de resquemor en un pueblo apegado a la tradición y orgulloso de las buenas costumbres. Por eso, las fuerzas vivas se vuelcan en halagos a Juanillo cuando éste gana un concurso de redacciones convocado por el Ministerio de Educación. Todo se desmorona cuando los del pueblo se dan cuenta de que Juanillo ha utilizado como modelo de sus dilectos progenitores a la pareja que vive en pecado.
Juanillo, papá y mamá continúa con la atención a la infancia que Julio Salvador y Conrado San Martín habían demostrado en su segunda y última película para su propia productora, Laurus Films: Sin la sonrisa de Dios (1955). Sin embargo, hay una serie de incorporaciones al equipo que hacen de éste un proyecto atípico. En primer lugar, produce Brío P.C., una empresa creada por Jesús López-Patiño, que había trabajado con casi todo el equipo en Laurus Films, donde ejercía de jefe de producción. Además, supone la única incursión en la dirección de Juan Alberto Soler, director artístico en Emisora Films, de donde también procedían Conrado San Martin y Julio Salvador, que figura como codirector. Por último, es una de las escasas incursiones del escritor y dramaturgo José Suárez Carreño en la disciplina del guión cinematográfico, que firma junto con el italiano Giovanni d’Eramo. Es probable que los ribetes satíricos de la historia —la burla de las fuerzas vivas, la sátira contra las beatas, las peleas entre el alguacil y el guardia del pueblo por ver quién tiene más autoridad...— procedan de la pluma de Suárez Carreño, si bien es cierto que la deuda con el cine del Berlanga primerizo es evidente. En cambio, el asunto de la orfandad y la fantasía proceden indudablemente de Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1955). Es en la difícil conciliación de estas dos tendencias, que conviven en la película, donde reside su mayor debilidad. La unidad dramática se pierde y el punto de vista infantil, tan riguroso en la película de Ladislao Vajda protagonizada por Pablito Calvo, se deja de lado. Mistermarshallismo periférico, vaya.
El retrato satírico de la comunidad cerrada a todo lo de fuera y el ternurismo de la historia del niño en busca de unos padres que suplan a los perdidos tiran del relato en direcciones distintas y el final feliz no termina de resultar satisfactorio. Los más acertados apuntes humorísticos se encuentran en la beata metomentodo interpretada por Julia Caba Alba y el viejo militar autoritario encarnado por Erasmo Pascual. Carolina Giménez es la maestrita que hubiera sido una madre mucho más adecuada para el niño y que no puede serlo porque carece de contraparte masculina, en un rasgo definitorio del papel que la sociedad de su tiempo reservaba a la mujer soltera. Joan Capri encarna al guardia, en un sí es no es remedo del personaje de monsieur Hulot.
La coproducción Un indiano en Moratilla / Dos mexicanos en Aragón (León Klimovsky, 1958) cambia sólo levemente el argumento de la película germinal. También es un americano del Norte su protagonista (Miguel Ángel Ferriz), aunque de México, y su fortuna procede del petróleo. Si tuviera familia en Moratilla estaría dispuesto a ser un benefactor generoso. El alcalde y el maestro (José Sepúlveda y Pastor Serrador) no están dispuestos a que la ausencia de familiares arruine la prosperidad del pueblo, así que buscarán entre sus habitantes los más apropiados para constituir una familia ideal: la alcaldesa (Rosario García Ortega) será la cocinera, la ancianita (María Francés), la tía Dolores, el alguacil del ayuntamiento (Roberto Camardiel), el marido de una prima que no es otra que la solterona del pueblo (Maruja Tamayo), y el mujeriego telegrafista (Rafael Romero Marchent), el primo Andrés. Y así. La plantilla mistermarshallista cubre todo el primer acto, con convocatoria en la plaza el pueblo y llegada en falso incluida. Luego, la cosa deriva hacia el enredo, porque los sueños de todos —la escuela, la estación, el alumbrado, un nuevo campanario, el amor...— van a cumplirse hasta que se descubre el pastel. Entran entonces en juego todos los resortes melodramáticos que la cinta es capaz de soportar en una pirueta en la que Klimovsky mantiene el tipo como puede antes del inevitable happy end.
Las pequeñas localidades españolas de Morcuende —cultivo de remolacha— y Sanfelices —planta de refinado de azúcar—, separadas por el río Jaramillo, son nada menos que el trasunto de la Guerra Fría, un mundo dividido en dos bloques. El puente de la paz (Rafael J. Salvia, 1958), la ya enésima alegoría de ruralismo costumbrista que factura la industria cinematográficas española en la década de los cincuenta. También son eternos enemigos San Martín del Pino y el Peña Vieja, aunque en La estatua (José Luis Gamboa, 1958) la rivalidad sea futbolística. Los partidos terminan siempre a pedradas y puñetazos, pero eso se va a acabar porque a San Martín ha llegado Jiménez, un árbitro absolutamente inflexible que no le teme a nada. De todos modos, no es lo único que se dirime en el pueblo ese día porque el alcalde (Juan Calvo) ha encargado que hagan una estatua con su efigie que se ha de levantar en la plaza junto al pino centenario, ya que el rodaje de exteriores se realizó en Alfàs del Pi. La inauguración, tras el fin del partido, genera una serie de tensiones entre las fuerzas vivas y los habitantes del pueblo. Por ejemplo, al párroco (Félix Dafauce) no le preocupa otra cosa que el fútbol. El delantero centro (Javier Armet) es el hijo del alcalde, que quiere casarlo con la hija del usurero local. Sin embargo, él está enamorado de María (Hebe Donay), la semisalvaje guardabarreras a la que le gusta echar carreras con el expreso a ver quién llega antes al paso a nivel. Para colmo, el usurero va a despojar a su padre de sus tierras y pretende que el hijo del alcalde se case con su hija Adela (Alicia Altabella), que va camino de quedarse para vestir santos. Ésta le hace tilín a don Marcos (Roberto Camardiel), el veterinario, empeñado en lanzar un cañonazo contra las nubes a ver si llueve. Y luego están el tonto del pueblo (José Ramón Giner), el barbero / masajista (Antonio Riquelme), el eficacísimo y cumplidísimo empleado del ultramarinos (Perico Beltrán) y un borrico que se llama “Romero” y que rebuzna como riéndose de cuanto hay de petulante en la vida local.
No es difícil buscarle los ancestros a La estatua en la plétora de cuentos morales que siguieron a Bienvenido, míster Marshall. Otra cosa es el errático libreto de Leonardo Martín —coguionista de la citada Calabuch— y de su compañero de aulas en la especialidad de Dirección en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, el poeta Joaquín Gurruchaga. El impulso dramático se pierde en una serie de escenas corales que no terminan de ensamblar unas con otras. Las cosas no debieron ir muy allá porque la película tiene un pase en Madrid en noviembre de 1958 en el cine-estudio Fomento de las Artes y no vuelve a aparecer en la cartelera hasta mayo de 1961 en Palma de Mallorca y dos años más tarde en un cine de Sevilla. Ni en la prensa madrileña ni en la barcelonesa queda rastro de su estreno y mucho menos una reseña. En 1989 la cinta inauguró el primer Festival de Cine de Alfàs del Pi, la localidad donde se había rodado hacía más de tres décadas.
El antagonismo entre Torre Baja y Torre Alta es el motor argumental de la coproducción hispano-italiana El hombre del paraguas blanco / Due campanili e... tante speranze (Joaquín Luis Romero Marchent, 1958). Las gacetillas describen puntualmente la trama, lo que exime a uno de hacerlo:
¿Quién era “El hombre del paraguas blanco”? Tenía cara de bueno. Y como bueno actuó. Nadie sabía su nombre, ni él quiso saber tampoco el nombre de los demás. Echó una mano al ayuntamiento y al pueblo de Torre Baja, ofreciéndoles sus cohetes y sus ruedas de colores: ya cobraría después. Les brindó la idea salvadora del recién nacido, que si bien es cierto los llevó a todos, de momento, de cabeza, porque no había recién nacido “a punto”, luego acabó con la congoja de la pequeña Nieves. Y después, cuando aquella querella popular contra el vecino pueblo de Torre Alta se había disipado en una atmósfera de júbilo y alegría, ¡abrió su paraguas blanco bajo el cielo estrellado... y se puso a llover a cántaros, apagando la fiesta pirotécnica del vecindario rival y dejando la competencia popular para el siguiente round! ¿Quién era el extraño buhonero del paraguas blanco? La película no lo explica tampoco. Pero en Torre Baja no le han olvidado, ni usted, lector, le olvidará cuando vea El hombre del paraguas blanco, una coproducción Hesperia Films-Mercufilms que Mercurio presentará próximamente en nuestras pantallas.
Lo que no podemos soslayar es la influencia de Calabuch, en la que el ingenuo científico atómico se hubiera trastocado en buhonero (Fernando Delgado). José Luis Ozores, que también figura como coautor del argumento, interpreta a un buen hombre, que lo mismo es capaz de disfrazarse de torero para embaucar a unos turistas a fin de recaudar fondos para los fuegos artificiales, que de desmontar todo el andamiaje del castillo de fuegos artificiales para rescatar a una cigüeña que la hija paralítica del alcalde piensa que no va a poder traer al mundo ese recién nacido que todas las cigüeñas traen en el pico. Más allá de su ternurismo —con milagro final incluido—, la principal rémora de la cinta es que buena parte de su metraje se va en escenas de espera e inacción.
El celacanto de Julia y el celacanto (Antonio Momplet, 1959) es un pez antediluviano. Uno de los tres ejemplares que se han encontrado en la época contemporánea reposa, disecado, en el Museo de Historia Natural. Él mismo nos cuenta las aventuras que debió correr Julia (Concha Velasco) para traerlo hasta allí. La cosa empezó en la fábrica de conservas de don Eulogio Rivera (Carlos Casaravilla), en la villa mediterránea de Tordesa, donde Julia trabaja como secretaria. Un buen día descubre que los pescadores han capturado un extraño pez que ella ha visto en Selecciones del Reader’s Digest, así que lo compra por cuarenta duros, lo esconde en una cámara de congelación y se lo ofrece al director del Museo de Historia Natural (Santiago Rivero), que envía a su hijo (Virgilio Teixeira) a hacerse con la pieza. A partir de ese momento, comienza el enredo porque todos quieren figurar como descubridores de tan rara pieza: el alcalde (Francisco Bernal), por la gloria de la villa; Aparicio (Tony Leblanc) para alcanzar la celebridad como periodista; don Eulogio para que le dejen construir un secadero en la playa... Instituciones científicas internacionales pujan por tan rara pieza, a la que hay que trasladar continuamente para que no la encuentre nadie antes de que el negocio se cierre. La trama se mistermarshalliza y las persecuciones se suceden. Poco importa porque verdaderamente nada importante hay en juego, salvo el amor de Julia por el hijo del director del Museo y el de Aparicio por una despampanante estadounidense.
Los ecos de la Gran Guerra llegan hasta la provinciana ciudad de Iberina. El conflicto nuclear de Los que no fuimos a la guerra (Julio Diamante, 1961) se personaliza en el germanófilo don Arístides (José Isbert) y el francófilo don Amado (Félix Fernández) por encima de la vida de pánfilo que arrastra Javier (Agustín González), lo que lleva a Santos Zunzunegui a ubicar esta adaptación en el cine “alegórico coral” deudor de Bienvenido, míster Marshall. Coral, cierto. Y con un reparto de campanillas que a ratos se desperdicia en subtramas episódicas que constituían tantas veces la base de los relatos de don Wenceslao. Una de las alteraciones propuestas por Julio Diamante en su adaptación es la de convertir los titulares de los diarios litigantes en glosas contrapuestas a las imágenes de un reportaje bélico que realizan Javier y su amigo Aguilera (Juanjo Menéndez), ejerciendo funciones de “explicadores” cinematográficos del Cinematógrafo Fandiño. Un prólogo y un epílogo contemporáneos pretenden subrayar la pervivencia del enconamiento entre las “dos Españas”. El visto bueno de Fernández Flórez, que debe servir como aval para la Censura, no impide que la película sufra numerosos cortes y, a pesar de tener copia desde las Navidades de 1961 y ser exhibida en el Festival de Venecia de 1962 con el título Cuando estalló la paz, no llega a estrenarse en Madrid hasta el 29 de marzo de 1965, con García Escudero como Director General.
Si la película de Diamante buscaba en el humor de Fernández Flórez una excusa para poner en solfa las “dos Españas” que habían de helarnos el corazón, La cesta (1965), tercera incursión mistermarhallista en la filmografía de Salvia como director parece llegar con una década de retraso.
El milagro del cante (José María Zabalza, 1966) viene a ser más o menos una puesta al día de El bandido generoso en el contexto de la España desarrollista. Enrique (El Príncipe Gitano) es guía turístico en una empresa que lleva a los extranjeros a visitar Segovia y El Escorial. Pero el autocar tiene un accidente y los turistas se ven obligados a pernoctar en su pueblo, un villorrio abandonado por sus habitantes en el que Rafael (Rafael Farina) tiene un mesón. Rafael ameniza la cena con sus cantes y los turistas salen encantados, de modo que Enrique le propone que se asocien y montar viajes cañís. Rafael atrezza el mesón como si fuera una posada castiza y Enrique se viste de bandolero para asaltar el autocar y raptar a alguna turista, lo que proporciona emoción a los viajes. El negocio sube como la espuma y pronto los bancos se interesan por comprar los terrenos para dedicarlos a la especulación inmobiliaria. Los tópicos de la españolada se reúnen un poco al buen tuntún en esta comedia de Zabalza que toma elementos argumentales de la película seminal de Berlanga y de Los tramposos (Pedro Lazaga, 1959) para hilvanar las actuaciones musicales de los dos protagonistas y algún cuadro flamenco. En el apartado de solvencia técnica, el director irunés empieza a convertir en estándar su habitual desidia.
El debutante Antonio Giménez Rico toma al protagonista y el ambiente de Plácido (Luis G. Berlanga, 1961) para intentar con El hueso (1967) una sátira del inmovilismo en una ciudad de provincias. El macguffin es un huesecillo de la mano izquierda de don Nuño el Batallador, el héroe medieval local, que los franceses se llevaron a Burdeos durante la Guerra de Independencia. Antonio Fernández (Cassen), periodista encargado de reelaborar sueltos inofensivos de los periódicos extranjeros, da con la noticia y todas las fuerzas vivas de la ciudad se ponen en marcha para recuperarlo. El alcalde (José Franco), el director del periódico (José María Caffarel), el cronista de la villa (José Orjas) y la presidenta de las damas de don Nuño (Consuelo Borque) confiarán en él para llevar adelante la operación de restitución de la reliquia y sus correspondientes festejos. Antonio ve en esta circunstancia la ocasión de mejorar de posición ante el desdén de la hija del alcalde (Charo López), una chica moderna y desinhibida, que es metáfora diáfana de un futuro al que Antonio parece dispuesto a renunciar con tal de ser nombrado hijo predilecto de la ciudad. Por momentos, la película parece suscribir al pie de la letra la teoría zavattiniana del pedinamento y la cámara sigue con largos movimientos los recorridos del protagonista por la ciudad. Con la colaboración del músico Carmelo Bernaola, Giménez Rico organiza una representación burlesca de zarzuela y satiriza la canción comprometida al hacer interpretar a la prostituta local (Florinda Chico) el Aleluya de Luis Eduardo Aute. El resultado es una sátira con muy poco mordiente, que empalidece aún más al compararla con su evidente modelo.
Todavía en Vente a ligar al Oeste (Pedro Lazaga, 1972) podemos encontrar la idea de los americanos que “vienen a España gordos y sanos”, sólo que ahora los dólares no provienen de los acuerdos militares y comerciales de 1953, sino de la industria cinematográfica que ha convertido Almería en escenario privilegiado de las producciones internacionales.
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