Las reclamaciones de
Cottafavi
En 1960 el recién
creado Ministero del Turismo e dello Spettacolo comunica a Distribución Viñals
que para poder cobrar las subvenciones a las que haya lugar, la película
debería estrenarse en Italia antes del 31 de diciembre de 1960. El Dizionario del cinema italiano: I film, vol.
2, dal 1945 al 1959, de Roberto Chiti y Roberto Poppi (Gremese Editore,
1991, p. 155) reproduce la ficha italiana haciendo constar que...
el film quedó incompleto (aunque fue inscrito en el P.R.C. [Pubblico Registro
Cinematográfico] con el número 1688). Lo citamos dado que fue utilizado por el
productor español, quien hizo que Domingo Viladomat lo montara a su
conveniencia. Circuló en España (con el título de Toro bravo) pero nunca fue reconocido por su autor.
¿Qué queda de
estos desencuentros, amagos diplomáticos, vaivenes de materiales y quiebras
empresariales? Toro bravo, tal y como
la podemos ver hoy es consecuencia de aquella “españolada digna” que se venía
reclamando desde principios de los años cincuenta como única salida al
atolladero en que situaban a España en los festivales internacionales las
películas “con folklórica”. O sea, gran éxito del festejo costeado por Cesáreo
González con Paquita Rico o Carmen Sevilla como principales atracciones y
ausencia absoluta en el palmarés. Es más, representantes oficiales, como el
falangista Jesús Suevos, no duda en expresar su indignación por el pobre papel
hecho anualmente en Cannes por la selección de películas españolas. De ahí que
todos se apunten al carro de ¡Bienvenido,
míster Marshall! (Luis G. Berlanga, 1953) —un sí es no es burlón con
el nuevo amigo americano— y que se dé por bueno, aunque con ciertas
reticencias, el catálogo de cantes y bailes autóctonos que Edgar Neville lleva
a la pantalla en Duende y misterio del
flamenco (1952).
Ya hemos visto que existía también cierto vínculo con otra
película española pionera en el uso de lentes anamórficas y color: La gata (Margarita Alexandre y Rafael M. Torrecilla, 1956). Como en ésta, las faenas del
campo y el trabajo en la ganadería tienen importancia capital frente al
habitual melodrama taurino del muchacho humilde que quiere triunfar y al que el
éxito corrompe. Las reiteradas adaptaciones de Sangre y arena, de Vicente Blasco Ibáñez, y de Currito de la Cruz, de Alejandro Pérez Lugín han servido para
asentar el tópico.
Toro bravo circula
por otros derroteros… José (Curro Puya), huérfano de padre y responsable del
cruce de la ganadería de Ríos con la del Alamillo, afirma en un momento ante un
periodista (Fernando Sancho) que él no tiene ninguna intención de torear. Lo
único que quiere es que el buen nombre de la ganadería se mantenga. De ahí su
interés en que la ganadería esté representada en la corrida-concurso y la
vergüenza que supone para él que Cumbreño sea devuelto a los corrales por
manso. Porque el protagonista de Toro bravo es el toro. O mejor aún, la
relación que se establece entre José y Cumbreño, que termina relegando a
segundo plano la rutinaria subtrama romántica que atañe al interés de la hija
del mayoral (Lucia Banti) por el joven.
Hasta este
momento los presupuestos con los que ha trabajado no han podido ser más
modestos. Desde el escándalo veneciano de Fiamma
che non si spegne (1949) ha puesto en pie dos películas de capa y espada y cinco
melodramas que hoy se valoran como auténticas piezas de orfebrería. Las
productoras, sin embargo, tienen tan escasos recursos como la Novissima Film,
que se ve obligada a ir aplazando el rodaje de Una donna ha ucciso durante ocho meses, o la Romana Film de
Fortunato Misiano, especializada en cintas de bajo coste para las salas
meridionales. Sin embargo, Cottafavi juega todas las cartas con los medios
puestos a su disposición. En el clímax de Una
donna libera (1954), cuando Liana (Françoise Christophe) acude a casa del
director de orquesta (Pierre Cressoy) que arruinó su vida y que está a punto de
hacer lo mismo con la de su hermana pequeña (Christine Carère), el tenorio
declama sin el más mínimo titubeo:
—Estamos en pleno melodrama: en
la escena madre, con la fuga de la joven inocente, que, sin embargo, regresará.
La operación a la
que somete Cottafavi a estos materiales de derribo es, si hemos de creerle,
plenamente consciente:
Las historias eran un poco tontas, pero disfrutaban de mecanismos
garantizados por el resultado de otras películas del género. Yo no luchaba
contra estos pies forzados. Las peripecias del guión eran banales, pero lo que
tenían de extraordinario, lo que quería liberar era la empatía humana con el
sufrimiento. Me interesaban sobre todo los personajes femeninos: el alma de la
mujer me interesaba más, es más sensible, más capaz de penetrar el dolor y, en
todo caso, más capaz de llegar en el dolor a la exasperación total”. [Cottafavi
entrevistado por Bertrand Tavernier, en Positif,
núm. 100-101, diciembre de 1968, y reproducido por Franca Faldini y Goffredo Fofi: L'avventurosa storia del cinema italiano
raccontata dai suoi protagonisti 1935-1959. Milán: Feltrinelli, 1979.)]
Toro bravo es el resultado de aplicar este método de
trabajo, esta aproximación, a un personaje de sensibilidad extrema —subrayada
por la orfandad— y obligado al sacrificio máximo: matar aquello que más se ama.
Nel gorgo del peccato (1954) había
presentado la situación diametralmente opuesta: el sacrificio de una madre que
renuncia a su propia vida para salvar la de su hijo y que éste se reconcilie
con una femme fatale cuyo amor es,
paradójicamente, verdadero. La voz en off de la madre, que abre y cierra la
película contra un fondo de nubes, propone una continuidad entre la vida y la
muerte que ya había servido de colofón —con análoga solución estilística— a Fiamma che non si spegne. La resolución
de Toro bravo, nos retrotrae, en
cambio, a la de Traviatta ’53 (1953), donde
la ausencia del ser amado se traduce en un vacío en torno al protagonista
puesto en evidencia por la planificación.
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