domingo, 28 de mayo de 2017

jerónimo mihura (4)


Castillo de naipes (1943), el segundo largometraje de Jerónimo Mihura, parte de un argumento de Aileen O’Brien, una militante del bando nacionalista muy activa en la lucha de la Iglesia católica contra el apoyo internacional a la República, pero también contra el nazismo. Su conexión con la industria cinematográfica española llegaría a través de Montagu Marks, un australiano que había colaborado a la creación de los estudios de Denham por parte de Alexander Korda. Samuel Hoare, el embajador británico en España, habría solicitado ayuda para defender los intereses propios en todos los frentes y uno de ellos es la propaganda. Sus descendientes aseguran además que la tarea de Montagu Marks habría sido dar cobertura a las redes de evacuación de judíos que afluyen a España debido al conflicto. Cinematográfica Vulcano, S.A. (Civulsa) habría servido de plataforma a estas actividades. De las buenas relaciones de Marks con las autoridades franquistas da cuenta su futura intervención como productor asociado en Decameron Nights (Tres historias de amor, Hugo Fregonese, 1953) y Málaga / Fire Over Africa (Fuego sobre África, Richard Sale, 1954), amén de colaborar en los rodajes españoles de Richard III (Ricardo III, Laurence Olivier, 1955) y Alejandro Magno / Alexander the Great (Robert Rossen, 1956).

Marks financia la película apoyándose en el guión que firman el propio Jerónimo y el falangista Antonio de Obregón. Miguel Mihura aparece ya correctamente acreditado como responsable de los “diálogos originales”, signifique esto lo que signifique, aunque es probable que su cometido fuera más amplio. Así lo cree López Izquierdo, que cuenta cómo el primer texto presentado a Censura obtiene un informe muy desfavorable, ante lo que la productora opta por pasárselo a Miguel Mihura para que realice una revisión general referida a elementos superficiales, porque cuesta encontrar elementos mihuranos en esta historia en la que Vulcano pretende ensalzar “los valores eternos e inconmovibles de la raza hispana” frente al “avasallamiento ultramodernista del nuevo continente”. Al parecer los excesos inmobiliarios no son exclusivos de nuestra época. No hay miedo, porque gana la tradición —con lienzos de Goya y Rivera incluidos— por goleada. El argentino Luis de Guzmán (Raúl Cancio) habrá de renunciar a sus ansias modernizadoras del castillo de Piedras Albas, propiedad hasta entonces de la benefactora (Carmen) y de su chiflada abuelita Etelvina (Camino Garrigó). A pesar de que su intención inicial sea convertir aquellas vetustas piedras en lo más parecido a una cafetería americana, el amor volverá al argentino al buen camino y de la modernidad sólo incorporará un ascensor que, por supuesto, no funciona. El choque de la modernidad contra la tradición es literal, porque la película arranca cuando el aerodinámico automóvil de Luis se empotra contra la carreta de unos romeros andaluces.

Con hechuras de novela romántica a la Linares Becerra, el personaje más mihuresco del elenco es el capataz de obras encarnado por Manolo Morán, que arranca como saboteador cómplice de Carmen para terminar en sanchopancesco escudero de Luis en su cruzada contra lo viejo, haciendo valer que “no se puede seguir viajando en burro” y que “ya no estamos en el tiempo de los visigodos”. Sin embargo, cuando Luis aumente el sueldo de los trabajadores del pueblo a cien pesetas diarias se encontrará con que sólo acuden al tajo un día por semana, porque con eso tienen suficiente para vivir y a ellos la productividad se les da una higa. Aparte de algún diálogo, suelto es posible que esto sea de lo poco que Miguel Mihura aporta al guión y concuerda con otra escena que su amigo Tono incluirá en otra película de argumento similar La fuente mágica / Magic Fountain (Fernando Lamas, 1962) cuando una socióloga feminista (Esther Williams) le reproche al ejecutivo retirado en España (Lamas) su vagancia:
—¿No comprende? Trabaje usted para ser alguien en la vida y ganar dinero y así, tal vez, un día pueda retirarse a descansar.
—¿Qué cree usted que estoy haciendo ahora? —refuta él con incontestable lógica codornicista.
Algún apunte relativo a las novelas de Salgari que el criado (Joaquín Roa) le lee a la abuela, “porque nos gustan los tigres” y en las biografías de María Antonieta todo lo más que va a salir es un gato, quedaría como adherencia residual contrarrestada por la incrustación de una actuación de Carmita García y Vicente Escudero en una de las pocas ocasiones en las que se puede contemplar su legendario estilo de danza española en la pantalla.

La habitual brillantez de los diálogos de Miguel vela a los reseñistas la labor de realización de Jerónimo, que declara haber puesto en juego todo lo aprendido en Aventura “al servicio de un tema de humor, de una comedia ligera, que es lo que me va y lo que me gusta”. [Primer Plano, núm. 132, 25 de abril de 1943.]

Pese a todo, el balance que ofrecen Aventura y Castillo de naipes es más que aceptable. Bien es cierto que la taquilla les resulta tan esquiva como a la mayoría de la producción nacional, pero ambas cintas están resueltas una soltura poco habitual en el cine de la época, y esto sirve para asentar la carrera de Jerónimo Mihura. Más aún cuando poco después le llegue la oportunidad de dirigir El camino de Babel (Jerónimo Mihura, 1944), sobre un argumento y con producción de su amigo José Luis Sáenz de Heredia, para el que ha trabajado como ayudante en Raza, tres años antes.

El argumento se conjuga a partir del juramento de tres universitarios recién licenciados —interpretados por Alfredo Mayo, Fernando Fernán-Gómez y Miguel del Castillo— cuyo medio para “engrandecer la Patria” es casarse cada uno con la muchacha más rica de su pueblo. El compromiso queda sellado durante un baile promovido por el Círculo de Escritores Cinematográficos, vaya usted a saber porqué. Las alusiones al conflicto bélico internacional o a la escasez de combustible se dan la mano con negocios fabulosos poco probables en tiempos de autarquía económica. Si acaso, ganan fuerza irónica las soflamas patriótico-financieras del negociante Brandolet (Manolo Morán) del que el guionista se ha encargado de dejar bien claro que está como una auténtica regadera. En resumen, poco codornicismo y bastante moralina.

Nos detenemos, no obstante, en El camino de Babel porque presenta un motivo tan insistente en la obra de Jerónimo que casi se convierte en un rasgo autoral, tanto más destacable, cuanto que sólo es parcialmente atribuible a la influencia de su hermano Miguel. Se trata, digámoslo ya, de la constante contraposición entre campo y ciudad. Si bien la vida provinciana no deja de tener ciertos rasgos negativos, como la maledicencia o la grosería, la ciudad es presentada como fuente de corrupción. Y si no, véase la canción que se puede escuchar en el cabaret Los Incas: “Vale todo, vale todo, / ya no hay freno, nadie tiene que fingir. Vale todo, no se callen / digan todo lo que tengan que decir”. Por el contrario, el campo según afirma el personaje de Guillermina Grin no sin ironía es “la única bella distracción de los pobres”.

De Aventura a Maldición gitana, pasando por Siempre vuelven de madrugada (1948), la dicotomía siempre esté ahí presente. Incluso la Barceloneta de Mi adorado Juan no deja de ser una especie de Arcadia rural en mitad de la Ciudad Condal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario